De 1991 a 2013… ¿un nuevo pacto de clases?

21/09/2013
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En 1991 la oligarquía en su conjunto logró convertir el acuerdo de Paz con el M-19 en un pacto de clases. La Asamblea Nacional Constituyente y la posterior aprobación de la Constitución Política de 1991 fue la oficialización de ese “contrato social”.
 
Los tres presidentes de la Constituyente representaban a cada uno de los sectores de clase comprometidos en ese pacto. La gran burguesía-terrateniente, la burguesía burocrática y la pequeña burguesía. La clase obrera y los campesinos pobres tuvieron una mínima representación que nos les alcanzó para hacer valer sus intereses.
 
Álvaro Gómez Hurtado encarnaba la política de la gran burguesía y los grandes terratenientes unificados en su programa neoliberal. Paradójicamente ese programa vino ser concretado por Cesar Gaviria Trujillo, heredero del legado de Luis Carlos Galán, último representante de la débil burguesía “progresista” que no profesaba el credo neoliberal.
 
Horacio Serpa Uribe representaba a la burguesía burocrática, heredera de la burocracia colonial que se consolidó durante el Frente Nacional. Ésta fracción de la burguesía recogió las ideas de Jorge Eliécer Gaitán – quitándole su contenido revolucionario – y construyó un supuesto ideario “socialdemócrata” que fue el sustento ideológico para ganar el apoyo de la cúpula burocratizada de los trabajadores, especialmente de los estatales.
 
Antonio Navarro Wolf personificaba a las llamadas “clases medias” (pequeña-burguesía, sobre todo urbana) y a los pueblos indígenas y afrodescendientes. Su ideario vacilaba entre los intereses de la burguesía y los del proletariado. Querían construir “nacionalidad” con base en la fusión de intereses entre los capitalistas y los trabajadores. Vano espejismo.
 
Aprovechando las ilusiones “democráticas” del M-19, la burguesía aprobó una Constitución supuestamente “garantista”, con un amplio compendio de “derechos fundamentales”, sociales, económicos y culturales, pero con una esencia neoliberal. Tal base jurídica le permitió – dado que mantenía el poder –, aplicar el paquete privatizador, la apertura económica y profundizar la entrega de nuestras riquezas al capital imperialista.
 
Los desarrollos políticos y económicos sucedidos durante los 22 años que hay entre 1991 y 2013 ratifican los resultados negativos que dejó ese pacto para el conjunto del pueblo colombiano. Sus inspiradores todavía lo defienden sin reflexionar en los hechos concretos. Ni siquiera los conceptos de multi-etnicidad y pluri-culturalidad han sido desarrollados. Menos, el ordenamiento territorial que lo ha realizado de facto el gran capital, “ordenando” mediante el despojo amplios territorios a su amaño, desplazando poblaciones y adecuando el espacio a sus intereses capitalistas.
 
Ahora tenemos una nueva coyuntura. Estamos en medio de una negociación entre la guerrilla de las FARC y el gobierno. Un nuevo pacto de clases está en desarrollo. La diferencia esencial es que mientras el M-19 logró convertir una derrota militar en un relativo triunfo político, las FARC desde 1998 ha venido convirtiendo un relativo triunfo militar en una derrota política.
 
Es por ello que este nuevo proceso es contradictorio y hasta paradójico. El paro nacional agrario de 2013 desbordó los acuerdos que se han firmado en materia agraria. Mientras en La Habana se negocia aceptando la condición impuesta por la gran burguesía de que “no se negocia el modelo económico y político vigente”, la realidad del movimiento social y popular colocó el tema de los TLCs y la esencia neoliberal de la política agraria en el primer lugar de la política nacional.
 
El gobierno – hábilmente – ya  está utilizando esos acuerdos (rebasados por la dinámica social) para imponer a la sociedad colombiana unos límites que fueron concertados con una guerrilla políticamente derrotada. Ella no representa plenamente los intereses del conjunto del pueblo colombiano. En ese sentido la “paz negativa” de La Habana se convierte en “paz positiva” pero a favor de los intereses de las clases dominantes.[1]
 
Las FARC deberían reflexionar sobre ese tema. Si no tiene la fuerza política para conseguir verdaderas conquistas para el pueblo colombiano es mejor que no justifique esos límites. Debería concentrarse en los temas que son necesarios para su integración a la vida civil y permitir que sea la sociedad la que confronte al Estado en temas económicos y sociales. Si no puede ofrecer verdaderos avances, es mejor que no le permita a la oligarquía la autentificación de una política anti-popular a la sombra de los acuerdos de Paz.
 
Pareciera que la guerrilla es consciente de esas contradicciones. Por ello exige la convocatoria de una Asamblea Nacional Constituyente. Pero allí se vuelve a equivocar.
 
La oligarquía colombiana convocó la Asamblea Constituyente de 1991 porque sabía de antemano que, por un lado, iban a imponer sus mayorías y, por el otro, las propuestas que agenciaba el M-19 no eran un peligro para el ejercicio de su poder. Eran, por el contrario, aprovechables para adornar de democracia su verdadera dictadura neoliberal.
 
En la actualidad la situación es todavía más favorable a la oligarquía. Las fuerzas de los trabajadores y el pueblo recién empiezan a respirar y a recuperarse. Después dos décadas de represión, terror, asesinatos y masacres, de destrucción de organizaciones populares, amedrentamiento y cooptación de dirigentes, en medio de la degradación del conflicto armado, los movimientos sociales han reiniciado un proceso de acumulación de fuerzas que ha mostrado – con este paro agrario – que las potencialidades son inmensas.
 
La insurgencia no tiene que afanarse a firmar un pacto de clases. El que les ofrece la oligarquía es una verdadera trampa para ellos y para el pueblo. Deben integrarse a la lucha política sin armas pero confiar en que los trabajadores, los campesinos pobres y las “clases medias” en proceso de proletarización y empobrecimiento, van a imponer su propia fuerza en el próximo futuro. ¡Un pacto de los marginados y oprimidos está en construcción!
 
Ya vemos como el “pacto agrario” que ofrece la oligarquía es un engaño. La gran burguesía transnacionalizada no renuncia a su modelo agro-exportador. La burguesía burocrática a lo máximo que aspira es a revivir una especie de Fondo DRI, para las zonas o regiones de colonización que se concierten con las FARC, con escasos recursos económicos y sin una verdadera institucionalidad estatal. Las ONGs y los grandes contratistas están ya a la expectativa de quedarse con esos dineros, estafando una vez más a los campesinos colonos.
 
La experiencia de países como Venezuela, Ecuador y Bolivia nos enseña que las Asambleas Constituyentes sólo son beneficiosas para los trabajadores y los pueblos cuando son convocadas por gobiernos progresistas y democráticos. Ellas son herramientas adecuadas cuando son convocadas en medio del ascenso revolucionario del pueblo. Deben ser citadas y realizadas después de haber derrotado políticamente a la oligarquía.
 
Hacerlo ahora es facilitarle a la oligarquía un nuevo “pacto de clases” en donde ellos tienen la hegemonía y el poder. Pacto de “tigre suelto con burro amarrado”.   
 
Popayán, 22 de septiembre de 2013
 
 
 


[1] Vélez, Humberto. “Atisbos Analíticos”: http://fundacionecopais.blogspot.com/
https://www.alainet.org/es/articulo/79464?language=en
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