Porqué los cultivos transgénicos son una amenaza a los campesinos, la soberanía alimentaria, la salud y la biodiversidad en el planeta

06/08/2014
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Introducción
 
Casi veinte años de cultivos transgénicos ¿Qué nos han dado? Al contrario de lo que prometían las empresas, la realidad de los cultivos transgénicos, basada en las estadísticas oficiales de Estados Unidos –el mayor productor de cultivos transgénicos a nivel global– muestran que éstos han tenido menor productividad por hectárea que las semillas que ya estaban en el mercado, pero han significado un aumento exponencial en el uso de agrotóxicos. (Benbrook, 2012; Gurian-Sherman, 2009).
 
Esto se tradujo además en fuertes impactos negativos tanto en salud pública[1] como en el medio ambiente en todos los países donde se han cultivado a gran escala. Los cultivos transgénicos han sido un instrumento clave para facilitar la mayor concentración corporativa de la historia de la alimentación y la agricultura.
 
Seis empresas transnacionales controlan el total de los transgénicos sembrados comercialmente en el mundo. Las mismas seis son los mayores fabricantes globales de agroquímicos, lo cual explica que el 85% de los transgénicos sean cultivos manipulados para resistir grandes dosis de herbicidas y plaguicidas, ya que este es el rubro que les deja mayores ganancias. (ETC Group, 2013b).
 
¿Han servido para aliviar el hambre en el mundo? No. Además, producto del avance de la industrialización de la cadena alimentaria a manos de las corporaciones de agronegocios, desde 1996, año en que se comienzan a sembrar transgénicos, aumentó la cantidad de personas malnutridas y obesas, fenómeno que ahora es sinónimo de pobreza, no de riqueza. (FAO, 2012; OMS, 2012).
 
La siembra de transgénicos aceleró el desplazamiento de productores chicos y medianos, empobreciéndolos, al tiempo que sustituyeron gran parte de la mano de obra por maquinaria, aumentando el desempleo rural. Por ejemplo en Argentina, los transgénicos y sus llamados “pools de siembra” llevaron a una verdadera “reforma agraria al revés”, eliminado una gran parte de los establecimientos agrícolas pequeños y medianos. Según los censos de 1988 y 2002 en esos años desaparecieron 87 000 establecimientos, de los cuales 75 293 eran menores de 200 hectáreas, proceso que continúa con la misma tendencia. (Teubal, 2006). La secuela es que en la actualidad, el 80% de la superficie cultivada está arrendada por 4 000 fondos de inversión: no se trata de un modelo para alimentar, es una plataforma agrícola para especular.
 
Han agravado los problemas para las bases de supervivencia del planeta. En el mismo período en que se comenzaron a sembrar cultivos transgénicos, se agudizó seriamente la crisis climática y se agravaron ocho de los nueve problemas ambientales más graves del planeta definidos por el Stockholm Resilience Center como los “límites planetarios” que no podemos transgredir si queremos que La Tierra sobreviva. Siete de ellos: el cambio climático, la pérdida de biodiversidad, la acidificación de los océanos, la contaminación y agotamiento del agua dulce, la erosión de suelos, la excesiva cantidad de fósforo y nitrógeno vertidos a mares y suelos y la contaminación química, están directamente relacionados con el sistema industrial corporativo de producción de alimentos, en el cual los transgénicos son su paradigma central. (Rockström, 2009; ETC Group, 2013a, GRAIN, 2011).
 
¿Necesitamos cultivos transgénicos? Una gran diversidad de sistemas alimentarios campesinos y de pequeña escala son los que actualmente alimentan al 70 % de la población mundial: 30-50 % de esa cifra lo aportan parcelas agrícolas pequeñas, las huertas urbanas entre el 15 y el 20 %, la pesca artesanal un 5-10 % y la caza y recolección silvestre un 10-15 %. (ETC Group, 2013a). Es una producción de alimentos más saludable, en su gran mayoría libre de agrotóxicos y transgénicos. Los alimentos del sistema alimentario agroindustrial, por el contrario, sólo llegan al 30 % de la población, pero usan el 75-80 % de la tierra arable y el 70 % del agua y combustibles de uso agrícola. (GRAIN, 2014). De la cosecha a los hogares, el 50 % de los alimentos de la cadena industrial van a parar a la basura.
 
Para alimentar al mundo no se necesitan cultivos uniformes, de alta tecnología y alto riesgo, en sistemas industriales. Se necesita una diversidad de semillas, en manos de millones de campesinos y productores pequeños y medianos. El avance de las corporaciones de agronegocios, con transgénicos y agrotóxicos, amenaza gravemente esta opción, que es la que ya alimenta a los más pobres y a la mayoría de la humanidad.
 
1. Tecnología llena de incertidumbres e inexacta
 
Al contrario de lo que afirma la industria biotecnológica, la tecnología de los transgénicos es una técnica inexacta, sobre la cual no se tiene control de sus consecuencias. Es bastante sencillo aislar distintas secuencias de ADN de diferentes organismos y pegarlos para formar un transgene. Sin embargo, es imposible hasta ahora introducir esta secuencia intacta en un determinado locus del genoma. Tampoco es posible controlar cuantas copias intactas o partes de la secuencia modificada serán integradas en el genoma del organismo huésped. Y aún más difícil es evitar cualquier interacción de estas secuencias con los demás genes del huésped. Es imposible controlar la expresión génica de los transgenes insertados, o la dispersión o ruptura de los transgenes en nuevos lugares del genoma.
 
Por todo ello, es imposible predecir cual será el impacto de los transgenes en los genomas u organismos modificados genéticamente y en los ambientes en donde estos se liberan. En estos organismos modificados artificialmente se han roto restricciones de la vida, límites que ni siquiera están bien comprendidos en la ciencia. Darán pie a formas inéditas de interacción y evolución biológica con consecuencias e incertidumbres para la biodiversidad que tampoco podemos enumerar. (Filipecki y Malepszy, 2006). El liberar organismos transgénicos al ambiente implica un experimento global que impacta la dinámica natural de la vida y de la humanidad entera, unilateralmente decidido por un puñado de corporaciones y algunos gobiernos.
 
En contraste con la evidencia científica que sustenta lo anterior, los sectores que defienden la modificación genética de organismos asumen como cierto que los organismos genéticamente modificados (OGM) tendrán los mismos comportamientos a los observados en laboratorio una vez liberados en la naturaleza, es decir que son equivalentes a los organismos no genéticamente modificados.
 
Afirman que los OGM “son naturales” y que “son nuevas variedades” asumiendo que la técnica experimental empleada es precisa, segura y predecible y que es equivalente al mejoramiento convencional que se hace en la agricultura.
 
Esto es un grave error y muestra un “desconocimiento” por parte del campo biotecnológico de las teorías y conocimientos de la biología contemporánea. En la concepción que los que generan OGM no se consideran las restricciones naturales a la recombinación genética, el rol del tiempo en la génesis de la diversidad y la valoración de los mecanismos naturales que la sostienen a través de la evolución orgánica. Tanto el proceso evolutivo como las variedades de las especies se sustentan en la reproducción sexual, la recombinación de material genético, y mecanismos biológicos y ambientales que restringen y regulan la dinámica del genoma dentro de cada generación y a través de ellas durante la evolución. La biotecnología de ADN recombinante, en cambio, ha roto restricciones importantes a la recombinación evolutiva del material genético, sin que aún entendamos la naturaleza o el papel de muchas de estas restricciones que se han establecido por la propia evolución orgánica.
 
Es crucial comprender que en cualquier modificación del genoma mediante ingeniería, desaparecen, en aras del procedimiento tecnológico, el tiempo biológico necesario para estabilizar las variedades y el proceso evolutivo y la historia de la especie —que no se alteran en el mejoramiento por métodos convencionales. Esto sucede porque se apela a la instantaneidad de la manipulación del genoma con el objeto de obtener “nuevas variedades”.
 
Insistir en que los procedimientos de adaptación tradicional de cultivos y mejoramiento de especies alimentarias pueden ser equiparados con las técnicas de modificación genética de organismos por diseño planteadas por la industria, es una idea reduccionista, obsoleta y poco seria, dado el nivel de conocimiento que tenemos actualmente.
 
Proclamar que el mejoramiento realizado por los seres humanos durante 10 000 años en la agricultura y la modificación por diseño de laboratorio son lo mismo, es ignorar la cultura agrícola humana, desarrollada por millones de campesinas y campesinos en miles de situaciones biogeográficas y climáticas diferentes, que ha respetado los mecanismos naturales durante todo ese tiempo, seleccionando nuevas variedades de poblaciones originadas por entrecruzamiento hasta encontrar y estabilizar el fenotipo adecuado. Estos procesos de adaptación y adecuación de las características de los cultivos realizados por comunidades agrarias a lo largo de años también ponen a prueba, de manera permanente, sus impactos en la salud humana y en los ambientes en donde se generan las nuevas variedades.
 
Pero más importante es que este mejoramiento no es consecuencia del simple cambio de la secuencia del ADN, o de la incorporación o pérdida de genes, sino la consolidación de un ajuste del funcionamiento del genoma como un todo (noción de genoma fluido) que respeta las restricciones del mismo frente a la recombinación, que por lo tanto, hace a la variedad resultante útil y predecible (por eso se convierte en una nueva variedad). Este ajuste puede involucrar genes asociados al nuevo fenotipo, pero acompañados por muchos ajustes de carácter epigenético (factores no genéticos o procesos químicos del desarrollo de los organismos) y que en su mayoría desconocemos. Entonces, una nueva variedad representa una mejora integral del fenotipo para una condición determinada donde seguramente todo el genoma fue afectado, dada su fluidez, con un ajuste fisiológico en concordancia con el tiempo de la naturaleza y el respeto por la historia de cada especie.
 
Estos nuevos conocimientos sobre genética no se toman en cuenta en el análisis, proyección y evaluación de riesgos de los OGM que se desarrollan y liberan, ya que para el marco conceptual que sustenta los transgénicos un gen o un conjunto de genes introducidos en un embrión vegetal o animal en un laboratorio, son elementos de análisis suficientes. No se respetan, por definición, las condiciones naturales de los procesos biológicos naturales de regulación y “ajuste fino” epigenético que conducen a la construcción de los fenotipos en la naturaleza, como sucede en el mejoramiento tradicional y en la evolución natural de los organismos.
 
En realidad la tecnología de organismos genéticamente modificados viola los procesos biológicos usando los procedimientos rudimentarios, peligrosos y de consecuencias inciertas que supone la mezcla de material genético de distintas especies. La transgénesis no solo altera la estructura del genoma modificado, sino que lo hace inestable en el tiempo, produce disrupciones o activaciones no deseadas de genes del huésped y afecta directa o indirectamente el estado funcional de todo el genoma y las redes regulatorias que mantienen el equilibrio dinámico del mismo, como lo demuestra la variación de la respuesta fenotípica de un mismo genotipo, frente a los cambios ambientales. (Álvarez-Buylla 2009, 2013).
 
El concepto clásico del gen entendido como unidad fundamental de un genoma rígido, concebido como un “mecano”, como una máquina predecible a partir de las secuencias de los genes y la suposición de que sus productos pueden ser aislados, recombinados y manipulados sin consecuencias, es expresión de un reduccionismo científico obsoleto, que ha sido ampliamente rebatido y cuya falsedad ha quedado demostrada. Este nivel epistemológico ha sido abundantemente criticado por pensadores como Richard Lewontin[2] y otros, y sustentado por diversos artículos científicos sobre la importancia de las interacciones entre los genes, la importancia de los mecanismos de regulación de su expresión a nivel epigenético, que constatan cambios dinámicos de los efectos de los propios genes de un organismo y también de los genomas en sus respuestas al medio ambiente e incluso a la alimentación.
 
La insistencia en términos epistemológicos de considerar a los OGM como variedades “naturales” en lugar de asumirlos como cuerpos extraños o artefactos industriales, que instalados por la mano humana en la naturaleza alteran el curso de la evolución, más que una posición científica es una postura arrogante e omnipotente, que no toma en cuenta el propio conocimiento científico más actualizado. Esta aparente ignorancia en la mayoría de los casos está animada por conflictos de interés, ya que existen relaciones de financiación directa o indirecta de quienes sostienen esas posturas con transnacionales de los agronegocios que lucran con los transgénicos. En otros casos, los científicos pro-transgénicos defienden su carrera, anclada en paradigmas ya superados y su prestigio, que depende de los mismos intereses agroindustriales, así como su posibilidad de hacer negocios a partir de licenciar sus patentes a las grandes empresas.
 
La complejidad no es una posición teórica, sino una configuración integral de la naturaleza. En el proceso de conocerla, desarmar lo natural en pedazos fragmentados “para su comprensión”, es cada vez más insuficiente.
 
Lo que pretende la industria de la transgénesis evitando el debate sobre la lógica que la sostiene, es hacer un cierre virtuoso de una tecnología que nació en los laboratorios para comprender limitadamente procesos a nivel molecular, expandiéndola en la naturaleza sin criterios creíbles ni predecibles.
 
El proceso de generación de organismos, repetimos, es inasible. Podemos estudiarlo, pero debemos tener en cuenta los límites que la fisiología del genoma fluido viene mostrando. Alterar un organismo con un pedazo de ADN propio o ajeno impactará en toda su fisiología y usar el medio ambiente natural —o la alimentación humana— como laboratorio, es un experimento inaceptable.
 
Hay varios estudios de este tipo de alteraciones impredecibles. Uno muy ilustrativo da cuenta de la alteración en el perfil de proteínas de una variedad de maíz transgénico (MON810) que expresa 32 proteínas diferentes, comparado con la expresión proteica del maíz convencional. (Agapito-Tenfen et al, 2013).
 
Los OGM, hoy en el ojo de la tormenta, ponen en primer plano esa extraña y cada vez más evidente relación del pensamiento científico reduccionista con la ideología que sustenta la hegemonía neoliberal. La necesidad de instalar desde la ciencia un relato legitimador que desmienta cualquier impacto de los OGM en la naturaleza o la salud, que sostenga la simplificación de que existe equivalencia entre alimentos no modificados y los OGM, que los defina sencillamente como nuevas variedades, es el equivalente a los silencios sobre la complejidad del genoma y las consecuencias de interferir en ello.
 
En el concepto de “fluidez del genoma”, los genes pierden su definición ontológica y pasan a ser parte de una complejidad relacional que desafía la linealidad jerárquica de la genética clásica, para reemplazarla por una red funcional compleja. Allí están como ejemplos de complejidad, entre otros, los cambios controlados durante el desarrollo de ADN (amplificación o reducción) en células embrionarias normales bajo la regulación del medio celular, la herencia epigenética transgeneracional, o la red de procesos regulatorios moduladores (citoplasmático y/o nuclear) de los productos de la transcripción, que sostienen la variabilidad de los fenotipos. Son ejemplos de la fluidez del genoma donde los genes aparecen subordinados a las señales celulares para esculpir cada fenotipo. (Fox Keller, 2013).
 
En síntesis, la agricultura industrial y su introducción de cultivos transgénicos no solo llenaron de agrotóxicos el ambiente y transformaron la producción alimentaria global en una mercancía para los intereses de las transnacionales, sino que además crearon el artilugio de una ciencia que legitimara los procedimientos usados para la modificación genómica, ignorando sus incertidumbres y riesgos.
 
Este colonialismo genético ignora adrede el conocimiento genético actual para poder justificar la manipulación genómica, desafiando la integridad de los ecosistemas y colocando en riesgo a los seres humanos. La transgénesis como procedimiento industrial volcado en la naturaleza tiene poco de científico y mucho de rudimentario.
 
Las tecnologías “de punta” para generar OGM no solo colisionan con el conocimiento campesino y saberes ancestrales, sino con las miradas científicas más actuales sobre la complejidad biológica. Esta fragilidad conceptual interpela el soporte científico de la transgénesis y la desplaza del terreno de la ciencia al de la especulación lucrativa.
 
2. Los cultivos transgénicos, más que una tecnología agrícola, son un instrumento corporativo de control de la agricultura
 
Nunca en la historia de la agricultura y la alimentación ha habido una concentración tan grande de las semillas, llave de toda la red alimentaria, en tan pocas corporaciones. Las seis mayores fabricantes de agroquímicos a nivel mundial controlan el 76% del mercado global de agrotóxicos. Las mismas seis están entre las mayores corporaciones de semillas a nivel global, controlando el 60% de ese mercado. Y éstas seis controlan el 100% del mercado global de semillas transgénicas. (ETC Group, 2013a y 2013b).
 
En tanto que prácticamente las mismas empresas controlan el desarrollo de los transgénicos y el comercio de agrotóxicos y de las semillas, transgénicas y no transgénicas, dan prioridad a la promoción de los transgénicos por dos razones:
 
a)     al ser resistentes a ciertos herbicidas, aseguran las ventas de semillas y de insumos;
 
b)    por ser un producto de ingeniería, las semillas son patentadas, por lo que para los agricultores, guardar una parte de la propia cosecha para la próxima estación de siembra se convierte en ilegal, asegurándole a las empresas nuevas ventas cada estación e incluso ganancias extras al llevar a juicio a los agricultores cuyas parcelas se “contaminen” de transgenes patentados. Se han realizado cientos de juicios por esta razón contra agricultores en Estados Unidos y ese es el camino que sigue para todos los países que los adopten. (Center for Food Safety, 2013).
 
Para asegurarse de controlar totalmente a los agricultores, las corporaciones de agronegocios desarrollaron también una tecnología que actúa como una “patente biológica”: las Tecnologías de Restricción del Uso Genético (GURT por sus siglas en inglés), popularmente conocidas como tecnologías “Terminator”. Con este método se desarrollan semillas suicidas: se pueden plantar, dan grano, pero se vuelven estériles una vez cosechadas, obligando a los agricultores a comprar semillas nuevas para cada siembra. Esta tecnología fue condenada internacionalmente por inmoral y hay una moratoria en Naciones Unidas contra ella, pero por presión de las empresas, podría legalizarse en Brasil en los próximos meses. (Convenio sobre la Diversidad Biológica, 2000; ETC Group, 2014).
 
Por todo esto, permitir los transgénicos en un país es entregar la soberanía, la decisión sobre un aspecto vital de la supervivencia, como es la alimentación, a unas pocas transnacionales. Atenta contra los derechos de los agricultores a resembrar su propia semilla, reconocimiento consignado incluso en la FAO, por el legado de 10 000 años de agricultura con que han contribuido las y los campesinos para el sustento de toda la humanidad.
 
3. La realidad: producen menos
 
Existen varios estudios académicos sobre productividad de los cultivos transgénicos (de las universidades de Kansas, Nebraska y Wisconsin, entre otras), que muestran que los cultivos transgénicos, en promedio, producen menos por hectárea que los cultivos híbridos.
 
El estudio sobre productividad de los transgénicos más amplio y detallado hasta el momento es el coordinado por el Dr. Doug Gurian-Sherman, de la Unión de Científicos Preocupados de Estados Unidos, titulado “Failure to Yield”, donde se analizan 20 años de experimentación y 13 años de comercialización de maíz y soya transgénica en Estados Unidos, basado en cifras oficiales de ese país. (Gurian-Sherman, 2009).
 
Muestra que los cultivos transgénicos jugaron un rol marginal en el aumento de la producción agrícola en Estados Unidos y en cambio los híbridos convencionales o los cultivos orgánicos contribuyeron significativamente al aumento de los rendimientos agrícolas en las cifras totales del país.
 
En el caso de la soja, los transgénicos disminuyeron la producción por hectárea en términos netos (dato que se repite en todas partes) mientras que en maíz tolerante a herbicidas no hubo ni disminución ni aumento, y en maíz insecticida (con la toxina Bt) hubo un ligero aumento del 0.2-0.3% anual, lo cual acumulado resulta en un 3-4% en los 13 años analizados. Este aumento se registró en zonas de ataques muy frecuentes de la plaga para la cual están manipulados, plaga que prácticamente no existe en los países del Sur.
 
El dato más significativo es que el aumento total de productividad por hectárea de maíz en esos años, en todo Estados Unidos, fue de 13 %, o sea que 75-80% del aumento se debió a variedades y enfoques de producción no transgénicos. Resumiendo: si no se hubieran sembrado transgénicos en Estados Unidos, el total de producción de maíz hubiera sido mayor.
 
4. Usan mucho más agrotóxicos, cada vez más peligrosos.
 
Los cultivos transgénicos han significado un aumento sin precedentes del uso de agrotóxicos (herbicidas y plaguicidas cada vez más tóxicos). Esto se traduce en gravísimos problemas ambientales y de salud pública. En los tres países que son los principales productores de cultivos transgénicos (Estados Unidos, Brasil y Argentina) que en conjunto producen casi el 80% de la cosecha global, existen ya claras y preocupantes evidencias de ello.
 
Un informe científico publicado en 2012 (Benbrook) analiza el uso de agrotóxicos en Estados Unidos en soya, maíz y algodón transgénico de 1996 a 2011 y demuestra que las variedades transgénicas aumentaron el uso de agrotóxicos en más de 183 millones de kilogramos en esos dieciséis años. Estados Unidos es el mayor y más antiguo productor de transgénicos, por lo que los datos del desempeño de los transgénicos en ese país son significativos a nivel global. El informe especifica que si bien los cultivos con la toxina Bt podrían haber reducido el uso de plaguicidas en 56 millones de kg, los cultivos tolerantes a herbicidas provocaron un incremento de 239 millones de kg en el uso de esos agrotóxicos, lo que explica el promedio general de aumento de 183 millones de kilos de agrotóxicos en 16 años.
 
El estudio muestra que la reducción en el uso de herbicidas con los cultivos Bt —que ha sido usada por la industria biotecnológica para argumentar difusamente que los transgénicos disminuyen el uso de agrotóxicos—, se ha ido minimizando cada año, ya que debido a la resistencia generada en las pestes, se necesita usar cada vez más cantidad de plaguicidas. Por otra parte, la industria está sacando del mercado las semillas que solamente contienen el gen Bt. Las nuevas generaciones de semillas transgénicas son una combinación de toxina Bt y genes de tolerancia a uno o más herbicidas, primando así el uso pesado de éstos agrotóxicos. En el caso del maíz Bt, la magnitud del aumento de herbicidas cada vez más tóxicos “anula cualquier modesta reducción puntual en los agrotóxicos que haya ocurrido en los 16 años analizados.” (Benbrook, 2012).
 
Por otro lado, debido al uso tan intensivo de herbicidas existen decenas de malezas resistentes a los agrotóxicos lo que ha motivado que las empresas manipulen genéticamente los cultivos para hacerlos tolerantes a herbicidas cada vez más fuertes, como el 2-4,D (uno de los componentes del Agente Naranja usado como arma biológica en la guerra de Vietnam); el glufosinato de amonio, el dicamba y otros. Esta nueva generación de herbicidas es mucho más tóxica y tiene mayor potencial carcinogénico. Agricultores en Estados Unidos han manifestado expresamente su oposición porque al fumigar secan los cultivos de predios vecinos. Charles Benbrook sostiene que si se aprueban cultivos resistentes al 2-4,D, el uso de este potente agrotóxico se incrementará en un 50%. (Union for Concerned Scientist, 2013).
 
En Brasil, a partir de la siembra de transgénicos en 2003, el consumo de tóxicos agrícolas aumentó más de 200% y sigue aumentando aproximadamente 15% al año. Brasil se transformó en el mayor consumidor de agrotóxicos del globo desde 2008, usando más de 850 millones de litros anuales, equivalente al 20% de la producción mundial de éstos. El índice de consumo de agrotóxicos promedio en Brasil es de 5.2 kg de ingrediente activo por hectárea, lo cual, junto a Argentina, está entre los promedios más altos del mundo. (Menten, 2008).
 
En estudios realizados en Mato Grosso, el estado de Brasil que concentra el mayor volumen de producción agrícola industrial y también de soja transgénica, se han comprobado serios daños ambientales y a la salud por esta causa, no solamente en áreas rurales sino también urbanas. En 2006, en el municipio de Lucas do Rio Verde, MT, ocurrió una lluvia tóxica sobre la zona urbana a causa de la fumigación del área con paraquat que realizaban los hacendados para secar la soja para su cosecha. El viento diseminó la nube tóxica secando millares de plantas ornamentales y jardines, 180 canteros de plantas medicinales y todas las hortalizas en 65 chacras alrededor de la ciudad, que cuenta con 37 mil habitantes. (Pignati, Dores, Moreira. et al.: 2013). Posteriormente, estudios realizados entre 2007 y 2010 en el mismo municipio encontraron contaminación por varios agrotóxicos en 83% de los pozos de agua potable (ciudad y escuelas), en 56% de las muestras de agua en patios escolares y en 25% de las muestras de aire tomadas durante 2 años. También se encontraron porcentajes altos de residuos de uno o más agrotóxicos en leche materna, orina y sangre humana. (Pignati, Dores, Moreira et al.: 2013).
 
En Argentina existen 23 millones de hectáreas de transgénicos sobre 33 millones de ha cultivadas, lo cual se tradujo en un aumento exponencial del uso de agrotóxicos, particularmente glifosato. Se usan 250 millones de litros por año de glifosato sobre un total de 600 millones de litros totales de agroquímicos, en una superficie ocupada por 11 millones de habitantes, lo cual en promedio significa 6 litros de glifosato y 10 litros de agroquímicos por habitante. En 2012 se aprobaron nuevas versiones de semillas de soja y maíz que llevan varias modificaciones genéticas “apiladas”, es decir combinan la expresión de la toxina insecticida Bt con la resistencia a los herbicidas glifosato y glufosinato (éste último induce, por competición con la glutamina, malformaciones en animales de laboratorio). Esto habilitará a los productores en un futuro cercano a fumigar esos cultivos con ambos químicos al mismo tiempo, lo que incrementará el nivel de contaminación y el riesgo para la salud ambiental y humana.
 
5. Implican altos riesgos a la agrobiodiversidad y al ambiente
 
Supermalezas. Está documentada la existencia de al menos 24 malezas o hierbas invasoras resistentes a glifosato y otros agrotóxicos, resultado directo del aumento masivo del uso de venenos que conllevan los transgénicos. En un estudio publicado en diciembre 2013, la Unión de Científicos Preocupados de Estados Unidos señala que existen malezas resistentes en 50% de las fincas agrícolas, y en estados sureños, donde el problema es mayor, se encuentran una o más malezas resistentes al glifosato en 92% de los establecimientos. (Union of Concerned Scientists, 2013). Situaciones similares se repiten en Argentina, Brasil e India, donde las malezas invasoras resistentes son un problema cada vez mayor, tanto en cantidad de especies como en dispersión geográfica.
 
Contaminación de semillas nativas y criollas. La erosión y alteración potencialmente irreversible de la biodiversidad natural y agrícola es un problema global serio, que se acentúa aceleradamente con los cultivos transgénicos. (Alvarez Buylla, Piñeyro Nelson, 2009). La biodiversidad y el conocimiento local y campesino son las claves para la variedad y diversidad de adaptaciones al cambio climático. Con la contaminación transgénica, esta diversidad está amenazada, tanto por las consecuencias en las plantas, como por dejar a los campesinos con semillas dañadas, con secuencias recombinantes (transgenes) patentadas o sin acceso a sus semillas.
 
Es importante enfatizar que los transgénicos no son “una opción más”, como podría decirse de los híbridos. Una vez que los cultivos transgénicos están en campo, es inevitable la contaminación de otros cultivos no transgénicos y la acumulación de las secuencias recombinantes en los genomas de las variedades, sean éstas híbridas, nativas o criollas; sea por polinización a través de vientos e insectos o por trasiego, transportes y almacenaje de granos y semillas.
 
Además de afectar la biodiversidad, la contaminación transgénica es motivo de juicios legales por “uso indebido” de los genes patentados promovidos por las corporaciones de agronegocios. Aunque la siembra comercial de cultivos transgénicos solo está permitida en 27 países y el 98% de su siembra está en solo 10 países, se han encontrado 396 casos de contaminación transgénica de cultivos en más de 50 naciones. (GeneWatch 2013).
 
La contaminación de semillas criollas encarna un nuevo riesgo para éstas: los transgénicos contienen genes de especies que nunca se cruzarían naturalmente con los cultivos. Existen estudios científicos (Kato, 2004) que indican que la acumulación de transgenes puede tener efectos dañinos graves, incluyendo que las variedades nativas o criollas se deformen o se vuelvan estériles al producirse un rechazo del material genético desconocido en la especie.
 
Esto deriva en graves impactos económicos, sociales y culturales sobre las campesinas, campesinos e indígenas que son quienes han creado todas las semillas de que hoy disponemos y son quienes las siguen conservando. Particularmente preocupante es la contaminación transgénica en los centros de origen y diversidad de los cultivos, tales como el maíz en Mesoamérica y el arroz en Asia.
 
En México, centro de origen del maíz, se trata de la contaminación transgénica del reservorio genético y de biodiversidad de uno de los tres granos más importantes de la alimentación para todo el planeta, por lo que las consecuencias no son solamente locales sino globales. Igual sucedería con la liberación de arroz transgénico en Asia. (ETC Group, 2012).
 
En México se encontró contaminación transgénica del maíz desde antes de que se autorizara su siembra experimental. Ante la inminencia de liberación comercial, la Unión de Científicos Comprometidos con la Sociedad, UCSS-México, elaboró un informe sobre los múltiples riesgos a la biodiversidad, la alimentación, la salud y la soberanía alimentaria, que la liberación de maíz transgénico conlleva. Con base en este informe la UCSS entregó un llamado al presidente de ese país a no permitir la liberación comercial del cultivo. El informe y el llamado fueron apoyados por más de 3 000 científicos en México y el mundo. (UCCS 2012). En 2013, la UCCS y varias universidades del país publicaron un extenso compendio de los problemas relacionados con la liberación de maíz transgénico en México, con la participación de 50 especialistas científicos en el tema. (Álvarez-Buylla y Piñeyro-Nelson, 2013).
 
Además de una gran parte de los científicos, la vasta mayoría de la población en México, incluyendo sus 60 pueblos indígenas, las organizaciones de campesinos y agricultura familiar, de consumidores, sindicatos, intelectuales, artistas y muchos otros movimientos y organizaciones sociales, culturales y educativas se oponen a la liberación de transgénicos en su centro de origen, posición que comparten también los organismos técnicos del Estado Mexicano corresponsables de las políticas sobre biodiversidad.
 
Contaminación de agua y suelo. El uso masivo de agrotóxicos, así como los coadyuvantes y surfactantes que se le agregan han producido una contaminación acelerada y profunda de aguas y suelos incluso mucho más allá del lugar de siembra. El problema de la contaminación con agroquímicos ya existía debido al modelo de agricultura industrial pero con los transgénicos, por ser manipulados para resistir agrotóxicos y por ello multiplicar los volúmenes usados, el problema ha adquirido proporciones devastadoras que también se reflejan en impactos muy fuertes sobre la salud.
 
En Mato Grosso, Municipio de Lucas de Rio Verde, se encontraron residuos de varios tipos de agrotóxicos en 83% de los pozos de agua potable y en dos lagunas, así como en la sangre de sapos de estos lugares. La malformación congénita de esos animales es cuatro veces mayor que las muestras tomadas en una laguna de control. Además, se encontró presencia de agrotóxicos en el 100% de la muestras de la leche de madres que amamantaban en ese momento. También se encontraron residuos de agrotóxicos (glifosato, piretroides y organoclorados) en la orina y sangre del 88% de los profesores analizados en escuelas de ese municipio. (Pignati, Dores, Moreira et al., 2013).
 
6. Riesgos a la salud
 
El discurso de las empresas es afirmar que “no se han encontrado evidencias de que los transgénicos tengan daños a la salud”. Abusan de una lógica invertida, porque para comercializarlos, se debe demostrar que los alimentos son sanos, no que aún no se ha encontrado evidencia de daños. En el caso de los transgénicos es imposible demostrar que sean productos inocuos. Por ello, para evitar demandas, las corporaciones se refieren con esa lógica invertida a los impactos en la salud humana y cada vez que hay un estudio científico que muestra daños potenciales, lo atacan ferozmente. El impacto más evidente y posiblemente el más obvio de los transgénicos sobre la salud está relacionado al aumento sin precedentes del uso de agrotóxicos. Los venenos que requieren los cultivos transgénicos se acumulan a las cantidades de agroquímicos que ya existían por la agricultura industrial, pero incrementando los volúmenes, concentración de principios activos y residuos en alimentos, en forma exponencial.
 
Al contrario de lo que afirma la industria, existen crecientes evidencias de afectaciones negativas para la salud. La Academia de Medicina Ambiental de Estados Unidos hizo pública su posición sobre los transgénicos en 2009, exhortando a las autoridades, “por la salud y la seguridad de los consumidores” a establecer urgentemente una “moratoria a los alimentos derivados de cultivos genéticamente modificados y la instauración inmediata de pruebas independientes y de largo plazo sobre su seguridad”. (American Academy of Environmental Medicine, 2009).
 
Una importante conclusión en la que basan su toma de posición es que, a partir de decenas de artículos científicos analizados, “hay más que una relación casual entre alimentos transgénicos y efectos adversos para la salud”. Explican que según los criterios de Bradford Hill, ampliamente reconocidos académicamente para evaluar estudios epidemiológicos y de laboratorio sobre agentes que puedan suponer riesgos para la salud humana, “existe causalidad en la fuerza de asociación, la consistencia, la especificidad, el gradiente y la plausibilidad biológica” entre el consumo de alimentos transgénicos y los efectos adversos a la salud.
 
Entre los efectos negativos, comprobados a partir de diversos estudios en animales, mencionan “riesgos serios”, como infertilidad, desregulación inmune, envejecimiento acelerado, desregulación de genes asociados con síntesis de colesterol y regulación de insulina, cambios en el hígado, riñones, bazo y sistema gastrointestinal. Citan entre otros, un estudio del 2008 con ratones alimentados con maíz transgénico Bt de Monsanto, que vincula el consumo de maíz transgénico con infertilidad y disminución de peso, además de mostrar la alteración de la expresión de 400 genes. (American Academy of Environmental Medicine, 2009).
 
Coincide con otra revisión independiente de artículos científicos realizada por los investigadoresArtemis Dona y IoannisS. Arvanitoyannis de las Universidades de Atenas y Tesalia, Grecia, que muestran que los cultivos transgénicos aparecen asociados a efectos tóxicos, hepáticos, pancreáticos, renales, reproductivos y a alteraciones hematológicas e inmunológicas, así como a posibles efectos carcinogénicos (2009).
 
Efectos sobre la salud de transgénicos con la toxina Bt
 
El uso de la toxina Bt en los transgénicos es muy diferente del uso de la bacteria en totalidad que se realiza para control de plagas en diversos sistemas agroproductivos, ya que en los organismos genéticamente modificados la toxina Bt está presente durante todo el ciclo de la planta e incluso permanece en el suelo hasta 240 días después de la cosecha. (Saxena, Flores, y Stotzky: 2002) Fuerza a una exposición a la toxina en dosis y tiempos nunca antes vistos. Existen estudios y casos documentados de alergias a la toxina Bt en humanos, y hay pruebas de alimentación con maíz transgénico Bt a ratas y cerdos que demuestran la inflamación de estómago e intestino así como daño a tejidos, sangre, hígado y riñones (Schubert, 2013).
 
Impactos a la salud de transgénicos resistentes a agrotóxicos:
 
El 85% de los transgénicos son manipulados para hacerlos resistentes a uno o mas herbicidas, separados o en combinación con genes insecticidas. Esto ha causado un aumento sin precedentes del uso y concentración de agrotóxicos, lo cual ha multiplicado por cientos de veces el nivel de residuos en los alimentos. Una prueba de ello es que para autorizar la soja transgénica, varios gobiernos debieron cambiar sus normas para permitir hasta 200 veces más cantidad de residuos de glifosato en los alimentos. (Bøhn y Cuhra, 2014).
 
La contaminación de fuentes de agua con agrotóxicos y los residuos en alimentos ya eran un problema para la salud en zonas de producción rural intensiva, que ahora se tornó dramático con el aumento en el uso de herbicidas debido al cultivo de transgénicos, además de expandirse a zonas urbanas.
 
En 2013 grupos de voluntarios urbanos de Mar del Plata, Argentina, mostraron contaminación positiva de uno o más agroquímicos cuando se hicieron pruebas en la sangre. En Europa, donde el consumo de soja transgénica es alto a través de alimentos procesados y animales alimentados con pienso transgénico, se encontraron trazas de glifosato en la orina del 45% de ciudadanos muestreados en 18 ciudades en 2013. (Friends of the Earth Europe, 2013).
 
Malformaciones y cáncer por glifosato en cultivos transgénicos
 
Experimentos científicos con animales y estudios publicados en revistas arbitradas, muestran que el glifosato, el herbicida más usado con los cultivos transgénicos, tiene efectos teratogénicos, o sea, es capaz de producir deformaciones congénitas. (Carrasco, Paganelli, Gnazzo et al 2010; Antoniou, Brack, Carrasco et al, 2010; Benachour y Séralini, 2009).
 
En 2009 un experimento sencillo en modelos animales (aves y anfibios) en Argentina, mostró que diluciones de RoundUp (la fórmula comercial del glifosato más difundida) o la introducción en el embrión de un equivalente a 1/200 000 de glifosato presente en las formulaciones comerciales, producía efectos sobre la expresión de genes durante el desarrollo embrionario, capaces de inducir malformaciones durante períodos tempranos del mismo. (Carrasco, Paganelli, Gnazzo, et al 2010).
 
Sabemos que el glifosato inhibe la producción de aminoácidos aromáticos en las plantas y éstas mueren. En animales, el glifosato inhibe enzimas del grupo de las citocromo P450 (CYP) que tienen un rol crucial en el funcionamiento de los mecanismos de desintoxicación de sustancias xenobióticas (sintéticas), actuando sobre los residuos de toxinas incorporadas al organismo. En este contexto, el glifosato inhibiría formas de P450 asociadas a la degradación y distribución del ácido retinoico en el embrión, provocando un aumento del mismo en el embrión en desarrollo, y por consiguiente el efecto teratogénico: el incremento del ácido retinoico es capaz de alterar el desarrollo normal de los tejidos cuando se altera su síntesis o su degradación en el embrión.
 
Las malformaciones inducidas experimentalmente son la evidencia más cercana con lo que se observa en campo y deberían motivar por parte de las autoridades sanitarias correspondientes la aplicación estricta del principio precautorio, para resguardar la salud humana y animal, algo que sin embargo han evitado sistemáticamente. En el Chaco, Argentina, se ha reportado un incremento de malformaciones del 400%. (Carrasco, 2010). En Santa Fe se ha observado la duplicación de malformaciones, abortos y bajo peso en los últimos 10 años, un porcentaje similar al comprobado en áreas de Mato Grosso, Brasil.
 
Otra enfermedad crónica relacionada al glifosato es el cáncer. La relación mas fuerte entre glifosato y cáncer surge del hecho que el glifosato es capaz de bloquear el sistema enzimático de reparación de ADN en las células, lo cual induce la acumulación de daños en el material genético. Esto puede detectarse con pruebas de alta sensibilidad que detectan el grado de daño. Los tests de genotoxicidad en animales muestran que en las poblaciones de individuos expuestos, los valores aumentan varias veces respecto a los controles de individuos no expuestos. (López, Aiassa, Benítez-Leite, et al.,2012).
 
Estas evidencias de daño del genoma por la exposición a agrotóxicos, en particular al glifosato, son una alerta a posibles efectos crónicos y la puerta de entrada a la enfermedad oncológica. Tanto en Brasil como en Argentina se ha reportado un incremento muy significativo de malformaciones congénitas y cáncer en los estados o provincias con mayor producción de transgénicos.
 
Localidades de la provincia de Santa Fe, Argentina, muestran un incremento de cáncer que duplica la media nacional normal de 206 casos por cada 100 mil habitantes. En Chaco, Argentina, varias localidades en zonas agrícolas muestran un incremento de 30 a 40% de malformaciones y cáncer comparadas con localidades dedicadas a la ganadería. (Informe presentado al Ministerio de Salud).
 
Más recientemente Samsel y Teneff (2013b) mostraron la relación entre el incremento del uso del glifosato y numerosas enfermedades metabólicas como consecuencia de la inhibición de las P450 y los desbalances de los procesos fisiológicos de desintoxicación que estas enzimas llevan cabo. Esto muestra que la interferencia con las enzimas CYP por parte del glifosato actúa sinérgicamente con la disrupción de la biosíntesis de aminoácidos aromáticos por la flora intestinal junto al impedimento en transporte sulfato sérico. Como consecuencia, estos procesos influyen en un variado grupo de enfermedades: gastrointestinales además de obesidad, diabetes, enfermedades cardiacas, depresión, autismo y cáncer entre otros padecimientos.
 
En su última publicación ambos investigadores asocian el incremento de la enfermedad celiaca asociada al uso del glifosato, estableciendo que se debe a la inhibición de enzimas CYP que produce el aumento de ácido retinoico, uno de los responsables de la intolerancia al gluten. Esto refuerza el mecanismo de acción propuesto para la inducción de malformaciones. (Samsel y Seneff, 2013a).
 
Las decisiones políticas que promueven un modelo de producción que combina la siembra directa de semilla genéticamente modificada con todo su paquete tecnológico que incluye alto uso de herbicidas, significan la aprobación de un gran experimento a cielo abierto, de enorme impacto para la salud humana, para favorecer los intereses económicos de las empresas transnacionales de agronegocios.
 
Censura y persecución a quienes demuestran impactos preocupantes de los transgénicos en la salud humana
 
Un caso reciente de censura que ha tenido mucha publicidad se refiere a los estudios del Dr. Gilles-Eric Séralini, en el CRIIGEN, en la Universidad de Caen, Francia. Séralini realizó los estudios de alimentación de ratas de laboratorio con maíz transgénico, cultivado sin agrotóxicos, más extensos hasta el momento, ya que cubrieron todo el ciclo de vida de las ratas, lo que podría compararse con el consumo durante muchos años en humanos. Sus resultados incluyeron que un 60-70 % de las ratas alimentadas con un maíz transgénico de Monsanto desarrollaron tumores, contra 20-30 % en el grupo de control, además de problemas hepato-renales y muerte prematura.
 
El estudio es tan relevante que la industria biotecnológica comenzó inmediatamente una campaña de desprestigio a través de científicos afines, quienes argumentaron, entre otras cuestiones, que el estudio fue hecho con insuficiente cantidad de ratas y que las ratas usadas en el experimento tenían tendencia a desarrollar tumores. Sin embargo, Séralini usó las mismas ratas y mayor cantidad que las que usó Monsanto en las pruebas que presentó a la Unión Europea para aprobar ese mismo tipo de maíz transgénico, solo que Monsanto hizo el experimento por únicamente tres meses, siendo que los efectos negativos se comenzaron a mostrar a partir del cuarto mes. La presión de la industria consiguió incluso que la revista científica donde se publicó el estudio se retractara, aunque el editor admitió que el artículo de Séralini es serio y “no peca de incorrecto” pero afirma que sus resultados “no son concluyentes”, algo que es parte del proceso de discusión científica y atañe a gran cantidad de artículos científicos. Séralini y sus estudios recibieron el apoyo de centenares de científicos en el mundo. (Bardocz, Clark, Ewen, S. et al, 2012) y el artículo original fue publicado posteriormente, por otra revista científica.
 
El estudio y el caso de Séralini es grave porque muestra que el consumo de alimentos derivados de transgénicos puede tener efectos negativos muy serios y que se deberían realizar muchos más estudios, más extensos, antes de ponerlos en los mercados. La posición de la industria de los transgénicos y los científicos que los apoyan es que ante la duda de inocuidad, de cualquier forma deben ponerse en circulación, colocando a los consumidores en el papel de ratas de laboratorio, pese a que existen abundantes alternativas para producir los mismos cultivos, incluso industrialmente, sin transgénicos. [3] (Séralini, 2012)
 
7. ¿Hay ventajas con los cultivos transgénicos?
 
La realidad, no las promesas de la industria biotecnológica, es que después de casi 20 años en el mercado, más del 99 % de los transgénicos plantados en el mundo siguen siendo únicamente cuatro cultivos (soja, maíz, canola y algodón); todos son commodities, o sea mercancías industriales para exportación, todos son manejados por grandes empresas, desde la semilla a la comercialización; todos son para forrajes de animales en confinamiento, agrocombustibles u otros usos industriales.
 
El 98% de los cultivos transgénicos está sembrado en solamente 10 países. 169 países no permiten su siembra comercial.Los transgénicos que se cultivan actualmente tienen sólo 2 caracteres genéticamente diseñados: resistencia a uno o varios agrotóxicos (85 %) insecticida autoproducido con cepas de la toxina Bt. (International Service for the Acquisition of Agri-biotech Applications, 2013)
 
Cualquier otro tipo de transgénicos tienen más bien un papel propagandístico, no se han consolidado en la realidad. Por ejemplo, los cultivos resistentes a la sequía o los cultivos con manipulaciones genéticas para mejorar su calidad nutricional, como el llamado “arroz dorado”, que aportaría vitamina A, no están en el mercado, principalmente porque no funcionan.
 
En ambos casos, esta falla de funcionamiento está relacionada con lo que describimos en el punto 1 sobre lo rudimentario que es la tecnología de los transgénicos. Tanto en el caso de la resistencia a la sequía como en los de producción de sustancias vitamínicas, se trata de características multifactoriales, que no dependen de un solo gen, ni del genoma mismo. Debido a la complejidad involucrada y las limitaciones de la visión reduccionista de quienes promueven los OGM, estos proyectos han fracasado y seguirán fracasando. Pero tristemente ello no significa que no los pondrán en los mercados, si sus promotores llegan a tener la oportunidad, pese a sus riesgos y a los pobres y nocivos resultados obtenidos.
 
La característica de resistencia a sequía que encontramos en cultivos no transgénicos es producto de una adaptación ambiental y local de largo plazo hecha por campesinos, lo cual se puede favorecer sin transgénicos ni grandes costos de investigación. Por ser producto de una multiplicidad de factores, tratar de reducirlo a una manipulación genética es una hazaña costosa, insegura, y que en el mejor de los casos solo serviría para algunas zonas, no para la gran diversidad de áreas y situaciones bio-geo-climáticas donde trabajan los campesinos pobres y la mayoría de agricultores de pequeña escala.
 
Los proyectos de investigación de las transnacionales con algunos centros internacionales de investigación parten, justamente, de la apropiación del conocimiento campesino, ya que las empresas usan y patentan genes de plantas que han sido domesticadas y adaptadas por campesinos. Convierten esos cultivos que estaban adaptados, accesibles y de uso colectivo, en el producto de procesos tecnológicos muy costosos, pese a lo cual sus resultados son extraordinariamente escasos y de eventual aplicación insegura y muy estrecha. (Union of Concerned Scientists, 2012).
 
Si lo que se necesita es afirmar la capacidad de los cultivos de adaptación a la sequía, esto en cualquier caso no se puede hacer centralmente para todo el planeta, sino que se debe favorecer los procesos diversificados campesinos y la colaboración con centros nacionales de investigación pública, sin introducir los riesgos que significan los transgénicos.
 
El mito del arroz dorado
 
El caso de los cultivos con supuestos beneficios nutricionales agregados por transgenia, como el del “arroz dorado” o arroz con pro-vitamina A, adolece del mismo tipo de fallas. Se trata de una investigación costosa, financiada con inversiones público-privadas, con múltiples problemas. Implica todos los riesgos de los transgénicos que ya mencionamos, y suma otros por el tipo de manipulación que se hace, diferente de las que ya existen en el mercado.
 
El primer tipo de arroz con beta-caroteno (GR1) que se anunció en el año 2000, desarrollado por Ingo Potrykus y Peter Beyer del Instituto Suizo de Tecnología, fue un accidente. Los investigadores buscaban otro resultado con ingeniería genética en arroz, pero “para su sorpresa” según ellos mismos declararon, se produjo un precursor de beta-caroteno. Esto ya de por sí debería haber sido una llamada de atención a esos investigadores de que su trabajo no tenía en cuenta muchas variables de la complejidad del proceso. Por el contrario, lo dieron a conocer como si fuera un gran éxito, pese a que para obtener la mínima cantidad diaria de vitamina A que necesita un niño, debía comer varios kilogramos de ese arroz diariamente. Posteriormente, estos investigadores licenciaron la investigación a la multinacional Syngenta, que a su vez en 2004 donó la licencia a la plataforma Golden Rice Humanitarian Board, a la cual se integró la Fundación Syngenta; sin embargo la empresa retuvo los derechos comerciales. En el año 2005, Syngenta anunció un nuevo evento transgénico del llamado arroz dorado (Paine, Shipton, Chaggar, S. et al., 2005) que tendría mayor contenido de pro-vitamina A (GR2). Sin embargo, tampoco en este caso está demostrado que la pro-vitamina sea estable en ese arroz, ya que una vez cosechado y en el proceso normal de almacenaje, se oxida fácilmente, disminuyendo al 10% el contenido de pro-vitamina A declarado.
 
Después de 20 años y muchos millones dólares invertidos en esta investigación, según el Instituto Internacional de Investigación en Arroz, el “arroz dorado” está aún lejos de su comercialización. Esto se debe a las dificultades que implica tratar de crear una ruta bioquímica totalmente nueva a través de ingeniería genética (IRRI, 2013). En efecto, el arroz dorado no es una operación de transgenia como las que ya existen, sino que se trata de manipular un paso metabólico, lo cual implica complejidades, incertidumbres y riesgos adicionales a los que ya se conocen sobre los otros transgénicos. No hay seguridad de que los constructos genéticos sean estables o que el paso metabólico sintético no actúe de forma diferente de cuando crece en la planta, o que afecte otras rutas metabólicas con consecuencias impredecibles para las plantas, el ambiente y los que lo consuman. De hecho estos ejemplos ya han sucedido en experimentos de laboratorio. (Greenpeace, 2013). Ademas, podría aumentar o disminuir el contenido de beta-caroteno y promover otros precursores simultáneamente, con consecuencias que pueden ser graves para la salud humana. Existen evidencias científicas de que el proceso desde beta-caroteno a vitamina A también puede generar componentes dañinos a la salud humana si ocurre en altas cantidades (Schubert, 2008). Este tipo de componentes secundarios pueden bloquear señalamientos celulares importantes para los organismos (Eroglu, Hruszkewycz, Dela Sena et al., 2012). Los resultados metabólicos de este tipo de ingeniería genética están escasamente comprendidos. Como si fuera poco, la forma cómo este tipo de beta-caroteno del arroz dorado sería procesado en el cuerpo humano y qué componentes secundarios podría producir, a diferencia de lo que sucede con el beta-caroteno natural, son completamente desconocidos.
 
En suma, además de los problemas ya demostrados con los transgénicos de uso común (el cultivo insecticida Bt y los cultivos resistentes al glifosato), existen serios problemas potenciales a la salud relacionados con el control de los niveles de ácido retinoico y otros retinoides del proceso. El beta-caroteno se transforma en retinal en presencia de la enzima oxigenasa, pero se reduce a retinol, más conocido como vitamina A. Sin embargo, el retinal también se oxida, formando ácido retinoico, que en altas cantidades se convierte en un potente teratógeno. (Hansen, 2014).
 
El arroz es componente esencial de la dieta cotidiana de Asia y de una gran parte de la humanidad, por lo que estos riesgos son graves e innecesarios. Además sería un arroz que se pretende introducir justamente en su centro de origen. Si así se hiciera, inevitablemente ocurriría contaminación transgénica del arroz campesino, lo cual tendría impactos tanto sobre las semillas nativas, como en los derechos de los agricultores y en la salud de los campesinos que lo consumieran. Pese a que el arroz no tiene polinización abierta, hay muchas vías de contaminación en almacenaje, trasiego y transporte. Estudios en China ya han encontrado contaminación transgénica del arroz silvestre y parientes. (Canadian Biotechnology Action Network, 2014)
 
El proyecto del arroz dorado transgénico ha consumido más de 100 millones de dólares de instituciones y “filantropía”, entre otros de la Fundación Bill y Melinda Gates y varias instituciones nacionales e internacionales de ayuda al desarrollo, dinero con el cual se podría haber atendido de forma sustentable y sin alta tecnología, la deficiencia de vitamina A en muchos de los países donde existe.
 
Por ejemplo, la vitamina A existe en diferentes hierbas que acompañan los cultivos, que son de consumo común entre campesinos que cultivan arroz. Si el arroz se produce en plantaciones uniformes industriales y con agroquímicos, ese tipo de hierbas que contienen muchos más nutrientes que solamente una vitamina, desaparecen. Es decir, la supuesta “solución” crea nuevos problemas. Es lo mismo con el caso del maíz transgénico cultivado en el área Mesoamericana. Además, se puede obtener la dosis de vitamina A necesaria diversificando cultivos y con diferentes frutas y vegetales cuya siembra esté adecuada a cada lugar, situación que puede ser resuelta por campesinos sin caer en la dependencia, sea del mercado o de programas públicos que cambian según los cambios de políticas gubernamentales. Sin embargo, inducir la dependencia quizá sea una intención de las transnacionales con este proyecto, ya que su finalidad como empresas no es la caridad.
 
El amaranto, la espinaca, la col y muchos otros vegetales comunes en la cocina asiática tienen, como mínimo, más de cinco veces el contenido de beta-caroteno que tendría el arroz dorado en una porción normal de alimento. (Shiva, 2014).
 
¿Los transgénicos públicos son mejores?
 
La Empresa Brasileira de Pesquisa Agropecuária (Embrapa), institución brasileña de investigación agrícola, manipuló genéticamente un frijol común para hacerlo resistente al mosaico dorado, una enfermedad que puede ser plaga de esta especie. Este evento, llamado Embrapa 5.1, se presenta como un caso emblemático, porque aunque está patentado, es producto de la investigación pública y hasta ahora no se ha licenciado a transnacionales. Sin embargo, su aprobación por parte de la comisión de bioseguridad de ese país (CNTBio) fue poco “pública”, ya que partes significativas de la investigación y de la información sobre el constructo transgénico se marcaron como “confidenciales”, de tal modo que ni otros científicos independientes, ni algunos revisores de bioseguridad tuvieron acceso a toda la información. (Agapito y Nodari, 2011).
 
Este frijol transgénico también se encuadra en las incertidumbres e impactos potenciales que describimos sobre la ingeniería genética en el punto 1. Pero igual que el “arroz dorado”, agrega nuevos factores de riesgo, ya que se desarrolló con una tecnología que no ha sido utilizada para difusión a gran escala en ningún país del mundo.
 
La tecnología usada en el frijol 5.1, llamada pequeño ARN de interferencia – siRNA– produce una reacción directa al virus patógeno. La planta produce una molécula que va al silenciar o interferir con la producción de una molécula en el virus patógeno evitaría que se replique en las células de las plantas. Pero esta molécula de siRNA puede también afectar la expresión de otros genes en diversos organismos ya que su mecanismo de acción aún no está bien comprendido.
 
Hay evidencia científica que señala posibles riesgos asociados con este tipo de tecnología. En 2006 se publicó una revisión de artículos sobre el uso de esta tecnología en plantas transgénicas, en la revista científica Genes and Development. Se describe que los agentes de RNA son capaces de moverse entre los tejidos de las plantas y por tanto su acción no sólo afecta a la célula en la que se producen, sino que puede detonar otras reacciones. (Vaucheret, 2006).
 
Hay pruebas de que estas moléculas pueden afectar a otras moléculas no objetivo, con resultados inesperados y potencialmente negativos. (Agapito y Nodari, 2011). Estudios posteriores, incluyendo los de dos investigadores de la agencia oficial de Estados Unidos EPA (Agencia de Protección Ambiental) confirman estas proposiciones. (Lundgren y Duan, 2013).
 
Nuevamente, el frijol es un componente básico de la alimentación en Brasil. Los agricultores de pequeña escala son responsables de más de dos terceras partes de lo que se produce. En lugar de ofrecer una alta tecnología, que coloca nuevos riesgos al ambiente y a la salud, y de la cual ni siquiera está comprobada su efectividad, se debería apoyar a los campesinos y agricultores familiares a reforzar sus estrategias propias, agroecológicas y adecuadas a una diversidad de situaciones, para enfrentar la plaga del mosaico dorado y otros problemas.
 
8. ¿Quién gana y quién pierde con los transgénicos?
 
No hay duda de que los que más se benefician con los cultivos transgénicos son las seis transnacionales que controlan el 100% de las semillas transgénicas a nivel global: Monsanto, Syngenta, DuPont, Dow Agrosciences, Bayer y Basf. Son las seis mayores corporaciones de producción de químicos y juntas controlan el 76% del mercado mundial de agrotóxicos y el 60% del mercado mundial de todo tipo de semillas. Además, dominan el 75% de toda la investigación privada sobre cultivos.
 
Nunca antes en la historia de la alimentación había ocurrido tal grado de concentración corporativa en un sector esencial para la sobrevivencia. Esta configuración también explica que los transgénicos signifiquen un enorme aumento del uso de agrotóxicos, ya que es lo que les reporta mayores ganancias: el mercado de venta de agrotóxicos es mucho mayor que el de venta de semillas.
 
La industria biotecnológica afirma que los transgénicos son los cultivos “más analizados” de la historia. Es falso, porque en los países donde se han autorizado, se basan en los estudios y conclusiones de las propias empresas. En Europa, donde se requieren estudios adicionales, prácticamente no se cultivan transgénicos y varios países europeos han optado incluso por prohibir su siembra.
 
La realidad es que los cultivos transgénicos están llenos de incertidumbres y riesgos a la salud y al ambiente y no aportan ninguna ventaja frente a los cultivos que ya existían. La semilla es mucho más cara, rinden menos en promedio, usan mucho más agrotóxicos y al estar patentados, la contaminación transgénica es un delito para las víctimas. Adicionalmente, según datos de los analistas de la industria, la investigación y desarrollo de una semilla transgénica cuesta en promedio 136 millones de dólares, mientras que el desarrollo de una semilla híbrida cuesta un millón de dólares. (Phillips McDougall, 2011).
 
La única razón para comercializar transgénicos es que las empresas obtienen mayores ganancias aunque sean un producto más deficiente que los híbridos que ya existían. Un producto que en la diversidad de terrenos y variaciones climáticas y geográficas de la gran mayoría de agricultores de pequeña escala en el mundo, ni siquiera funciona.
 
Frente a estos datos, la pregunta que muchos se hacen es ¿cómo consiguió esto la industria? Ha sido un proceso de varias aristas. Por un lado, en las últimas tres décadas, grandes empresas transnacionales han ido comprando las empresas nacionales y regionales de semillas y agronegocios para obtener el control del mercado. Paralelamente convencieron a los gobiernos de que la ingeniería genética era un gran progreso para la agricultura y alimentación, pero que por sus costos y riesgos, sólo tenían capacidad de desarrollarla y evaluarla dentro de la propia industria, por lo que había que apoyarlos, en desmedro de los análisis de riesgo independientes y de otras alternativas de investigación agronómica pública. La investigación agrícola pública ha sido desmantelada progresivamente. Y para apoyar a la industria “a alimentar al mundo”, los gobiernos han ido adoptando leyes nacionales e internacionales de propiedad intelectual, de semillas y de bioseguridad que garantizan el bienestar de los cárteles oligopólicos. (ETC Group, 2008).
 
Si los productores de Estados Unidos y Canadá siguen plantando transgénicos, es porque no pueden elegir otra opción: las mismas corporaciones de agronegocios controlan todo el mercado de semillas y solo multiplican las que quieren vender, por lo que a la hora de sembrar, sólo encuentran oferta de semillas transgénicas. Una situación similar se repite en los mercados industriales de Brasil, India y Argentina (esos 5 países cubren el 90% del mercado mundial de transgénicos) con agregados de situaciones particulares, como el bajo pago de regalías porque los agricultores multiplican su propia semilla –contra la voluntad de las empresas; u otros recursos que no tienen que ver con “ventajas” de los transgénicos, sino con el poder económico de mercadeo y control de las transnacionales sobre los gobiernos.
 
Los que perdemos con los transgénicos somos la mayoría de los pueblos del planeta, desde los campesinos y agricultores pequeños, a los consumidores de las ciudades, pasando por los investigadores públicos y todos los que tenemos que sufrir la contaminación química de alimentos, agua y suelos.
 
En todo el mundo, las encuestas confirman que la gran mayoría de los consumidores no quiere comer transgénicos. Las corporaciones lo saben, por eso se oponen al etiquetado de sus productos, gastando decenas de millones de dólares para impedirlo. Si los transgénicos no conllevaran perjuicios, como ellos afirman, no deberían tener problema en que se etiquetaran.
 
La vasta mayoría de los campesinos y agricultores familiares se oponen a los transgénicos porque representan una amenaza más a su precaria situación económica, desplazando sus mercados, contaminando las semillas, tierra y agua.
 
Como describimos en la introducción de este documento, son los pequeños proveedores de alimentos (campesinos, pescadores artesanales, huertas urbanas, etcétera) los que alimentan a más del 70% de la población mundial. La industria de los transgénicos los desplaza y amenaza sus semillas y sus formas de producción por muchas vías, y con ello aumenta el hambre y la desnutrición mucho más que lo que cualquier semilla tecnológica “milagrosa” podría jamás atender.
 
Existen muchas alternativas de sistemas agrícolas, diversas y más acordes con la naturaleza, que no crean dependencia con las transnacionales, que fortalecen la soberanía y las diferentes formas de desarrollo local, que favorecen a los pobres del campo y de la ciudad, que aumentan las oportunidades de trabajo, los mercados y agroindustrias locales, sin riesgos para la salud y el ambiente, y mucho más económicas y éticas.
 
* Por encomienda de la Vía Campesina, este documento fue entregado al Papa Francisco, el 30 de abril de 2014, por Ana María Primavesi, Andrés E. Carrasco, Elena Álvarez-Buylla, Pat Mooney, Paulo Kageyama, Rubens Nodari, Vandana Shiva y Vanderley Pignati
 
 
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[1] Impactos evidenciados claramente en el caso de las poblaciones directamente afectadas por el aumento del uso agrotóxicos en zonas de cultivos transgénicos. Adicionalmente, existen numerosos estudios que sugieren otros impactos en la salud humana, extrapolados de resultados de experimentos con animales de laboratorio.
[2]Muy especialmente en su obra No está en los genes, (2009), Lewontin ha denunciado las carencias teóricas del reduccionismo genético.
[3] Todos los artículos, respuestas y controversia de este caso se pueden leer en www.gmoseralini.org
https://www.alainet.org/fr/node/102266

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