Paz y derechos se resumen en dignidad

12/05/2013
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Hasta el final del siglo XX, se extendía la percepción respecto de que los derechos humanos eran un concepto terminado y que en adelante solo bastaba interpretar una ley que permitiría realizarlos. Algunos autores se apresuraron a señalar que con la entrada de los derechos humanos a los cuerpos normativos la batalla estaba asegurada. En paralelo se extendía la sensación de que con el fin de la segunda guerra y la derrota del nazismo y del fascismo y la puesta en evidencia de la barbarie engendrada en el seno del capital, todo sería paz hacia el futuro. Las situaciones inimaginables de tortura, humillación y sevicia practicadas por la maquinaria de guerra del capital que incluyó en su estrategia la destrucción de lo humano corporal pero también de su conciencia, mediante el uso de campos de exterminio y hornos crematorios, así como la confinación en hospicios a intelectuales, artistas y críticos al régimen, se daban por superadas e irrepetibles. Se presagiaba que después del terror, vendría la paz duradera y una pacífica era de los derechos que daría lugar a la conquista de la felicidad.
 
Medio siglo después la globalización se encarga de mostrar lo contrario. Las sociedades de derechos quedaron a medio camino convertidas en sociedades del derecho y este resulta controlado por las reglas fijadas por el capital. Los hechos de la globalización muestran que la acumulación es la base de las victorias de los poderosos y que detrás de cada uno de sus éxitos hay una huella de terror, una imagen de dolor, que las normas se encargan de ocultar. Los Estados han jugado todas sus cartas en favor de la acumulación y en contra de una clase social especifica concreta, empobrecida, excluida, perseguida, en el marco de un apartheid global en el que menos del 1% de la población alcanza el control de la población, de sus territorios, de sus riquezas y patrimonios colectivos. Los significados y contenidos de los derechos y de la paz, han sido tomados como parte del botín de legitimación de los estados, que hacen la guerra y ponen en retroceso los derechos, pero se cuidan de anteponer palabras vacías para justificar sus crímenes, sus arbitrariedades. En el lugar de los derechos colocan adjetivos, normas y reglas carentes de justicia y a su lado acomodan compensaciones, subsidios y dadivas a las que se tratan de dar el mismo valor que a los derechos para negar la vigencia de las luchas y reivindicaciones. Los estados hacen avanzadas de guerra en nombre de la paz y niegan derechos en nombre de los derechos. Las voces del Estado sentencian que hay que hacer la guerra para conseguir la paz, es decir matar al otro para conseguir la vida, y llaman a degradar lo humano para conseguir derechos.
 
Lo que parecía tan sólido hace pocas décadas, la clase social en el poder lo derrumbó y se niega a reconocer como principio básico de la paz y los derechos, que todos los seres humanos son humanos. Los poderes públicos, llamados a construir políticas para fortalecer la sociedad de derechos y garantizar la existencia de lo público como elemento esencial de la paz, actúan hoy como corporaciones privadas, que juntan sus voces para hacer eco de lo que impone el capital. Los parlamentos llamados los recintos de la democracia son vistos por la población como las madrigueras de la corrupción, de la que las excepciones son la regla y donde para los legisladores tiene más significado estar cerca a los potentados, al presidente o sus ministros que a su pueblo que los elige y a sus necesidades por las que habían prometido luchar. Igual ocurre en los recintos de la justicia en los que prima no lo justo si no lo funcional al sistema de poder fortificando sistemas de impunidad. En el poder ejecutivo se producen las más deshonrosas victorias del capital, él se encarga de enajenar los bienes públicos, fabricar las argucias que permiten comprar, silenciar, vetar o matar adversarios, convertir en enemigos a sus opositores y actuar por cuenta propia para poner en desbandada los derechos o alejar la paz de la esperanza de un pueblo, que sabe resistir hasta alcanzarla. La voracidad del capital, es la única regla para el estado.
 
Las desigualdades se han incrementado porque el poder actúa para potenciarlas, no para eliminarlas. El hambre recorre el mundo y no da tregua, ataca el cuerpo débil y sin defensas de los despojados, de los desterrados, de los inmigrados, de los enfermos, de los discriminados históricos, les crea nuevos campos de concentración y de exterminio a la luz de las grandes agencias, creadas hace más de medio siglo para proteger la idea de lo humano y no permitir convertirlo en mercancía. Las transnacionales del capital terminaron imponiendo sus reglas, sobre las transnacionales de los derechos, las dos suelen ir juntas, la una declarando sus deseos pocas veces realizados, la otra realizando sus deseos de acumulación que deja muerte y destrucción a su paso. El empleo que se había convertido en parte del contenido de la dignidad fue sustituido por el desempleo que arrasa por igual con jóvenes de las viejas naciones o las nacientes sociedades y en su entorno reaparecen prácticas de nueva esclavitud, con hombres y mujeres metidos entre barcos o hacinados en pequeñas tiendas, en cárceles o en la calle donde trabajan jornadas de 16 horas a cambio de un poco de agua y comida así sea descompuesta.
 
 Las armas son usadas por el Estado para fabricar el consenso sobre la necesidad de crear y eliminar a enemigos para mantener la vigencia del terror y concretar su voluntad de poder y de despojo. Las armas sirven al propósito de negar el principio básico de que las cosas que son iguales a la misma cosa son idénticas entre sí. El terror divide y elimina políticamente la existencia humana y le permite a los poderosos tratar como seres humanos solamente a quienes el mismo determina humanos, según su cálculo político y el beneficio económico que les reporte. Reconoce totalmente humanos solo a los suyos, medianamente humanos a los que aceptan ser sometidos a sus reglas y no humanos a quienes no comparten ni sus categorías, ni sus sistemas de exclusión o de barbarie y son obligados a vivir en rebeldía, a mantenerse en desobediencia y a insistir que los derechos y la paz hay que construirlos todos los días, defenderlos en todos los espacios, ponerlos en vigencia utilizando las herramientas que cada contexto exija. Este principio que había sido reinterpretado como un producto del acuerdo entre clases sociales, para vivir en un mundo justo, con justicia y en equilibrio ha sido destituido por el nuevo principio de que todo lo igual lo es solo si una ley lo reconoce. Y esa ley la hacen los poderosos, usualmente a su favor y en contra de los débiles a quienes no cesan de querer someter para lucrarse, para expandirse como la serpiente que no para de tragar y de crecer, esa es la lógica del capital y del poder. Los pueblos han empezado desde la otra orilla a recuperar la palabra, a caminarla, a juntar sus luchas unidos por un nuevo vocablo: Dignidad.
https://www.alainet.org/es/articulo/76010?language=en
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