“Dignidad o violencia”: Aportes para una filosofía de la paz

28/03/2007
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En homenaje a los que luchan por la Dignidad y los Derechos Humanos

“La guerra es mala porque hace más hombres malos que los que mata”
Sentencia griega antigua

 “Los violentos se reflejan en el espejo del mundo y su rostro no es hermoso ni para ellos mismos”
 Neruda[1]

INDICE

INTRODUCCIÓN
CAPITULO I
VIOLENCIA Y GUERRA
Tesis justificadoras
Violencia legítima y guerra justa
Violencia y Derecho

CAPITULO II
UN MODELO REGULATIVO
La “Dignidad” humana
Violencia y guerra  
“Condición bestial”
“Condición de humanidad”. 

CAPITULO III
UNA NUEVA NOVIOLENCIA
No Violencia y pacifismo. 
NoViolencia activa

CONCLUSIÓN
BIBLIOGRAFIA

INTRODUCCION

A la filosofía moral y política, a esa reflexión puntual que atiende a la confluencia lábil pero insinuante entre la ética y la política también le es inherente lo que el filósofo latinoamericano Arturo Andrés Roig denomina el “saber conjetural”, el “juicio de futuro”[2].  Es una reflexión descriptiva y prescriptiva que no se somete a la pretensión positivista de reducir la mirada filosófica al factum, exigencia reduccionista que limita las posibilidades de entender la realidad, proponer y argumentar incluso alternativas contrafácticas, arriesgar propuestas normativas que no se quedan presas en las evidencias de la ciencia.  Las opciones ético-políticas se mueven en un rango de posibilidades que van más allá del “es” y llegan hasta el “deber ser”; el estímulo que significan en la búsqueda de alternativas y salidas frente a una realidad insatisfactoria desmiente el reproche de quedarse en modelos improductivos e ineficaces para transformar aquella.

Es pertinente recordar aquí que el lenguaje descriptivo tiene también responsabilidades morales y tiene consecuencias valorativas pero, asimismo, lo normativo no se produce extraño a lo fáctico, esto último tiene significado sólo en relación con lo prescrito e igualmente, la norma no queda supeditada a ser sólo un registro de los hechos y contiene una “exigencia de realización” al decir de Adolfo Sánchez[3].  Las alternativas contrafácticas son otra posibilidad heurística de la filosofía moral y política ampliando sus horizontes.

Una de las posibilidades que precisamente ha tenido el pensamiento filosófico moral y político para ejercitar su capacidad reflexiva es aquella preocupación por esos momentos de embriaguez colectiva con la muerte, las guerras, y aquellos de construcción de proyectos de vida sin sufrir los traumáticos episodios de la violencia generalizada; la guerra y la paz han estado entre los principales ejes temáticos de diversos pensadores, desde diversas perspectivas y han provocado y alimentado actuaciones humanas colectivas e individuales a favor de una u otra opción.

La dimensión de semejante disyuntiva merece seguir pensándose y buscar aportar a su comprensión, no solo por el interés teórico que pueda tener sino ante todo por la dura realidad que padecen los pueblos y en particular que padecemos los colombianos, lo que obliga a considerar también su interés práctico.

El lugar que ocupa dicho tema, con sus peculiares enfoques en los más importantes autores de la filosofía ético-política, será tarea a abordar en la presente investigación.  La característica de ser ésta una reflexión propositiva excusa el hacer una alusión solo ilustrativa de otras tesis sobre las que se ha tomado una distancia crítica y cuyo debate cabal requeriría de otra oportunidad y otros escritos puntuales.  Se incluirán otros comentarios afines que puedan tener alguna relevancia pertinente que aporten a la comprensión de la hasta ahora trágica manifestación de la existencia humana, la de la guerra, así como de la hasta ahora huidiza y esquiva pero permanentemente añorada condición de posibilidad real de la vida, la paz..

A la discusión acerca de la paz y la guerra le ha sido inherente un esfuerzo de fundamentación de las mismas, en particular de sus pretendidas bondades, e igualmente una defensa desde la perspectiva de la legitimidad que hace presuponer la titularidad de aquellas para argumentos con fuerza de validez.  En todo caso, se ha evidenciado la necesidad de delimitar y precisar lo que uno y otro significan para sus exponentes e igualmente lo que puede decir una reconceptualización con base en acepciones más actuales o al uso en la comunidad filosófica contemporánea.

Las fundamentaciones toman cuerpo también en filosofías de la historia e incluso escatologías que justifican la guerra considerándola legitima o como proceso inexorable e ineludible, o providencial, regenerador, vital, benefactor, o pretendidamente inscrito en una perversidad congénita de lo humano, dando por descartado las posibilidades de la mediación de la conciencia humana y su inteligencia, de la moral, de la razón, de la libertad y la voluntad de influir para impedir la guerra.

El presente escrito se distancia críticamente de la anterior perspectiva y, por lo contrario, argumentará a favor de una fundamentación desde la reespecificación de conceptos como violencia, guerra y paz, desarrollará la noción de “condición bestial-condición de humanidad”, expresando con ella la bipolaridad “Violencia-Dignidad humana”, concluyendo en la idea de que la NoViolencia y la paz, como valores morales superiores, son posibles si se respetan los Derechos Humanos los que son concebidos como realización y materialidad de la Dignidad.  Se relieva la tesis del respeto a la “condición de humanidad” como valor ético-moral[4] y principio superior, por lo que se deriva de allí la tarea de defender, estar en, o recuperar esa condición, volver a ella en caso de una caída en su antípoda, y salir de una condición indigna en donde es injustificable permanecer, hacia restablecer un estado propio de lo humano.  La “condición bestial” define el momento propio de la animalidad, de la solución de una diferencia vital imponiéndose la “ley del más fuerte” ante la imposibilidad de una solución justa; es un rasgo especifico de bestialidad que no es concebible como la distinción propia de lo humano, pues es un estado de brutalidad, el estado de violencia.  El planteamiento comienza con una deconstrucción de la justificación de la condición bestial, pues la violencia se concibe como violación de la dignidad humana, a la vez que no desconoce que aquella puede ser legitima cuando en esa degradación a un estado de bestialidad se impone el imperativo de luchar por la dignidad humana misma y lo que ella implica, por salir de esa existencia indigna, provocando una negación de la negación misma.  Y esa legitimidad supone que la Dignidad sigue siendo el valor moral superior, el que hay que restaurar, y es legítima defensa para no perecer y para no ser reducidos a una condición indigna.  Por tanto esa legítima defensa puede concebirse como un derecho de excepción que relativiza el valor absoluto de la Noviolencia o, desde otras perspectivas, como una acción que contribuye a afirmar ésta al restaurarla, o también como un acontecimiento concurrente y complementario, que en cualquier caso asumen el propósito de la protección de la vida digna, para ser coherentes con la prioridad ontológica y axiológica del ser humano que se suscribe en este escrito. 

La formulación en torno a la legitimidad, nos traslada al imperativo de aclarar lo que se entiende por tal, particularmente, precisando las implicaciones de la llamada “violencia y guerra justa o legitima”, para explorar su recepción junto a los supuestos constitutivos de la concepción de la Noviolencia y el pacifismo hacia la formulación de una “nueva Noviolencia” que condenando por principio el uso de la fuerza reconoce asimismo su legitimidad para defender la vida y la dignidad y salir de esa condición bestial hacia la Noviolencia y la paz[5], a la par que hace suya la tarea de buscar alternativas que hagan carente de atractivo el acudir al uso de la fuerza. 

Una resignificación de la Noviolencia implica reconocer otros supuestos contemporáneos como el valor de la dignidad y del derecho a la vida, exige actualizarla articulándola en el horizonte de la concepción ética, jurídica y política de la Dignidad Humana y los Derechos Humanos; e implica asimismo reconocer el valor inherente a la tradición de la legitimidad de la defensa de las mismas, así por principio se condene el uso de la fuerza.  Tal nueva concepción de Noviolencia aparece también como solución al conflicto entre los supuestos constitutivos de la Noviolencia y el pacifismo, que rechazan por principio la violencia y la guerra al considerarlas violatorias de la dignidad de los seres humanos, y entre los supuestos justificadores de la guerra justa y el derecho de resistencia y rebelión armada que las consideran legítimas para defender la dignidad y los derechos humanos.  Esta nueva Noviolencia es entonces un modelo contrafáctico pero que asume valores sustantivos al recoger los aportes de dos vertientes y tradiciones como la del derecho de resistencia, de rebelión, y la guerra justa, de una parte, así como la de la NoViolencia y el pacifismo de otra parte, nutriéndose asimismo de los valores contemporáneos que aprecian altamente la dignidad y el derecho a la vida como valores inalienables.

Esto es lo que se pretende: problematizar, explorar, sustentar un modelo que contribuya a fundamentar una propuesta alternativa previa reconceptualización de sus categorías básicas, hacer una deconstrucción de fundamentaciones de la violencia y la guerra, defender una solución al conflicto entre las tradiciones de la violencia legítima y la Noviolencia, hacia la postulación de una nueva Noviolencia como opción teórica y práctica enriquecida con los aportes de sus predecesores.  La crítica a las insuficiencias de las más conocidas tesis justificadoras de la guerra y la violencia se limita a unas referencias ilustrativas que exigirán posteriores desarrollos, pero es necesario por lo menos ponerlas en evidencia dado el contraste que ellas constituyen con el modelo defendido aquí.
 En últimas se trata de potenciar el significado y valor de la tradición y corriente ética que se identifica con los postulados de la Noviolencia y el pacifismo reformulando algunos tópicos, presentándola como un modelo regulativo que ayuda a reinterpretar la violencia y la guerra y sirve como referente prescriptivo que funda un deber de actuar.  Sobre la contraposición entre la “condición bestial” y la “condición de humanidad” se construye otra perspectiva de la Noviolencia; tal es el hilo conductor de este escrito por lo que los autores y tesis aludidas solo encuentran un lugar relativo y condicionado al que ocupen en función de la exposición y sustentación de este modelo con que se aporta a la argumentación a favor de la NoViolencia y la paz.  Frente a la tradición que fundamenta la “ley del más fuerte” en los conflictos humanos se hace urgente pensar otras alternativas; tal es el ánimo que alienta esta obra. 

VIOLENCIA Y LA GUERRA

TESIS
JUSTIFICADORAS

La historia del pensamiento acerca de la violencia y la guerra ha sido muy pródiga en fundamentaciones de éstas, en filosofías y escatologías justificatorias; también en una tradición religiosa o secular que se sustenta en el prejuicio de tener una pésima opinión de la condición humana.

Esta serie de justificaciones de la violencia y la guerra se realizan en contextos diferentes y tiempos distintos.  A pesar de esto son traídas a colación, para ampliar el arsenal de argumentos contrapuestos a una opción inequívoca por la paz y las soluciones no-violentas.  De manera ilustrativa se hace a continuación una reseña de algunos de estos argumentos. 

Por ejemplo, el célebre fragmento LIII donde Heráclito afirma que la guerra, polemos, “es el padre de todas las cosas”[6] se ha convertido en recurso para justificar una pretendida naturalidad de la violencia y la guerra.  Quienes asumen esta interpretación olvidan que para el filósofo de Efeso la idea de lucha, de contraposición, está en la base de su manera de entender el ser, la razón, y la totalidad de lo real, y que su realismo ontológico no evidencia tener la menor intención de ser una posición ético-política apologética de la matanza y del sufrimiento humano provocado intencionalmente.  Vive en una época heróica de sus cultura donde guerra y paz son consustanciales a su modo de ser griego; pero también para Heráclito “de las cosas diferentes nace la más bella armonía”[7].  Este es también un tiempo en que hay asimismo otras voces que claman frente a la impotencia de la justicia y la ley ante el egoísmo y la violencia[8].

Calicles estará entre los que darán inicio a esa tradición que defenderá el derecho del más fuerte; este sofista será controvertido por Platón.  Afirmará que la regla de lo justo “es que el más fuerte mande al más débil” lo que será conforme a la naturaleza “aunque quizá no se consulte la ley que los hombres han establecido”[9].  Trasímaco por su parte, defenderá la idea que “la justicia es el interés del más fuerte” y de modo escéptico será un convencido del imperio de lo injusto impuesto por la presión y el predominio de los más fuertes[10].

También del legado que la sociedad romana aportó a la posteridad así como de la célebre frase del tratadista militar Flavio Vegecio “si quieres la paz prepárate para la guerra” (si vis pácem, para bellum) se ha querido hacer extrapolaciones al mundo actual sin beneficio de inventario.  Aquel legado dejó una huella indeleble en la cultura y forjó un imaginario alrededor del conflicto donde el recurso a la fuerza aparece como inevitable.  Pero aquella sociedad donde la guerra fue endémica dejó también las bases del “derecho de gentes” (ius gentium).  Sin embargo, tal circunstancia y frase, que reveló una concepción predominante para entonces en aquella sociedad militar, pretende pasar como referente paradigmático en una sociedad contemporánea donde los códigos morales y jurídicos son significativamente diferentes a los establecidos en los tiempos de la pax romana así, en la práctica, haya quienes consideren que aún andan investidos del imperium.[11]

En la sociedad medieval europea –como lo recuerda Bobbio[12]- se avanzó en una identificación del poder político con la fuerza al asignarle a éste la prerrogativa de la vis coactiva en contraposición a la vis directiva o potestad espiritual de la Iglesia, atribuyéndole al Estado el derecho y el poder de ejercer la fuerza física.  En los escritores medievales eclesiásticos fue un lugar común la asignación de la función represiva al “poder temporal”.  Pero este último se concebía como responsable del bien común y el uso de la fuerza tenía prescrita la exigencia de su legitimidad en el cumplimiento de su misión cristiana; la guerra misma debía ser justa lo que exigía el cumplimiento de varias exigencias en tal sentido. 

La asociación de la violencia y la guerra con la distinción de lo humano, con la política, yace en una larga tradición que ha moldeado el alma de muchos pueblos, en particular de los que experimentaron la Modernidad occidental.  Maquiavelo está en el preludio de esa perspectiva que se impone en Occidente, al reconocer la “realidad efectiva” de la política, en la que la moral es sólo un factum a considerar en función de los fines de aquella cuya lógica no repara en los medios que haya que utilizar incluyendo allí la violencia y la guerra; la justificación maquiaveliana del recurso a la violencia se hace en el horizonte moderno de la política como ciencia, dirigida por la razón, ya no articulada y supeditada a la ética.  El Florentino ante esa realidad advertirá al gobernante que “es menester que tenga el ánimo dispuesto a ..  no apartarse del bien, mientras pueda, sino a saber entrar en el mal, cuando hay necesidad”[13] y por ello la validez del recurso a la violencia.  Desde éste punto de partida es entendible que para Maquiavelo el recurso a la fuerza sea insoslayable así para él ésta sea la forma de combatir propia de los animales no de los hombres, es la parte bestial que el gobernante necesita combinar; los principales fundamentos del Estado son las buenas leyes y las buenas armas.  Acudir a las armas no sólo es la extrema ratio del poder político sino que poseerlas y prepararse para la guerra es condición de su sobrevivencia; la fuerza está en función del mantenimiento del ordenamiento político, de la seguridad del Estado y del bien del conciudadano según el célebre tratadista; además considera que las armas y la guerra se hacen justas y piadosas cuando son la única esperanza de un pueblo[14].  Esta violencia constructiva es laudable así como lo es digna de censura la violencia “que estropea”; en Maquiavelo hay una economía de la violencia[15].  En esencia, para este autor la vida social resulta improcedente si no se cuenta con la fuerza para defender sus logros[16].

Los contractualistas aportarán la ficción de una condición natural donde la guerra es acompañante ineludible e incluso necesaria.  Hobbes a partir de su estado de “guerra de todos contra todos”, construirá su “modelo del miedo” dando vida a un monstruo cuyo poder atemorice a ese homo-lupus appetitionis; ese Estado absolutista aplicará la violencia porque es depositario de la misma, usará la espada porque sin ella no valen los pactos y será el referente de la justicia[17].  Locke contempla esa misma proclividad a la guerra en el estado de naturaleza y su sociedad política nacida del consentimiento de los individuos tendrá como distinción castigar la agresión a los derechos naturales lo que solo se podrá hacer si hay un poder que disponga de la violencia disuasiva y punitiva[18]; pero el principio que arguye no para rechazar la violencia sino para aceptarla, incluso como resistencia, es un frágil cálculo utilitario de si hay violación del pacto.

Para Kant la violencia es componente insoslayable de lo que denomina “insociable sociabilidad” que caracterizaría lo humano; la precariedad del estado de naturaleza al que alude deviene de la inseguridad y la amenaza constante que significa[19], incluso los Estados en esta situación adquieren el derecho a hacerse la guerra[20]; aunque la Razón se impone superar tal condición, en últimas la guerra es una adecuación al “plan de la Naturaleza” para avanzar hacia una paz perpetua.  En Kant se evidencia eso que Harris denomina “curiosa fe decimonónica en la capacidad de la violencia y la lucha para provocar un perfeccionamiento social ilimitado”[21]. 

Para Hegel la guerra es una situación de violencia, por cierto asociada a una “totalidad convertida en fuerza”[22]; pero la violencia no solo se expresa en el enfrentamiento de lo que él denomina otra “totalidad hostil”, también ella se expresa en el maltrato al cuerpo afectando la libertad del individuo en tanto que en aquel está la existencia de ésta[23], o se manifiesta en la injusticia del delito contra el derecho o la voluntad libre exterior, por eso reconoce como justo y necesario la violencia contra la violencia primera[24].

Hegel considera la guerra benéfica para “la salud ética de los pueblos”[25], para la consolidación de la autonomía y soberanía como comunidad política; es el momento en el que se juega el compromiso de los individuos particulares con su sustancialidad ética, el Estado, arriesgando hasta el sacrificio su vida y sus bienes, los que para ser garantizados requieren precisamente del Estado y por tanto de la defensa de su existencia.  Por eso Hegel, destacando ésto como de significado ético, señalará que la guerra, por tanto, no puede ser “juzgada como un mal absoluto y como accidentalidad simplemente exterior”[26].

 La guerra aparece como una necesidad para la realización de su “espíritu de la libertad” en desarrollo y por eso es entendible que la historia sea “el ara ante la cual han sido sacrificadas la dicha de los pueblos, la sabiduría de los Estados y la virtud de los individuos”[27].  A la “astucia de la razón” hegeliana le es inherente la “ley del más fuerte” en la esfera de las relaciones entre Estados ya que hace la apología de aquellos que se creen escogidos por la historia - dado que en ellos “rige un principio superior”- a imponer a otros “sus logros” civilizadores así aplasten “muchas flores inocentes”[28]; la guerra viene a ser el medio para que la historia avance; el progreso está acicateado por la guerra.  En la lógica hegeliana del “reconocimiento” la guerra aparece justificada en el ámbito de las relaciones interestatales donde los pueblos -como voluntades particulares- se debaten en una lucha continua por su independencia y soberanía, donde la fuerza de las armas es la única garante de su integridad frente al tribunal de la historia universal donde los jueces son los Estados. 

En Nietzsche es muy evidente su indolente apología de la “ley del más fuerte”, tal supuesto está en su evocación de los febriles llamados napoleónicos a “despertar de nuevo al hombre y al soldado para la gran lucha por el poder”[29], y en su idea de que la guerra es el medio mediante el cual se puede comunicar a los pueblos “la soberbia indiferencia por la propia existencia y la de los seres queridos”[30].  A la manera nietzscheana, Max Scheler considera que la “raiz vital” de la guerra está en la misma naturaleza humana; escribe: “ la verdadera raiz de la guerra reside en que a toda vida de por sí es inherente la tendencia al incremento, al crecimiento, al desarrollo..lo muerto, lo mecánico, procura solamente conservarse..; la vida, en cambio, crece o decae”[31].  Otra filosofía, que está construida sobre el argumento emancipatorio, el marxismo, también acepta como componente insoslayable la violencia, dándole el privilegiado papel de “partera de toda vieja sociedad preñada de una nueva”[32]; sin que aparezca como la causa directa sí aparece como condición sine qua non por lo que la violencia viene a constituirse en el acompañante ineludible del transito a una nueva sociedad y en su marca distintiva; haciendo uso de la metáfora marxista podría decirse también que un parto con tal comadrona es demasiado traumático y es más adecuado, por la salud de la nueva criatura, escoger otra que no posea tan poco grata distinción, la de ser violenta. 

Este componente sustancial de los paradigmas de la Modernidad ya se ha hecho emblemático en las sentencias de Clausewitz: “La guerra es la mera continuación de la política por otros medios”, “una realización de la política por otros medios”[33].  Esta es una afirmación que expresa de manera categórica esa escisión, entre ética y política.  Si la política se atiene a los fines a conseguir, entonces ella no se atiene a principios o al deber, ella tiene su lógica y lo que cuenta son los resultados, los fines a lograr; y si para ello hay que utilizar la guerra entonces lo hará sin cargos de conciencia.

Weber lo señalará de manera más taxativa: “El medio decisivo de la política es la violencia”, la política opera con “medios tan específicos como el poder que se apoya en la violencia”[34].  Este autor será el que aporte otro componente paradigmático del Estado en la Modernidad y otro emblema de la misma: El Estado se definirá por la pretensión a “el monopolio legítimo de la coacción física” para mantener el orden[35].

Algunos otros personajes han hecho ofrendas teóricas, a propósito de la guerra, a un nuevo Moloc, la historia, donde los sacrificados son precisamente los pueblos.  Como lo reseña Bobbio[36], para De Maistre la guerra es divina y “asume la figura de un continuo sacrificio’’, para Victor Cousin ‘‘la guerra no es otra cosa que un intercambio sanguinario de ideas a golpes de espada y de cañón’’, para el darwinismo social es “el medio para la sobrevivencia de los más aptos’’; en fin, se puede suscribir con Bobbio que para estos y otros escritores ‘‘ la guerra y la violencia en general, comparada al fuego regenerador...suscitaba admiración y respeto, al punto de que la saludaban como el hecho que habría salvado a la civilización” del pacifismo democrático y burgues[37].  El estratega y teórico prusiano de la guerra Helmuth von Moltke afirmará que en ella es donde “se despliegan las nobles virtudes de los hombres, el coraje, la renunciación, la lealtad al deber y la disposición al sacrificio ante el azar de la vida”[38].

Bobbio hace una clasificación de las teorías que justifican la guerra en providencialistas teologizantes y racionalizantes; finalistas que conciben la guerra como progreso moral, cívico y técnico y finalistas naturalistas como p.e.  los darwinistas sociales[39].  En fin, estas terminan justificando la violencia y la guerra como estado natural de la vida, convirtiendo este supuesto en axioma ético-moral, en “petición de principio” para valorar desde allí las acciones humanas y el lugar de los conflictos.  Bobbio recuerda que mitos como el de la “fecundidad de la violencia” y el de la “regeneración de la sangre” continúan siendo una communis opinio.[40] Resulta en tal sentido sorprendente que Bobbio termine por acoger como válido el supuesto problemático de que “la guerra es la manifestación más clamorosa de la política”[41].

Tales justificaciones de la violencia y la guerra como estado natural de la vida están implícitas y explicitas en otros autores y tesis, entre estas la de Guerra Total de inspiración schmittiana, o la de Guerra Global más de factura estadounidense y de sus “halcones” que de los estudiosos de la mundialización y la globalización, o incluso también en los inspiradores de la Guerra Asimétrica como técnicamente se viene denominando a los conflictos irregulares diferentes a la Guerra Convencional.  En muchas de estas consideraciones, se evidencia el supuesto de una justificación moral de la guerra y la violencia[42], de su “aceptación tácita” como componente inexorable de la existencia humana; estas perspectivas pertenecen a la especie de las que quedan presas del “fatalismo de la objetividad” rayanas con la aceptación pusilánime o cínica de la inmoralidad o moralidad negativa que se presenta en estudios sociales a nombre de la avaluatividad científica; una versión de la “razón indolente” que critica Sousa Santos.  En tal sentido se puede compartir plenamente la critica que dirige Ferrajoli a lo que califica como “miopía realista” de la filosofía política y jurídica que acepta una inevitabilidad de la guerra que olvida la responsabilidad de sujetos concretos en su realización o en impedirla y que, por ello, termina legitimando y secundando “lo que no es más que obra de los hombres”[43]. 

Las no tan “nuevas guerras”, con claros tintes de terrorismo[44], en las que pesan de modo determinante las identidades excluyentes, el miedo y odio no sólo entre los actores del conflicto sino ante todo en los grupo poblacionales a vincular forzosamente, lo métodos y armas de combate en los que no se discrimina con tal que tengan resultados, la gran cantidad de grupos de acción distintos a las tradicionales formaciones armadas verticales y jerarquizadas, y unas fuentes indiscriminadas de financiación non sanctas; en estas guerras y los que las alientan se evidencia un desbordamiento de las razones clásicas para limitar los conflictos bélicos o las consideraciones humanitarias y humanistas frente a las mismas.  Sorprende que una sensible analista de este tipo de conflictos, Mary Kaldor[45], concluya sus juiciosos análisis en la misma tónica de los supuestos tradicionales: restaurar, reconstruir la legitimidad y devolver el control de la violencia organizada a las autoridades, cuando son precisamente estas las que por lo general han causado desde el poder las injusticias y exclusiones que han provocado la aparición de luchadores irregulares. 

Hay otra concepción de la guerra, la instrumental, que considera aquella como una “herramienta”, un medio, y parte de la premisa de aceptarla, justificándola.  La asocia incluso a un acto de razón (valorada moralmente) concibiéndola incluso como extrema ratio sin reparar en que nada hay menos parecido a la razón ética que lo irracional del acto del uso de la fuerza en las relaciones interhumanas.  Lo irracional significa una moral negativa o un antivalor.  Pero no se olvide –como lo recuerda Clausewitz- que lejos se estaría de la verdad si la guerra fuera concebida “como libre siempre de todo apasionamiento” pues “las emociones están necesariamente involucradas en ella”[46].  Si hay racionalidad en este ejercicio de la violencia puede considerarse como estratégica o instrumental pero en cualquier caso implementada para provocar el daño y el sufrimiento humano, es decir que en nada se acerca a unos valores paradigmáticos luego de un cálculo ecuánime y constructivo como podría exigirlo una racionalidad moral.  Aquellas son antivalores y como medio o como fin son una moralidad negativa por eso no expresan una razón moral valiosa o positiva, no son adoptados en la conciencia pública internacional como valores y principios rectores. 

Ha habido un segmento de razones que han caminado sobre un cierto determinismo basado en lecturas impropias de reflexiones sobre la relación de lo humano y su psiquis con la biología.  Por ejemplo algunas consideraciones justificantes de la agresión como instinto natural han olvidado precisamente que en el instinto queda preso el animal pero el ser humano no, porque éste es un ser con Razón, con Inteligencia, es un ser de libertad, pero ante todo es un ser ético-moral y en esa medida con facultad para decidir.  Contrario a los demás animales, los que ante una diferencia vital acuden a la fuerza para dirimirla, el ser humano tiene la posibilidad de trascenderla y buscar alternativas pacíficas; su condición de ser libre le puede permitir hacerlo, no así los demás animales que quedan esclavos de sus instintos.  El reconocimiento de la existencia de la agresividad del animal humano no significa aceptar que a eso se reduce lo humano o es lo que lo caracteriza o que tal impulso es lo que lo determina; menos se puede derivar de allí la guerra como “producto natural”.  Algo va de lo animal a lo humano, no es despreciable su diferencia específica.

El reconocimiento del componente instintivo en lo humano significa incluso poner en evidencia nuestro parentesco animal, pero ello no significa ni puede significar la justificación del reinado de los instintos, el imperio de los sentidos per se, pues estos están presentes pero han sido hominizados y además se ven enfrentados a las exigencias de la cultura, a la sensibilidad de las personas y grupos, y a las obligaciones morales que fundamentan el horizonte de sentido de la existencia humana ; desde esta perspectiva es que se entiende la llamada “reducción del instinto”.  Los apologistas del primado del instinto olvidan que el humano hace rato “cultiva” sus propios instintos y que sus pasiones son “humanas”; los que consciente o inconscientemente se alejan de esta distinción son calificados –hasta por la persona más simple- como “bestias”.  Una teleología derivada del primado de los instintos, de sus disposiciones naturales, es propia pero de los animales inferiores.  El comportamiento instintivo no es la propiedad característica de los seres humanos; éstos se hacen “humanos” en proporción directa a como rompen los límites del instinto natural.  Lo humano es esa “segunda naturaleza” a la que han hecho referencia algunos pensadores.

Por esas razones es que no puede aceptarse ese determinismo biologicista que concluye afirmando la inevitabilidad de la violencia y la guerra a partir de la falaz premisa de que aquellas son producidas por el imperio de los instintos sobre lo humano que además favorecerían (sic) la supervivencia.  Aquí es entonces pertinente la alusión de Ortega y Gasset al respecto que considera que la guerra “no es un instinto sino un invento”[47].  Lo que no concibe el pensador ibérico es que dicha invención ubica al ser humano en un estado o “condición bestial”, es decir, en una situación en que se impone el recurso a la “ley del más fuerte” como distinción por excelencia de quienes no son capaces de acudir a los argumentos y las soluciones civilizadas es decir pacíficas; pero que además, amenaza la supervivencia del genero humano.

De otra parte, hay igualmente una serie de teorías y mitos que consideran a los humanos responsables “por naturaleza’’ de la violencia y la guerra a pesar de lo que diligentes reflexiones han venido demostrando.  Juiciosos estudios antropológicos como los de Malvin Harris muestran que ellas no son expresión de la “naturaleza humana” sino que se dan como respuesta ante presiones productivas, reproductoras y ambientales específicas, lo que fue favoreciendo la formación de instituciones de supremacía masculina, de personalidades masculinas fuertes y del complejo de Edipo en algunas culturas; “cómo y cuando nos volvemos agresivos es algo que, más que de nuestros genes, depende de nuestras culturas” escribe Harris[48].  La guerra y la violencia no aparecen inscritas en la “naturaleza humana”; en tal sentido han concluido sus investigaciones corrientes de la psicología que destacan la función del ambiente, la experiencia y el aprendizaje en la generación de la conducta agresiva.

El determinismo pulsional, que desde temprano defiende Freud y que lo hace afirmar que “no hay desarraigo alguno de la maldad”[49] pues los impulsos persisten “primitivos, salvajes y malignos” en el inconsciente[50], lleva a Freud a sugerir que el derecho y la política llegan a ser continuación de la violencia y la guerra, evidenciando su reduccionismo y unilateralidad en la ponderación de aquellos.  Sin embargo, el mismo Freud en sus cartas con Einstein abre una esperanza cuando concluye que podrán evitarse éstas cuando cada hombre subordine su instinto vital a los dictados de la razón, haga uso del antídoto de Eros, así como que se acuerde una instancia central que dirima los conflictos centralizando la violencia[51].  E.  Fromm[52], criticando a Freud, señala que esa idea de “impulsos incestuosos y homicidas” inherentes a una maldad congénita del ser humano es la versión secularizada del “pecado original”, mientras que, por otra parte, se encuentran más razones para asombrarse por el hecho de que la mayoría de la gente se encuentra relativamente en una sana condición mental y -puede inferirse- no padecen por tanto de psicopatologías como puede serlo una inclinación compulsiva a hacer la guerra y en general la violencia. 

Otras opiniones defienden el prejuicio de que el humano es una especie capaz de sentir goce con la crueldad de que hace objeto a su víctima, lo que no se evidenciaría en otras especies animales las que tienen una ritualidad que limita el daño a su víctima vencida.  Olvidan, quienes sostienen estas opiniones sobre los animales, que el límite del daño a la víctima vencida puede significar entre estos su desmembramiento y conversión en comida para el agresor y su prole o, en otras circunstancias, en heridas potencialmente mortales que lo disuaden de permanecer cerca de donde puede ser perseguido o de continuar la disputa.

Los etólogos afirman que las “técnicas mortíferas” no son aplicadas de modo corriente a los de la propia especie, por eso sostienen que “la finalidad de la agresión, dentro de la misma especie y a nivel biológico, es el sometimiento, no la muerte del enemigo”[53].  En contrario desde la sociobiología se descubrió que entre los chimpancés, los leones, las hienas y otros animales también se matan entre si o también matan más presas de las necesarias para su alimentación; por ello rechazan con firmeza la tesis según la cual “el hombre es más sanguinario que otros animales”[54]. 

Pero, ante todo, aquella idea del goce humano con la crueldad parte de dar por normal lo que sería un comportamiento enfermizo, una intencionalidad patológica, propio de seres desquiciados o a los que en determinadas circunstancias se les ha enseñado a hacerlo[55] o que aparece incluida como medio pervertido de guerra psicológica.  Pero fundamentalmente desconoce que el ser humano es una “especie” de otro talante y no tiene comparabilidad con los demás animales en los mismos términos.  Es comprensible por ello que se cuestione el que dichas conductas animales puedan “servir para justificar o condenar el comportamiento humano” como bien lo recuerda Arendt[56]. 

Marx[57] ha recordado que a diferencia de los demás animales el humano es un ser universal y por eso libre que crea según la medida de cualquier especie; de igual manera es un ser con una dignidad específica.  Se distancia de su condición menesterosa frente a la naturaleza por su razón y en definiciones vitales tiene la posibilidad de hacer uso de ella; no así los demás animales los cuales frente a una diferencia vital recurren a la fuerza ya con la amenaza de ataque o con el combate efectivo.  Cualquier ritualidad animal para imponerse en la tarea de asegurar su sobrevivencia o proteger su espacio vital tienen el signo de la violencia de la naturaleza; el ser humano puede trascenderla por su conciencia y su inteligencia; experimentamos “remordimientos de razón” al decir de Herzen[58].  No se puede seguir mitificando el mundo de la animalidad, y los humanos no podemos seguir justificando la condición bestial de acudir a la ley del más fuerte. 

Por eso no deja de sorprender la visión paradisíaca de la realidad de la naturaleza animal que subyace en las palabras de Tugendhat[59] considerando una ofensa a los lobos compararlos con los humanos; por lo visto le faltó ver otras escenas entre los animales como para sensibilizarse más por nuestra diferencia especifica.  Eso de que el humano es la “única” especie capaz de “destrucción” y por eso es inferior a las bestias no pasa de ser una afirmación desinformada y prejuiciada acerca de la realidad del mundo animal.  Lo “humano” es un mundo con otras opciones.

A esa “naturaleza”, a ese ergon, de la guerra y la violencia, se han referido múltiples autores y testimonios prestantes y anónimos.  “La guerra es el compendio de todos los males y la tiranía es el compendio de todas las guerras” proclama el Libertador[60]; sus pronunciamientos reiterados, los de un guerrero consagrado por mil batallas, apuntan a poner en evidencia los horrores de este tipo de conflicto; son reveladoras, como una gota de agua de lo que pasa en sus difíciles tiempos, las palabras dirigidas a sus conciudadanos dando cuenta de los “arroyos de sangre”, “la tiranía”, “los suplicios, las torturas, el incendio y el pillaje”, que han tenido que padecer [61].  Son demasiados los ejemplos conocidos al respecto a lo largo y ancho del mundo, como para tener que ilustrar más trayéndolos a colación; basta rememorar la imagen que dejó a la posteridad Henry Dunant en sus “Recuerdos de Solferino” describiendo los campos llenos de heridos abandonados mientras trataba de socorrerlos para aliviar su suerte, episodio antecedente simbólico en la formación de la Cruz Roja.  Tal situación se resume bastante bien en la afirmación de que “la guerra es en primer lugar el homicidio colectivo organizado bajo el signo de la exaltación de la muerte”[62] y es, además, oportunidad para el latrocinio acompañado de destrucción y muerte.  El prestigioso fundador del psicoanálisis, Freud, a pesar de su fatalismo, argumentó su “protesta” contra la guerra, entre otras razones porque, como lo afirmó vehemente, “cada hombre tiene el derecho sobre su vida y la guerra destruye las vidas que estaban llenas de promesas”[63].

Una relación que se impone por la violencia se edifica sobre bases deleznables y provoca la resistencia de quien la sufre; el mantenimiento de la capacidad dominadora hasta su crisis exigirá recursos crecientes para prolongarla o revitalizarla; el costo del dominio por la pura violencia se refleja en la pérdida de poder real, como lo intuyó Hannah Arendt[64].  Ninguna comodidad ha significado estar sentado sobre las bayonetas.  El poder violento, con su comienzo solo configura el inicio de su agonía, el principio de su final.  “La fuerza no es gobierno” ya había sentenciado el Libertador.[65] No se puede dejar de recordar la pertinencia, a propósito de la violencia, de la afirmación hecha por Bolívar de que “la suerte de la guerra es impenetrable para los hombres”[66]; el problema de lo imprevisible y lo incierto de aquellas lo resume patéticamente H.  Arendt: “en ningún lugar desempeña la Fortuna, la buena o mala suerte, un papel tan fatal dentro de los asuntos humanos como en el campo de batalla”[67].  La guerra también tiene otros efectos como el de embrutecer los sentimientos “tanto por su violencia física como por la propaganda incesante de odio encarnizado hacia el enemigo”[68] afirma Rhadakrishnan.

Para cualquier participante cómplice de la violencia y la guerra se le pone en evidencia el sacrificio de lo que le es preciado: el valor de lo humano.  Aquellas no respetan la dignidad humana y no crean las condiciones de posibilidad real de una convivencia justa, grata y satisfactoria.  La vorágine de la destrucción provocada crea las semillas de futuras soluciones impuestas bajo la “ley del más fuerte”.  Por ello se hace evidente su naturaleza de “mal absoluto”, de antitesis absoluta de los Derechos humanos.

A propósito de la pretensión de diferenciar los conceptos de fuerza y violencia hay que recordar que su uso indiferenciado tiene una larga historia[69] , pero que ante todo las consecuencias vívidas de la historia práctica de aquellas conducen a concluir que las consecuencias de dolor y destrucción no tienen diferencia; el sufrimiento provocado que deja una acción violenta o la guerra no se resarce por ser una “acción de fuerza” o una “acción violenta”.  Dejar abierta una justificación del uso de la violencia con el nombre de “fuerza”, así se le definan unos límites ideales es no condenar y romper por principio con la “ley del más fuerte”.

Frente al argumento que asocia el empleo de la fuerza conforme a la ley o violencia legal con la idea de que ella per se es la buena, es pertinente recordar la inquietud de Alexandre Passerin quien deja para averiguar si “el hecho de utilizar la fuerza conforme a la ley cambia la calidad de la fuerza en si misma”[70], a lo que también podría agregarse la inquietud de si toda ley per se es buena o asegura que esa fuerza es por antonomasia “violencia buena”. 

De otra parte, no se puede dejar sin referencia en este escrito que es evidente que en los tiempos que corren, el armamento nuclear continúa siendo la más potente y destructiva amenaza para la sobrevivencia del género humano.  Acerca del peligro que conlleva muchos han llamado la atención.  Bobbio compungido, alerta que si la sociedad no renuncia a “ver en la violencia un medio de rescate o redención” está destinada a enfrentarse con, lo que denomina, “la suprema prueba de la violencia exterminadora”[71].  A pesar que posteriormente matiza éste peligro, en el caso de las luchas revolucionarias en países más distantes de este conflicto, sostiene que ese giro decisivo introducido en la aparición del “arma total” es una prueba que no resiste argumento justificatorio alguno de la violencia y la fuerza, estos quedan completamente desvirtuados.  Arendt, igualmente, es de la convicción que ningún objetivo político, puede corresponder a, justificar el empleo de, los medios de violencia actuales dado su potencial destructivo[72].

Al respecto, y teniendo aprecio por éste llamado, hay que recordar que un argumento que continua vigente es el de que la abolición de la guerra y otras violencias marchan de la mano con la abolición de toda violación de la dignidad humana; en tal sentido un conflicto nuclear es el extremo de la violación de la dignidad humana y por lo tanto exige su radical rechazo y adelantar las acciones conducentes a su prohibición y para prevenirla.  Incluso en el hipotético caso de “guerra que mata guerra”[73] ésta solo se configuraría como el peor crimen de lesa humanidad y tal vez el último más monstruoso de la Historia, por obvias razones.

Ya Bobbio recordó que ha llegado ese momento de elegir por el repudio de las teorías que justifican la guerra a nombre del progreso técnico[74] ¡y la Era Nuclear es un progreso técnico!; los instrumentos sofisticados de la guerra y la violencia y los adelantos en la ciencia y la técnica de donde se derivan no son garantía de lo civilizado, por lo contrario, son la más seria amenaza a la civilización, desbordan las exigencias biosóficas y ecosóficas inherentes al ser humano.  Son demasiados los crímenes cometidos a nombre de la defensa o promoción armada de lo civilizado; como lo reseña Eduardo Subirats, las llamadas armas inteligentes, las guerras mediáticas, las agencias militares y financieras beneficiarias de la guerra global vienen proclamando y practicando la destrucción a nombre de lo civilizado y lo civilizatorio[75].  No se puede seguir aceptando la equivalencia de la civilización con algunos de sus medios que le supeditan o pervierten desbordándola y conduciéndola a su negación, a la instauración de un orden bestial sobre sus ruinas.  ¡Civilización o Violencia! es el apotegma de estos tiempos.  Lo civilizatorio ha estado asociado a las condiciones de posibilidad de realización humanas, de garantía de la dignidad y los derechos humanos; por eso la violencia y la guerra aparecen como su contrasentido más grande, como la condición bestial.  Lo civilizado es ese saldo favorable de la existencia humana que garantiza su bienestar y la convivencia grata y satisfactoria. 

La cívitas era entendida como construcción no destrucción, libertad no dominación, justicia no injusticia, la civilización por analogía con la polis y la política era organizar un mundo humano en contraposición a la “ley de la fuerza” y por tanto a la imposición de la discrecionalidad del más fuerte.  Esta originaria veta de lo civilizado sigue alimentando su justificación a pesar de los abusos o descalificaciones interesadas de quienes quieren hacer pasar por aquella todo lo contrario, lo que precisamente vicia las condiciones necesarias para la dignidad, los derechos humanos y la convivencia que enriquecen el mundo de la vida.  Lo civilizado, al contrario del irracionalismo spengleriano, no “sigue a la vida como la muerte, al desarrollo como el anquilosamiento”[76], si no que es lo que puede denominarse vida y desarrollo, es lo que está construido como logros básicos para una concepción y práctica de vida buena; lo demás es su antípoda o solo ensayo y error.

Contra “la condición de humanidad”, contra la dignidad humana, contra los logros alcanzados, como un arrogante desafío a la conciencia civilizada de los pueblos, aparece la violencia pérfida que ha pasado a los anales del horror como “terrorismo”.  Éste como violencia indolente provoca terror indiscriminado con métodos inusuales, con fines específicos o sin ellos, donde las víctimas son fundamentalmente inocentes no combatientes.  Ese terrorismo no solo es físico, también puede serlo psicológico y moral; ha sido terrorismo de Estado, grupal o individual, su perversidad desdibuja radicalmente el sentido de lo humano, de lo moral y lo político; es su expresión ad extremum.  El terrorismo de “los de arriba” o de “los de abajo” es violencia indolente que amenaza a tod@s, violenta sus relaciones sociales y naturales, enajena manteniendo sus víctimas en el miedo generando impotencia, facilitando su control.  Hasta los defensores de la “violencia justa” y el derecho de resistencia adscriben a éstos unos límites permitidos.  Su debilidad permanente es que sigue justificando el uso a la fuerza, que convierte en recurso indispensable e inevitable.  Pecan de pesimismo a nombre del realismo.

El intento de justificar moralmente la guerra por los Derechos Humanos es incoherente con la defensa de los mismos al propiciar, aceptando como necesario, su violación inevitable, consustancial a la violencia y la guerra.  Incluso los denominados “límites morales”, el Derecho Internacional Humanitario, constituye una ética del “mal menor” que a pesar de sus bondades, significa el reconocimiento de la guerra y la violencia como componente intrínseco de lo humano y no como su contrario, su pérdida y su ruina.

Un conflicto que aparece insoluble es el que se presenta entre eficacia y moralidad de la guerra, o eficiencia -para usar conceptos hoy en boga- (“de guerra eficiente” hablan los ejecutantes de la misma).  Efectivamente todo proceso que involucre la relación conflictiva medios-fines tiene su propia lógica para su realización.  En la guerra se vence o se es derrotado o incluso se puede perecer en el intento.  Este tópico conocido como el de la “eficacia” o “eficiencia” de la guerra es visto en conflicto con las fundamentaciones morales que aluden a ella y que, por lo general, se autoasignan la función prescriptiva para la conducción de la misma.  Esta dificultad seguirá existiendo mientras esos sean los supuestos sobre los que se plantea.  Pero si el punto de partida es la valoración negativa de la violencia, y en ello la guerra, la consideración de ésta como una moral negativa en sustancia y por esencia, resuelve el dilema.  Son entonces dos esferas distintas, el conflicto al que se alude configura una falacia producida por el error de sustitución de tesis; ese arte (sic) de la guerra es un antivalor o moral negativa que, teóricamente, está excluido de lo que construye lo humano, y, prácticamente, solo queda por ser suspendido, superado y negado.

Frente al emblema indolente de los nostálgicos de la violencia – el aforismo “si quieres la paz prepárate para la guerra” (si vis pacem, para bellum) – hay que convertir en axioma esta nueva sentencia concluyente: “si quieres la paz prepárate para la paz” (si vis pacem, para pacem)[77], máxima comprometida con una perspectiva más humanista y que puede hacerse extensible a otras expresiones de la vida transformándola en el apotegma: “si quieres la noviolencia prepárate para ella”, o si se permite una tercera formulación: “Dignidad y Noviolencia”.

Otra perspectiva de mucho interés es la que reflexiona acerca de la relación de género y violencia.  Ya se ha aludido a los estudios de Harris que muestran como la formación de instituciones de supremacía masculina se produjo “como una de las consecuencias de la guerra, del monopolio masculino de las armas y del empleo del sexo para fomentar las personalidades masculinas agresivas”[78], y éstas como respuesta a presiones productivas, reproductoras y ambientales, por lo que ni la guerra ni la supremacía masculina son expresión de la “naturaleza humana”, por tanto pueden ser transformadas.  La herencia institucional, cultural, política y social de esa dominación y por tanto discriminación de género, deja huellas que pueden ser reveladoras acerca de esa relación entre género y violencia.  Virginia Wolf (1882 – 1941) constata que “hacer la guerra es más de hombres que de mujeres” y que las dimensiones asociadas a aquella (la virilidad, el heroísmo, la lucha, la dominación, la patria, el honor) son “ajenas a la experiencia femenina”[79]; la escritora inglesa reitera que el mundo de relaciones jerárquico y competitivo del hombre que incluso los deshumaniza, los vínculos entre dominación privada y dominación pública, “albergan la violencia” y contienen “el germen de la guerra”, y estos intereses, cultura y comportamiento masculino vinculan a las mujeres por la dependencia en que estas se encuentran respecto a aquellos.  Así como Virginia Wolf afirma que las mujeres comparten “el horror y repulsión” que provoca la guerra y pueden intervenir para evitarla, también la mirada de género, es una invitación a replantear la discriminación y todo lo que influya desde las relaciones entre hombres y mujeres en la generación de la violencia; Harris precisa que no ha dicho que “la anatomía, los genes, el instinto o cualquier otra cosa torne inevitable la guerra”[80].

La anterior referencia a algunos autores y argumentos que han justificado la violencia y la guerra facilita mostrar la importancia alternativa de una concepción que desarrolla la contraposición entre Dignidad humana y Violencia, entre lo que se postula aquí como lo “bestial” y lo “humano”.  Hay una historia de razones a favor de una concepción y práctica de violación de la dignidad humana por la vía de la violencia y la guerra de la cual se distancia críticamente el presente escrito.  Eso hace más justificable y necesario presentar opciones distintas como la siguiente fundamentación que está en la base de una opción nueva para la paz y la Noviolencia construída en primer lugar sobre una necesaria reconceptualización, acerca de la cual se trabajará en el siguiente capítulo.  El modelo regulativo ético-político que se argumenta aquí exige y presupone la crítica de la violencia y la guerra y la defensa de la Noviolencia y la paz.

VIOLENCIA LEGÍTIMA Y GUERRA JUSTA

En la historia del pensamiento ético-político que tiene como materia de sus reflexiones la Violencia y la Guerra hay dos perspectivas que se distancian sustancialmente de las conocidas y tradicionales justificaciones del recurso a la fuerza en los conflictos, al tiempo que se identifican con la causa de la justicia, los derechos y la defensa de la dignidad de lo humano, y en las que la “condición o estado bestial” y la “condición de humanidad”, a que se ha aludido, se han constituido en componentes ineludibles.  Ellas son: de una parte, la tradición de la Violencia y la Guerra justa o legítima, que incluye el derecho de resistencia y rebelión armada y de insurrección, en cuya base está el presupuesto de la imposición del más fuerte y de otra parte, las tradiciones pacifistas y en general de la NoViolencia.  Estas perspectivas se han caracterizado e identificado por sus aspiraciones, asociadas a la defensa de la Dignidad, los Derechos Humanos y la Justicia, pero se han contrapuesto ante todo en su aceptación o rechazo del recurso a la fuerza.  A estas dos importantes tradiciones enfrentadas se hará referencia luego, para señalar con ello un conflicto teórico y práctico existente, que aparece por demás susceptible y necesitado de una solución, la que será abordada en la parte final de este escrito. 

Legitimidad

Una categoría sustantiva que se atraviesa en toda esta consideración acerca de la Violencia y la Guerra es la de “legitimidad”.  Desde ella se valida o se desconoce la pertinencia de proyectos ético-políticos, con ella se da un manto de reconocimiento y aceptación a quienes acuden al recurso de la fuerza.  Es por tanto insoslayable acercarnos a una aclaración inicial acerca de este polisémico concepto pues permitirá considerar por qué también la Violencia y la Guerra pueden ser legítimas.

En la historia del pensamiento sobre el tema ha sido muy común aludir a la violencia legítima y la guerra legítima, no es ésta una referencia extraña a este debate.  Hasta Aristóteles aludió a dicho concepto afirmando que “la naturaleza misma ha hecho legítima”[81] la guerra para adquirir bienes; un peculiar enfoque por lo visto de la guerra legítima en el contexto de una sociedad y tiempo que incluía como valor ético y ontológico la esclavitud.  En los tiempos de Cicerón se utilizaba el término, por ejemplo, para distinguir el legitimus hostis del inimicus ladrón o pirata; en los textos medievales se identificaba la legitimidad con “la calidad del título para gobernar”[82].  Carl Smith recuerda que entre los griegos la polemios, lucha de carácter público, era diferente de la ekthros, que está alentada por odios de naturaleza privada[83].
 
Bobbio, aludiendo a la diferencia con el concepto de legalidad, afirma que la legitimidad reside en una “justificación del título de un derecho”[84]; y a propósito de la “guerra legítima” recordará que ella está asociada al derecho de emprender la guerra por una justa causa, característica que la diferenciará de la guerra que se atiene a pautas jurídicas para el desarrollo de la acción bélica.  A propósito, Coicaud recuerda que es incompatible con la legitimidad -en este caso del Estado- la idea de que se acepten los procedimientos legales “sin necesidad de justificación y evaluación”[85]. 

La “legitimidad” aparece entonces indisociable de la dimensión moral así se cruce con lo legal; esa dimensión, a propósito de la legitimidad del poder político, estará asociada a otros “títulos de derechos” que serán las máximas conforme a las cuales recibirá su legitimación.  La “legitimidad” se identifica con la “justificación”, ya de la violencia, la guerra, el poder y otras acciones humanas; ellas no son contrasentidos ni son excluyentes.  Para ellas también les es inherente lo que Coicaud adscribe a la legitimidad del gobernante: la definición de “criterios de evaluación”[86] de las decisiones y de las acciones.  La legitimidad o justificación involucra criterios o principios[87] de los que se derivan ellas, en cualquier caso se asocian a esos “títulos” ; también -haciendo eco a Weber- se asocia a esas máximas que por ser aceptadas como válidas son adoptadas como obligatorias o modelos para orientar sus conductas. 

Por lo anteriormente expuesto no puede compartirse la tesis de Arendt de que la violencia “puede ser justificable pero nunca será legítima”[88], afirmación que sugiere una reconceptualización de dichos términos a partir de asociar la legitimidad con una “apelación al pasado”, a su “reunión inicial”, mientras que la justificación se asociaría con una apelación al futuro, a “un fin que se encuentra en el futuro”, en palabras de la autora. 

La tesis de Arendt invita a dejar de lado esa asociación hecha por otros autores entre legitimidad y justificación, lo que no tiene sentido ni es conveniente; pero ante todo olvida que para que algo se constituya en legítimo tiene que tener razones de diverso orden desde las que se justifica; una de ellas es la apelación al principio de la Historia, del pasado o del futuro; legítimo o justificable –para usar la diferencia que establece Arendt, en aras de la discusión- tienen que apelar al “Tiempo” en todo caso para buscar razones que le constituyen y definen su condición de tales.  La Historia proporciona la fuerza de la tradición pero, también, aporta la novedad del cambio y de lo avanzado.  Tales razones históricas les son comunes a lo que tenga la pretensión de legitimarse, ya el poder o la violencia y la guerra.  No solo hay legitimidad de origen, también hay legitimidad de ejercicio o a futuro. 

Como lo expone Bobbio[89] la Historia aparece al lado de la Voluntad (de un Dios o del pueblo o juntas) y de la Naturaleza (como fuerza originaria o como orden racional) como principios legitimantes, como apelaciones justificatorias; Habermas agregará la justificación por la vía de la argumentación moral implícita en la racionalidad del derecho[90].  A estos criterios éticos, axiológicos, de justificación habría que agregar los criterios de eficacia (legitimidad de hecho) que han introducido otros autores, como por ejemplo Weber y cierto positivismo jurídico.

Desde la mirada de lo que en Derecho se ha conocido como “legítima defensa” o “defensa justa” también se aporta una perspectiva de la legitimidad.  Esta legitimidad aparece asociada a “los motivos de justificación” encontrados en el orden jurídico de referencia para esa acción que pretende ser legítima, cuya condición inexcusable es “impedir la negación del derecho” lo que le da a aquellos motivos un carácter “intrínsecamente justo”[91].  Como puede apreciarse hay asimismo una suposición problemática en la anterior afirmación como lo es el considerar que dicho orden jurídico reúne las características suficientes para su validez y aceptación que genera una inequívoca obediencia moral al Derecho.  Pero, como se sabe, hay una extendida teoría y práctica de insumisión al Derecho, y de crítica al fetichismo de la ley, cuyas razones, para ser explicadas, requieren de un tratamiento puntual.  Basta acá con mostrar la relación existente entre legitimidad-justificación-justicia para una acción que es, por excelencia, de fuerza. 
 
De otra parte, la legitimidad o justificación moral de la violencia y la guerra permanecerá antes, en y después de la sanción de legalidad y legitimidad que pueda derivarse del Derecho.  La aparición de la norma positiva no excluye sus contenidos prescriptivos a propósito de la violencia y la guerra ni agota la preocupación valorativa acerca de la causa eficiente y final justificatorias de aquellas, ni mucho menos clausura el renovado interés moral por la justicia antes, en y después del desarrollo de las confrontaciones armadas.

Otro prisma por el que se considera el tópico de la violencia y la guerra legítimas lo constituye la ya clásica discusión conocida como el problema de la “obligación política” o también del “derecho de mando y deber de obediencia”.  En este sentido se hace ineludible la definición acerca de los límites de la obligación que tienen los miembros de una comunidad política de participar en las acciones armadas, límites que determinan la naturaleza legítima de dicha violencia y guerra que se adelanta.  El reconocimiento ciudadano o de los integrantes de dicha comunidad señalarán la licitud de dichas acciones y la legitimidad de sus instituciones públicas.

Violencia y guerra legítima o justa

La violencia legítima y la guerra justa, han sido argumento inevitable para la justificación de las acciones relevantes socialmente en las que el uso de la fuerza y el recurso a las armas son su distinción por excelencia.  Tal caracterización hunde sus raíces en el tiempo y en los más disímiles escenarios.

Ha sido cierto lugar común asociar a la tradición europea medieval la definición de los rasgos más connotados de lo que constituye la legitimidad o justicia de dichas acciones bélicas, pero hay que reconocer también la presentación de los mismos en otros contextos, otros documentos y por otros autores que pueden considerarse con toda razón como precursores y coautores de una mirada moral de la guerra, la que concluirá en un “derecho a la guerra” (ius ad bellum),que en su normatividad reflejará una justificación moral para hacer la guerra, así como en un “derecho en la guerra” (ius in bello) que recogerá las limitaciones establecidas para su conducción práctica.  La elaboración de este Derecho, especialmente en la última etapa, ha contado con el aporte desde naciones y pueblos diversos, ha sido una construcción multicultural; incluso dicho aporte está en la base de la teoría moral sobre la guerra que se ha elaborado de modo prolijo y que alimenta el debate sobre la misma.  El sugerente “derecho de postguerra” (ius post bellum) o justificación moral de una conducta posterior a la guerra, ha sido también preocupación de lo mejor de la comunidad internacional dado las nefastas experiencias de los abusos cometidos por los vencedores y las injusticias desproporcionadas que han padecido los vencidos en los conflictos bélicos.

La justificabilidad ética de la violencia se ha conocido, en una variada literatura sobre el tema, como el problema de la “violencia legítima”, como el asunto de la “guerra justa” y de la “defensa justa” o “legítima defensa” mediante las armas.  Por lo visto, y a pesar de la crudeza del axioma latino “en tiempos de guerra se silencian las leyes” (Inter arma silent leges) ha habido una preocupación por las razones y límites morales y jurídicos para el conflicto violento generalizado, que ha logrado sobreponerse a quienes han practicado el “derecho del más fuerte” o que han hecho suya la divisa de que cualquier medio y método es aceptable para resolver las disputas armadas.  Tal limitación o justificación y deslegitimación por la vía de la Moral y el Derecho se extiende a la tradición del derecho de resistencia y rebelión armada que tiene sus mentores ilustres intelectuales y prácticos.

La referencia a consideraciones normativas en los conflictos violentos ya aparece en las civilizaciones más antiguas, en el marco de sus reflexiones religioso-ético-filosóficas.  Su interés por lo humano, por su perfección y libertad posibilitó miradas cuestionadoras de los comportamientos y conducta humanos.  También hay huellas de la preocupación por la naturaleza de la violencia, de sus consecuencias y víctimas, contribuyendo a establecer una temprana distinción de la justicia e injusticia en la misma.

En la India ya un antiguo texto consagra la protección debida a los no-combatientes prefigurando el principio contemporáneo de “humanidad y distinción” del Derecho Internacional Humanitario.[92] En la China antigua, Mo Tzu, un pensador humanista, describe crítica y dramáticamente los insucesos de la guerra y se pregunta por lo justo e injusto en la contienda.[93] Sun Tzu postula la no destrucción de las naciones contendoras, la responsabilidad para decidir si se deben usar las armas cuando no hay otra alternativa y concibe las virtudes de humanidad y justicia como propias del Mando y sus agentes en la guerra; si bien su recopilación exhala pragmáticas indicaciones para el combate no es ajena a una cierta indicación moral permeada por la influencia taoísta y su condena de la guerra.[94]

En la América Indígena se encuentran testimonios de aquella preocupación: un cuento quechua recuerda la monstruosidad de la guerra pero también de la esclavitud sugiriendo la validez de aquella para impedir ser sometido al vasallaje.[95] Es la misma intuición que se revela en el cacique Tundama cuando reconociendo el valor de la paz y la amistad decide sin embargo enfrentar a los españoles para defender la libertad de su pueblo.  [96]

En la cultura islámica y la tradición de sus pueblos se encuentra una fuente de inspiración humanitaria para la conducción de la guerra que precede en siglos la aparición del Derecho Internacional.  En el Corán, texto sagrado islámico, se encuentra la indicación tajante de que la jihad o guerra santa solo puede hacerse como acto de defensa y no como agresión; una taxativa prohibición a los seguidores de esta religión de ser los agresores[97].

Lo anteriormente expuesto es evidencia palmaria que ya en otras culturas se encuentra la preocupación humanitaria por poner límites al uso de la violencia generalizada, por definir unos rasgos o principios de lo que configura la naturaleza justa de una confrontación armada y por tanto de lo que consagra la ilegitimidad de una acción bélica.  Son fronteras morales, que ya estas culturas trazaban para justificar el por qué acudir al uso de la fuerza y un comportamiento a seguir en la conducción de las hostilidades.

En el período heróico de las culturas en el cual se exaltan las virtudes guerreras se encuentran sin embargo algunos episodios que revelan por lo menos una sensibilidad humanitaria entre los combatientes.  En la más célebre epopeya griega, La Iliada, acerca de la guerra de Troya, se narra momentos muy dicientes: Aquiles se compadece del sufrido padre Príamo quien suplica la devolución del cadáver de su hijo Héctor, muerto en combate por aquel héroe quien lo profanó, arrastrándolo e impidiendo su digno funeral.

Platón sugiere, conducirse en la guerra entre griegos por ciertos preceptos de humanidad y consideración como el de no someter a servidumbre los vencidos, respetar los muertos absteniéndose de despojarlos, no devastar los territorios, no usar la violencia contra los inocentes si no es necesaria.  Aristóteles [98] alude a la existencia de guerras justas e injustas, a propósito de la esclavitud; así mismo hará la distinción de “guerra naturalmente justa” al considerar como una particular causa de guerra (causa belli) la adquisición de bienes (aquí de personas).

Con los romanos y el latín se introducen algunos conceptos que serán referentes de una perspectiva moral y jurídica para la guerra.  Cicerón[99] aludirá a la consideración de ciertas formalidades para hacerla (bellium iustum) así como hará alusión al respeto que debe tener el Estado por las leyes de la guerra; aconseja que ésta solo se emprenda para conquistar una paz justa y que haya respeto por el adversario que no ha actuado con crueldad; este autor aludirá a las “causas justas” para hacer la guerra, tópico que posteriormente será tematizado por los medievales.  Séneca calificará de injustas las guerras de conquista y la depredación que les acompaña.  El “derecho de gentes” (ius gentium) derivará a un derecho común que evoca el ideal de la naturaleza humana, de la humanidad y de la justicia, supuestos que permitirán posteriormente convertirlo en un derecho humanitario para regular el comportamiento en los conflictos.  Hay que abonar a esta singular cultura que incluso su pax romana incluía la consideración con las poblaciones y ciudades que se rendían; esta práctica también estaba en las leyes de guerra de otros pueblos tal como se aprecia en el Deuteronomio judeo-cristiano.

En el cristianismo pacifista originario se produce un cambio significativo al pasar a ser una Iglesia que justifica la guerra.  Su conversión en religión de Estado a partir del S.IV se acompaña de un cambio de actitud frente a la guerra[100].  Ambrosio de Milán (339-397) y Agustín de Hipona marcan un hito en la tradición teológico-jurídica sobre el tema que tendría otros autores descollantes como Tomás de Aquino, Vitoria, Erasmo, De Las Casas, entre los más connotados.

 La célebre anécdota[101] que recuerda Agustín, donde Alejandro Magno es controvertido por un pirata que cuestiona la legitimidad de su poder basado en el uso predominante de la fuerza, recuerda de modo muy lúcido el gran tópico del pensamiento político acerca de la “obligación política” o también conocido como el problema de la legitimidad en este caso, del uso de la fuerza.  El poder político no se legitima por el uso de la fuerza, debe tener otras razones que la justifiquen, pero tampoco es legitimo el uso y posesión de la fuerza si no es en manos de un poder legítimo; o para ser más exactos: si no es justo tanto el uso de la fuerza como el poder que la emplea; tal conclusión puede derivarse de las consideraciones de Agustín, al fin y al cabo inquiere por los reinos donde impere “la virtud de la justicia”.

Pero las referencias explícitas de Agustín a la guerra justa parten de considerar que la guerra misma parece ser contraria a la paz; dada la convicción que todo proviene de su Dios creador y pudiendo por tanto tener tal origen, aquella adquiere el carácter de guerra justa por su naturaleza divina.  En Agustín se encuentra una versión cristiana de la jihad islámica en el sentido de que es guerra santa por lo que caracteriza como “inescrutables arcanos y sabias disposiciones de la providencia divina”[102], es decir que su santidad y legitimidad está en su propio origen; solo es justa si es hecha por los cristianos.  (Entre otras cosas ésta es una interpretación ajustada a lo contemplado en la Biblia judeo-cristiana particularmente a las guerras desatadas por el “Dios de los ejércitos”).

Si la guerra justa de origen divino es declarada por mandato de su Dios o su representante en la tierra, lo que la cubre de un manto de sacralidad, la guerra justa por mandato humano[103] requiere de unas virtudes que definen la justicia y legitimidad de la misma.  De una parte que sea un gobernante con legitimidad el que “empuña la espada”, debe hacerse para corregir los males y los malos del reino, que sea una guerra correctiva, sea un acto de defensa no de agresión, que se proceda distinto a como lo hace un “reino perverso”, que sea para vengar injurias o restituir lo robado.  Incluso Agustín justifica la rebelión contra lo que mucho más tarde Tocqueville denominará “el despotismo de las mayorías”, a objeto de quitar el poder al pueblo y los ciudadanos que se han corrompido y han sacrificado el bien público al privado[104].  En Agustín ya hay una referencia explícita a las célebres causas justas para la guerra” (iusta causa belli) y hay además la convicción de que la guerra es justa porque es para defenderse y que el fin de la guerra es buscar la paz[105] .

Tras sus tesis hay efectivamente una metafísica agustiniana de la paz y la guerra.  De su idea de la ley eterna o ley en virtud de la cual “es justo que todas las cosas estén perfectamente ordenadas”[106], del supuesto de la acción de una voluntad divina, que dirige las cosas a su fin natural, que evoca la teleología aristotélica, así como de la analogía con el organismo vivo desde la cual se aprecia el funcionamiento de la sociedad, que recuerda la influencia platónica, Agustín concluye que tal orden, tranquilidad, armonía y concordia, es lo que puede concebirse como la “paz”; una paz que en consecuencia solo será alcanzable a plenitud en su ciudad celestial, lo que identifica con el sumo bien.

 La paz terrenal es relativa; en la ciudad terrena no se logra “la paz íntegra”, aquí se altera ese estado natural y, la guerra, es decir “la adversidad y el conflicto que tienen las cosas entre sí”[107], se hace inevitable.  La guerra que califica de justa es entonces la que apunta a restaurar esa justicia entendida como funcionamiento del “orden natural”, la que se hace para contener el mal, la iniquidad y el vicio; mas sin embargo se impone el mal radical, no hay modo de modificar el orden ya determinado y de lo que se trata es de acercarse a esa “paz final” solo posible por la vía de la Iglesia, la fe y la perspectiva de la vida ultraterrena donde manda el Dios cristiano.

De esta perspectiva agustiniana pretende Hans Buchheim derivar las bases para una teoría moderna de la paz; en tal sentido afirma que la paz no es un deber moral, un valor ético que haya que realizar, sino que vendría a ser la restauración de un orden ya dado, un orden que es la “estructura que cada cosa o ser viviente posee por su propia naturaleza”[108].  Olvida el autor en mención que la escatología agustiniana se soporta sobre supuestos teleológicos y deterministas que excluyen el libre arbitrio y la intervención humana consciente, y por lo tanto excluye el principio subjetivo moderno, la responsabilidad en la construcción de su propio destino; todo está trazado por la voluntad divina, incluso las guerras son pruebas que pone aquella a la humanidad, ya está decidido a quienes tiene predestinados a salvarse por su gracia, así que aquí no hay sujetos-actores de la ciudad terrena y de las encrucijadas de paz o guerra, tal supuesto metafísico no se aviene con la existencia social donde es el ser humano quien ha convertido la paz como un valor ético para nuestro tiempo, un imperativo moral que incluso tiene efectos vinculantes al pasar a la legislación internacional que, asimismo, ha proscrito la guerra por ser un antivalor inhumano.

Pero, si bien es cierto que los supuestos de partida son problemáticos, la principal deficiencia del modelo es que, una vez dejada de lado la idea de la tranquilidad perfecta en un reeditado topos uranos –no se olvide la influencia platónica-y ubicados en la ciudad terrena es decir en el orden político, sencillamente se pisa el terreno de lo moral ya que a éste orden le es insito su contenido moral; el orden humano no posee neutralidad valorativa alguna, no es ascéptico a las exigencias éticas, todo lo contrario, revela un ethos que le caracteriza.  El orden humano recibido y el orden creado cobra sentido a partir de sus referentes prescriptivos y nociones de vida buena o correcta.  El problema del “orden” está precisamente asociado a “la realización de ciertos valores humanos superiores” que cada cultura ha construido, supuesto que Buchheim desprecia como el decisivo olvidando que en cada tiempo y cultura tal idea del orden se identifica con la existencia de lo justo o lo injusto.

La paz terrena, también en Agustín, está asociada a la realización de una concepción de justicia y esto es absolutamente valorativo; a contrario de la interpretación del autor comentado, la paz si tiene hoy criterios objetivos recogidos en el sistema internacional de los Derechos Humanos, que tienen fuerza vinculante, y en la proscripción legal de la guerra, que en esencia señalan a la paz como realización de esos valores de la Dignidad y los Derechos de las personas; es decir realización de una justicia.  Por eso la guerra aparece como una violencia o uso de la fuerza que arrasa esa concepción de vida buena contemporánea.

Aceptar la idea de “la paz como restauración de un orden” es condenar a los sujetos sociales a la conservadora tarea de poner en el mismo estado o condición las relaciones e instituciones que existían antes, el tipo de “justicia” que predominaba y, por tanto, sentenciar la vida social en general a esa fatigante y monótona fatalidad de reproducir siempre el mismo “fundamento de la existencia” social y personal que Buchheim cree por lo visto que no cambia y se renueva pero, ante todo, que no es construido, y que no avanza, a partir de encrucijadas, de contradicciones, en las que se juega el mundo de valores y opciones morales con que cuenta cada cultura y tiempo.  Una nueva versión, ésta social, del suplicio de Sísifo.

En la herencia agustiniana descuella la relación establecida entre guerra justa correctiva para acercarse a la construcción de la justicia, y su indicación de algunas condiciones y características de la misma, así como la calificación de la guerra como acción destructiva contraria a la paz, siendo ésta última una inclinación inherente del ser humano.

Tomás de Aquino expondrá de modo sistemático las tres causas belli clásicas que definen la guerra justa.  La licitud de ésta aparece dada, en primer lugar, por la legitimidad que le asista al gobernante que la declara, en segundo lugar por la existencia de una causa que justifique el desarrollo de dicha acción bélica y, además, que sea evidente la recta intención de los que deciden entrar en la contienda[109].  

Las implicaciones de estos planteamientos son múltiples.  Reitera la exigencia de que la guerra sea un asunto de Estado, en tal sentido aquella se ubica en el ámbito de las conflictivas relaciones interestatales (inter regnum) en las que además se requiere la existencia de un gobernante con la autoridad efectiva que permita movilizar la población de un territorio específico para asumir las tareas derivadas de la declaratoria de hostilidades (auctoritas principis).  Tal responsabilidad en la cabeza de quien aparece legitimado para ejercer el poder se sustenta en la condición del mismo como defensor, por excelencia, del bien común y de la sociedad (res pública) que gobierna frente a los enemigos externos. 

De otra parte, el aquinate considera que la intención sea manifiesta en defensa del bien contra el mal, sea una opción con y por los buenos y tenga por objetivo la consecución de la paz; lo mal intencionado de la acción bélica, es decir la búsqueda de otros fines distintos a lo que se concibe como la justicia, invalidan la licitud de dicha guerra.  La intención recta sugiere también la defensa de lo que es valorado como el bien público desde la perspectiva cristiana; para esa comunidad política es una necesidad vital, lo que determina la rectitud de la acción bélica, defender sus valores que le constituyen y configuran su identidad.

Pero lo que constituye el meollo de esta justificación moral del acudir al expediente de la fuerza y de las armas es la existencia de la renombrada causa justa que, en el autor en mención, se circunscribe al castigo o la reparación ante el agravio de que ha sido víctima ; por cierto, su afirmación tajante de que son justas y lícitas las guerras “en la medida en que defienden a los pobres y a toda la república contra las injurias de los enemigos”[110] provoca connotaciones que pueden conducir a una interpretación de guerra social y de conflicto armado no sólo internacional.  Pero, en el conjunto de sus referencias, su justa causa aparece originada en una causa eficiente, que obliga por necesidad, a desarrollar una guerra defensiva para conseguir la paz que significa el logro de la justicia.

A propósito, esta causa puede ser vista como una tautología[111], una dificultad que, por lo menos los medievales, no lograrían superar.  Sin embargo, más allá de las implicaciones de probabilismo que se deriva para justificar la guerra y que por tanto convierte en imprecisas las razones de la misma, lo que aporta la noción central de causa justa es precisamente la caracterización sustancial del tipo de guerra; ella es la que le da la tonalidad, la que finalmente justifica moralmente la acción bélica, es la conditio sine qua non.  Sólo un relativismo absoluto acerca de los valores de la justicia y de una noción de vida buena puede conducir a una impredecibilidad extrema de la justedad de una causa y por tanto de lo que llegare a ser una guerra justa.  Como lo recuerda Walzer, “las nociones relacionadas con una conducta justa siguen siendo notablemente persistentes”[112]; en tal sentido puede recordarse la validez de la legítima defensa de la dignidad y la vida frente a una agresión, la lucha por la sobrevivencia como cultura y como sujeto de derecho frente a la pretensión de aniquilamiento o sometimiento, la resistencia a la opresión y por la libertad, en fin; reconocer -como lo sugiere Walzer- la validez del por qué muere la gente en una confrontación violenta generalizada, así como la manera en que mueren y quienes son los que mueren en ella es reconocer la existencia de límites que caracterizan esa guerra como justa.  Tal es la razón que subyace a la exigencia de que exista una expresa causa justa como lo exponen los medievales y entre ellos Tomás de Aquino quien -por demás- tiene una gran deuda en sus tesis al respecto con otros de sus correligionarios.

La metafísica tomista continúa los supuestos cristianos que han tenido un importante desarrollo en Agustín.  La idea de orden, armonía y unidad funcional de las partes se asocia a la paz; en tal sentido su mantenimiento constituye una coherencia con la ley natural que prescribe hacer el bien y evitar el mal, para la conservación y utilidad de la vida humana.  De allí deriva su esencia justa en tanto corresponde a la recta razón o ley natural.  Pero, dada su convicción de la omnipotencia divina, entonces reconocerá en los males del mundo una prueba de su Dios para lograr lo que califica como “una mayor utilidad y belleza en el universo”[113].  La paz celestial será el logro mayor.

Así que la guerra justa tomista aparece asociada a la tarea de procurar el bien, particularmente el de la comunidad-Estado, el de la mayoría, el bien común; es para “hacer justicia y castigar al que obra mal”, como lo resalta dicho autor citando a Pablo[114].  La guerra justa es para conseguir la paz, el teólogo advertirá igualmente que hay que cumplir los pactos y el derecho de guerra, que constituye una virtud controlar “las violencias” y asegurar la paz, así como rebelarse contra los abusos de la tiranía que no cumple su misión de gobernar con justicia por el bien común, evocando la preocupación agustiniana por la legitimidad del poder al condicionar la obligación política en consideración del bien público[115].

La tradición teológico-jurídica construida sobre un cierto iusnaturalismo aportó más elementos para la consolidación de una teoría moral de la guerra justa[116].  Distinguen la guerra justa de la injusta, de la civil y de la plusquam civil, recuerdan que las que son declaradas sin causa son guerras injustas; señalan como condiciones la licitud del objetivo, de la causa y de la intención; justifican la guerra describiéndola como “un muy pequeño bien” que no debe ser un fin en sí mismo sino un medio para conseguir algún bien y debe estar conducida por una persona proba cuyo poder sea legal[117].  Se defiende la tesis de que la única causa justa es reparar una injuria recibida; denuncian la injusticia de la guerra de conquista de que han sido víctimas los amerindios; se adiciona a las causas tomistas la de la existencia de un título jurídico como sucedáneo de la justa causa y recuerdan que la guerra llega muchas veces a ser inmoral por los males que provoca[118]; consideran que la causa de la guerra debe ser algo importante y no algo banal; así como que una guerra injusta es “pecado mortal”[119].  Hugo Grocio (1583-1645) enumera cuatro causas necesarias que deben ser justas para que la guerra también lo sea: la defensa, la recuperación de bienes, la sanción y la restitución, y adiciona como criterio un cierto balance razonable de las consecuencias de la acción bélica. 
 
Con la Modernidad llega una cierta secularización de las consideraciones acerca de éste tópico.  Moro (1477-1535) afirma que es justo motivo de guerra negarle la tierra para trabajarla a quién la necesita[120]; Campanella (1568-1639) no deja de mencionar la guerra justa que emprenden hombres “animados de justificada cólera”[121]; Francis Bacon(1561-1626) escribe que “el miedo justificado” puede ser tenido como una razón justa para hacer una guerra preventiva; el jurista suizo Emer de Vatel (1714-1777) alude, como justificación para hacer uso de la fuerza, la defensa de los derechos de una nación, y precisa que una guerra defensiva no puede considerarse justa si el enemigo tiene la justicia de su parte, si su guerra ofensiva es justa; Montesquieu señala que una guerra desarrollada por un Estado para defenderse y procurar su conservación es justa, su derecho deriva de la necesidad y de su limitación a lo “estrictamente justo”[122].

Francis Lieber retomando la tradición de la “justa causa”, de modo taxativo caracteriza la guerra que no tiene esa causa justa como inmoral y como un “asesinato a gran escala”; Luigi Taparelli desde un deber de “benevolencia internacional” concibe la guerra justa como “defensa violenta del orden”, para “sostener el derecho mediante la fuerza” y como “reacción contra el desorden”, y cuyas operaciones militares deben conducirse con “moderación”[123]. 

Entrado el siglo XX, Hermann Kantorowics (1878-1929) afirmaba que la guerra de agresión estaba prohibida por un naciente derecho internacional.  Kelsen formula un cierto retorno al derecho de la guerra justa a partir de la analogía entre Derecho internacional y sistema jurídico primitivo dado la “administración autónoma de los mecanismos de coerción”; plantea que el uso de la fuerza está permitido en casos excepcionales “como reacción a una transgresión”[124] y afirma que el rechazo a la teoría de la guerra justa “niega ..la naturaleza del Derecho internacional”[125].

Desde una perspectiva comunitarista contemporanea se destaca el aporte de Waltzer con su prolijo estudio de casos relevantes histórico-concretos.  Se distancia de teorías como el realismo, el utilitarismo y la no-violencia o pacifistas para defender una prescripción puntual por una opción ética frente a diferentes encrucijadas a que conduce la guerra; es su convicción central que la guerra a veces puede justificarse moralmente y que el reconocimiento y respeto de los Derechos Humanos es lo que determina su carácter de justa o injusta.  Para Waltzer es posible que una guerra justa pueda desarrollarse injustamente y una guerra injusta pueda atenerse a las reglas, también hay guerras que “no son justas en ningún bando”; la definición de los límites acerca de qué gente muere y como muere, o cuando se ha producido una agresión, es lo que define que la guerra sea o no un crimen y es lo que justifica la guerra justa o “moralmente deseable”[126].  Para este autor en últimas las guerras que tienen justificación son aquellas emprendidas para defender “valores esenciales que están en juego”[127] como la independencia política, la libertad de la comunidad, la vida humana, y se hacen porque los demás medios diferentes a la guerra han fracasado.  El ius ad bellum y el ius in bello tienen igual valor para él cuando se trata de la definición del carácter moral de un conflicto bélico.

Desde un énfasis liberal social, John Rawls adscribe el derecho a adelantar una guerra justa en defensa propia a los Estados y pueblos “bien ordenados” (liberales y decentes), derecho extensible a “cualquier sociedad que no sea agresiva y respete los Derechos Humanos”[128].  Estos últimos, considera, restringen las justificaciones para la guerra, regulan su conducción y señalan los límites de las políticas internas de los Estados.  Pero Rawls deriva su concepción ideal de un Derecho internacional que regule los enfrentamientos bélicos de su neocontractualista teoría de la “justicia como equidad” que defiende principios como: la igualdad, autodeterminación, defensa propia, respeto de los tratados hechos para defenderse no para adelantar ataques injustificados.  Estos principios definen la causa justa para la guerra, pero también la define la exclusión de formas de violencia que son inadmisibles incluso en una guerra justa[129].  La paz justa es el objetivo de esa guerra justa y el derecho de gentes que concibe Rawls[130] es el que regula el ejercicio de ese derecho a la guerra en defensa propia para el logro de los intereses nacionales razonablemente, o sea moralmente, justificados.


En esta tradición también se inscribe el derecho de resistencia armada que encuentra en autores medievales sus antecesores.  El escolástico inglés John Salisbury consideró legítimo el tiranicidio; Junis Brutus en el texto Vyndiciae contra Tyrannis sostuvo que se justifica el derrocamiento del tirano o el tiranicidio si aquel no es un monarca legítimo sino un usurpador.  Tomás de Aquino defiende la tesis de la legitimidad de la rebelión contra el que no gobierna con justicia o abusa del poder, aunque no aprueba el tiranicidio se colige una justificación del recurso de la fuerza desde su defensa de la guerra justa.

Pero es con Locke que encuentra su exposición más coherente dicha tradición; aquel argumenta a favor del derecho a resistir para modificar un orden existente en el que se abusa del poder para fines distintos al bien común.  Se hace legítimo el derecho a resistir cuando han sido puestos en peligro los derechos naturales a la vida, la libertad y las posesiones, cuando no se respeta el consentimiento de los asociados pues nadie puede ser despojado de su facultad de decisión libre, cuando se cometen abusos y arbitrariedades por parte de quienes ejecutan las leyes, cuando los legisladores no cumplen el cometido para el cual los pactantes enajenaron su poder en ellos.  Frente a esto al pueblo o individuo le asiste la causa justa de resistir y utilizar los medios necesarios para garantizar su conservación.  El pueblo no solo tiene derecho a liberarse de la tiranía sino además a tomar las medidas para prevenirla[131]; a cualquiera que atropella el derecho de otro por la fuerza se le puede ofrecer resistencia también por la fuerza.  Para Locke, Dios y la Naturaleza legitiman su derecho a defenderse; “el hombre no tiene derecho a someterse a otro dándole libertad para acabar con él” afirma[132].

El recurso a la fuerza legítima para resistir a la opresión y la injusticia ya aparece en este autor que sienta las bases del ideario liberal.  Establece una diferencia con la rebelión, que sería una acción ilegítima y condenable contra los poderes legítimamente constituidos o contra la misión que estos deben cumplir; pero igualmente justifica la resistencia contra quien abandona sus obligaciones en el poder llevando la sociedad a la anarquía; el pueblo queda con derecho a levantarse y tratar de poner el gobierno en manos de quien pueda garantizar los objetivos para el que fue creado.

Otro contractualista como Hobbes también afirma que es nulo un pacto que incluya el no defenderse a sí mismo con la fuerza contra la fuerza; para este filósofo nadie puede “transferir o despojarse de su derecho de protegerse a sí mismo”, no puede “renunciar al derecho a resistir a quien le asalta por la fuerza para arrancarle la vida”[133]; sin embargo hay en Hobbes una desaprobación de la rebelión que constituye una inobservancia del pacto que construye el orden civil.

El eco de esta tradición se encuentra incluso en la Declaración Universal de los Derechos Humanos después de su recorrido iniciado con los autores, textos y circunstancias antes referenciados, pasando por la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadadano de la Revolución francesa que contempló el derecho a la resistencia y la insurrección[134], y siendo recogido finalmente en el preámbulo de la Declaración de 1948 que alude al “supremo recurso de la rebelión” como opción legítima cuando no son protegidos los derechos humanos por un régimen de Derecho y prevalece la tiranía y la opresión.

Ruiz Miguel y Angelo Papachinni coinciden en considerar la teoría de los Derechos Humanos como el más serio referente a tener en cuenta cuando se trata de justificar moralmente la guerra.  El primero plantea que “el intento más defendible” de justificación es el que se hace desde “los derechos y deberes de los individuos agredidos”[135]; el segundo concibe que ésta se constituye en la “opción intermedia entre el pacifismo absoluto y el realismo belicista”[136]; se trataría entonces de una guerra justa por los Derechos Humanos que -como señala Bobbio a propósito de ella- sería asimismo la opción intermedia entre “las teorías pacifistas que consideran toda guerra, en cuanto acto de violencia, ilícita, y las teorías belicistas, que consideran toda guerra, en cuanto acto de un poder soberano, lícita”[137]. 

En el contexto de las luchas contemporáneas, anticapitalistas y contra el colonialismo y el imperialismo, sus actores y líderes - Lenin, Mao, Giap, entre otros - reivindican la guerra justa, legítima o necesaria, a condición de estar dirigida al logro de la supresión del dominio de clases y por la construcción del socialismo, o que sean guerras defensivas históricamente progresivas.  Pero la concepción de aquella aparece más asociada a la tradición del derecho de resistencia, de rebelión o de insurrección popular, al uso de la violencia revolucionaria considerada como violencia justa para el logro y defensa de la libertad y la justicia o por la independencia nacional.[138] Es un uso de la fuerza que argumenta su legitimidad ya en su justa aspiración de hacer valer sus derechos conculcados o ya en su pretensión de crear un nuevo derecho favorable a su concepción de justicia o de vida buena; es la fuerza y guerra utilizadas como medio y fuente del Derecho[139].

Bobbio recuerda que esta tradición de la guerra justa se asocia a una concepción de guerra-medio y fuerza-medio para la realización del Derecho, es decir a una acepción del Derecho como “justa pretensión que se debe hacer valer”, como “derecho subjetivo”[140], por contraste con las interpretaciones de la fuerza y guerra como antítesis, objeto y fuente, con sus correspondientes acepciones del Derecho como ordenamiento jurídico, norma o regla de conducta y como justicia.  Estos contrastes aparentes -el mismo Bobbio asi lo reconoce- permitirán ilustrar posteriormente la pertinencia de la solución propuesta en el presente escrito y su mérito no solo declarativo y valorativo sino además prescriptivo ética, política y jurídicamente, en particular a propósito de la relación fuerza-guerra y Derecho.

Las reseñadas violencia legítima y guerra justa se distancian, entonces, sustancialmente de las justificaciones tradicionales de la violencia y la guerra, tal como se puede colegir de la presentación hecha; ponen como condición ineludible la demostración de la moralidad de las mismas, constituyen una insoslayable justificación moral de aquellas.  Y la introducción de este requerimiento moral se enfrenta a argumentaciones de diverso origen – iuspositivistas, naturalistas, biologicistas, fatalistas, deterministas, etc.  – que pretenden definirlas como asépticas al ámbito moral; así mismo es explícito su contraste con una moral negativa o de antivalores y, en ese sentido, asume su opción por una noción de vida buena o excelente.  Hay que reconocer aquí que subyace a ellas también una antropología positiva que hace patente su esperanza en una vida y sociedad mejor y una convivencia humana gratificante.

El signo distintivo de las mismas es su inequívoca opción por la justicia.  En cada momento esta última significó proponerse la defensa de valores sentidos para su tiempo y circunstancia, que han ido contribuyendo a la definición de un sedimento humanista y humanitario universalizante; subyace a ello la convicción de que los referentes éticos son el horizonte de sentido para la existencia humana y no los referentes impuestos por el uso de la fuerza y el predominio de los más poderosos; en tal sentido puede afirmarse que esta tradición contiene una contradicción intrínseca entre su rechazo a la razón de la fuerza y la ilusión de que la misma logre la imposición de la fuerza de la razón.  Las razones defendidas para ese uso de la violencia así lo demuestran.  A los clásicos tomistas del ius ad bellum que son ya un lugar común (la legitimidad del gobernante que la declara, la causa justa para desarrollarla, la recta intención en la contienda) se ha adicionado el respeto por el derecho en la guerra (ius in bello), el que sea un acto de defensa, el respeto por los vencidos (ius post bellum), que sea para alcanzar la paz, debe hacerse para corregir los males y procurar el bien, e incluso se incluye una consideración de las justificaciones de por qué se combate; a lo anterior se le suma un cierto balance razonable de las consecuencias a producir.  También se relativiza lo justo en dependencia de la justicia que le asista al contradictor.  Y un argumento de mucha importancia será el de la defensa de un tipo de orden ideal aceptado y construido con el consentimiento mayoritario.

Ese expediente del uso de la fuerza legítima o violencia justa se asocia con la intención y acción digerida a enfrentar un hecho violatorio de lo que es razonable o justo, cometido contra la razón y la justicia, es decir a reparar una injuria relevante socialmente.  La idea intrínseca de la existencia de la violación del derecho de los demás remitirá en términos valorativos y normativos a la relación de violencia y derecho; ésta será vista en términos de antítesis, medio, objeto o como fuente de justicia[141], pero en cualquier caso en una relación insoslayable.  A aquella tradición le acompaña la convicción de estar buscando una restauración del derecho, lo que ilva Hoyos define como “el señorío del ordenamiento jurídico en las relaciones del hombre en sociedad, propiciado por el diálogo”[142]; en tal sentido se postula implícitamente la exigencia de un derecho para la paz, en esa medida para una convivencia justa, sin violencia, que significa garantía de respeto a la dignidad de lo humano.  Para la tradición en mención se constituye en una fuente apreciable de justificación la veta iusnaturalista en contraste evidente con el realismo iuspositivista.

El Estado aparece como actor central en esta tradición, ya como sujeto responsable de la guerra justa, ya como objeto de la resistencia por parte de la sociedad; pero en cualquier caso aparece comprometido su papel como referente de la justicia.  La guerra es vista como un asunto de Estado, se ubica en el ámbito de las relaciones interestatales (inter regnum) en las que además se requiere de un gobernante con autoridad efectiva para asumir las consecuencias derivadas de las hostilidades (autoritas principis) y la defensa del bien común y la sociedad (res pública) frente a los enemigos externos.  La resistencia, de otra parte, es apreciada como una acción contra los poderes que disponen del Estado y que impiden que éste sea un garante de la justicia ya porque actúa de manera injusta o porque no cumple suficientemente su tarea de asegurar el bien común; esa resistencia se propone modificar el orden estatal existente, si no es una resistencia legitimada por sus razones y el consentimiento social, entonces es injusta.

Hay en esta tradición un vínculo innegable entre uso de la violencia y política, entre guerra y política, a esta última le es inherente y necesaria la primera; en ese sentido comparte ese hilo conductor con las demás concepciones que defienden el recurso a la fuerza como inevitable compañero de la política así sea como extrema ratio.  Pero esta tradición no niega el vínculo entre moral y política–violencia y por extensión entre moral y política–guerra, pues esa relación está cruzada por la exigencia de la justicia y en general de la reivindicación de su concepción de bien; le es consustancial concebir el vínculo entre moral y violencia y por tanto para aquella tradición no existiría una incompatibilidad de la moral con la violencia y la guerra; pero se contrapone decididamente con la defensa de estas últimas desde patrones de moralidad negativa que resultan haciendo su apología evocando un ethos heroico propio como una “forma superior de moralidad”[143], pues la condición sine qua non de moralidad que postula aquella es la justicia y los valores constitutivos de una noción social del bien.

Bobbio recuerda que “donde termina la obligación de obedecer a las leyes comienza el derecho de resistencia”[144]; efectivamente la obligación política termina donde se concluye que ya no hay legitimidad del poder para seguir ejerciendo el derecho de mando y el ejercicio de la violencia y, por tanto, ya no se reconoce como deber el obedecer a dicho poder y participar en las acciones armadas que este adelante; está en juego la licitud de dichas acciones y la legitimidad de las instituciones públicas.  Es necesario recordar que, tomando cierta distancia del autor citado, antes que no obediencia a la ley se configura el imperativo de no obediencia a la moralidad de dichas normas y a su legitimidad.

Esto también se postula para el ámbito exterior donde la guerra justa aparece como ejercicio de resistencia cuando se ha violentado la justicia que puede estar en el ius gentium, o en una ley internacional específica, pero en cualquier caso cuando se ha afectado negativamente la moralidad en las relaciones entre los Estados soberanos.

El celebre pasaje de Agustín[145] recordando cómo Alejandro Magno es controvertido por un pirata que cuestiona la legitimidad de su poder basado en la fuerza recuerda el problema de la legitimidad, en este caso del uso de la fuerza.  El poder político no se legitima por poseer la fuerza, pero tampoco este uso de la fuerza es legítimo si no es en manos de un poder legítimo, si no es justo tanto el uso de la fuerza como el poder que la emplea.

Como se ha hecho evidente, en lo anteriormente escrito, esta tendencia en la historia del pensamiento sobre la guerra y la violencia suscribe el recurso a la fuerza como acompañante ineludible de la causa de la justicia, de la defensa de los derechos y la dignidad de los pueblos y las personas.  Conocer esta larga e importante tradición permite apreciar su diferencia sustancial con las demás tesis justificantes de la violencia y la guerra, pero asimismo sus limitaciones como paradigma frente a opciones como la Noviolencia y el pacifismo, como se demostrará más adelante.

VIOLENCIA Y DERECHO

Acerca de la relación fuerza-Derecho, guerra-Derecho, el agudo pensador italiano Bobbio ha aportado consideraciones importantes.  Hay que destacar una afirmación decisiva: la existencia del arsenal nuclear es una situación radicalmente nueva que convierte la fuerza y la guerra como antítesis del Derecho u ordenamiento jurídico (evocando aquí la noción contractualista hobbesiana del “Estado de naturaleza”)[146].  Este ejemplo ilustra de modo contundente esa contraposición entre violencia y Derecho.  Pero, igualmente, los otros modos de apreciar esta relación (los de fuerza-medio, fuerza-objeto, fuerza-fuente con sus correspondientes acepciones del Derecho como derecho subjetivo, regla de conducta, o en su interpretación más amplia entendida como “justicia”, respectivamente) revelan en cualquier caso el papel contrastante del Derecho con la Violencia y su afirmación como opción frente al imperio de la fuerza.  Desde esta mirada de dicha relación se puede derivar la justificación del camino a la paz por la vía del Derecho o, de sus implicaciones, del camino a la noviolencia por la vía del Derecho. 

Sin embargo el fetichismo de la ley y el iuspositivismo no han acallado las voces ni podrán impedir la reivindicación de la prioridad del principio ético frente al principio de legalidad, o sea, de la moral frente a la norma positiva, que recuerda que no toda ley es justa ni que todo lo justo es por antonomasia legal.  Marx ya había afirmado que “el hombre no existe a causa de la ley, sino que la ley existe a causa del hombre[147] haciendo eco a Feuerbach y a afirmaciones iusnaturalistas muy antiguas.  La pretensión del “absolutismo jurídico”, o lo que degustan algunos como “el imperio de la ley”, en términos teóricos y prácticos ha demostrado sus limitaciones.  Por fortuna la conciencia y los valores compartidos, la libertad y demás aspiraciones que revelan la dignidad de lo humano no se resumen ni someten al mundo sistémico de la norma sino que la consideran su prolongación y por tanto le imponen condiciones para su existencia y su acatamiento; la legalidad no excusa per se su legitimidad moral.  Así que el Derecho no es el summum bonum. 

Las reservas frente al Derecho no significan desconocer sus logros y su significado; lo mejor de lo humano ha ido también encarnando en la norma, hay allí también un sedimento civilizatorio.  Por eso no corresponde a una valoración de lo logrado, las perspectivas críticas que lo ubican sólo o preferentemente como la continuidad de la violencia por otros medios[148], o como argumento normativo justificatorio de la dominación, o un discurso que se superpone racional y artificialmente a la vitalidad de la existencia; estas son versiones unilaterales y prejuiciadas que olvidan la construcción que también ha significado el Derecho como expresión de libertad humana concretizada. 

La existencia de la norma no resume las opciones alternativas frente a la “ley del más fuerte”.  La tradición iusnaturalista, tanto la religiosa como la secular, en particular el derecho natural racional, se acercó a la configuración de un núcleo duro de definiciones que persisten de modo influyente como crítica del imperio de la fuerza, como mirada más allá de la ley formal, como afirmación del valor de lo humano y como esperanzas de realización de vida buena, vida recta.  Sin embargo, su relación con las justificaciones de la “guerra justa” en defensa de los derechos “naturales” del individuo y de las comunidades le opusieron frente al protagonismo del positivismo jurídico asociado al Estado-potencia y las justificaciones legales del expansionismo colonialista y el nacionalismo chovinista en el siglo XIX y XX. 

Los extremos de la arbitrariedad legal, del iuspositivismo y del formalismo legal (expresado por ejemplo en la justificación legal del Totalitarismo) hizo que reapareciera en escena la exigencia de la “ley justa” o también del “derecho bueno o justo”; que significa en últimas la exigencia prioritaria de la moral sobre la norma. 

Este neoiusnaturalismo ya no reivindica las clásicas apelaciones a “verdades eternas” que rigen el mundo, a una ley inmutable, razón de la naturaleza, sino a la esencia del mismo, que presupone un razonamiento justo (recta ratio) que es común y que prevalece si entra en conflicto frente al Derecho positivo; éste último, en esta circunstancia, no es considerado una norma positiva verdadera; hay una implícita reserva frente al carácter conservador de la ley positiva[149].  Pero en cualquier caso continúa apelándose a otro tribunal, a valores superiores, no se supedita quedando dependiente del Derecho positivo, y esto es lo que constituye una de sus principales fortalezas.  Es lo que precisamente olvidan algunos críticos ilustres como Bobbio, Habermas y Ferrajoli que coinciden en considerar que el derecho natural racional ha llegado a su fin, que está en crisis o, sencillamente, que ha sido superado, no sólo por su asociación con la “guerra justa” que estaría en barrena, olvidando lo esencial del aporte hecho desde dicha concepción. 

Otra fortaleza ha sido la solución dada a la disyuntiva entre una ley natural inmutable o una ley mutable con un contenido que cambia con el tiempo y las circunstancias pero –como lo recuerda Friedrich- siempre “orientado hacia ese concepto de Derecho que exige que la ley sea justa”[150].  La tendencia que prevalece es esta última.  Pero esta decisión involucra otras consecuencias.  ¿La definición del cambio quién la determina: el Estado, las ciencias sociales, la conciencia colectiva?

Esta discusión tenía sus visos en conspicuos antecesores: Cicerón había escrito que “en cada cosa el consenso de todos los pueblos debe considerarse ley de naturaleza...  es la voz de la naturaleza”, Grocio había afirmado que el derecho natural se confirma a priori apoyado en la consideración de “la naturaleza de las cosas” o a posteriori basado en “el estudio de las costumbres y de las leyes de los diferentes pueblos”.  Otros autores también habían aludido a este asunto[151].  A lo que se asiste contemporáneamente es a encontrar esa norma de justicia, insoslayable para la norma jurídica positiva, en un consenso que se ha ido construyendo alrededor de valores superiores compartidos como lo es la defensa de la Dignidad Humana y los Derechos Fundamentales; desde esta “convención” se ha definido una titularidad de derechos para los seres humanos adscribiéndoselos por “naturaleza”, o por “estar inscritos en la naturaleza humana”.  Leonard Nelson desarrolla la idea de una ley formal de la naturaleza orientada hacia “el ideal de la Dignidad Humana” pues de ella deriva la existencia de “derechos inalienables”[152].  Gustav Radbruch, celebre jurista y político, afirma que la idea del Derecho debe comprender en primer lugar la justicia y después la seguridad jurídica y finalmente la finalidad o utilidad, afirmando que “la igualdad entre todos los hombres, por la común dignidad de seres humanos” es inherente a la idea de justicia; asimismo señala que además de esas valoraciones morales hay otros límites más objetivos como, lo que denomina, la “naturaleza de la cosa” (la vida social, el conjunto de relaciones, usos, costumbres, tradiciones) que tiene que ser atendida por el Derecho[153].  Es desde este nuevo derecho natural (reconociendo una “naturaleza humana” como depositaria y destinataria del mismo) que se evalúa el Derecho positivo, del que no se queda preso por más moralidad encarnada en éste, y es desde allí que la contraposición es absoluta con la violencia y la guerra, con la “ley del más fuerte”, por violar precisamente esos valores superiores que constituyen a aquel.  La Declaración Universal de los Derechos Humanos p.e.  es un documento declarativo pero, como ningún otro, tiene efectos vinculantes para el Derecho y el Poder político. 

Un nuevo derecho natural como éste perfectamente suscribe antiguos postulados como el de que la fuerza no es derecho[154], la vida recta es el contenido concreto del derecho natural por lo tanto del orden jurídico y político, la justicia es la norma para la ley positiva, la Humanidad es una comunidad de iguales, la ley es razonamiento justo, la veracidad y el cumplimiento de otros deberes son práctica de virtud, el derecho de resistencia contra la ley injusta pues no puede ésta contener una obligación inherente, y otros postulados que delinean un buen ordenamiento para la convivencia de donde se excluye la violencia intencional, el que no precisamente es factible de elección hasta para “un pueblo de demonios” y menos “un Estado de ángeles,[155] pues tiene en los seres humanos su sujeto concreto, redimensionado por los procesos de planetarización o mundialización. 

Habermas concibe que la autonomización de lo jurídico que permite la legitimación de su producción, del Derecho y del poder político, ha llevado a que el Derecho natural racional esté superado, sin que eso signifique que lo jurídico no mantenga una relación complementaria con la Moral y la Política.  Su modelo para la convivencia y la exclusión de la violencia se caracteriza porque concibe que la legitimidad de dicho Estado de Derecho se encuentra en una racionalidad moral de la norma “que garantice la imparcialidad de los procedimientos legislativos y judiciales”[156].  Pero su supuesto, del paso de una moralidad suprapositiva normativa a una de naturaleza procedimental, no logra dar cuenta de por qué ya esa moralidad de la norma jurídica obtiene un contenido de valores superiores que la hace sustantiva y comprometida con un referente moral previo; por eso es que no puede suprimir la idea de una moral que “emigra al interior del derecho positivo, pero sin agotarse en derecho positivo”[157], por lo cual es suprapositiva, así no lo reconozca.  Su crítica al Derecho natural racional no desvirtúa el neoiusnaturalismo con su exigencia de atender la norma de justicia de la Dignidad Humana y otros valores superiores sin que ésta quede reducida al Derecho positivo, por más moralidad que contenga. 

Ferrajoli, ejemplar militante de la paz, recuerda la crítica a la justificación de la “guerra justa” desde el derecho natural considerando que ésta y otras entraron en crisis “en el plano del Derecho con la exclusión de la guerra de la carta de la ONU, precisamente porque se revelaron inaceptables, en el plano de la justicia”[158], provocado ello por la aparición de la “guerra de aniquilamiento” dados los “potentísimos medios destructivos”, que no admite hoy “justificaciones morales y políticas”.  Este avezado jurista reduce los contenidos iusnaturalistas a sus componentes antiguos y, para el caso de la guerra, da por cerrada las posibilidades normativas desde la moral por un acto jurídico.  Su latente iuspositivismo olvida que ese logro jurídico solo fue posible por los referentes morales que crearon la conciencia internacional de repudio a la guerra y que continúan gravitando para justificar la norma positiva, pero ante todo olvida que a la “guerra justa” no se reduce el contenido del derecho natural y que, sus fundamentos centrales hoy, protegen los preceptos más caros a la conciencia humana convertidos por el neoiusnaturalismo en valores superiores contrapuestos a la violencia y la guerra consideradas como males absolutos, como antípodas de la “condición de humanidad”.  Esta última afirmación, que Ferrajoli suscribe, sólo puede derivarse de una causa moral como la defensa de la concepción de los derechos inalienables adscritos a la persona humana los que serían violentados por las guerras destructivas a que alude el jurista; es un acto de hipervaloración de la norma positiva y de desconocimiento de la prevalencia de la moral expresada en la norma positiva a realizar, tal como lo defiende el iusnaturaliamo, lo que se evidencia en la afirmación del jurista, reseñada antes. 

La concepción de la Dignidad Humana y de los Derechos Humanos, soportada en la convicción -que tiene un punto de llegada de su historia de construcción y un punto de partida desde su aprobación- que revela la Declaración Universal de los Derechos Humanos y todo el sistema jurídico internacional de los Derechos Humanos derivado de aquella, es una fuente contemporánea no sólo de valores superiores con una dimensión normativa enriquecida con la resignificación de lo humano, de la “naturaleza humana”, sino, además, es un sistema de valores para nuestro tiempo que ha encarnado positivizándose en un significativo Derecho Internacional de los Derechos Humanos y, es asimismo, un referente obligante para el poder político a todo nivel.  La violencia y la guerra encuentran su contraposición plena en aquella concepción, son su antípoda, son la negación de lo que se concibe como lo mejor de la condición humana expresado en esa idea regulativa de la Dignidad y de los derechos adscritos “por naturaleza” a la persona humana.  Hoy el Estado de Derecho es el Estado de la Dignidad y los Derechos Humanos, de lo contrario, es el Estado de Violencia, es la permanencia en una condición indigna de lo humano.  En tal sentido se orienta la construcción del Estado democrático y social de Derecho y otras experiencias a justipreciar, así como los reclamos de reconocimiento a la diversidad de culturas y de transformación de las condiciones injustas que la herencia de discriminación y dominación ha dejado como saldo indigno a la Humanidad, a los individuos y los pueblos.

El poder que crea el Derecho positivo se configura en los límites definidos por el razonamiento justo, por unos contenidos superiores que determinan que sea un poder bueno y justo; por eso se presenta como anacrónica la distinción por excelencia que se hace del Estado moderno como detentador del “monopolio de la violencia”; a aquel lo que le es ínsito es su constitución como sujeto de derecho, referente y responsable de la garantía, preservación, protección y desarrollo de los derechos “naturales”; el estado y la condición de violencia y guerra es propio de una “condición bestial”, inhumana.  La “razón de Estado” ya no reside en sí misma, la “primacía de la política” es superada por la “primacía del derecho natural racional” actual o lo que es lo mismo por el reconocimiento prevalente de la Dignidad Humana y la titularidad de sus derechos naturales.  Se trata entonces de un “orden justo” no de cualquier “orden”. 

Por extensión, el Derecho justo no aparece como originado en la violencia, es una contradicción en los términos, pues la justicia no tiene ni puede tener lógicamente como fuente la injusticia, es un contrasentido; además porque lesionar ese Derecho justo significa, en palabras de Ilva Hoyos “conculcar un derecho determinado y concreto.  Es intervenir de manera ilegítima con el goce y disfrute de un bien que a otros les es debido”[159].

Todo el anterior arsenal de argumentaciones acerca de la violencia y la guerra ha puesto en evidencia la existencia de un panorama muy amplio y extenso de concepciones y perspectivas sobre las mismas, frente a las cuales adquiere mucho más valor y actualidad pensar y proponer modelos de interpretación alternativos, que en cualquier caso, apunten a fundamentar pensamiento y acción favorables al respeto de la dignidad y los derechos de las personas y los pueblos.  Los siguientes capítulos de este escrito están animados por ese espíritu.  Su intención normativa y evidentemente contrafáctica espera defender la convicción de que el horizonte de la Noviolencia y la paz se constituye en un paradigma ético-político indispensable para la convivencia sobre la base del respeto a la dignidad humana y a las condiciones favorables para su existencia.  Tal fundamentación que recoge una larga tradición y espera fortalecerla con nuevos elementos alberga posibilidades reconstructivas de la historia y las reflexiones sobre la Violencia y la Guerra que se han elaborado hasta ahora.

El siguiente capítulo, donde se expone un modelo regulativo, reespecifica conceptos centrales, en un esfuerzo por permear el significado tradicional de estos y actualizarlos desde la concepción de la Dignidad y los Derechos Humanos, para lo cual se aportan nuevas definiciones estipulativas.  En el capítulo final se hará énfasis en la historia y tesis más decisivas de la Noviolencia y el pacifismo para mostrar su pertinencia y necesidad. 

II.  UN MODELO REGULATIVO

A continuación se expone los presupuestos de lo que fundamenta una nueva perspectiva de la Noviolencia y la paz.  Las denominadas “condición bestial” y “condición de humanidad” expresan la contraposición central, que se defiende en este escrito, entre Dignidad y Violencia.  Si bien estos dos últimos conceptos son de aceptación corriente se hará una reespecificación de los mismos como aporte a la elaboración de unas definiciones más pertinentes en su contenido que las que se encuentran al uso; la guerra se entiende aquí como una de las expresiones más connotadas de la violencia. 

LA “DIGNIDAD” HUMANA

A partir de una cierta concepción de lo humano se ha convertido en lugar común la idea de su “dignidad” intrínseca.  Es parte central de ese sedimento de la cultura – mundo, con pretensión universalizable, y pivote por excelencia de las nociones seculares de vida buena y justa.  Su realización se asocia a la garantía de los derechos humanos.

Antecedentes de esta idea de la dignidad se encuentran en aquellas nociones de la igualdad de los seres humanos; con ellas va perfilándose un aprecio, un reconocimiento singular del valor de lo humano que, por el hecho de serlo, aparece como destinatario, como merecedor, de consideración especial, por lo menos frente a los demás seres de la naturaleza.  Los estoicos afirmaron que “todos los hombres viven bajo el mismo derecho de la naturaleza en la patria común del universo”[160], sus epígonos romanos hablarán de la humanitas[161]; el cristianismo alentará la idea de la hermandad de los seres humanos por ser hijos del mismo Dios[162] y los medievales aludirán a la dignidad humana en dependencia de la prioridad del problema religioso; el budismo y su postulado de verdad – compasión – tolerancia tendrá como búsqueda constante, entre otras cosas, el beneficio de todos los seres humanos[163]; en otros marcos religioso–éticos será también evidente una preocupación por lo humano, su realización y perfección.

Como un hito en la construcción de la idea de la dignidad se constituyen De Hominis Dignitate de Pico Della Mirandola en Italia y el “Diálogo de la Dignidad del Hombre” de Fernán Pérez de Oliva en España, contemporáneos de las reflexiones de los “humanistas” renacentistas de los siglos XIV a XVI.  El iusnaturalismo racionalista aportará la concepción de los derechos naturales del individuo.  Las revoluciones modernas con sus declaraciones de derechos consagrarán con fuerza vinculante la dignidad humana expresada en el reconocimiento del valor de los humanos como seres iguales y libres y portadores de derechos.  Las diversas generaciones de derechos reconocidos tras reclamos y luchas e incluso tragedias como la II Guerra Mundial permitieron afianzar la idea de una dignidad intrínseca de lo humano y resignificar una concepción integral de los derechos como garantía de aquella.  Desde este presupuesto es que puede compartirse la acepción común de que la dignidad humana es una idea “moderna”.

El paradigma de la dignidad recoge hasta ahora una perspectiva de lo humano que lo valora como un ser con voluntad libre y con capacidad de autonomía, con una razón e inteligencia consustanciales, como un ser sensible y con sentimientos, y con una corporeidad que revela la necesidad de sus sentidos e incluso aspiraciones, pero así mismo, como un ser que vive en sociedad lo que le configura responsabilidades y horizontes para su vida.[164] Estos tópicos han sido tratados y aportados por diversos pensadores que han contribuido a fundamentar la idea de la dignidad y los derechos humanos.

 Kant encuentra en la autonomía de la voluntad el fundamento de la dignidad humana; esta dignidad o valor interior absoluto e incondicionado deviene de ser un fin en sí mismo como ser racional que “no obedece a ninguna otra ley que a la que da a la vez él mismo[165] al decir del filósofo, para quien un “fin en sí mismo” es aquel ser moral “miembro legislador en el reino de los fines” que se somete él mismo a esa legislación universal[166] o sea el sujeto moral que atiende a la ley inscrita en su razón.  Hegel aporta la dimensión del reconocimiento del otro y la vida en común como constitutivos de la dignidad de la persona humana y su exigencia de respeto y libertad.

A esta perspectiva de comprensión de lo humano es a lo que, desde la idea de la dignidad, se pretende responder para buscar protección y salvaguardas que garanticen su respeto, su bienestar, convivencia y desarrollo.  Los logros provisionales que dan piso real a dicha idea se expresan en la dimensión ética, jurídica y política inherente al sistema internacional de los Derechos Humanos.  Estos pueden considerarse como bienes primarios de vital importancia que se constituyen en las condiciones no solo necesarias, sino suficientes que concretan, en cada época y cultura, una existencia digna para todo ser humano[167].  Son un logro histórico que, por tanto, se resignifican y por tanto resignificarán la concepción de la dignidad y de lo humano.  Es un nuevo “humanismo”.  Es una explícita aceptación de la primacía ontológica y axiológica del ser humano; es el reconocimiento de su valor especial como un ser cualitativamente distinto y estimablemente superior respecto a los demás seres de la naturaleza, con los cuales requiere tener una relación armoniosa que garantice las condiciones de posibilidad real para su existencia y la vida en general; pero a la vez, y sin que se confiese en voz alta, es una apuesta, una fe, en lo mejor de lo humano, de ahí precisamente su necesario lugar prescriptivo y normativo. 

El respeto a la dignidad humana exige como corolario el reconocimiento del derecho a la diversidad, a la diferencia.  La igualdad como seres libres se complementa con la valoración de la particularidad por la pertenencia a identidades con las que nutren el propio sentido de su existencia.  De la reducción de lo humano a entidades simples autoexplicables, autosuficientes y con su concepción particular de lo bueno se viene pasando a la noción de un individuo que requiere de los otros para ser completo y desarrollar sus capacidades[168], y a la aceptación de que también existen identidades colectivas que tienen su propio valor, sus necesidades y aspiraciones y su noción de bien común y por tanto son sujetos de derecho y de deberes; entidades sociales en las que los individuos se realizan considerándolas su espacio vital compartido[169].  Para Taylor, esta preocupación por la identidad, la autenticidad, la originalidad, la dialogicidad que los hace posibles, significó un “enorme giro subjetivo” en la cultura moderna[170].  Desde perspectivas como el multiculturalismo y el comunitarismo, especialmente, se ha venido argumentando en defensa del valor de las identidades colectivas en la constitución moral de las personas y del valor de los derechos colectivos que restringen los absolutos derechos adscritos al individuo; pero, en el ambiente de estas discusiones sobre el derecho a la diferencia, se han convertido ya en derecho positivo exigencias de respeto a los bienes culturales, las “minorías” étnicas, la mujer, y a otros grupos, expresado en pactos y convenciones internacionales, y en la aceptación de la identidad como un indicador del desarrollo humano.

Este saldo histórico favorable que constituye el sedimento moral de los valores de nuestro tiempo constituye una evidente contraposición teórica y práctica, con la teoría y práctica de la violencia.  Esto fue una afortunada intuición, y también ha merecido reflexiones puntuales, de autores diversos incluyendo los clásicos, que ha abierto una rica veta para la interpretación de los problemas ético-políticos.  Se admite, básicamente, que la violencia produce sufrimiento, provoca daño y dolor humano, y afecta algún derecho cuya carencia hace precaria la existencia, que con ella no es posible una convivencia justa, gratificante y satisfactoria, no es posible una vida digna; la violencia sería la negación por excelencia de la dignidad humana, involucraría su desprecio e irrespeto del valor del ser humano.  El grado de violencia haría evidente el grado de logro favorable o no de la dignidad.  Esta última, concebida como el prisma por el cual ver los conflictos permitiría determinar y cuestionar los hechos violentos que afectan física, moral y psicológicamente la integridad de los seres humanos e impiden la realización de sus potencialidades[171].

El anterior acercamiento a una definición de la dignidad humana y su relación intrínseca con la concepción de los derechos, en el marco de una manera de comprender lo humano permite defender la validez y pertinencia de su contraste con la violencia, contraposición que tendrá desarrollos posteriores dada su particular importancia, pero así mismo exige una definición más acabada del concepto de violencia; tal tarea será abordada a continuación.

VIOLENCIA Y GUERRA

Hay “violencias”: la de la Naturaleza física es un factum que acompaña nuestra frágil condición, a la cual estamos expuestos y de la cual tratamos de protegernos o de librarnos; aquí, a propósito, sigue gravitando la célebre afirmación de Bacon de que a la Naturaleza se le domina pero obedeciéndola[172]; el joven Marx ya había recordado que el ser humano es una prolongación de aquella con la que debe mantenerse en relación continua para no perecer.[173]
 
Incluso las “violencias” humanas no son del mismo talante.  No tiene las mismas consecuencias y connotaciones una violencia accidental o “accidente destructivo”, o el uso protector de la fuerza para impedir un daño por algún incidente fortuito[174], ni las acciones correctivas fraternas del comportamiento de un@ hij@ que involucran una dosis predominante de la fuerza así sea mínima; no las tiene aquella violencia que es ejercida en condiciones de anormalidad psicopatológica, e incluso tampoco las tiene cualquier violencia intencional (piensese p.e.  en algunos deportes).  La que repugna a la conciencia y los valores civilizados es aquella violencia proactiva dirigida consciente e intencionalmente como agresión contra otr@(s), hecha como fin en sí misma o como medio, como violencia expresiva o como violencia instrumental que afecta la dignidad y los derechos de las personas.  Si la práctica de aquella es violencia reactiva como respuesta de defensa a la agresión, así se atenúe su valoración negativa, en sí y por si misma tiene relevancia social y no escapa al rechazo social, a la “repugnancia moral”[175] por el hecho mismo del sufrimiento que provoca[176].

Esa Violencia intencional o uso intencional de la fuerza es una acción impuesta contra quién es considerad@ su enemig@, para someterle a la voluntad del agresor y modificarle o alterarle física, psicológica o moralmente provocándole daño y sufrimiento, afectándole su dignidad y sus derechos.  No necesariamente es colectiva, organizada. 

Los contenidos de la definición reconocen varios momentos: el momento material, como la capacidad o causa capaz de modificar el estado de reposo o de movimiento de algo; el de la acción, como proceso para hacer; el de la imposición, como irrespeto a la libre voluntad del otro; el de la confrontación, caracterizando al adversario como enemigo; el de la pretensión de dominio, para someterle a su voluntad (aquí por cierto se recuerda a Clausewitz)[177]; el de la agresión, como acto para provocar daño; el de la afectación obligada del otro, como alteración de su condición actual física, psicológica o moral; el de la consecuencia inmanente del acto violento, como fuente de sufrimiento; el de ser una acción inhumana, como violatorio de la dignidad y los derechos.  No se reduce la violencia a lo que queda incluido como tal por un lenguaje determinador, independiente de las acciones mismas[178], pues lo humano no se limita a su expresión lingüística codificada.

Una expresión generalizada e intensa de la violencia, un conflicto violento generalizado, la guerra, ha sido también indiscriminada, irregular[179], parcial, local, cotidiana, individual o grupal; la guerra como violencia concentrada evoca el uso reiterado de la fuerza con los máximos recursos posibles, desarrollada incluso por personas particulares no solo por los Estados; no es exclusiva de unidades políticas organizadas.  La guerra implica el desarrollo de una acción destructiva que puede ser a gran escala; mientras sólo sea declarativa hay aún paz[180].  La guerra como arte (sic) de destrucción tiene su lógica propia donde se es derrotado o se vence, pero en cualquier caso donde ambos bandos pierden vidas y recursos; ella es el más rudo campo de aplicación de la “ley del más fuerte”; ha sido alabada durante siglos -lo recuerda Rhadakrishnan- como un esfuerzo para “matarse los unos a los otros”[181]. 

En tal sentido la guerra puede definirse como una acción violenta generalizada, reiterada y destructiva para someter a la voluntad del agresor a quien es considerad@ su enemig@, afectándole gravemente física, psicológica o moralmente menoscabando su dignidad y sus derechos[182].  En tal definición hay un eco de la consabida expresión de Clausewitz de que la guerra es un acto de fuerza para obligar al adversario al cumplimiento de su voluntad[183], pero hay una resignificación de los actores y de las consecuencias inmorales de dicha acción de fuerza.  También es agresión proactiva o reactiva y como toda agresión se constituye en una acción dirigida a causar daño al otro.

La violencia de “las nuevas guerras” modernas, dados los medios militares de destrucción utilizados hace víctima a las poblaciones civiles, convirtiéndose en “una sanción infligida a inocentes”, se ha hecho “desproporcionada”, ha destruido infraestructuras que condenan a miles de personas a privaciones de derechos básicos y, particularmente, ha desbordado “todos los limites naturales a sus capacidades destructivas”[184], tal como lo recuerda Luigi Ferrajoli. 

La sugerencia de Bobbio de que los conceptos de fuerza y violencia pueden usarse con la misma acepción, que la fuerza es “… la violencia cambiada de nombre pero no de esencia”[185] permite su definición más cercana a la historia misma del concepto a la vez que a una definición que evita equívocos.  Estudios del idioma dan cuenta de cómo el vocablo latino fortia sustituyó a vis “en todos los romances de Occidente”; el primitivo vis significa fuerza, poder, violencia[186].  Las propuestas estipulativas que asignan sentidos diferentes a la violencia y la fuerza parten de una diferenciación lábil y discutible entre lo que puede calificarse como “los límites permitidos y aceptables” y la “extralimitación innecesaria, inútil y perjudicial”, entre lo “normal y lo anormal”, lo “mesurado y desmesurado”, dado que además no puede darse límites precisos en la proporcionalidad o desproporción del sufrimiento provocado. 

 Alrededor de la violencia y la guerra se han producido reflexiones, por lo general justificatorias de las mismas, desde perspectivas que pueden calificarse de “naturalistas” o “biologicistas” que tienen como tópico central la agresión y el instinto.  Acerca de estas se ha hecho una referencia puntual en el contexto de una crítica general de la Violencia como componente ineludible de una formulación alternativa de una nueva Noviolencia. 

Si bien es incontrastable la realidad de lo que significa la violencia y la guerra , ellas a la luz de los nuevos referentes éticos contemporáneos se evidencian como violatorias de preciados logros civilizatorios: el derecho a la vida, las libertades, la integridad personal, el libre desarrollo de la personalidad, la salud, un ambiente sano, la igualdad, la justicia, la solidaridad, en fin, significa la antítesis de los referentes paradigmáticos comunes de vida buena que se han ido labrando y que constituyen ese saldo favorable y positivo, declarativo pero también vinculante, para garantizar el respeto a la Dignidad Humana, lo que solo es posible en el contexto de relaciones pacíficas y noviolentas.  Si la paz aparece como el “derecho síntesis”[187], la violencia y la guerra aparecen como su antítesis al violar inevitablemente los Derechos Humanos. 

El anterior esfuerzo por precisar el significado de la violencia y la guerra mostrando su consustancial papel en las agresiones contra la vida digna de las personas permite acreditar el interés y la conveniencia de la formulación de la “condición bestial” y la “condición de humanidad” que constituyen las columnas conceptuales sobre las que se erige un modelo de fundamentación, a lo que se procederá en el siguiente apartado.

LA “CONDICION BESTIAL” O “ESTADO SALVAJE”

Muchos autores de esta historia del pensamiento sobre la violencia y la guerra han aludido a lo que algunos asocian, o a lo que han denominado como “condición bestial”, que pondría en evidencia una situación primaria, inculta, incivilizada, degradada, pero incluso fundante de lo social porque el peligro y la precariedad de la relación con los demás -donde corre riesgo la misma autoconservación de la vida humana- es acicate para la construcción del orden legal y moral.

Acerca de esta relación entre guerra y condición bestial ya Aristóteles se había pronunciado de modo anticipatorio; para el estagirita “solo respiraría guerra” y sería como un “ave de rapiña”, aquel que resultara incapaz de vivir en sociedad; sin leyes, sin justicia, sin virtud devendría en “el último de los animales”, en “el ser más perverso y más feroz”; “nada hay más monstruoso que la injusticia armada” afirma el célebre filósofo griego[188].  Cicerón también había señalado que el uso de la fuerza es lo propio de los animales y el diálogo del ser humano[189]. 

Esta asociación de la violencia y la guerra a un “estado bestial” como lo denominan varios autores es prácticamente un lugar común en las múltiples caracterizaciones y valoraciones de la situación generada por el empleo de aquellas.  Maquiavelo, cuyo dispositivo teórico-metodológico difiere sustancialmente de otros autores, recordó que el combatir con la fuerza es propio de los animales así los humanos hagamos uso de ella.[190]

Tomás de Aquino lo intuyó en tal sentido cuando consideró que se degrada “al nivel de la bestia” aquel hombre que “se aparta del orden de la razón y por tanto de su propia dignidad humana” quedando sometido a “la esclavitud de proceder como los animales”.  Para el aquinate tal condición bestial es un contrasentido dado que “el hombre es libre y existe por sí mismo”; claro está, que para este autor, tal esclavitud y condición bestial aparecen asociadas a la idea del “pecado”[191].  Erasmo consideró que la guerra está hecha para las bestias abogando por la paz y la tolerancia[192]. 

Hobbes también involucra su definición de “estado bestial” o “condición bestial” en su dispositivo contractualista y, como todo contractualista, presupone un “estado de naturaleza” en el que la violencia y la guerra es su esencia.  En su obra Leviatán caracteriza como “estado bestial” una hipotética situación que puede que no haya existido en realidad pero que en cualquier caso anuncia lo que sería el género de vida si los hombres no tuvieran un poder común que los atemorice y al cual deban obedecer pero que les daría su protección frente al peligro existente de muerte violenta; en ella el hombre es un lobo para el hombre y vive en una guerra de todos contra todos dado que se perciben como rivales en una lucha permanente por satisfacer sus deseos y ansias de poder para garantizar su autoconservación presente y futura[193].

Para Locke quienes viven en el estado de guerra, los que “no tienen otra regla que la guerra”[194], son hombres a los que se les puede tratar como “bestias” pues así se comportan, ya en estado de naturaleza ya en sociedad, donde en cualquier caso ponen en peligro la libertad de los demás. 

Para Kant dicha “condición bestial” aparece fundamentalmente vinculada a una situación de guerra, de inseguridad general y de inexistencia del estado civil legal.  El imperio del estado de derecho es la antípoda del estado de violencia, de la barbarie, de una situación anárquica; esta condición última “donde cada cual afirma su derecho por la fuerza”[195] es incluso fundante del estado legal cuya coacción y función moralizante permite el desarrollo del derecho público y la defensa de la vida en sociedad; para Kant esa distinción de la situación bestial es inherente a la “maldad de la humana naturaleza” siendo contenida solo por la coacción legal del gobierno, por el estado civil y político [196]; la guerra es “ un medio, por desgracia, necesario en el estado de naturaleza”[197]; pero a pesar de que esa condición parece “injertada en la naturaleza humana[198]” al decir de Kant, éste reconoce que la Razón moral impone como deber estricto la paz lo que significa la prevalencia del estado civil.

Los anteriores autores mencionados abordan de manera explícita el uso de esa categoría de “condición bestial”; muchos otros asumen los contenidos de esa perspectiva de análisis pero no la definen de esa manera, aquí estarían todos los que suscriben el recurso al uso de la fuerza y las tesis justificadoras de la violencia y la guerra, incluyendo la violencia justa, acerca de las cuales se ha aludido en otro momento.  Una particular versión será la del jurista Carl Schmitt quien, invirtiendo los términos del problema, y sobre la base de considerar que la guerra “procede de la enemistad”[199], justificará la misma si su sentido es hacerla contra un “enemigo real”, y por tanto la inhumanidad de la guerra devendrá de negar al enemigo “la calidad de hombres” cuando se apela a la humanidad para hacer la guerra en su nombre o al proscribirse la misma como reaccionaria y criminal posibilitando las acciones que “no están ya en condiciones de distinguir entre enemigo y criminal”[200].  La “ humanidad – bestialidad ” de Schmitt es una sentencia despectiva que oculta su desconocimiento del Derecho y la moral humanista y humanitaria, para justificar la guerra a nombre del realismo.[201]

La asociación de la “condición bestial” a ese estado en que la violencia y la guerra son sus protagonistas más notables tiene la fortaleza de sugerir una diferenciación significativa entre lo humano y lo bestial, entre lo civilizatorio y lo instintivo animal.  La relación menesterosa del ser humano con el resto de la naturaleza inmediata no tiene la misma acepción de una condición bestial, aquella nos descubre nuestra realidad física y biológica - en tal sentido sería pertinente su definición como el “animal humano”-, pero lo bestial pone en evidencia una manera de comportarnos y relacionarnos.  Asimismo dicha categoría sí establece una distinción necesaria con la clásica definición de “estado de naturaleza” a la que unieron su leitmotiv los autores contractualistas, no solo por consideración con la naturaleza y por justicia con los animales si es que en ellos se piensa cuando se habla de naturaleza, sino además porque dicha calificación de “condición bestial” no aparece asociada a ficción contractual alguna y tiene la virtud de calificar de manera más adecuada un momento específico de la animalidad, el de la solución de una diferencia por la vía de la fuerza imponiéndose la “ley del más fuerte”. 

Esta “condición bestial” recuerda que las bestias en el momento de dirimir una situación no tienen posibilidad de hacer uso de razones para encontrar una solución en justicia, que no conduzca por el camino del extrañamiento de uno u otro o del dolor y el sufrimiento, sino que hacen uso de la fuerza instintiva para decidirla; pero ésta no es la condición determinante para el ser humano, no es su rasgo específico.  Esto no se desprende necesariamente de la “condición humana”, no es un resultante obligado e inexorable del modo de ser humano, hay otras posibilidades, no existe en tal sentido un determinismo natural; el ser humano puede decir con Epicuro que “es una desgracia tener que vivir en la necesidad mas no es necesario vivir en la necesidad”[202].  La “condición bestial” se erige sobre el sacrificio de la concepción más generosa a que ha llegado el ser humano sobre sí mismo como un ser cualitativamente distinto y estimablemente superior. 

Ese “estado bestial” no es la distinción inequívoca de su existencia ni se espera que sea su condición de existencia como un ser con dignidad pues la ley del más fuerte, la violencia y la guerra, son su contrario, la “condición bestial” es la antípoda de la “condición de humanidad”; salir de esa condición bestial hacia reestablecer un estado propio de lo humano se impone porque en éste es donde se puede realizar su humanidad; mantenerse en ese estado bestial es degradarse y poner en peligro su sobrevivencia como un ser con dignidad la que queda reducida al mínimo con el peligro de desaparecer.

Esa “condición bestial” se proyecta en el horizonte ético, para definir los comportamientos en relación con los demás.  Pero si la misma constituye la negación de un ser caracterizado por su dignidad entonces aquella condición se resignifica como una dimensión ontológica y por tanto en una negación óntica de un ser valorado como cualitativamente distinto y estimablemente superior; asistimos a un modo de ser.  Si el humano constituye el ser y nombra el ser - pues tiene conciencia y lenguaje – al ejercer la violencia y la guerra establece un modo de ser, pero este es la negación de su ser-otro y, en esa “condición bestial” lo único que encuentra es su identidad con lo demás de la naturaleza y del mundo animal que tiene como signo distintivo la “ley del más fuerte” para relacionarse, identidad que es a la vez su diferencia y negación de sí mismo como ser digno.

La condición, estado o situación bestial cada día más en la cultura del mundo contemporáneo se percibe como un momento contrario a las posibilidades de vida humana, que no dispone para la humanidad, no facilita la realización de lo humano.  A pesar de todas las evidencias empíricas, los valores de la cultura contemporánea ya no incluyen el uso de la fuerza como signos distintivos de una ética de lo humano, como un modo de ser humano; en tal sentido la noviolencia, la paz, lo que podría denominarse una “condición de humanidad” se ha ido convirtiendo en un referente normativo y contrafáctico, en el sentido de una idea regulativa que ha ido forjando el imaginario y los sistemas morales de las culturas en el mundo actual.  Ya pasaron los tiempos heroicos en los que el honor guerrero, la valentía y las destrezas para la guerra constituían los valores fundamentales de los pueblos.  En tal sentido puede afirmarse que la condición bestial constituye una concepción y práctica, regresiva, de no buen recibo, ni en el sistema de valores para nuestro tiempo ni como concepción ideal de vida buena o de realización excelente de lo humano.  La areté contemporánea no es la de la andreia clásica, ni la de ser habitante de los “reinos heróicos”, los que por cierto serán reemplazados por la polis y la dikayosine o justicia. 

Se requiere hoy hacer una reconceptualización adelantando de modo implícito una crítica genealógica de los conceptos mismos, tarea indispensable, mucho más cuando el instrumental conceptual tradicional con que se ha abordado el problema de la violencia y la guerra ha servido para alimentar una predisposición a provocar el daño y el sufrimiento de los semejantes.  El distanciamiento crítico y la elaboración de alternativas es frente al paradigma que suscribe el recurso a la ley del más fuerte, o lo que se ha aquí denominado la “condición bestial”.  La postulación de la denominada aquí “condición de humanidad” para hacer referencia a la dignidad ontológica y axiológica de lo humano, y por tanto a su prioridad, constituye una piedra angular de dicha alternativa.

LA “CONDICION DE HUMANIDAD”

Destacando esa “condición de humanidad” ha habido algunas corrientes de pensamiento y personajes ilustres a través de la historia que han enfatizado no solo esta contradicción entre “condición bestial” y “condición de humanidad”, sino que además han aludido a la Noviolencia, pero así mismo han sugerido que el ámbito de lo político es un ámbito constructivo y por tanto ajeno a la violencia y la guerra.  Desde la milenaria Ahimsa hindú que considera que Himsa o violencia degrada y corrompe lo humano, aquella antigua concepción ha sido una tenue luz que alumbra el debate sobre la relación entre violencia, guerra y política.  La convicción que exponen evoca el mundo de lo político como el de las soluciones pacíficas, la labor organizadora, la convivencia solidaria y el esfuerzo y el trabajo de una comunidad específica en búsqueda del bien común.  Hay predecesores antiguos muy importantes, están otros como Erasmo, e incluso autores de la tradición contractualista, otros como Thoreau, Tolstoi, Luther King, Einstein, Arendt y Bobbio, desde sus peculiares miradas, así como Galthung y las corrientes pacifistas contemporáneas y además, esa singular escuela que tiene en Gandhi su símbolo paradigmático.  Uno de estos precursores, Bolívar, reafirmará sin ambages que prefiere “la política a la guerra”[203]

La disposición para la “condición de humanidad” impregna un documento histórico de tanta trascendencia como lo ha sido la Declaración Universal de los Derechos Humanos; aquí se le recuerda a la humanidad de la segunda postguerra no solo que la dignidad de los seres humanos exige la garantía de un número de derechos básicos, sino ante todo que el no respeto a la Dignidad, los Derechos Humanos y el Estado de Derecho es lo que posibilita la caída en el uso de la violencia generalizada, así sea como rebelión justificada, y en una condición para la que no aparece destinado el ser humano ni constituye su ideal de excelencia y del máximo bien.  La Carta de la ONU ha prohibido la guerra porque -como lo reseña L.  Ferrajoli- “ha llegado a ser inaceptable” y asimismo porque “ha transformado la injustificabilidad moral de la guerra en su ilegalidad e ilicitud”[204].

Esa “condición de humanidad” se construye desde el valor superior ético-político humanista de reconocer la prioridad ontológica y axiológica de lo humano, como ser estimable y valioso en relación con los demás seres de la naturaleza, y por tanto de considerar como un antivalor o valor negativo la violencia y la guerra por no significar un bien y producir verdaderos males por sí mismas, por ser inhumanas.  No es cierto que éstas sean lo más “típicamente humano”[205]pues en la “condición de humanidad” se reconocen otras acciones y expresiones humanas constructivas y logros que han hecho y hacen posible la buena vida a diferencia de la violencia y la guerra que son consideradas como destructivas y por tanto no distintivas de lo que favorece lo humano.

Esa condición de ser un “humano” establece no solo una diferencia específica respecto a los demás seres de la naturaleza, lo que no es despreciable, sino que ante todo constituye una nueva y singular realidad ontológica que da paso a la construcción de sentido y en general, a la cultura como cultivo exterior y cultivo de sí.  Es un ser definible por sus determinaciones, como capaz de creación por su trabajo material e intelectual, que convive en una comunidad política, experimenta el disfrute estético, que es productor de símbolos que le constituyen y cuya voluntad libre le permite ser constructor de la especial experiencia de su existencia; todo ello significa que se ha sobrepuesto sobre la “condición bestial” pues en ésta solo era animal, por tanto existía in nuce pero se ha hecho en la medida que se ha distanciado de ella; lo humano realizado se forma como lo antípoda de lo bestial, por eso la reducción de lo humano es la vuelta a lo bestial.

La prioridad ontológica por su condición de ser un humano deviene de la singularidad de sus propiedades, la misma que lo faculta para constituirse en persona con un valor ad extra y un valor ad intra, como sujeto de derecho y de obligaciones y por eso el único con capacidad contractual, pero deviene así mismo de su excepcional apertura al mundo y a los demás no quedándose limitado y referido a su propia especie ni a una actividad vital específica sino proyectándose en una actividad vital genérica[206].

De otra parte, la prioridad axiológica tiene como horizonte la humanidad misma; ser humano está indefectiblemente expresado en el hacer humano, donde el realizador de sentido de sus acciones se encuentra finalmente en los seres humanos mismos.  Sus disposiciones le constituyen como un ser ordenado a sus fines que crea y proyecta teniendo como referencia el logro de lo bueno hasta su excelencia y perfección posible.  Semejante dimensión ética solo es inherente a la “condición de lo humano”; la reducción de la misma lo acerca a lo bestial, lo bestial empobrece lo humano.  El valor de lo humano es devenido y deviene ontológica y axiológicamente, la condición propia de lo humano es la condición de “ser digno”; la dimensión ontológica revela una dignidad ontológica, radical, constitutiva de lo humano, la dimensión moral expresa una dignidad moral, relativa, en relación con y a los demás[207].  La “condición de humanidad” es la condición de la dignidad humana.

Esa “condición de humanidad” que relieva la idea del respeto al ser humano como un ser cualitativamente distinto y estimablemente superior se ha constituido en valor moral y principio superior.  Y aquí sin embargo no se alude al pretendido ens perfectum que gusta Nietzche ridiculizar o que incluso algunos paranoicamente persiguen.  La “condición de humanidad” evoca una situación de la que se excluye la violencia, o lo que es lo mismo de donde se excluye la violación de la dignidad y los derechos humanos, es decir una realidad en la que el sufrimiento humano provocado por el uso de la fuerza bajo el imperio de la ley del más fuerte no es aceptada como la fórmula de vida sino como su fórmula de muerte.  Por eso la tesis que invita a convivir con una “paz imperfecta”[208] significa, desde la perspectiva anterior, convivir con una “guerra imperfecta”, lo que se traduce como convivir con una “violencia imperfecta”, por tanto equivale a “convivir con la violación de la dignidad y de los derechos humanos”, lógica que conduce a proponer aceptar, que se puede violentar la dignidad de lo humano a nombre del realismo; sería equivalente a justificar la violación en parte, de lo que es distintivo como lo mejor de lo humano así sea con una “violencia imperfecta”; sería aceptar el irrespeto a la persona humana.  En la perspectiva del modelo de fundamentación que se defiende en este escrito o es Dignidad o es Violencia, teóricamente la violencia es negación de la dignidad pues hay una disyunción rigurosa, en la práctica el deber de actuar en defensa de la dignidad y los derechos humanos exige trabajar por la superación de todos los actos violentos entre ellos la guerra; la contradicción es absoluta.

Esta perspectiva ha ido en contravía del paradigma que concibe la violencia y la guerra como consustanciales a la política.  Es asimismo una perspectiva que redimensiona la relación entre ética y política en tanto le impone a la política atenerse al deber y a los principios humanistas fundamentales cuidando la moralidad de las causas y de los medios a utilizar, y en donde -por ser la violencia y la guerra contravalores, inhumanos- ellas están excluidas del ejercicio político; este ejercicio no queda reducido a una racionalidad estratégica donde solo cuentan los resultados, los fines a lograr, sino que además les exige coherencia moral y si así no fuere se enfrentará a ineludibles cargos de conciencia.

Si a la racionalidad moral-política le es ínsita su defensa de la “condición de humanidad”, su opción por la vida, por lo mejor de lo humano y el bien común, entonces la guerra y la violencia se hace patente en una racionalidad instrumental donde la vida buena y los logros humanistas es lo que menos le importa, e incluso se ponen de manifiesto como acto irracional cuyos fines establecidos son inhumanos. 

A esta “condición de humanidad” contrapuesta al “estado o condición bestial” le es inherente la visión clásica de la política como ínsita a la ética recogiendo una larga tradición que se remonta al origen mismo de la política en el contexto del ethos griego y a autores clásicos, entre ellos Aristóteles, a quién Reyes Mate considera fundador de lo que denomina el “modelo concordante” entre ética y política[209]; pero en los referentes éticos actuales ya no se incluyen valores como la andreia o valor heróico la que también tempranamente había sido ya desplazada por la dikaiosyne o justicia.  La violencia y la guerra no son –contemporáneamente- valores morales paradigmáticos, no constituyen parte del código de convivencia y de referencia para la existencia humana, por lo contrario, son vistos como antivalores que destruyen la vida y las posibilidades de una relación humana gratificante; en tal sentido aquellas aparecen contrapuestas, como antípodas, de la política dado que ésta -desde el “modelo concordante”- es una praxis sustancialmente ética.  En principio, este supuesto general constituye pieza fundamental de la “condición de humanidad” así la caracterización del mismo tenga otras variantes que le desarrollan.  Los ejemplos de las guerras actuales lo que ponen cada vez más en evidencia es la regresión de diversas personas y gobernantes a una escala de antivalores inhumanos, propios de la condición bestial, del estado salvaje, que privilegia las soluciones de fuerza y del uso de la guerra sobre la política, por parte de poderes que pretenden hegemonizar y homogenizar el mundo.

La “condición bestial”, revela como ninguna otra la contraposición humanismo-violencia.  La “condición de humanidad” hace suya toda la herencia del humanismo, de la concepción de la dignidad y los derechos humanos, de la paz.  Sin embargo, es indispensable considerar que en la historia del pensamiento sobre la violencia y la guerra se evidencia una tradición que precisamente defiende la idea de la violencia y la guerra justa, es decir, de aquella que se ejercita pretendidamente para la defensa de lo mejor de lo humano; pero igualmente en la historia se ha puesto de relieve otra tradición que desde otra posición alternativa defiende el valor y la efectividad de la NoViolencia precisamente como garantía segura para la humanidad, para su dignidad y sus derechos; aquellas constituyen las fuentes directas de la Noviolencia activa que se propone; ellas contribuyen a complementar las razones para la defensa de la concepción de una nueva Noviolencia que constituya la garantía de la Dignidad humana.

III.  UNA NUEVA NOVIOLENCIA

NO VIOLENCIA Y PACIFISMO

En esta perspectiva se han encontrado concepciones, personas y movimientos identificados en el imperativo de la renuncia al uso de la fuerza para encontrar soluciones a los problemas humanos o como manera de enfrentar los consabidos conflictos propios de la existencia y la vida social.  Sin que necesariamente compartan proyectos alternativos al orden existente sí han coincidido en considerar la guerra y la violencia como males a erradicar y, por tanto, en el no acudir a dicho expediente del uso de la ley del más fuerte como la opción más favorable para la realización de los seres humanos y para disminuir el dolor y el sufrimiento de sus vidas.

En este sentido se han expresado desde las religiones y otras agrupaciones místicas, pensadores, actores sociales importantes, así como movimientos de interés mundial como el de la Noviolencia, los pacifistas, partidarios de la desobediencia y la resistencia civil, de la objeción de conciencia, de la no cooperación y de la neutralidad activa, e innumerables personalidades, que hicieron de la renuncia al uso de la fuerza o a imponer la ley del más fuerte, su signo característico.  Esta ha sido una perspectiva con largos antecedentes en la Historia y con raíces en las circunstancias y condiciones propias de lo humano, tal como se hará evidente en el siguiente estudio ilustrativo.

En las culturas primigenias se evoca inevitablemente los momentos de armonía, de amor, de paz, de concordia, de orden; en sus legados, especialmente escritos, se encuentran expresas alusiones a una recóndita aspiración en tal sentido.  No es solo nostalgia mítica del “paraíso perdido”, sino además esperanza de poder disfrutar tranquilamente de los goces de la vida; pero igualmente en ello se revela una cierta metafísica[210] de la existencia que lleva a valorar de modo significativo la armonía con el cosmos, la naturaleza y los demás seres vivos.

Serían muchos los ejemplos que al respecto podrían ser traídos a colación, que revelan la relación intrínseca de la preocupación por la noviolencia y la paz con maneras de entender la existencia; pero interesa aquí ante todo recordar referencias puntuales desde las culturas que contribuyeron a forjar la tradición y la teoría y práctica ético-política de la exclusión de la fuerza en los asuntos humanos.

En el Popol Vuh[211] amerindio se recoge una súplica a los dioses a favor de la paz y la tranquilidad; en la rica tradición oral africana se evoca la armonía junto al canto, la danza y sus antepasados; en la India, China, Egipto y Babilonia, donde vieron la luz las doctrinas filosóficas más antiguas, se encuentran por doquier ricas y sugerentes interpretaciones: Confucio traza el camino para que haya paz en el mundo[212], en “El Cantar del Arpista” egipcio se invita a “arreglar nuestros asuntos en esta tierra”, el Sadhana hindú se propone como “esfuerzo” para, entre otras cosas, “no dañar cualquier forma de vida”, Mo Tze traza como principio guía el de “amarse unos a los otros y beneficiarse mutuamente”[213], Manú señalará que la oposición a la violencia es “la verdad más elevada”.  En fin, no hay cultura que no haya expresado de alguna manera su interés y convicción en el valor de la paz y la NoViolencia.

La historia del pensamiento acerca del tema recoge como una fuente central originaria lo que entre el jainismo indio se conoció y se conoce como Ahimsa (noviolencia) o abstención de dañar o causar dolor y sufrimiento en “las escrituras conscientes” (personas y animales)[214], prohibición construida sobre el presupuesto de que Himsa “degrada y corrompe” al ser humano.  La actualidad de esta rica veta espiritual reside en que Gandhi y su movimiento la consideró como su principio rector, en sus palabras, como “la única fuerza verdadera de la vida”[215], acerca de lo cual se aludirá más adelante.  Es, sin embargo, necesario traer el apunte que, a propósito, hace Rhadakrishnan: Himsa o violencia significa causar daño a una persona inocente, ello le hace diferente de Danda o coerción legal sobre quien es culpable; esto significa que –como el mismo autor lo reseña- en lo que denomina las “Escrituras hindúes” no aparece una exigencia de “evitar en absoluto el uso de la fuerza”[216].

Desde la tradición judeo-cristiana también hay un filón pacifista desde el que, en la cultura de occidente, se ha alimentado reclamos contra la violencia y la guerra.  El Antiguo Testamento está lleno de alusiones al respecto que conviven con justificaciones y la glorificación exacerbada de la guerra; mientras el Dios de los hebreos anuncia darles paz en la tierra, de otra parte prescribe la destrucción inmisericorde de otras naciones rivales; mientras el emblemático rey David invita a apartarse del mal, hacer el bien, buscar la paz y seguirla, de otra parte alaba a su Dios por adiestrarlo para la batalla y la guerra[217]; en fin, es evidente la convivencia de tendencias pacifistas y guerreristas que darán la tonalidad a dicha cultura.

De esta tradición se ha vuelto referencia paradigmática la sentencia bíblica del Sermón de la montaña, donde Jesús frente a la tradicional ley del Talión predica no resistir al mal y poner la otra mejilla a quién le abofetee[218].  De esta doctrina de la “no resistencia al mal” se ha derivado, tanto las actitudes proclives a la resignación como las convicciones cristianas a favor de la no violencia activa en favor del bien y la justicia que proclama este líder religioso.  Pero también sus seguidores han podido colegir una autorización al uso de la fuerza de actitudes y expresiones puntuales que aquel asume y que estarán en los antecedentes de virulentos llamados fundamentalistas a favor del cristianismo, como se evidenció durante las cruzadas, o en la justificación razonable de la “guerra justa” como se aprecia en varios autores como Agustín y Tomás de Aquino entre otros; afirmaciones como “no he venido para traer paz sino espada”[219], “no en vano lleva la espada, pues es servidor de Dios, vengador para castigar al que hace lo malo”[220], así como algunas conductas de Jesús, alentarían argumentos y acciones contradictorias con este “Evangelio de la paz” en el decir del apóstol Pedro[221].

En el cristianismo originario y en la Iglesia se mantuvo una actitud de rechazo a la violencia: Justino Martir (100-165), 0rígenes (185-253), Cipriano (200-258), Lactancio (250-320), Eusebio (265-339), Clemente de Alejandría (150-215), Hipólito (170-235) fueron de los primeros en hacer evidente la incompatibilidad del cristianismo con la guerra; Lactancio afirmaría: “Siempre es ilícito matar al hombre, que Dios quiso fuera un animal sagrado”[222].  Con la conversión del cristianismo en Iglesia oficial, cuando el emperador Romano Constantino, se produce una modificación sustantiva de su posición frente a la violencia y la guerra.  Aquellas convicciones pacifistas gravitarán en el ideario de sectores cristianos como los cuáqueros, los menonitas y otras confesiones identificadas en el rechazo del uso de la fuerza y de las armas.

El cristianismo medieval establece una indisoluble relación entre la idea de la paz y el orden religioso que defienden; para Agustín la paz será el sumo bien solo alcanzable en la “ciudad celestial” ante lo relativo de la paz terrenal; en Thomas de Aquino hay la misma convicción agustiniana de que el fin de la guerra justa es buscar la paz, pero el aquinate relieva el valor del bien común y por tanto de la búsqueda de la paz común terrena que será tarea del gobernante virtuoso.  Pero, es evidente, que sólo en Erasmo de Rótterdam se encuentra un espíritu conciliador y pacifista; su humanismo se conjuga con el anhelo de evitar las guerras y con su defensa de las bondades de la paz; en sus escritos llama a tener confianza en que el trabajo por la paz echará raíces[223] a la par que enrostra a los conspicuos personajes del poder, su poco afecto por la paz y la justicia[224].

Las críticas erasmistas a la guerra justa solo son manifestación coherente de su apasionada defensa de la paz y la armonía, que encontraba en las fuentes y preceptos originarios del cristianismo[225].  Preso de su tiempo, Erasmo preferirá que la guerra sea dirigida contra los turcos si es imposible evitarla.

Otro cristiano que dejó su huella fue William Penn cuáquero fundador de la colonia pacifista de Pensilvania, quien destaca el valor del Sermón de la Montaña y la doctrina cristiana de la no violencia frente al mal, introduciendo el precepto de gobernar según el principio del “amigo”.  Por cierto esto cobra importancia cuando la categoría del “enemigo” de inspiración smitthiana se ha ubicado como central en la concepción de lo político.  Según Penn la justicia, la paz y la tolerancia religiosa son principios guía para la vida comunitaria[226].

En una tradición más secular, la rica y diversa herencia grecorromana, se hallan igualmente invaluables aportes al pensamiento pacifista y no violento.  Desde Homero, los grandes clásicos de la literatura, los filósofos y otros autores destacados, con seguridad se encuentran más fuentes y exponentes de la polemología que de la irenología[227].  La cultura grecorromana, como en general las sociedades antiguas, viven su periodo heroico y en general están caracterizadas por las virtudes guerreras y la exaltación de la fuerza; pero, precisamente por eso y como su ser-otro, las referencias a la paz y la no violencia son insoslayables.

Hesíodo (s.VIII A.  E.) se destaca como ”lírico de la paz” y en contra de la guerra, y como educador moral que enseña el valor del orden, el derecho y la paz[228].  Píndaro (S.V.A.E.) en su poesía omite cualquier exaltación de la guerra y denuncia las consecuencias negativas de ésta.  En “Antígona”, tragedia de Sófocles (S.V.A.E) encuentran un ejemplo de acción no violenta contra el poder y la ley injusta.  La cosmología de Émpedocles contribuye a recordar la importancia de la coexistencia pacifica entre todos los seres de la Naturaleza.  En general, valores míticos como Themis, Dike, Nomos, Isegoría e Isonomía, Eunomía, Dikayosine, y Politeia o constitución, serán los que constituyan el ser político, la polis, una nueva forma de “ser” humano, en contraste con el estado donde impera la fuerza[229].  Arendt recuerda que la polis ateniense y la civitas romana, significaban para estos un poder y ley “cuya esencia no se basaba en la relación mando-obediencia”[230]. 

Gorgias (S.V.A.E) dejará a la posteridad su célebre sentencia: “en tiempos de paz, los jóvenes inhuman a sus padres, pero en la guerra los padres sepultan a sus hijos”, aún cuando afirma que “la paz es salud, la guerra peste”, este sofista propugnará por la unión de los griegos para enfrentar a los “bárbaros” (los no griegos)[231].  Antifonte (S.V.A.E) representará esa opinión favorable a la concordia entre griegos y no griegos.  Isócrates (S.IV) al subrayar el valor de la paz para el logro del bienestar de su nación, preanuncia la idea de la paz como valor moral superior indispensable para los pueblos y la humanidad.  Eurípides (S.V.A.E) dirá que “evitar las guerras es deber de todo hombre sensato”, a la par que propondrá llevar una vida sosegada.  Aristófanes (S.V.A.E) invita a la convivencia con su célebre comedia en donde las mujeres de los bandos en contienda hacen huelga negándose al amor de sus maridos hasta que hubieran pactado la paz.  El historiador Tucidides se adentra en las causas y las implicaciones -tanto sociales como en los individuos- de los conflictos armados.[232]

Los célebres filósofos postsócraticos, además de sus consideraciones acerca de la guerra, incluirán también alusiones a la paz.  No se puede colegir que hayan sido apóstoles de la noviolencia ni de lejos pero sí tuvieron apreciaciones que revelan su aprecio por los beneficios de la exclusión de la ley del más fuerte.  Platón asociará con la injusticia el uso de la fuerza y con la justicia no lo que deriva del predominio del más fuerte sino de la virtud del funcionamiento armonioso de la comunidad política.  Ya se estila en Platón un principio de legitimidad que en cualquier caso excluye el dominio por la fuerza per se y lo asocia al logro de la justicia.  Pero también en la República hará consideraciones acerca de la guerra como un mal que afecta a la comunidad y a los individuos[233].  En Las Leyes evocará la vida “en armonía con la paz” y a ésta más la ley como criterios básicos para la polis[234].  Es muy reveladora su comprensión de lo que implica la violencia, como experiencia asociada al dolor y el sufrimiento humano[235].

Aristóteles también se refiere a la paz, la guerra y la violencia y de modo implícito a la NoViolencia, como componentes intrínsecos de la vida.  A estas relaciona en el marco de su comprensión del vínculo íntimo entre ética y política y por tanto del fin que tiene el Estado y el gobierno.  La comunidad-política más perfecta, considera, es aquella en que cualquier ciudadano en el marco de la ley practica la virtud y logra ser feliz; por lo cual no asocia dicho telos de la polis, de modo necesario, a la guerra y la violencia, por lo contrario, concibe que éstas “no deben ser” el sentido principal, central, de la vida social[236].  La violencia, el despotismo, las expoliaciones nunca procuraran el bien supremo de la comunidad-política y por tanto de sus miembros, afirma el Estagirita.  El legislador y quien tiene la tarea de educar los ciudadanos debe enseñar para la paz, y si se predispone para la guerra deberá hacerse con miras al logro de la paz y el reposo; “la paz es el fin de la guerra” afirma vehemente el filósofo[237].  Claro que como pensador griego vinculado a las esferas del poder, no podía dejar de advertir que para gozar de la paz, el Estado debía ser “prudente, valeroso y firme” y mandar a los que, según es su convicción, están destinados a “obedecer como esclavos”.

En el pensamiento Estoico, asimismo, hay una fuente estimable que resignifica la idea de noviolencia y pacifismo.  El ideal de vivir conforme a la naturaleza-razón, y como ciudadanos del mundo, con iguales derechos en “la patria común del universo”, adquiere dimensión política en la propuesta de Zenón (S.III.A.C) y Polibío (S.II.A.C.) de un Estado ecuménico solidario que incluye la humanitas, donde la obsolescencia de las armas, el sinsentido de la conducta bélica, permitirá afianzar la paz mundial[238].  Tal sensibilidad humanitaria estará en las reservas de Cicerón (S.I.A.C.) frente a la guerra y sus exigencias para que solo se emprenda la bellium iustum para conquistar una paz justa.  Marco Aurelio (S.II) invitará a conducir la vida sin violencia; está en sus supuestos que obrar como adversarios los unos de los otros “es contrario a la naturaleza”[239].  Ya Séneca (S.I) había expresado que vivir conforme a la naturaleza era vivir feliz[240].  La preocupación estoica por la virtud individual y la felicidad de la humanidad dejó, por extensión, como legado el desvelo por la paz interior y la paz del mundo.

La “pax romana” ha sido la otra faz de la herencia de ésta singular cultura.  Como lo reseña Varvaroussis es una noción de paz que tiene un fundamento jurídico concreto que la sustenta[241].  Efectivamente, ésta hacía parte de los recursos del imperium militae cuando para consolidar la expansión romana se aseguraba en un territorio el status quo mediante un contrato a respetar bilateralmente.  Siendo precursora del Derecho Internacional y teniendo como finalidad pax et libertas no se puede atenuar su naturaleza de paz imperialista, precedida y bajo la amenaza del ejercicio de la violencia contra quienes se rehusaren a ella.  La diosa Pax era compañera asidua del dios Marte.

Ya con la Modernidad descuellan otros autores que a pesar del tiempo y las circunstancias diferentes, así como su modelo de argumentación particular, dan continuidad a las reflexiones alternativas al uso de la violencia y la guerra.  Estas son una constante ineludible del pensamiento filosófico social y moral y por tanto ocupan un lugar significativo en el conjunto de supuestos que definen los paradigmas modernos.  No por eso se encuentran partidarios y defensores empeñados teórica y prácticamente en la consecución de la paz y la noviolencia; sobresalen por ello solo algunos como Emeric Cruce, Willian Penn, Saint Pierre, algunos contractualistas y de modo especial Rousseau y muy particularmente Kant; los utopistas serán, por excelencia, quienes construyan modelos ideales para una convivencia tranquila extensible al género humano, en la acepción universalista del mundo moderno.

Del monje francés Cruce (1590-1648) será célebre su plan para forjar una “Comunidad Internacional” como denominó la reunión de naciones y poderes a nivel mundial, que se conviertan en garantes de una paz perdurable para todos sin exclusiones religiosas, de raza o nación; continúa así esa aspiración ya expresada por muchos que confía en los beneficios que puede encontrarse en una organización Internacional para asegurar la paz, la libertad y la igualdad y el intercambio respetuoso y provechoso para todos[242].

Rousseau (1712-1778) expone y defiende la original y valiosa, iniciativa de Saint Pierre quien medio siglo atrás llamara a constituir una Unión Europea como medio para garantizar la paz perpetua.  Sin embargo, el ginebrino desmiente el interés que en tal sentido pueda existir entre los gobernantes de la época pues tal interés exterior de paz no se adviene con el absolutismo y el poder despótico que ejecutan al interior de sus naciones contra la población.  Rousseau asocia la paz exterior con la justicia al interior, disyuntiva improcedente para los regímenes de su tiempo[243].  La opción rousseauniana por la coexistencia de los Estados soberanos sin estar supeditado a macropoderes internacionales deviene de un aprecio por estas comunidades ético-políticas y de la noción de legitimidad asentada sobre la voluntad general que objeta radicalmente la ley del más fuerte como criterio de su definición; “la fuerza no hace al derecho” señala vehemente el filósofo[244]. 

Para los contractualistas la antítesis entre fuerza-violencia-guerra y Derecho o Estado legal, a partir de su ficción de estado de naturaleza – estado civil, se resuelve adscribiendo el monopolio y legalidad del ejercicio de aquellas al nuevo orden creado después de un pacto de sujeción y de asociación.  Pero ello es la confirmación de la indispensabilidad de la fuerza para su modelo de Estado político, supuesto que suscriben como inherente a su modelo, por lo que no hay desde el mismo una concepción que pueda apreciarse como de definida raigambre no violenta y pacifista.  El aporte rousseauniano desborda las implicaciones del modelo al respecto y eso lo convierte en referente para dicha tradición; en el mismo horizonte de preocupación están los escritos de Kant.

Inmanuel Kant (1724-1804) reputado como filósofo de la dignidad humana es un exponente autorizado de la vía a la paz por medio del Derecho sustentado en la moralidad.  Moral, Derecho y Política, son su gran trasfondo de la paz.  Como contractualista concibe la paz como la antítesis del estado de violencia y guerra, devenida a tal por un acto primigenio de fuerza (violencia que mata violencia)[245] y esa paz interior y exterior como logro y fin de la prevalencia de las leyes.  El poder legal, el Estado, constituyen el aliciente exterior hacia la moralidad de los individuos; el respeto a aquel, la adhesión moral al Derecho, fomenta, la paz y el avance hacia el cumplimiento de ese fin que la razón impone como deber estricto: el logro de la paz perpetua; la política se ocupa de realizar tal prescripción moral y legal.

Se destaca asimismo en el planteamiento kantiano la asociación de la paz y el Derecho con la existencia de la Constitución, el principio republicano como forma de gobierno y el sistema representativo; desde el despotismo no hay garantía alguna[246].  Pueblos regidos por tales principios y unidos en una federación y gozando del derecho a ser ciudadanos del mundo, son condiciónes para acercarse a la construcción de la paz.  El anhelo de paz, junto a las aspiraciones republicanas y la esperanza en las bondades del Estado de Derecho, encuentran en este filósofo una sustentación refinada, que se defiende como un “deber ser” legítimo propio de una nueva fe en la razón y en las posibilidades de lo humano.

Pero la sombra que acompaña este discurso optimista es la otra convicción de que la naturaleza humana está afectada por la maldad radical, por lo que la guerra aparece, como acompañante habitual de esa perversidad congénita de la condición humana, quedando solo, para este pensador, acudir a otra fe, en la Naturaleza-Providencia, la que sí quiere la paz y el imperio del Derecho y por tanto sería la gestora de lo que no fuera capaz de hacer el ser humano para el logro de tan anhelado y loable propósito de la paz perpetua: la eliminación plena de las soluciones de fuerza a los conflictos humanos.

Otro aliciente a la tradición de la no violencia y el pacifismo es esa corriente utópica que imaginó sociedades ideales en donde, además de reinar la solidaridad y el bien común, estaba excluida la guerra y la violencia.  Los habitantes de la isla de Utopía, si llegaba a ser inevitable, preferían pagar a otros pueblos para que hicieran la guerra por ellos.  Moore, Campanella, Bacon, Babeuf, Owen, Saint Simón, Fourier y muchos otros asocian el logro de la paz y la armonía a la igualdad, la justicia y la superación de la propiedad privada sobre los medios de producción.  Pero en la acción no todos los utopistas se distanciaban del recurso de la violencia para acercarse a la realización de sus proyectos de vida.  Asimismo, en las concepciones que integran intenciones emancipatorias a sus postulados teóricos o de acción, caso del marxismo y sus variantes socialistas y comunistas, encuentra un lugar prominente la tarea de construir un mundo pacífico y sin violencia; claro que aquí también se revela el mito del “paraíso perdido” o la “nostalgia” de volver a aquel, que los emparenta con las escatologías religiosas; son la versión secularizada de aquellas, recuerda Rudolph Bultman[247].

La crítica a las justificaciones para adelantar las guerras tiene un adalid en Luigi Sturzo quien condena las guerras coloniales y critica las tres teorías de la guerra entre “Estados civilizados” por situarsen en ”el plano de la relatividad histórica”: la guerra justa, la guerra por razón de Estado, y la teoría biosociológica, ésta última, la que es impuesta por la voluntad de los más fuertes que tienen pretensiones de dominio, la segunda por los políticos y las clases dirigentes, y la guerra justa impuesta por las masas populares.

Autores y movimientos más contemporáneos desde su praxis y su reflexión harán un significativo aporte a la cultura de la noviolencia y la paz.  Destacan por su huella indeleble, su ejemplo y su legado escrito, Thoureau, Tolstoi, Gandhi, Einstein, Luther King Jr, a quienes acompañan un prestigioso grupo de personalidades comprometidas con su causa, como Ruskin, Rusell, Helder Cámara, Arnulfo Romero, Virginia Wolf, Lanza del Vasto, y much@s otr@s . 

Desde la experiencia y la reflexión de los movimientos por la noviolencia, los pacifistas, los partidarios de la Desobediencia y la Resistencia civil, la No- Cooperación, hasta los “objetores de conciencia” y los defensores de la neutralidad activa, tod@s contribuyen a pensar o materializar el ideario de la exclusión de la fuerza y la imposición de la “ley del más fuerte” de las relaciones interhumanas.  Tal compromiso adquiere asimismo fortaleza conceptual en la fértil y prolija producción intelectual de Arendt, Bobbio, Agnes Heller, Joseph Raz, Richard Dworkin, Habermas, Anscombe, Phillips, Nagel, Gene Sharp, Johan Galtung, Luigi Ferrajoli y un numeroso listado de personas ilustres cuya autoridad científica y moral no ha sido indolente ante el apremio de argumentar a favor de una opción noviolenta y pacífica[248].

El común denominador ha sido el repudio teórico y práctico de la “ley del más fuerte” lo que en este estudio se ha categorizado como la “condición bestial”, en tal sentido coinciden.  La Noviolencia no ha sido solo para enfrentar el dominio o la agresión externa, también se entiende como una actitud vital y eso significa que incluye orientarse en la cotidianidad atendiendo a su realización como garantía del respeto por la persona humana.  La Desobediencia y Resistencia cívica han sido concebidas en relación con el orden interno, como respuesta a leyes y acciones desde el poder político que se evidencian como injustas; sin embargo también ha sido una experiencia vivida frente a la coerción y la dominación externa.  El movimiento pacifista ha sido promotor de la denuncia, rechazo e intención de poner fin a la expresión más cruel de la violencia: la guerra.  Los objetores de conciencia se han constituido en la avanzada noviolenta que se niega a participar al interior de los actores violentos objetivos: las instituciones armadas del Estado.  La No-cooperación ha sido una manifestación del compromiso con la noviolencia al renunciar al uso de la fuerza y, en su lugar, actuar no cooperando con quienes defiendan la fuerza y los medios para hacerlo y como camino para el logro de la justicia; en el mismo sentido los partidarios de la neutralidad activa defienden su opción noviolenta como un compromiso con la vida en general.  Pero todas las anteriores expresiones noviolentas adquieren alguna especificidad que es importante precisar y delimitar.

Los movimientos conocidos como de la NoViolencia, han encontrado inspiración en León Tolstoi (1828- 1910) Gandhi(1869-1948) y Luther King Jr (1929-1968).  El afamado autor de “Guerra y paz”, “Resurrección”, las compilaciones de “Objeciones contra la guerra y el militarismo” y “Sobre el poder y la vida buena”, más otra cantidad de obras y ensayos literarios y morales encuentra latente en el Sermón de la Montaña lo que considera un hallazgo capital y que traduce como la “resistencia no-violenta al mal”.  Desde esa fuente cristiana alimenta su ideario que resume en los preceptos de no montar en cólera, no cometer adulterio, no jurar en falso, no resistir al mal con la violencia, y amar a Dios y al prójimo como a uno mismo, como norma básicas con las que podría acercarse a la construcción de una sociedad “armoniosa y pacífica en la que desaparecerían las guerras, la opresión y la violencia”, es su sueño del “Reino de Dios en la tierra”[249].  El escritor ruso intuye el núcleo de la noviolencia activa en las enseñanzas de Jesús y su religión.  Frente a las alternativas revolucionarias de su tiempo contrapone un ideal de “amor, perdón y pago del mal con bien”; tiene igualmente la percepción de la relación intrínseca entre violencia estatal y violencia estructural; su sui generis manera de argumentar a favor de la noviolencia y criticar al orden de su tiempo[250], así como el rechazo a la propiedad privada de la tierra y su utopía campesina, su independencia frente a la religión oficial, así como su invitación al “autoperfeccionamiento moral” le provocaron conflictos con los poderes existentes, seguidores suyos padecieron el destierro y fue excomulgado por la Iglesia Ortodoxa.

Mohand
as Gandhi se nutre de enseñanzas religiosas diversas así como en los reformistas de Occidente, pero el hilo conductor de su pensamiento y acción es la herencia hindú, particularmente de la Ahimsa y el Satyagraha.  El principio de Ahimsa está permeando toda su cultura, él no solo es la negación de la violencia sino en su aspecto positivo la fuerza del amor, la justicia, el orden y el deseo humano de paz, libertad y dignidad; del sanscrito, Satyagraha significa “atenerse a la verdad y a la justicia”, pero su sentido religioso sugiere “un despliegue de fuerza invencible” al fundirse con el Satyam, con lo divino[251]; para Gandhi es “la fuerza del alma”, nacida de la verdad, el amor y la no-violencia[252].  El valor decisivo del Satyagraha es exaltado constantemente, “es el medio más elevado e infalible”, ”todo fin digno, puede ser logrado por él”, “es lo que puede liberar a la sociedad de todos los males”, afirma Gandhi con fervor[253].

Las condiciones para el éxito de este camino defendidas por Gandhi son: no albergar odio contra el adversario, el punto en discusión tiene que ser el verdadero y sustancial y, por otra parte, se debe estar dispuesto a sufrir incluso hasta la muerte por su causa; el poder de la organización noviolenta, la disciplina, la tolerancia y el sacrificio, complementan esta concepción, fin y medio, para enfrentar la injusticia y la opresión[254].  También se asocia a una técnica de conversión, compasión y sacrificio por el otro, los medios exigen ser puros para fines igualmente puros; su valentía está en morir no en matar.  Pero Gandhi a la Ahimsa y el Satyagraha adiciona otro requisito que considera imprescindible, la Brahmacarya o continencia sexual para liberarse del fardo de la pasión; opción muy coherente con la exigencia oriental de extinción del deseo y desapego del mundo para buscar el equilibrio, la iluminación y la perfección.

Teniendo en consideración el componente cultural religioso en que se nutre la no-violencia gandhiana se encuentra en ésta una manera de entender la vida, la sociedad y en general las relaciones humanas: la humanidad es habitualmente noviolenta, hay un deseo innato a ella, está inscrita en la “naturaleza humana”, la no violencia restaura y sana ésta y posibilita el orden y la justicia social; la libertad individual está en estrecha relación con la noviolencia, la confianza en las armas es un contrasentido con la misma; la libertad es para todos y hay que defenderla, pero la libertad ganada mediante el fraude o el derramamiento de sangre no es auténtica, por ello es que no se debe cooperar con lo que sea humillante y no respete la persona humana.  La cobardía es impotente, por lo que Gandhi concibe que quien no esté dispuesto a la “valentía suprema” de la no-violencia es preferible que resista por la violencia a las injurias[255], el cobarde es “menos que un hombre”[256]afirma tajante.

Parte entonces de rechazar el “fetichismo de la fuerza”, considera que la violencia se ha demostrado inoperante y amenaza con destruir la vida humana, su esencia es la explotación, la destrucción, la crueldad y el odio, la guerra es vista como un mal absoluto, p.e.  no conoce otra ley que la del poder, considera que los pacifistas no hacen la guerra defensiva ni ofensiva, que lo animal de lo humano es violento, pero éste como espíritu es noviolento, la Noviolencia la considera una cualidad del corazón no de la razón[257].

Piensa que la noviolencia transforma las relaciones y el poder: un pueblo noviolento puede administrar un Estado para la noviolencia, si es democrático garantiza la defensa con medios noviolentos de su libertad y la de la humanidad.  Gandhi aspira a un gobierno de los pobres y oprimidos de la tierra, llama a la lucha contra el imperialismo, defiende un socialismo no industrial y la igualdad económica, pero su ideal es la anarquía ordenada; desaprueba el Estado como organización basada en la fuerza; cree que un gobierno mínimo puede ser no-violento, en su lugar debiera existir una organización voluntaria[258]; para Gandhi “el mundo de mañana, será, debe ser, una sociedad basada en la oposición a la violencia”, a construir desde aquí y ahora[259].

Martín Luter King Jr.  es la otra vida ejemplar y comprometida con la acción directa no violenta; su lucha por los derechos civiles de los afroamericanos en EE.UU, por la igualdad, la libertad, la hermandad y la paz la adelantó excluyendo toda medida de defensa violenta y exigiendo coherencia de pensamiento y práctica con la no-violencia; ésto fue su atributo central que le distinguió y le distanció de luchadores consecuentes como Malcom X y las “Panteras negras” que estaban dispuestos al uso de la fuerza.  Partidario de reformas que acercaran a la justicia -que encontraba en lo fundamental interpretada por el “sueño americano”, la Constitución y el legado de los padres de la nación estadounidense- fue convenciéndose de la necesidad de una “reconstrucción de la sociedad entera, una revolución de valores”[260] por lo que fue acercándose a los trabajadores y a la lucha social más amplia.  Su condena de la guerra de Vietnam, lo distanció de algunos estadounidenses pero mostró su compromiso con la causa de los derechos humanos y la paz a nivel mundial[261].  La adopción de una alternativa diferente a la insurrección armada que condenaba explícitamente y distante de las súplicas inútiles, lo llevó a defender la “desobediencia cívica”, una expresión de desobediencia civil pública, contra la injusticia interna, que hace uso de las posibilidades del régimen legal sin cuestionar radicalmente la legitimidad del poder existente

Esta particular expresión no violenta, la desobediencia civil, cuestiona lo injusto de una norma, aspira a cambiarla y no confrontarla por la vía de la violencia.  La Desobediencia Civil se hace dentro del acatamiento general a la ley, del respeto moral al Derecho, dentro de una conciencia ciudadana más o menos extendida sobre sus obligaciones y derechos cívicos y una aceptación tácita o expresa de la legitimidad de las instituciones públicas.  Rawls juzga esto de obediencia parcial en el contexto de un Estado democrático y constitucional, próximo a la justicia, que aboca a la naturaleza y límites de la regla de mayorías, que se adelanta de buena fe una vez agotados los procedimientos legales para la reparación de la injusticia, y cuya eficacia declina más allá de ciertos límites que deben ser atendidos por los disidentes[262].  Esta desobediencia, en últimas es un conflicto con el legislador por la interpretación dada a los principios políticos en circunstancias específicas, frente a lo cual se acude al recurso moral de defender la justicia para mantener la legitimidad del orden constitucional y legal existente, aunque incluye la validez de la participación, la diferencia, la tolerancia y la desobediencia dentro de límites favorables a la gobernabilidad, la garantía de los derechos ciudadanos y el bien común.

Hay una diferencia de todas maneras con la Resistencia Civil a que alude Thoureau quién en la tradición ha aparecido como precursor ilustre de la Desobediencia Civil en EE.UU.  Henry David Thoureau (1817-1862), quien se negó a contribuir en la financiación de la guerra contra México por lo que prefirió ir la cárcel antes que pagar impuestos[263], consideró que la fuente de aquella está en lo que aparece como la “única obligación”, la de “hacer lo correcto”[264], es decir en un acto de conciencia, en su fuero interno, o, para ser más precisos, en un sentido de justicia de algunos ciudadanos; postula la “revolución pacífica”, el desacato, que se dirige a impedir que el Estado cometa “violencia y derramamiento de sangre inocente” o perpetúe la esclavitud y la pobreza; es una guerra silenciosa al Estado, al decir de Thoureau[265].  La Resistencia Civil significa acción noviolenta expresada en el no acatamiento y el no consentimiento a una ley o programa, no comparte la idea de justicia del orden político, ni le reconoce legitimidad; no transige con el Estado.  Aun más, el Estado y la autoridad pueden ser vistos como males necesarios; solo serán aceptados en tanto tengan el reconocimiento de los gobernados, sean el medio para expresar la voluntad popular y constituyan garantía para la libertad de los individuos.[266]

Los pacifistas, partidarios del desarme, la desmilitarización, la no participación en las instituciones armadas y en general los que se oponen a la guerra y que propugnan por la solución de los conflictos bélicos, son una avanzada muy representativa de los partidarios de la noviolencia; son continuadores de una antigua y fausta aspiración de evitar los horrores de la guerra a la humanidad.  Todos los que han hecho suya alguna modalidad de la noviolencia han sido pacifistas.  Una personalidad de mucho interés –dado que aportó a las investigaciones que concluyeron con la invención de la bomba atómica y el inicio de la Era Nuclear– fue el renombrado científico Albert Einstein: denunció el nuevo armamentismo y el militarismo[267].  Llamó a la responsabilidad y la conciencia de los científicos, apoyó el movimiento por la paz y fue consciente de la necesidad de luchar por cambios en las instituciones públicas; aspiraba a un gobierno mundial para garantizar la seguridad, la paz y la cooperación internacional.  El movimiento pacifista ha contado con antecesores ilustres pero asimismo, ha encarnado en acciones e instituciones que soportan política y jurídicamente una convicción contemporánea en el valor de la paz y por extensión de la injustificabilidad moral, la ilicitud y la ilegalidad de la guerra.  Conferencias de paz, foros, organizaciones, centros de estudio, movimientos sociales, estrategias por la paz, y ante todo la proscripción legal de la guerra en la carta de la O.N.U., son los hitos más apreciables de esta conciencia pacifista.

Bobbio, otro pensador que alienta la causa del pacifismo activo, considera que éste presupone “la crítica de las tradicionales justificaciones de la guerra y desemboca en la acción para eliminar la guerra”[268] y la instauración de una paz perpetua[269].  Son tres direcciones en las que el pacifismo se mueve: obrando sobre los medios (pacifismo instrumental), sobre las instituciones (institucional), y sobre las personas (finalista); es decir, en contra de los instrumentos de la guerra, en contra del Estado procurando soluciones a las causas de aquella, y buscando la reforma de las personas atendiendo sus facetas materiales y espirituales.  Agrega que recoge el concepto tradicional de la paz como no-guerra, el de paz como conclusión de un conflicto armado y el de paz con justicia, conceptos negativo, técnico-jurídico y teológico-filosófico respectivamente[270].  Sus imaginativas consideraciones acerca de la paz y la guerra y su actitud militante, a favor del pacifismo activo, contrastan con su “realismo” que lo lleva a afirmar que la violencia es lícita en ciertas situaciones donde “es el único remedio posible contra la violencia,”[271] y que es estéril la condena a la misma si no se encuentran alternativas viables a la misma; el peligro atómico ha evidenciado la crisis de las justificaciones de la violencia y la guerra que sí encuentran actualidad en las guerras revolucionarias.

El dinámico grupo de investigadores y educadores por la paz hace un aporte considerable a ésta causa desde múltiples escenarios académicos, públicos y privados.  Johann Galtung ha sido uno de los más consagrados y ejemplares activistas de la denominada Peace Research; su interpretación ha asociado el tema de la paz a una noción más amplia, el de la violencia y en particular la violencia estructural; al distinguir entre violencia personal o directa, y violencia estructural o indirecta (la acción del sistema político, económico y social contra las personas) hace dependientes las posibilidades de la paz del logro de la igualdad y la justicia social y en general de los cambios estructurales que garanticen la superación de la pobreza, el hambre y todas las condiciones ominosas que afectan la dignidad de las personas; por eso su célebre fórmula de que “la ausencia de violencia es paz”[272].  Junto a este activista de la idea de la paz hay cualquier otra cantidad de peace researchers que, manteniendo algunas perspectivas diferentes de análisis, hacen un aporte juicioso a lo que Francisco Muñoz denomina el “empoderamiento pacifista como teoría del cambio social”[273]. 

Asimismo hay quienes denominándose defensores de la Neutralidad Activa son partidarios de la resolución de los conflictos por vía noviolenta sobre la base del respeto a la dignidad, la libertad y el pluralismo; y sobre la convicción que dicha opción neutral frente a los contendores violentos es un “compromiso no partidario con la vida en general”.[274]

Todas las anteriores consideraciones acerca de la violencia justa y la noviolencia con sus particulares expresiones, han permitido recordar que ellas constituyen un legado apreciable que es insoslayable para la alternativa defendida en este escrito, e ilustran una de las contraposiciones y problema teórico y práctico más relevante.  Desde la perspectiva de la “condición bestial - condición de humanidad” se deriva una alternativa que asocia de modo indisoluble una nueva Noviolencia con la Dignidad humana y con la tradición del derecho a la defensa justa y legítima.  A éste aspecto se aludirá en la parte última de este escrito.  La “condición de humanidad” en contraste teórico y práctico con la “condición bestial” es un soporte consecuente sobre el que se puede construir una alternativa noviolenta, alentada por la idea del respeto a la dignidad humana como imperiosa convicción irreductible. 

NO VIOLENCIA ACTIVA

La “condición de humanidad” es la alternativa frente a la “condición bestial”, la noviolencia y la paz lo es frente a la violencia y su expresión más dramática: la guerra.  ¿Qué es la noviolencia? Alrededor de esta respuesta hay un apreciable acumulado de asertos. 

Definiciones al respecto muestran la dimensión tan amplia y generosa que puede vislumbrar.  Aquella no se queda en una condena a la violencia ni en la lucha contra ésta, así tengan ellas el gran valor de anunciar que la superación de la misma tiene implícito logros favorables a lo humano.  Desde los maestros de la noviolencia pueden derivarse afirmaciones enriquecedoras: con Gandhi puede pensarse que ella es la organización y acción no basada en la fuerza y si sustentada en el amor por la humanidad y la verdad, desde Luther King Jr.  puede colegirse que es una fuerza constructiva y creadora para convencer en el valor de la igualdad y la hermandad, Helder Cámara la concibe como “presión moral liberadora” y Lanza del Vasto la llama la “manera activa de combatir el mal”; Bobbio considera que es la búsqueda de sustitución de los medios violentos.  En fin como puede apreciarse, no se concibe solo como negación sino ante todo en su dimensión constructiva que comienza en la preocupación por el otro, incluso el violento, para convertirlo en partidario de lo humano y se proyecta en el conjunto de lo que produce violencia estructural para transformarlo en condiciones amables para la existencia. 

A las anteriores razones hay que agregarles su intrínseca preocupación por la defensa y búsqueda de protección y realización para la Dignidad Humana, que se estila implícito o explícito en sus argumentos y que sintetiza su leitmotiv.  Una definición derivada de la conceptualización sobre la violencia y la guerra hecha al comienzo conduciría a plantear que la Noviolencia es la intención y la acción libremente desarrollada para impedir el daño, el sufrimiento y el menoscabo de la dignidad y los derechos de las personas; y en sentido positivo podría estipularse que la Noviolencia es la intención y la acción favorable a la integridad, el libre desarrollo, y el respeto de la dignidad y los derechos de las personas.  La paz se identificaría con impedir ese daño y sufrimiento así como la violación de la Dignidad y los Derechos Humanos a gran escala, de manera general y reiterada, o asimismo, en sentido positivo, significaría una intención y acción generalizada, reiterada y constructiva favorable a la integridad, el libre desarrollo y el respeto a la dignidad y los derechos de las personas; es decir lo contrario de lo que es y produce la guerra, sería una expresión de la noviolencia. 

Pero todo ello se abrevia y se hace concisa en una tercera formulación: No a la “ley del más fuerte”, pues el uso de la fuerza violenta la dignidad humana; efectivamente la Dignidad tiene su contracara en la Violencia; ¡Dignidad o Violencia! y por tanto ¡Dignidad y Noviolencia! son los axiomas de vida que pueden identificar esta concepción que se intenta potenciar con su sustentación en este escrito.  Esa dignidad evoca una vida buena y recta y, en tal sentido, compromete la realización y construcción de valores superiores, de lo civilizado, del Derecho bueno y justo y la política, de la moral y en general de la existencia de condiciones basadas en la justicia, que sean garantes de la Dignidad Humana y los Derechos Humanos. 

La Noviolencia hace suyos principios bastante contrastantes con la “ley del más fuerte”.  Piénsese en que es integral en tanto no concibe la violación de esa Dignidad y los derechos que la hacen realizable, vulneración consustancial a todo actor de guerra y violencia; esa integralidad es teóricamente coherente con la “condición de humanidad” y con la consideración de la noviolencia y la paz como valores morales superiores cuya primacía se presupone.  Es asimismo un valor universal, absoluto, en tanto no abre el portillo para la justificación de la violencia y de la violación de la dignidad de la persona humana a nombre de cualquier causa, concibe que la noviolencia es un valor moral superior y por tanto es coherente con la contraposición radical a la “condición bestial” cuya expresión más atroz e intensa, la guerra, ha sido considerada como monstruosa, como un crimen, como un mal absoluto; desde este principio se desvirtúa de entrada la idea que ha acompañado a muchos de “proponerse ser buenos” mediante este mal, que precisamente le hace ser más deplorable[275].

Es, de otra parte, intrínsecamente fraterna pues promueve la hermandad, el amor y la amistad incluso con quien le considere su enemig@; en tal sentido le es inherente una disposición al diálogo y la conversión, propia y de los demás, para allegar soluciones favorables e incruentas.  La solidaridad le es inherente pues significa un compromiso con los demás y con sus proyectos de realización; considera como iguales a sus semejantes en la diversidad y como sujetos de derechos por cuya consecución labora, en tal sentido no se queda en un sentimiento de compasión sino que alienta el ejercicio de la ciudadanía para conseguirlos y preservarlos.  Es consustancialmente ética por su forma y contenido, y por estar indisolublemente enraizada con los logros morales más connotados y apreciables para la humanidad, como lo es particularmente la concepción de los Derechos Humanos, de la justicia, la democracia, la libertad, el respeto a la diversidad y la diferencia, entre tantos otros valores; es una ética holística que se preocupa tanto por los principios, como por los medios, los fines, las consecuencias; su lógica es la de que para lograr buenos fines se deben seguir buenos caminos; siempre apunta a los sentimientos más nobles del contradictor ocasional, no hay enemigos y confía en que prevalezca en ellos alentándolos. 

A contrario de otras morales negativas que exaltan el valor de la vindicta y la ley del Talión, la noviolencia tiene como principio el perdón que permita la conversión, la conciencia y la superación de la indignidad causada o sufrida.  Pero es un perdón cuya otra faz es el ejercicio de la justicia que le es inherente al derecho a una reparación integral, suficiente y efectiva por el daño y sufrimiento de que se ha sido víctima.

La Noviolencia es pensamiento y acción por principio, por convicción, lejos de ser un cálculo utilitario insensible.  Defiende la búsqueda de verdad, considera que el engaño no contribuye a solucionar pacíficamente los conflictos, y está abierto a aprender por lo que enriquece su verdad siendo críticos responsables y autocríticos sinceros.  Es apoyada en la aspiración de realizar la justicia pues cualquier inconsecuencia e incoherencia con ella es promover o aceptar la violencia. 

Pero es asimismo un compromiso con y por la vida, pues su antípoda emana de la violencia.  Aquí hay que recordar que su defensa del derecho a la vida y su aprecio de ésta le distancia de concepciones que renuncian a ella y sus potencialidades a cambio de un “honor” lábil u otra posibilidad de reconocimiento y realización extranatural que invita a un abandono del mundo[276], por tanto no hace suyo el sacrificio que no defiende la vida aquí y ahora; es una noviolencia, secularizada en tanto se sustenta en unos valores compartidos incluso por perspectivas maximalistas y que tiene en el derecho a la vida una de sus convicciones más profundas. 

Parte esta concepción de reconocer el conflicto como inherente a la existencia humana y como fuente de enriquecimiento de la experiencia de ser humano.  No confunde violencia con conflicto ni paz con ausencia de éste; pero sí hace suyo, lo que Luther King Jr.  había proclamado al respecto: “Ha llegado el momento de que los hombres experimenten la noviolencia en todos los campos de los conflictos humanos”[277]; trabaja entonces por su solución noviolenta y por tanto favorable a la dignidad humana y sus proyectos de vida buena y justa.  A la noviolencia le es consustancial su potencial constructivo pues, busca soluciones justas a los conflictos y no adiciona intencionalmente nuevos males a los ya existentes pues ello no favorece el bien y la justicia.  Es, en definitiva humanista. 

Son muchos los tópicos a considerar que llenan de argumentos la fortaleza, el significado y la trascendencia de la filosofía humanista de la Noviolencia.  Ésta como teoría y práctica, como concepción de la existencia y como un cuerpo de definiciones ético-políticas incluye muchos más aspectos; de modo particular involucra un método y técnicas, estrategias, formas de acción, y en general todo lo que hace factible la conversión de un modelo regulativo en una realidad viva que encarna en instituciones.  Particular interés tiene la adopción de lo que López Martínez define como “un programa constructivo”[278] que aporte posibilidades, vías, alternativas, propuestas, soluciones.  En el anterior sentido han venido aportando con sus reflexiones y experiencias muchas gentes, organizaciones, movimientos e incluso pueblos, que constituyen la historia y el presente de la Noviolencia en el mundo. 

Esta Noviolencia activa que destaca la misma como valor moral y principio superior, condenando el recurso a la fuerza por principio, tiene un segundo componente que lo relaciona con la tradición de la violencia y guerra legítima o justa, aunque resignificándolas y por tanto distanciándose de sus justificaciones que asocia éstas de modo indisoluble con el ejercicio de la violencia. 

Aquella Noviolencia es un valor moral y principio superior, cuya primacía exige la renuncia al uso de la violencia en las relaciones interhumanas, el respeto a la dignidad de lo humano y, por tanto, concibe que cuando se acude a la imposición de la fuerza en las relaciones con los demás, quienes lo han hecho se colocan en un estado de bestialidad del que no los exculpa fin alguno.  Por tanto, aparecen estos obligados a hacer uso de la razón[279], de la inteligencia, para volver a su condición de humanos cuya dignidad está cuestionada por la condición bestial donde el valor esencial es la violencia y la guerra; aquellos que acuden a la “ley del más fuerte” tendrán que hacerlo reconociendo en primer lugar y amargamente que se han degradado, que el lodo de la violencia en que se hunden –como en el cuadro de Goya- es un escenario terrible, lastimoso, del que sólo queda salir, pues allí se está poniendo en grave riesgo el valor de lo humano con el inminente peligro de hacerse precario o perecer. 

Partiendo entonces del rechazo por principio de la violencia y la guerra, una concepción como aquella no puede desconocer una larga historia en la que la lucha armada a favor de la justicia ha logrado conquistar y defender derechos y mejores condiciones de vida (piénsese por ejemplo en las revoluciones contra el despotismo, contra los privilegios indebidos, contra un régimen represivo).  No puede ser indolente ante una tradición que ha reivindicado la legitimidad de defenderse contra la agresión de quien pretende reducirle a una condición indignante y por tanto inhumana.  No por ello se trata entonces de derivar de un cálculo utilitario y pragmático una defensa del recurso a la fuerza y allí a la guerra, porque sea menos destructiva una que otra, o porque contribuya al bienestar humano o porque es el menor de los males p.e.  respecto a la cobardía o frente a la dominación y la servidumbre.  El punto de partida irrenunciable es recordar la consustancial perversión de la violencia y la guerra que atenta contra la dignidad humana, pero desde esa convicción reconocer la legítima defensa en condiciones que la hacen comprensible.  En este horizonte de la legítima defensa puede interpretarse esa larga historia de lucha armada en reclamo de la justicia y los derechos de las personas y los pueblos. 

A esta convicción, como principio imperativo y regulativo, como horizonte para los comportamientos humanos, no escapa la idea de la justificada per se “violencia contra violencia” o “guerra que mata guerra”, pues ésta es legítima -aunque sea una moral negativa- si atiende a unas demandas insoslayables; la presuntamente insoluble aporía que “la paz es el fin de la guerra” también encuentra su solución desde esta perspectiva que reconoce la legítima defensa para salir de la “condición bestial” y defender la dignidad[280].  Es legítima, pero es una moralidad negativa acudir a la violencia, pues es un antivalor. 

La Violencia y la guerra, dada su naturaleza, provoca intencionalmente sufrimiento humano y constituye una agresión contra la dignidad de las personas pero pueden hacerse legítimas cuando defienden motivos, razones, apelaciones, criterios para ejercerlas; así de evidente: son de naturaleza inhumana y son factibles, pueden, legitimarse desde argumentos justificantes.  Si se quiere reconozcamos aquí una paradoja inherente, una opinión extraña y opuesta al sentido común: la violencia es mala pero puede legitimarse para un fin bueno como lo es proteger la vida digna; en este caso -para ser consecuentes con la idea de la dignidad ontológica y axiológica del ser humano- se admite y acepta la validez de aquella si y solo si se desarrolla para defender la universalidad del valor de la vida digna e impedir ser arrastrados a una condición indignante.  Podrá haber otros principios justificantes que constituyen una moralidad negativa o sea una legitimidad a partir de antivalores (piensese en el expansionismo y el racismo entre otros argumentos), pero estos no son los que se prescriben como los criterios coherentes con una concepción que postula el valor de la dignidad y los derechos humanos, por lo contrario son un absoluto contrasentido con la misma.  Hay una relación intrínseca entre moralidad y legitimidad, esta última es indisociable de la dimensión moral, pero por el hecho que la violencia y la guerra puedan ser legítimas no significa por antonomasia que sean una moralidad positiva, no significa que per se sean buenas.[281]

Así que el requisito ineludible para que esa acción violenta sea legítima es que sea de modo evidente de naturaleza defensiva para proteger la vida como condición de posibilidad de lo demás y garantizar su dignidad como ser humano; que sea de manera incontrastable un acto de legítima defensa de la vida y la dignidad humana, vida digna con sus condiciones de posibilidad real[282] que es lo que distingue lo humano de los demás integrantes del mundo sintiente.  Los motivos de justificación de su legitimidad son lo demasiado fuertes para distinguirlo de una acción violenta legítima pero identificada con antivalores inhumanos.  Con seguridad que esta convicción subyacía a Arendt ante los horrores de los campos nazis de exterminio; afirmó esta singular pensadora que “la única razón que podría justificar una guerra es el combate de circunstancias tan atroces como lo fueron los tormentos infligidos a los presos en los campos de concentración, que hacen la vida absolutamente insoportable”[283].  La legítima defensa se configura entonces como un acto que atenta contra la vida y la dignidad de los destinatarios del mismo por la naturaleza destructora de la violencia y la guerra -lo que lo hace condenable por principio y por tanto, obliga a encontrarle vías distintas de solución- pero aparece como necesario para buscar proteger la vida y la dignidad de las victimas potenciales o efectivas; ante lo inevitable de una injusta agresión ofensiva y la inminencia del daño en la vida y la dignidad de la probable o real víctima se hace necesario y se justifica en virtud de esa finalidad esencial de protección.  Esta legítima defensa, así reivindicada y delimitados sus motivos de justificación, sirve como referencia y contención a la pretensión de hacer valer cualquier uso de la fuerza.  Su legitimidad se reconoce si se trata de una acción justa de protección de la vida digna, como defensa, como una violencia reactiva, contra la violencia proactiva injusta.

Así que hay que reconocer que el modelo asume la prioridad de la Noviolencia, como condición de posibilidad de la dignidad de lo humano, y trabaja por su permanencia y, sin embargo, se enfrenta al ineludible reto de garantizarla en la difícil encrucijada cuando hay un agresor proactivo que atenta de modo inminente contra la vigencia de la misma.  Se hace entonces más patente el valor de la legítima defensa como un derecho de excepción.  Y la excepción no confirma la regla.  Lo que corrobora es que en el horizonte de la defensa de la “condición de humanidad” como valor moral y principio superior y, reconociendo la naturaleza violatoria de la dignidad de lo humano consustancial a la violencia, el derecho a la legítima defensa limita, flexibiliza, relativiza el valor absoluto de la Noviolencia en la especial y excepcional circunstancia en que la defensa violenta se legitima a partir de los principios justificantes de la protección de la vida digna , para salir de una condición indignante, para impedir caer en ella , y en cualquier caso para preservar la vida y la dignidad humanas.  Toda la argumentación hecha, apreciando altamente la coherencia de la fundamentación de la Noviolencia, se exige para sí misma y muy a pesar suyo reconsiderar el valor absoluto que postula, frente a un actor violento que no se sensibiliza frente a aquella opción pero que ante todo pretende liquidarla liquidando a sus exponentes y practicantes, pretendiendo quitarles la vida y sometiéndoles a condiciones violatorias de la dignidad humana.  La defensa legítima para la protección de la vida digna se convierte así en un imperativo para no perecer como ser digno, se convierte en su último derecho humano[284]; como dijera el pastor hugonote y resistente francés a la ocupación nazi, Eduardo Theis, cuando es demasiado tarde para la noviolencia esta es equivalente al suicidio.[285]

La prioridad y prevalencia de la Noviolencia al lado de la aceptación excepcional de la defensa legítima puede también entenderse, desde otra perspectiva, como parte de una unidad contradictoria en la que la segunda niega el valor absoluto de la primera para afirmarla en un nuevo momento, una vez superada la agresión proactiva, en una síntesis que confirma el valor de ella como condición de posibilidad, como garantía, de la universalidad y necesidad de la “condición de humanidad”.  Este modelo que defiende la prioridad ética de la Noviolencia y la paz no es indolente a la tarea de mantener o restaurar las mismas; la defensa legítima así concebida es una negación de lo que niega a aquellas, constituye una negación de la negación.  Es para impedir ser reducidos a una condición indigna o donde se puede perecer, o para salir de esa condición de la que ya se es víctima.  Manteniendo el presupuesto de la universalidad de la “condición de humanidad” se permite considerar la legítima defensa de ella.  Es una coerción sobre quién es culpable de la inhumanidad e injusticia de la violencia y la guerra.  Evocando y parafraseando a Hegel[286], aparece la legítima defensa como una necesaria pena contra la primera violencia, es una vulneración de la vulneración, para proteger y hacer valer el respeto a la dignidad de lo humano, para defender la universalidad del estado de Noviolencia y paz.  La dimensión de universalidad, necesidad y valor de la “condición de humanidad” así lo exige. 

Asimismo, y desde otra manera de entender estos problemas, puede pensarse ese derecho a la legítima defensa como un acontecimiento concurrente y complementario que contribuye al propósito de la protección o restauración de la “condición de humanidad”; la Noviolencia, de una parte, y de otra parte la legítima defensa que puede acudir a la violencia, son dos aspectos distintos pero, esta legítima defensa, dada la prioridad ontológica y axiológica de lo humano, se considera coherente con la finalidad de garantizar el respeto a la Dignidad y los Derechos Humanos, por tanto está definida esencialmente por la búsqueda y establecimiento de un estado de noviolencia y paz.  La prevalencia de la “condición de humanidad” sigue siendo el verdadero leitmotiv en cualquier caso.

Este modelo se diferencia por obvias razones de las tradiciones que no parten de la condena por principio de la violencia y la guerra y que suscriben la idea de que éstas son inevitables pues son parte componente obligado de la existencia humana, por lo que están dispuestas a optar indiscriminadamente por una u otra opción sin reparar en la naturaleza violatoria de la dignidad humana inherente a las mismas.  Pero igualmente se distancia de perspectivas que construyen metafísicos estados de armonía sin conflictos para los que la guerra será un aporte, natural o providencial, para su construcción.  Otra convicción de la que se separa es aquella que deriva el ejercicio de la defensa legítima de un cálculo utilitario de posibilidades de lograr los fines y cuyo pragmatismo de la decisión sacrifica los principios por los cuales se justifica la acción bélica.  Pero también el modelo defendido aquí no acepta el reduccionismo legalista que adscribe sólo al Estado y al depositario formal del Derecho la facultad para decidir el desarrollo de la acción de legítima defensa, pues este fetichismo de la ley desconoce ante todo la exigencia moral de la justicia y el irrenunciable reconocimiento del valor de la dignidad de la persona humana esté o no aceptado en el ordenamiento normativo o garantizado en la práctica. 

La afirmación entonces de la noviolencia como valor moral y principio superior que excluye el recurso a la fuerza se complementa, en esta nueva perspectiva, con un reconocimiento de la legítima defensa de la vida y la dignidad humana.  Involucra una dosis de realismo que se corresponde con la existencia de la violencia en los asuntos humanos y del resto de la naturaleza, pero asume que no se somete a determinismo fatalista alguno y, por lo contrario, se propone la superación de la violencia intencional orientada a provocar daño y sufrimiento humano, por lo cual, exige también la superación de las condiciones que hacen que ello sea posible.  Esta última aparece entonces como tercer componente ineludible de una nueva Noviolencia: la búsqueda de alternativas a las condiciones que alimentan la violencia y la guerra, que hagan a estas fútiles y carentes de atractivo, que de opciones para la resolución incruenta y creativa de los conflictos que tradicionalmente han sido confiados a la fuerza, que haga inexcusable el acudir a la “ley del más fuerte”, que construya las posibilidades reales para un comportamiento civilizado, justo.  Toda acción justa desalienta la violencia.

De lo que se trata entonces es de atender ese reclamo que revela la preocupación por hacer realidad la noviolencia.  Bobbio considera que sin esa búsqueda de alternativas toda condena a la violencia es estéril, lo cual no autoriza, por extensión, su afirmación de que por ello no se pueda invalidar la justificación de la violencia[287].  Gandhi recuerda que el silencio o el estar de espectador pasivo no es consecuente con esta causa[288], que hay que actuar, particularmente para destruir los hábitos violentos antes que a los hombres que los padecen, el Mahatma alienta esta tarea recordando que habitualmente la humanidad ha sido noviolenta.[289].  Galthung es muy sugerente en tal sentido al plantear que además de la ausencia de violencia personal hay que trabajar por la superación de la violencia estructural, es decir la eliminación de las condiciones ominosas de vida.  La Noviolencia así, autorizaría actuar para construir alternativas en la existencia personal o grupal pero, asimismo, para estratégicamente “derrocar cualquier poder impuesto por la fuerza”[290], como lo insinúa Gonzalo Arias; una revolución noviolenta capaz de transformar las relaciones que, como Gandhi de manera anticipatoria lo expuso, “desemboque en una transferencia pacífica del poder”[291]. 

CONCLUSIÓN

Recordar que “el mundo no es así, lo hemos hecho así”[292], tiene el reconfortante aliciente de recordar la responsabilidad y el papel protagónico que corresponde a los partidarios de la Noviolencia en la superación de todas las violencias indignantes, en particular de la más atroz de ellas: la guerra; para contribuir a la construcción de un mundo más humano, respetuoso de la Dignidad y los Derechos de las personas, las culturas y los pueblos; que cree las condiciones más propicias posibles para que esta singular aventura de la existencia humana no esté acompañada de dolor y sufrimiento provocado intencionalmente.  Estas consideraciones teóricas son un aporte a esa honrosa y urgente tarea, y atiende ese reto que Bobbio planteó cuando en una sana provocación afirmó que la filosofía que no se comprometa en esa dirección es sencillamente un “ocio estéril”[293]. 

Las opciones teóricas en tal sentido inciden seriamente en los caminos a seguir pues al ser prescriptivas fundan un deber de actuar que puede estar en los inefables escenarios de la conciencia moral, pero asimismo puede contribuir y dar su tonalidad al mundo de la vida, de la política y del Derecho, pero también a aquellos escenarios donde se lucha por no ser víctima de la “ley del más fuerte”, por no caer ni dejarse arrojar a circunstancias degradantes de su condición de ser humano con su dignidad inherente.  Tal horizonte de referencia puede también tener una función descriptiva y analítica, e incluso puede derivar de allí una pretensión reconstructiva de la manera como se entiende lo humano y su vida individual, comunitaria y social. 

La Noviolencia y el pacifismo sirven en esa perspectiva a deconstruir miradas anquilosadas que se alimentan de la “razón cínica” o la “razón indolente”, para argumentar otra mirada de lo humano que potencie sus posibilidades de realización, de satisfacción, de construcción de esa vida buena y recta[294], que ya desde antaño resuena en la experiencia de vida de la familia humana. 

La larga tradición intelectual al respecto tiene unas fortalezas que desarrollar.  Ante las justificaciones desembozadas de la violencia y la guerra se levantan enhiestas las muy autorizadas voces de quienes han argumentado a favor de las acciones que favorecen lo humano, su dignidad y sus derechos, que defienden el significado decisivo para una existencia grata y satisfactoria de la proscripción del uso de la fuerza en la solución de los conflictos y en las relaciones con los demás. 

El modelo regulativo de la “condición bestial” y la “condición de humanidad” sugiere una síntesis que fundamenta una interpretación que subyace a diversos estudios y autores, donde incluso ya se encuentran estas dos categorías.  La “condición bestial” pone en evidencia una manera de comportarnos y relacionarnos, propia de las bestias que en el momento de dirimir una diferencia vital imponen la “ley del más fuerte” para decidirla; esto no es el rasgo específico de lo humano; éste tiene otras posibilidades, no acepta determinismos, puede trascenderlo con su razón, su inteligencia, su imaginación, sus convicciones morales y por la vía del Derecho justo y la política, para construir una realidad más propicia a su condición de tal.  Esa “condición bestial” constituye la negación de un ser caracterizado por su dignidad y se resignifica como una dimensión ontológica y por tanto en una negación óntica de un ser valorado como cualitativamente distinto y estimablemente superior; al ejercer la violencia y la guerra establece la negación de su ser-otro y, en esa “condición bestial” lo único que encuentra es su identidad con lo demás de la naturaleza y del mundo animal que tiene como signo distintivo la “ley del más fuerte” para relacionarse, identidad que es a la vez su diferencia y negación de sí mismo como ser digno.

 La “condición de humanidad” deviene de la concepción más generosa a que ha llegado el ser humano sobre si mismo al valorarse como cualitativamente diferente y estimablemente superior respecto a los demás seres de la naturaleza; desde este acumulado y este consenso ha forjado la conciencia de su dignidad y sus derechos adscritos por naturaleza.  Esta convicción la ha constituido como referente prioritario en los sistemas éticos y de valores para nuestro tiempo, cuyos principales documentos e instituciones como p.e.  la Declaración Universal de los Derechos Humanos tienen un gran valor prescriptivo, pero no sólo declarativo sino vinculante para los ámbitos del Derecho y el Poder.  La prioridad ontológica por su condición de ser un humano deviene de la singularidad de sus propiedades, la misma que lo faculta para constituirse en persona con un valor ad extra y un valor ad intra; de otra parte, la prioridad axiológica tiene como horizonte la humanidad misma, semejante dimensión ética solo es inherente a la “condición de lo humano”.  El valor de lo humano es devenido y deviene ontológica y axiológicamente, la condición propia de lo humano es la condición de “ser digno”; la dimensión ontológica revela una dignidad ontológica, radical, constitutiva de lo humano, la dimensión moral expresa una dignidad moral, relativa, en relación con y a los demás[295].  La “condición de humanidad” es la condición de la dignidad humana.

El neoiusnaturalismo recuerda que una decidida conciencia pública y ciudadana labrada a lo largo de esta procelosa historia ha convertido en valor moral y principio superior el reconocimiento de la Dignidad inherente a lo humano y los Derechos que le son inalienables y, que por tanto, esferas de la vida como la política y el Derecho se nutren en ellos y contribuyen a su protección, realización y desarrollo. 

La Violencia y la guerra, la “condición bestial” aparecen como la contraposición, como la antípoda, de aquella ganancia de la historia, de aquel sedimento que apuntala una existencia digna de lo humano; en aquellas se pone en peligro, se hace precario, puede perecer la “condición de humanidad”, puede reinar la barbarie, el dolor y el sufrimiento, puede violentarse lo más preciado de la existencia humana, su Dignidad. 

La reconceptualización de la Violencia y la Guerra, de la Noviolencia y de la paz, puede permitir una definición estipulativa más cercana a los contenidos y sentidos más al uso en las reflexiones morales, en el Derecho y la política, en las preocupaciones intelectuales impregnadas de una sensibilidad humanista y humanitaria tan necesario en estos tiempos.  Con ese instrumental conceptual se sientan bases de un modelo regulativo y si se quiere contrafáctico, alternativo y alterativo a las justificaciones interesadas e insensibles de la guerra y la violencia.  Desde este esfuerzo es que se puede erigir una solución teórica que no es ajena a los saberes al respecto que le preceden. 

La Noviolencia se constituye en el valor moral y principio superior cuya primacía exige la renuncia a la violencia; condenando por principio el recurso a la fuerza y considerando amargamente la degradación que significa el escenario lastimoso de la violencia y la guerra, es capaz de reconocer como un derecho de excepción la legítima defensa para proteger la vida y la Dignidad e impedir ser reducidos a esa “ condición bestial”, a una situación que atenta contra la condición de lo humano, dicho derecho aparece complementario o concurrente para restaurar y afirmar la universalidad de la “condición de humanidad”.  Pero asimismo, esta nueva Noviolencia hace suya como componente insoslayable la acción creadora para encontrar alternativas, que devalúen, desvirtúen y hagan carente de sentido el recurso a la fuerza; es una concepción que pone en evidencia lo vicioso del argumento que “en tanto peor, mejor”, pues éste está en absoluta contravía de la defensa de la Dignidad Humana y su protección, la que es violentada en cada momento y episodio en el que sus condiciones de posibilidad real se hacen precarias. 

Distintas a las justificaciones que defienden la violación de la condición digna de lo humano y sus derechos imprescriptibles, han dejado sentir su angustia por ello tod@s aquell@s quienes han defendido la “guerra justa” para conquistarlos o defenderlos; hay en esta tradición autorizadas y encomiables tesis que sin embargo muestran su debilidad en el no reconocimiento de entrada de la inmoralidad o moralidad negativa del acto de la violación de la vida y los derechos humanos que le es inherente a la acción violenta y, por tanto, no tienen la fortaleza de principios y convicciones para buscar salidas distintas, ni la sensibilidad para la repugnancia moral frente al daño y el sufrimiento producido, y por extensión no aportan a generar nuevos escenarios que hagan factible una vida buena y justa como el de la tolerancia, la libertad y el respeto a la diferencia; el proyectado sacrificio de la igualdad, la libertad y la diferencia a nombre de la justicia termina por lo general envileciendo a todas ellas.  El acumulado ético y de acción que deja el legado del movimiento de la Noviolencia y por la paz y sus más ilustres representantes, es una fortaleza que se reivindica en el modelo expuesto en este escrito. 

El aforismo “si quiere la paz, prepárate para la paz”, la máxima “Dignidad o Violencia”, a que se alude en el desarrollo de esta propuesta se sintetiza en la sentencia breve pero rica en contenido con que se titula este estudio: “Dignidad y Noviolencia”.  Es un aporte a esta tradición para fortalecerla y defenderla, para la reflexión y la acción. 

- Oliverio Gómez Hernández
Lic.  Filosofía, Sociología
Mg.  Etica y Filosofía política

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ZULETA, Estanislao.  Colombia.  Violencia, democracia y Derechos Humanos.  Bogotá: Altamir, 1991. 



[1] NERUDA, Pablo.  Confieso que he vivido. Barcelona: Círculo de lectores, 1976, p295.

[2] ROIG, Arturo Andrés.  “La concepción de la historia en el desarrollo de nuestro pensamiento: respuestas a los postmodernos desde América Latina”.  En: Revista Análisis CFL.  Vol.  XXIX, Nº56.  Bogotá: USTA, 1992, p32. 

[3] Sánchez Vásquez, Adolfo.  Ética.  México: Grijalbo, 1969, p56.

[4] Para no entrar en esa insoluble discusión se concibe aquí que, parafraseando a Bobbio, “la una es la otra cambiada de nombre pero no de esencia”.  Autores como Savater y otros prefieren esta salida y usan “moral” y “ética” en la misma acepción.  Se aludirá a una moralidad positiva o valores morales en contraste con una moralidad negativa o de antivalores.

[5] El término “paz” usualmente aparece como antónimo de guerra, pero también aparece empleado contrapuesto a la violencia en general.  Aquí perfectamente podría ser reemplazado por la categoría NoViolencia (inviolencia, aviolencia, disviolencia).  Sus equivalentes en otras culturas, en cualquier caso se identifican en su referencia a la exclusión del uso de la fuerza (caso ahimsa,, shalom, hoa binh,, etc.) Una definición estipulativa de la misma se propondrá en este escrito.

[6] HERACLITO.  Fragmentos.  La sabiduría presocràtica.  Madrid: Sarpe, 1985, p44

[7] Ibidem p35

[8] BOLOTIN, David.  « Tucídides ».  En: Strauss, D.  et.  al.  Historia de la filosofía política.  México, FCE, 1996, p28.

[9] PLATON.  “Gorgias o de la retórica”.  Diálogos.  México: Porrúa, 1984, p.171.

[10] PLATON.  La R epública”.  Diálogos.  Bogotá: Universales, sf, p.31.

[11] Imperium: conjunto de poderes civiles y militares, poder de mando, que tenían algunos magistrados de mayor rango el cual se manifestaba por una orden; solo estaba controlado por la intercessio o veto de otro magistrado colega.

[12] BOBBIO, Norberto.  Estado, gobierno y sociedad.  Bogotá: FCE, 1997, P107. 

[13] Maquiavelo.  El Príncipe.  Madrid, Sarpe.  1983, p.  109.

[14] Idem.  P149

[15] Maquiavelo, N.  Discursos sobre la primera década de Tito Livio.  Madrid: Alianza, 1987, p57.

[16] “ Todo cuanto se establece en una sociedad para el bien común de los hombres..  resultarían vanos si nó se dispusiera de mecanismos que las defendiesen”.  MAQUIAVELO, N.  Del arte de la guerra.  Madrid: Tecnos, 1995, p6

[17] HOBBES, Thomas.  Leviatán.  México, FCE, 1994, P.  118.

[18] LOCKE, Jhon.  Ensayos sobre el gobierno civil.  En: Carta sobre la tolerancia y otros escritos.  Barcelona, Grijalbo.  1975.  p.  92.

[19] KANT, I.  La metafísica de las costumbres.  Bogotá: Rei, 1995, p141. 

[20] Idem, p183.

[21] HARRIS, Marvin.  El desarrollo de la teoría antropológica.  Madrid, Siglo XXI, 1978, p194. 

[22] HEGEL.G.W.F.  Filosofía del Derecho.  México:UNAM, 1985, p323.

[23] HEGEL.  Op cit.  P.69.

[24] HEGEL.  Op cit, p.106.

[25] HEGEL.  G.W.F.  Filosofía del derecho.  México UNAM, 1985.  p 319.

[26] Íbidem. 

[27] HEGEL.  Lecciones sobre la filosofía de la historia universal.  Madrid, Alianza, 1980, p.48.

[28] HEGEL, G.W.F.  Op.  Cit.  p72.  97

[29] NIETZSCHE, Federico.  La voluntad de poderío.  Madrid, EDAF,1981, p84.

[30] NIETZSCHE,F.  “Humano, demasiado humano”.  Obras Completas TI.  Buenos Aires: Aguilar,1966, p421.

[31] SCHELER, Max.  Citado en: LUKACS, George.  El asalto a la razón.  Barcelona: Grijalbo, 1976, p272.

[32] MARX, Carlos.  El Capital.  México, Siglo XXI, 1998, Vol 3, p 940.

[33] Clausewitz, K.  V.  De la Guerra.  Medellín, Zeta, 1972, p.  37.  La guerra es “la continuación de las transacciones políticas con la entremezcla de otros medios”, tal es la traducción que aporta Sampson, Anthony; ella no altera la valoración que se hace de la misma en este texto.  Ver: Sampson, Anthony.” Estado, violencia y guerra según Freud”.  Los filósofos, la política y la guerra.  Cali: UniValle,2002,p162. 

[34] Weber, Max.  Ciencia y política.  Buenos Aires, Leviatán, 1989, p 80, 84.

[35] Weber, M.  Economía y sociedad.  México, FCE, 1977, p.44.

[36] Bobbio, Norberto.El problema de la guerra y las vías de la paz.  Barcelona, Gedisa: 1992.  p.63.

[37] Ibid, p.70.

[38] Citado en : PUYANA, Gabriel.  Op.  Cit.  p105.

[39] BOBBIO.  Idem p 60-70.  Entre los socialdarwinistas incluye a Nietzsche, Sorel, Gumplowicz y Pareto entre otros.

[40] Ib.  P93.

[41] BOBBIO, N.  El Tercero Ausente.  Madrid: Cátedra, 1997, p224.

[42] Dada la intención sólo ilustrativa de éste tema, para mayor información ver: VERSTRYNGE, Jorge.  “La guerra eficiente”.  Revista el Viejo Topo.  Nº 193, Mayo.  Barcelona: Ed.  I.C., 2004, p45.  RODRIGUEZ, Eric.  “Política y guerra en el pensamiento de Carl Schmitt”.  Los filósofos, la política y la guerra.  Ed.  Cit., p184.  ZOLO, Danilo.  “De la guerra moderna a la guerra global”.  No en mi nombre.  Guerra y derecho.  Madrid: Trotta, 2003, p188.  MUNKLER, Herfried.  Viejas y nuevas guerras.  Madrid: Siglo XXI,2003, p10

[43] FERRAJOLI, L.  Op.  Cit., p221.

[44] MARTÍNEZ, Francisco.  “Guerra justa y lucha contra el terrorismo”.  Op.Cit., p59.

[45] KALDOR, Mary.  Las nuevas guerras.  España: Editorial Criterios, 2001.  Introducción.  Internet.

[46] CLAUSEWITZ, K.  v.  Op.  Cit.  p14.

[47] Citado en .  PUYANA, Gabriel.  “Teorías de la guerra en Moltke y Liddell Hart”.Revista de Estudios Sociales No.15 Guerra II.  Ed.  Cit.  p110

[48] Harris, Malvin.  Caníbales y Reyes.  Barcelona, Salvat, 1986.  p.  44.

[49] FREUD, S.  “La desilusión provocada por la guerra”.  De guerra y muerte.  Obras completas T.  XIV.  Buenos Aires: Altamir, 1990, p 282. 

[50] FREUD, S.  “Carta al Dr.  Frederik van Eeden.  Op.  Cit.  p 302. 

[51] EINSTEIN, A.  Freud, S.  ¿Por qué la guerra?.  Habana: Eficiencias Sociales, 1991, p20

[52] Fromm, Erich.  Ética y Psicoanálisis.  México, FCE, 1994, p.  48.

[53] MORRIS, Desmond.  El mono desnudo.  Barcelona: Orbis, 1985, p114.

[54] KIMBLE, Charles, et al.  Psicología social de las Américas.  México: Pearson Educación, 2002, p379. 

[55] La “guerra como fiesta” a que alude E.  Zuleta constituye un clímax algo aceptable como tal –lo que el autor no reconoce- solo en un grupo desquiciado o una cultura enferma.  Ver: Sobre la guerra.  En: Zuleta, Estanislao.  Colombia, Democracia y Derechos Humanos.  Bogotá, Altamir, 1991, p 110.  Sobre la educación para la guerra son muy ilustrativas las referencias al respecto en la obra de Malvin Harris citada.

[56] ARENDT, H.  Op.  Cit.  p159.

[57] Marx, Carlos.  Manuscritos económicos – filosóficos.  Madrid, Alianza, 1985, p 112.

[58] Citado en: Bobbio, Norberto.  El problema de la guerra y las vías de la paz.  Barcelona, Gedisa.  1992, p 19.

[59].  Tugendhat, Ernst.  Etica y política.  Madrid: Tecnos, 1992, p138

[60] BOLIVAR, Simón.  Proclama a la provincia de Cundinamarca.17.12.1814.  Obras completas.  Vol.  II.  Caracas: Piñango, sd, p1075.

[61] BOLIVAR, S.  Manifiesto a sus conciudadanos, 9.08.1813.Bolivar, S.  Proclamas y discursos.  Bogotá, FICA, 2001, p36.

[62] BOUTHOUL, Gastón.  “Las guerras”.  PICON, Gaëtan.  Panorama de las ideas contemporáneas.  Madrid: Guadarrama, 1965, p226.

[63] Freud, Sigmund.  Carta a Einstein.  Por qué la guerra.  Habana: EdiCiencias Sociales, 1991, p22.

[64] ARENDT, Hannah.  Sobre la Violencia.  Crisis de la Repùblica.  Madrid: Taurus, 1998, p155.  En lo que no hay validez es en su acepción de “poder” como opuesto a “violencia”; la autora misma da cabida a la noción de “poder que haya tras la violencia” lo que evidencia una contradicción en su argumento.

[65] BOLIVAR,S.  Ed.  Cit.  Vol.  I.  p222

[66] BOLIVAR,Simón.  Carta a Santander.11.I.1820.Obras Completas.  Ed.  Cit.  Vol.II, p410.

[67] ARENDT, Hannah.  Op.  Cit.  p112.

[68] S.  Rhadakrishnan.  Op.  Cit.  p302

[69] Recordemos que la frase de Bolivar en su carta a Paez el 26.01.1828: “..la violencia de la fuerza arrastra consigo los principios de su propia destrucción” concibe una como expresión de otra pero no diferentes y concibe la posibilidad de la hipertrofia de la fuerza; el uso de esos términos aparece unido y en la generalidad de sus alusiones a ellos indiferenciado.  Lo mismo se puede decir de una vasta literatura al respecto. 

[70] Citado en: Arendt, Hannah.  “Sobre la violencia”.  Crisis de la República.  Madrid: Taurus, 1998, p140. 

[71] Bobbio, N.  Op Cit.  p34,94

[72] Arendt, H.  Op Cit p111

[73] Para Günter Anders quien defiende que “la única salida es la violencia” contra los que “llevan el mundo a la muerte” para así luego imponer la noviolencia, incluso tal hipótesis lo desmiente.  Infra 277

[74] Bobbio, N.  Op Cit p72

[75] Subirats, E.  “Guerra Indefinida.”América Latina y la guerra global.  México: FCE, 2004,171

[76] Spengler, Oswaldo.  Citado por: Lukacs, George.  El asalto a la razón.  Barcelona: Grijalbo, 1976, p383

[77] Esta es una enriquecedora alternativa que ya otros tratadistas de la noviolencia han expuesto.

[78] Harris, Malvin.  Op cit.  p.  81. 

[79] Grau Biosca, Elena.  “Sobre Tres guineas” de Virginia Wolf”.  Prat, Enric (ed.).  Pensamiento pacifista.  Barcelona : Icaria, 2004, p.  91ss. 

[80] Harris, M.  Op.  cit.  p.  96. 

[81] Aristóteles.  La Política (1256b).  Barcelona: Orbis, 1985, p46.  También en: Politeia.  Bogotá: ICC LXXXIV,1989, p149.  Se cita como “guerra naturalmente justa”.  En otras traducciones como “legítima”.  Bogotá: Universales, 1981, p.  35. 

[82] Coicaud, Jean- Marc.  Legitimidad y Política.  Rosario: Homo Sapiens, 2000, p.  30. 

[83] SCHMITT, C.  “El concepto de lo político”.  Citado en: GARCÏA, José y VIDARTE, Francisco.  Guerra y filosofía .  Valencia : Tirant lo blanch, 2002, p149.

[84] Bobbio, N.  El problema de la guerra y las vías de la paz.  Ed.  Cit.  p.100. 

[85] Coicaud, J.M.  Op.  cit.  pág.  31. 

[86] ________.  Ibidem.  pág.  89. 

[87] Bobbio, N.  Estado, gobierno y sociedad.  Ed.  Cit.  Pág.  120.  Aquí este filósofo del Derecho propone seis principios de legitimación. 

[88] Arendt, Hannah.  “Sobre la violencia”.  Crisis de la República.  Madrid: Taurus, 1998, p154. 

[89] Bobbio, N.  Estado, gobierno y sociedad.  Ed.  cit.  p.  120. 

[90] Habermas, Jürgen.  ¿ Cómo es posible la legitimidad por vía de legalidad?.  Escritos sobre moralidad y eticidad.  Barcelona: Paidós, 1998, p.  160. 

[91] Gómez, Jesús.  Legítima defensa.  Bogotá: Doctrina y Ley, 1997, p29 ss.

[92] “Aquellos que observan sin tomar partido, los afligidos por la pena, los que están dormidos, los sedientos, los fatigados, los que vagan por los caminos, los que tienen a mano una labor inacabada o los que descuellan en una de las bellas artes”.  S.V.  Viswanatha.  “Internacional Law in Ancient India”.  Bombay: 1925, p156.  Citado por: Walzer, Michael.  Guerras justas e injustas.  Barcelona: Paidós, 2001, p 80.

[93] “De modo semejante cuando al crimen pequeño se le considera delito, pero a un crimen enorme cual es el de atacar a un país, se le aplaude como un acto justificado, ¿puede decirse que esto sea conocimiento de la diferencia entre lo justo y lo injusto? Kiang, Ch’i Ch’ao.  Chinese Political Thought.  London: Kegan Paúl, Trench, Trubner & Co.  Ltd, 1930,p 97.  Citado por: Barrera, Jaime.  “Someter al enemigo sin librar combate”.  Guerra I.  Revista de Estudios Sociales.  No 14.  Bogotá: RES, 2003, p15

[94] “La furia se puede volver alegría y la ira volverse encanto, pero una nación destruida no se podrá restaurar y los muertos no volverán a la vida.  Un gobierno ilustrado se cuidará de esto y un buen mando militar estará también alerta”.  Sun Tzu.  El arte de la guerra.  Bogotá: Tercer Mundo, 1997, p111

[95] “La guerra es una monstruosidad humana, pero la esclavitud es la peor afrenta que los pueblos pueden sufrir” Mana Puric (No pasarán)”.  En: Latinoamérica indígena.  Relatos y Leyendas.  Bogotá: ECOE, sf, p 107.

[96] “No pienses que soy tan bárbaro que no conozca el bien de la paz..y la estimación que debo hacer de la amistad..  la que diera desde luego si no conociera vuestras mañas..  hacernos reventar con pesadas cargas ..malos tratos y muertes” Fray Pedro Simón.  Noticias historiales de las conquistas de Tierra Firme.  Citado en: América 500 años.  Bogotá: ER, 1992, p 12.

[97] “Dios no ama a los agresores”.  El Corán (Azora 2,186).  Barcelona: Plaza & Janés, 1980, p78.

[98] “Puede ser que el principio de las guerras sea injusto” (1255).  En: ARISTÓTELES.  Op cit p 41.

[99] Cicerón,M.T.  Op Cit.  P 47 “No hay guerra alguna justa sino la que se hace habiendo precedido la demanda y satisfacción de los agravios, o la intimación y declaración con las debidas formalidades”.

[100] Ese paso tiene “sus explicaciones terrenas”, bien lo recuerda Rodolfo de Roux.  De guerras “justas” y otras utopías.  Bogotá: Nueva América,2004,p21.

[101] ¿Qué te parece a ti como tienes conmovido y turbado todo el mundo? Más porque yo ejecuto mis piraterías con un pequeño bajel me llaman ladrón y a ti, porque las haces con formidables ejércitos, te llaman rey.  Agustín de Hipona.  La ciudad de Dios (IV, 4) México, Porrúa, 2000 p 82

[102]Agustín.  La ciudad de Dios ( I,1).  Ed.  Cit.  p3

[103] Esta idea de los dos orígenes, divino y humano, se encuentra en el lúcido ensayo inédito de Juan Carlos Castañeda “Concepto de guerra en Agustín de Hipona”.

[104] “ Si el mismo pueblo llega a pervertirse de manera que los ciudadanos pospongan el bien público al privado, si venden sus votos y, corrompido por los ambiciosos, entrega el mando de la República a hombres malvados y animales, como él.  ¿no es verdad que si hay algún varón recto y además poderoso, hará muy bien en quitarle a ese pueblo la potestad de distribuir los honores, y concentrar este derecho en manos de pocos buenos, o también de uno solo?”.  Agustín “El libre albedrío”(I,VI,14) T.III.  Obras de San Agustín.  Madrid:BAC,1982, p231.

[105] “Aún con la guerra buscan la paz, pero ninguno con la paz busca la guerra”.  Agustín de Hipona .  La ciudad de Dios.  Ed.  Cit., p 479.

[106] Agustín.  El libre albedrío (I,VI,15).  Ed.  Cit.  P233.

[107] Agustín.  La Ciudad de Dios ( XIX,28).  Ed.  Cit.  P 495

[108] Buchheim, Hans.  Política y poder.  Barcelona: Alfa, 1985, p199

[109] AQUINO, Tomás.  Suma Teológica (II, II, C 40, a 1).  TVII.  Madrid: B.  A.  C.  , 1959, p.  1075. 

[110] Tomás de Aquino, Op.  Cit.  II, II, c40, a2.

[111] Así lo considera p.e.  Rigaux, Francois.  “ La doctrina de la guerra justa”.  No en mi nombre.  Guerra y derecho.  Madrid: Trotta,2003, p91

[112] Walter, M.  Op.  Cit.  P45.

[113] Tomás de Aquino.  Opúsculo sobre el gobierno de los príncipes.  (I,IX).  México: Porrúa, 2000, p272

[114]Carta de Pablo a los romanos” 13,4.  Citado por Tomás de Aquino.  Suma teológica.  Ed.  Cit.  II, II, c40, a1.

[115] Bobbio recuerda que los criterios de legitimación pueden ser favorables ex parte principis o ex parte populi.  Bobbio, N.  Estado, gobierno y sociedad.  Ed.  Cit p124.

[116] Medievales cristianos como Isidoro de Sevilla (570-636), Henricus De Segusia ( 1200 -1271), Alberto Magno (1206-1280 ), Francisco de Vitoria (1492-1546), Bartolomé de las Casas (1474-1566), Francisco Suarez (1548-1617), Belarmino ( ), Caetano (Tommaso de Vio 1469-1534 ), Marcilio de Padua (1275-1342).

[117] Citado por: Mechthild, Dreyer.  “Se llama guerra a lo que es apenas un mínimo bien”.  Guerra I.  Revista de Estudios Sociales No.14.  Ed.  Cit.  P135

[118] Suarez, Francisco.  Guerra, Intervención, Paz Internacional.  Sl, sn, sf, p58

[119] En estas referencias recojo el aporte del juicioso estudio de Rigaux, F.  Op.  Cit.  p108

[120] Moro, Tomás.  Utopía.  Madrid: Sarpe, 1984, p100..  “..el que un pueblo tenga árido, infructuoso y deshabitado su suelo y niegue su utilización y posesión a los que por ley natural deben encontrar en él su sustento”.

[121] Campanella, Tomaso.  La ciudad del sol.  Utopías del Renacimiento.  Sl, Víctor Hugo, sf, p61.

[122] Montesquieu.  Del espíritu de las leyes.  Madrid: Sarpe, 1984, p153.

[123] Rigaux, Op.  Cit.  p115

[124] Kelsen, Hans.  La paz por medio del derecho.  Madrid: Trotta, 2003, p39.  También en: Teoría general del Estado.  México: Nacional, 1965, p164

[125] Rigaux, Op.  Cit.  , p123

[126] Waltzer, M.  Op.Cit.  p99.  ss

[127] Ibid.  P160

[128] Rawls, John.  El derecho de gentes.  Barcelona: Paidós, 2001, p110

[129] Rawls.  J.  Teoría de la justicia.  México: FCE, 1997, p344. 

[130] “ Por derecho de gentes entiendo una concepción política particular de la equidad y la justicia que se aplica a los principios y las normas del derecho internacional y su práctica”.  En: Rawls, J.  El derecho de gentes.  Ed.  Cit.  P13.

[131] Locke, John.  Dos ensayos sobre el gobierno civil.  Buenos Aires: Aguilar, 1965, p232.

[132] Ibid.  p183

[133] Hobbes, Tomas.  Leviatan.  Madrid: Sarpe,1983, p142.

[134] La segunda Declaración, la de 1793, señala que la resistencia a la opresión es “la consecuencia de los demás derechos” y que la insurrección es “el más sagrado de los derechos y el más indispensable de los deberes”.  También prescribe el tiranicidio.

[135] Ruiz Miguel.”Paz y guerra”.  Filosofía política II.  Teoría del Estado.  Madrid: Trotta, 1996, pp 250-253.- Citado por: Papachinni, A.  “La ética ante el desafío de la guerra”.  Problemas actuales de filosofía.  Bogotá: UniLibre, 2000, p86.

[136] Ibid.  p87.

[137] Bobbio, N.  El problema de la Guerra y las vías de la paz.  Ed.  Cit.p98.

[138] Ver p.e.  Lenin.El socialismo y la guerra.  Moscú:Progreso,sf, p24.  Mao, T.Selección de escritos militares.  Pekín:ELE,1967, p87.  Truong Chinh - Vo Nguyen Giap.  Estrategia y táctica de la resistencia vietnamita.  Sl,Oveja Negra, 1972, p100. 

[139] Bobbio defiende la tesis que las guerras de liberación nacional y las revoluciones se inscriben en el tipo de guerra-fuente.  En: Bobbio, N.  El problema de la guerra y las vias de la paz.  Ed.  Cit.  p105.

[140] Ibid.  p97.

[141] Bobbio, N.  El problema de la guerra y las vías de la paz.  Ed.  Cit.  p.60.

[142] HOYOS, Ilva.  De la dignidad y de los derechos humanos.  Bogotá: Temis, 2005, p.116.

[143] PAPACCHINI, Angelo.  “La ética ante el desafío de la guerra”.  Problemas actuales de filosofía.  Bogotá: Unilibre, 2000, p.72.

[144] Bobbio, N.  Estado, gobierno y sociedad.  Ed.  Cit, p.123.

[145] DE HIPONA, Agustín.  La ciudad de Dios.  Ed.  Cit, p.82.

[146] Bobbio, N.  Ed.  Cit.  p.  60. 

[147] Marx, Carlos.  Crítica de la filosofía del Estado de Hegel.  México: Grijalbo, 1989, pág.  41. 

[148] “ El poder es la guerra, la guerra continuada con otros medios”.  FOUCAULT, Michael.  “Curso del 7 de Enero de 1976”.  Microfísica del poder.  Madrid: La Piqueta,1992, p135.  “El Derecho es una cierta manera de continuar la guerra” y “la política es la guerra continuada por otros medios”.  Foucault, Michael.  Genealogía del racismo.  Citado por: ABELLO, Ignacio.  “El concepto de la guerra en Foucault”.  Revista de estudios sociales Nº 14.  Bogotá: Uniandes, 2003, p 71.  También en el mismo sentido se ubica el planteamiento de Walter Benjamín en su escrito “Para una crítica de la violencia” de que “toda violencia es, como medio, poder que funda o conserva el Derecho”.

[149] FRIEDRICH, Carl J.  La filosofía del Derecho.  México: F.C.E., 1997, p.  261. 

[150] FRIEDRICH, C.J.  Op.  Cit.  p.  259. 

[151] BOBBIO, N., BOVERO, M.  Sociedad y Estado en la filosofía Moderna.  Bogotá: FCE, 1997, p.  38 ss. 

[152] Citado por: FRIEDRICH, C.J.  Op.  Cit.  p.  269. 

[153] “...la ley, en tanto derecho injusto, tenga que ceder ante la justicia”.  Esto lo que reafirma es la exigencia de moralidad del Derecho, la prioridad de la justicia y por tanto de la moral, y la invalidez del Derecho injusto.  No es entendible que el comentarista de Radbruch concluya otra cosa.  Ver: RADBRUCH, Gustav.  “Arbitrariedad legal y derecho supralegal”.  Citado por: DREIER, Ralph.  “Derecho y Moral”.  En: Garzón, Ernesto (comp.) Derecho y Filosofía.  Barcelona: Alfa, 1985, p.  82. 

[154] “La fuerza no es gobierno”.  Bolívar.  Op cit.  supra.  27.  También está en Rousseau. 

[155] A propósito de la metáfora kantiana y mística. 

[156] Habermas, Jürgen.  “¿Cómo es posible la legitimidad por vía de legalidad”.  Escritos sobre moralidad y eticidad.  Barcelona: Piados, 1998, p.  159. 

[157] Habermas, J.  Op.  Cit.  p.  168. 

[158] Ferrajoli, L.  Op.  cit.  p.  30, 31. 

[159] HOYOS, Ilva.  De la dignidad y de los derechos humanos.  Bogotá: Temis, 2005, p124.

[160] Es una “ley que fluye del logos del mundo” en: Dilthey, W.  Historia de la filosofía.  México: FCE, 1979.  Pág.  79.

[161] “El individuo se sentía inserto y articulado en el orden del mundo y en la humanidad como tal”.  W.  Nestle.  Historia del espíritu griego.  Citado por: VARVAROUSSIS, París.  La idea de la paz.  Bogotá.  Temis.  1996.  Pág.  38.

[162] El mandamiento “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” será el emblema cristiano que estará en la fuente del principio de la igualdad.  Mateo 22, 39.  La Santa Biblia.  México.  SBU, 1960.  Pág.  901.

[163] Las “cuatro nobles verdades”, el “sendero octuple” y los “diez mandamientos” budistas revelan una particular preocupación por lo humano.  Ver: Joyas de las literaturas orientales.  México: Ediciones Pavlov, 1944.  Pág.  202 ss.

[164] Por todo lo anterior es que no se entiende la unilateralidad del planteamiento de Nino que adscribe el principio de la dignidad a una aceptación privilegiada y absoluta de las decisiones voluntarias y el consentimiento de los individuos, dejando de reconocer de modo más integral y complejo lo humano y el valor de los derechos colectivos y el bien común que pone restricciones ineludibles a las opciones particulares.  Ver: NINO, Carlos.  Ética y Derechos Humanos.  Buenos Aires: Paídos, 1984, P.  287.

[165] KANT, I.  Fundamentación de la metafísica de las costumbres.  Barcelona: Ariel, 1996, p.199.

[166] Ídem.

[167] Esta definición en lo fundamental, con algunas diferencias, se encuentra expuesta en: PAPACCHINI, Angelo.  Filosofía y derechos humanos.  Cali: Univalle, 1994.  P.  22.

[168] TAYLOR, Charles.  El atomismo.  En: Betegón, J.  et al.  Derecho y moral.  sl, sn, sf.  pag 109.

[169] “Desde su interioridad no deja de hablar también la comunidad social a que pertenece”.  SÁNCHEZ VÁSQUEZ, Adolfo.  Ética.  México: Grijalbo, 1969.  P.  64.

[170] TAYLOR, Ch.  La política del reconocimiento.  México: FCE, 1994.  P.  67.

[171] PAPACCHINI desarrolla de modo muy sugerente la contraposición Dignidad-Violencia.  Sin embargo, su bien intencionada diferenciación entre violencia y fuerza termina sacrificando a favor de ésta última lo que se condena con la primera, afectando de paso la lógica misma de su argumentación.  Ver: PAPACCHINI, Angelo.  “Dignidad y violencia”.  Ética y política.  Revista Praxis No.5.  Cali: Univalle, 1995.  P.  36.

[172] BACON, Francis.  Novum Organon.  Barcelona: Orbis, 1984, p81.  “..sólo se ejerce imperio en la naturaleza obedeciéndola”.

[173] MARX, Carlos.  Manuscritos de economía y filosofía.  Madrid: Alianza Ed., 1985, p111.  “Que la vida física y espiritual del hombre está ligada con la naturaleza no tiene otro sentido que el de que la naturaleza está ligada consigo misma, pues el hombre es una parte de la naturaleza”. 

[174] Es sugestiva la distinción entre uso protector de la fuerza y uso punitivo.  Ver: MARSHALL, Rosemberg.  Comunicación no violenta.  Barcelona: Urano, 2000, p 167.

[175] Es ésta una categoría sugerida desde el interesante artículo de: Palacio, Roberto: “La agresión y la guerra desde el punto de vista de la etología y la obra de Konrad Lorenz.  Guerra I.  Revista de Estudios Sociales.  Bogotá: UniAndes, Número 14, 2003, p52.

[176] Introduzco las categorías “violencia proactiva” (expresiva e instrumental) y “violencia reactiva” (de defensa) apoyado en los denominados tipos de agresión proactiva ( o instrumental ) y reactiva.  Señalo que falta, sin embargo, incluir una categoría para un tipo de agresión que no tiene necesariamente un objetivo establecido transformándose en un fin en si misma, a ésta la denomino “violencia expresiva”.  Para mayor ilustración ver p.e.  Chaux, Enrique.  “Agresión reactiva, agresión instrumental y el ciclo de la violencia”.  Guerra II.  Revista de Estudios Sociales.  Bogotá: UniAndes, Número 15, 2003, p49.

[177] “la guerra es… un acto de fuerza para imponer nuestra voluntad al adversario” CLAUSEWITZ, KV ( Infra nota 70 )

[178] Así parece sugerirlo el autor citado a continuación en su sugerente estudio del tema.  ABELLO, Ignacio.  Violencias y culturas.  Bogotá: Alfaomega, 2003,pag 6

[179] Martínez, Francisco.  “Guerra justa y lucha contra el terrorismo”.  Guerra, terrorismo y derechos humanos.  Revista Papeles de la FIM Nº 19.  Barcelona: EIC, 2002, p59.  Aquí el autor citado recuerda, en el sentido de Mary Kaldor, que las guerras del siglo XX y XXI cambiaron su estatuto como violencia regulada en el sentido clásico. 

[180] Hobbes a nombre del “realismo” afirmará que la sola voluntad de luchar ya constituye un acto de guerra cayendo en una confusión significativa entre la posibilidad, probabilidad y realidad del acto de guerra.  Por eso su pesimista pero poco realista convicción de que “…la naturaleza de la guerra consiste no ya en la lucha actual, sino en la disposición manifiesta a ella durante todo el tiempo en que no hay seguridad de lo contrario.  Todo el tiempo restante es de paz”.  En: HOBBES., Thomas.  Leviatán.  Madrid: Sarpe, 1983, p136. 

[181] Rhadakrishnan, Sarvepalli.  Religión y sociedad.  Buenos Aires: Suramenricana, 1955, p281. 

[182] No se puede aceptar por ello que la guerra es “por naturaleza” un uso de la fuerza desmesurado e incontrolable, dirigido al aniquilamiento del adversario” como lo propone Ferrajoli, L.  Ver: Ferrajoli, Luigi.  Razones Jurídicas del pacifismo.  Madrid: Trotta, 2004, p33.

[183] Clausewitz, Karl von.  De la guerra.  Medellín: Zeta, 1972, p11.

[184] FERRAJOLI, Luigi.  Op.  Cit.  p 31. 

[185] BOBBIO, Norberto.  El problema de la guerra y las vías de la paz.  Barcelona: Gedisa, 1992, p199.

[186] COROMINAS, J.  y PASCUAL, J.A.  Diccionario crítico-etimológico castellano e hispánico.  Gredos, p972

[187] PAPACHINNI, Angelo.  Los Derechos Humanos y la paz.  Bogotá: Imprenta Nacional, 1997,p15

[188] ARISTOTELES.  La Política (1253a).  Bogotá: ICC LXXXIV, 1989, p137.  También en la edición Bogota: Universales, 1981,p26

[189] Cicerón, M.  T.  Los oficios.  Madrid: Aguilar, 1945, p45

[190] MAQUIAVELO, Nicolás.  El príncipe.  Madrid: Sarpe, 1983, p107.  “ ..hay dos maneras de combatir: una con las leyes y otra con la fuerza; la primera es propia del hombre, la segunda lo es de los animales”.

[191] AQUINO, Tomás de.  Tratado de la justicia.  México: Porrua, 2000, p169. 

[192] ERASMO de Rótterdam.  Elogio de la locura.  Madrid: Sarpe, 1984, p177

[193] HOBBES, Thomas.  Leviatán.  Madrid: Sarpe, 1983,p 137

[194]LOCKE:, John.  Dos ensayos sobre el gobierno civil.  Carta sobre la tolerancia y otros escritos.  México Grijalbo, 1975, p92.

[195] KANT, Inmanuel.  La paz perpetua.  México, Porrúa, 1998, p 219

[196] Idem Op.  Cit.  p 225

[197] Ibid.  P219

[198] Idem Op Cit p232

[199] SCHMITT, Carl.  “El concepto de lo político”.  Citado en: GARCÍA, José y VIDARTE, Francisco.  Guerra y filosofía.  Valencia: Tirant lo blanch, 2002, p.152.

[200] Ídem.  Op cit p.149.

[201] Habermas había ya hecho una crítica significativa a esta idea de lo humano y lo bestial en C.  Schmitt.  Ver: HABERMAS, J.  La inclusión del otro.  Barcelona: Paidós: 1999,p184.

[202] Citado en: Marx,Carlos.  Disertación: Diferencia entre la filosofía de la naturaleza según Demócrito y según Epicuro.  Caracas: Edi UCV, 1973, p34

[203] BOLÍVAR, S.  Carta a Santander, 23-11-1820.  Bolívar el hombre de América.  Herrera, Juvenal Medellín: Convivencias, 2001,P 213

[204] FERRAJOLI, Luigi.  Op.  Cit.  p32.

[205] Así aparece sugerido en el artículo de Sampson, Anthony.  “Estado, Violencia y guerra según Freud”.  Los filósofos, la política y la guerra.  Cali: UniValle, 2002, p143.

[206] MARX, Kart.  Manuscritos de economía y filosofía.  Madrid: Alianza Ed., 1985, p.112.

[207] Aquí dispongo de una categorización muy afortunada de la dignidad, al margen de la orientación tomista de su autor.  HERVADA, Javier.  “Los derechos inherentes a la dignidad de la persona humana”.  Citado en: HOYOS, Ilva.  De la dignidad y de los derechos humanos.  Bogotá, Temis, 2005, p.88.

[208] LOPEZ, Mario.  La noviolencia como alternativa política.  En: Muñoz, Francisco.  La paz imperfecta.  Granada: Ed.  Universidad de Granada, 2001, p.181.

[209] REYES Mate, Manuel.  La razón de los vencidos.  Barcelona: Anthropos, 1991, p92.

[210] Hay asociación de la paz con una tranquilidad interior, un equilibrio con la naturaleza y el cosmos, un orden colectivo ideal y el cese de una confrontación violenta generalizada: paz interior, paz metafísica, paz social y paz política, es decir no intranquilidad personal, no desarmonía exterior, no desorden social y no guerra.  La guerra es la antípoda de la paz política, así se siga usando también en sentido figurado.

 

[211] “Dennos muchos buenos caminos que sean anchos, y dennos la paz quieta y sosegada, la

 tranquilidad, la buena vida, las buenas costumbres, la amabilidad, la bondad en nuestro ser”.  Popol Vuh (Libro de la comunidad ).  Recoge la cosmogonía y relata la vida del pueblo Quiché.

[212] “Para ordenar el mundo ordenar primero la vida nacional, para esto regular primero la vida familiar, para ello cultivar primero la vida personal, por ello ocuparse primero de poner en orden el corazón, procurar la sinceridad de la voluntad, para esto ocuparse primero de sus conocimientos...  y así entonces hay paz en el mundo”.

[213] Las referencias anteriores están recogidas en la compilación inédita “Ética de todos y para todos” del autor de este escrito.

[214] Rhadakrishnan.  Op cit p 284

[215] Gandhi.  Non –Violence in peace and war.  En: Mertón,Thomas.  Gandhi y la no violencia.  Barcelona, Paidos, 1998, p 60

[216] Rhadakrishnan.Op cit.  p 287

[217] Levítico 26,6; Exodo 23,23 y Deuteronomio 20,17; Salmos 34,14 y Salmos 144.1 En: La Santa Biblia.  Corea.  SBU, 1960. 

[218] Idem.  Mateo.  5,39.  Pero el teólogo hebreo Pinchas Lapide considera que se ha hecho una equivocada traducción sugiriéndose como la más adecuada “no rivalizar en hacer el mal”.  Citado por Arias Gonzalo.  El proyecto político de la no-violencia.  Madrid.  Utopía, 1995, p 48

[219] Mateo.  10,34 y Lucas 12,51

[220] Carta de Pablo a los Romanos.  13,4

[221] Hechos 10,36

[222] Citado por: Francois, Rigaux.  La doctrina de la guerra justa.  En: No en mi nombre.  Guerra y Derecho.  Ed.  Citada p 94

[223] “Quien deseoso de trabajar fuertemente por la paz, aprovecha toda oportunidad para afianzarla, puede confiar en que le hará echar raíces”.  Erasmo.  Querela Pacis.  Citado por Varvaroussis, Paris.  La idea de la paz.  Bogotá:Temis, 1996, p 63.

[224] “Aunque la guerra sea tan feroz que esté hecha para las bestias y no para los hombres...  y tan impía, que no tiene nada en común con Cristo.  Los pacifistas, sin embargo, olvidando todo esto, practican lo contrario” Erasmo.  Elogio de la locura.  Madrid: Sarpe, 1984, p 177

[225] “La guerra es dulce para quien no tiene experiencia en ella”.  ( Dulce bellum inexpertis ), Erasmo.  citado por: Rigaux Francois.  op cit.  p 105.  También será célebre su afirmación de que “la paz más desventajosa es mejor que la guerra más justa”.

[226] Penn, William “Essay Towards the present and future peace of Europe”.  The power of non violence.  Writings by advocates of peace.  Bostón: Beacon Press, 2002, p 5

[227] Nombres con que han designado los estudios sobre la guerra y la paz.  (Polemos y Eirene)

[228] Eunomía, Dike,Eirene:Orden, Derecho y Paz.  En: Varvaroussis, Paris.Op Cit.  p 5, 8,12

[229] Ilustrativo en tal sentido es el texto de: Betancourt, William.  Del demos a la polis.  sl, sn, sf.

[230] Arendt, H.  Op.  Cit, p143

[231] Varvaroussis, P.  Op Cit p.17, 18, 21, 23,25.

[232] “Las causas de todo ello son la obsesión por el poder nacida de la codicia y la exagerada rivalidad que ambas engendran cuando los hombres recurren a la violencia” Tucídides.”Historia de la guerra del Peloponeso” Citado por:Varvaroussis, P.  Op Cit.  p 29

[233] “Digamos solamente que hemos descubierto el origen de este azote tan funesto para los Estados y para los particulares”.  Platón.  La República”.B373EE.  Diálogos.  México: Porrúa, 1984, p466 y Bogotá: Universales, sf.  p66

[234] Platón.Leyes.  IV 713 cde.  Diálogos.  Madrid: Gredos, 1999, p370.

[235] “Por violencia entiendo la pena y el dolor, que obligan a mudar de opinión”.  Platón.  La República.  Diálogos.  Ed.  Cit.  p491.  También Universales Ed.  Cit.  p116.

[236] “Vemos claramente que todos los preparativos de guerra deben, por una parte, considerarse buenos, pero no como fin supremo de todo, sino como medios”.ARISTOTELES.  Politeia.1325 a.  Bogotá: ICC LXXXIV, 1989, p601.  “Por tanto es claro que las instituciones guerreras,...  no deben ser el fin supremo del Estado, sino tan solo un medio para que aquel se realice”.  ARISTOTELES.  La política.  L.4.  Bogotá.  Universales, sf, p126.

[237] “Pues el fin de la guerra, como se ha repetido muchas veces, es la paz”.  Aristóteles.  Politeia.1334a.  Ed Cit.  p630.  También Universales Ed.  Cit p.149.

 

[238] Varvaroussis, P.  Op Cit.  p 39-41.

[239] Marco Aurelio.  Meditaciones, Madrid: Eredos, 1997, p 59

[240] Séneca.  De la brevedad de la vida.  Madrid: Sarpe,1984, p 99

[241] Varvaroussis, P.  Op.  Cit.  p 43

[242] Varvaroussis, P.  Op.  Cit.  p 71

[243] “Las guerras, las conquistas y el ensanche del despotismo se refuerzan unos a otros...  La guerra presume las cargas armadas capaces de reprimir la oposición interna...  Es claro que las conquistas de los monarcas, someten al enemigo, pero, en buena parte, también someten a su propio pueblo”.  Rousseau.  Citado por Varvaroussis.  Op Cit.  p 77

[244] Rousseau, Jean Jacques.  El contrato Social.  Madrid: Sarpe,1984, p 32

[245] “El estado legal ha de empezar por la violencia, sobre cuya coacción se funda después el derecho público “Kant, I.  La paz perpetua.  Ed.  Cit.  P 236.

[246] No se puede confundir en Kant Republicanismo Constitucional representativo con democracia, error evidente en Varvaroussis.  Kant mismo enfatiza la diferencia.

[247] Citado por: Lasky, M.J.  Utopía y Revolución.  México F.C.E.,1976 p 707

[248] Luis Corman, Rene Cruse, George Lakey, Roman Rolland, Bernhard Haring, Dorothy Day, John Lennon, Albert John Luthuli, Barry Commoner, Peter Singer, Chico Méndez, Paulo Freire, Danilo Dolci, Aldo Capitini, Gonzalo Arias, Lorenzo Milano, Giuliano Pontara, Petra Kelly, Jean Marie Muller, Michael Randle, Simone Weil, Raimon Panikkar, Sun Suu Kil, Mario López Martínez y much@s más, y pueblos y organizaciones que han respondido contra la “razón indolente” y las prácticas despóticas, con una reflexión y acción comprometida a favor de la noviolencia y la paz.

[249] Gordillo,José Luis.”La estaca verde de León Tolstoi”.  En: Prat, Enric (ed).  Pensamiento Pacifista.  Barcelona: Icaría, 2004, p 40.

[250] “Los Estados se ven, pues, reducidos a rivalizar en el aumento de sus ejércitos, y este aumento es contagioso...  todo aumento de efectivos...  tórnase inquietante para el vecino”.  Tolstoi considera que los ejércitos aparecen como necesarios a los Estados “para defender su botín contra todo el mundo“.  Tolstoi, L.”La salvación está en vosotros” Citado por: Gordillo, José Luis.  Ídem.  p 43.

[251] Rau, Heimo.  Gandhi.  Barcelona: Salvat,1985, p 76

[252] Gandhi, M.  Non- violence in peace and War.  Citado por: Merton, Thomás.  Op Cit.  p 67.

[253] Gandhi,M.  Mi Socialismo.  Buenos Aires.  Pleyade,1976,p 99

[254] Idem.  P89.ss.

[255] “Mi oposición a la violencia no acepta la huída ante el peligro ni el dejar desamparados a los seres queridos.  Entre la violencia y la huída cobarde no puedo menos que preferir la violencia”.  Gandhi, Young India 29.os.1924.  Citado por: Rhadakrishnan.  Op Cit.  P.329.

[256] Gandhi.  Citado por Merton,Thomás.Op Cit p73

[257] Idem p 64

[258] Gandhi.  Mi Socialismo.  Ed Cit.  P 103;ss

[259] Gandhi.  “Liberty”.  Citado por: Rhadakrishnan.  Op Cit.  p 323

[260] Gomis,Joan.  “Martín Luther King Jr.  Un hombre que tuvo un sueño de igualdad”.  En: Prat, Enric (ed).  Op Cit.  p129

[261] Martín Luther King Jr.  “Declaration of Independence from de war in Vietnam” The power of non violence writings by advocates of peace.  Boston: Bacón press,2002,p113.

[262] Rawls, J.  Teoría de la Justicia.  México: FCE,1997, p 331,339,340

[263] El escrito de Thoureau llevaba el título de “Resistencia al gobierno civil” y apareció en Aestetic Papers, 1849.  Este autor también defiende el derecho a la resistencia, la rebelión y la revolución contra un gobierno “cuando su tiranía o su ineficiencia son grandes e intolerables” Thoureau, H.  D.  Escritos selectos sobre naturaleza y libertad.  Buenos Aires: Torfano, 1960, p 38

[264] “En este aspecto, como en muchos otros, el ‘hombre bueno’ y el ‘buen ciudadano’ no son en ningún aspecto el mismo”, recuerda Areudt.  Crisis de la República.Ed.Ci.  p73.

[265] Thoureau, H.D.  Op.  Cit.  p51

[266] “El mejor gobierno es el que menos gobierna...  es el que no gobierna en absoluto”.Thoureau, H.D.  Op Cit .  p 35.

[267] “El peor producto de la vida de rebaño es el sistema militar, plaga de la civilización que debería abolirse lo más rápidamente posible”.  Einstein, A.  Citado por: Fernández, Francisco.  “Sobre el pacifismo de Albert Einstein“.  En: Prat, Eric (ed) Op.  Cit p 68.

[268] Asume que las connotaciones del término definen a ésta como conflicto violento organizado entre grupos políticos; la violencia la entiende como uso intencional de la fuerza física por un sujeto activo para lograr efectos no consentidos por el sujeto pasivo.  Bobbio, Norberto.  El problema de la guerra y las vías de la paz.  Ed.  Cit.  p162

[269].  Idem p.73,75 ss

[270] Ib.  p 166.

[271] Ídem p.191

[272] En: Varvaroussis, P.  Op.  Cit.  p160

[273] Director del Instituto de la paz y los conflictos de la Universidad de Granada, España.

[274] MALDONADO, Carlos.  “ Una pregunta difícil: ¿ Cómo es posible la neutralidad?”.  Bioética y conflicto armado.  Bogotá: UniBosque, 2002, pag.41. 

[275] “Lo que la guerra tiene de más lastimoso y bajo es que la emprendemos sin que haya en nosotros ningún mal, no porque seamos crueles, sino porque nos proponemos ser buenos...  Por lo menos así lo creemos”.  Rhadakrishnan, S.  Op.  cit.  p.  300.

[276] La no violencia que tiene sus raíces en el ahimsa hindú y su principal exponente en Gandhi deja entrever el peso de su contexto cultural, en sustanciales definiciones que no son compartibles en otros contextos modernos, entre las cuales puede señalarse: 1.  Una noción de "honor" asociada a la aceptación del aniquilamiento en el ejercicio de la resistencia noviolenta que desconoce la prioridad del derecho a la vida y la legitimidad de su defensa, 2.  Asociado a ello la idea de que "perder el cuerpo pero salvar el alma" por la significación de su sacrificio, es una noción que está inmersa en una tradición cultural donde el Nirvana u otro estado de imperturbabilidad termina sacrificando la corporeidad, la materialidad y las pasiones, manifestando así una dualidad que ya hoy en la cultura mundial no es ni entera ni prioritariamente aceptada pues hay una conciencia de la dimensión insoslayable de la relación cuerpo-mente para el logro del bienestar humano, 3.  Una fe excesiva e ingenua en un resultado necesario de sensibilización moral de quienes practican la violencia después de "pasar sobre los cadáveres de hombres y mujeres inocentes" que resisten noviolentamente, 4.  El desconocimiento de que el autor violento puede tener otros parámetros morales que incluyan el exterminio del otro -caso el nazifascismo- o, en cualquier caso, principios morales que no acojan valores humanistas, por lo cual no habría esperanza alguna de justicia y de vida para el que resiste y para los pueblos en general.  Es la edificante pero improcedente fe en que necesariamente son "capaces de responder a las fuerzas más elevadas y más hermosas" 5.  La concepción unilateral de que el uso de la fuerza es sólo un asunto de la decisión subjetiva, de los "corazones", sin reconocer que hay una "objetividad" histórico-cultural a considerar hoy como lo es la Dignidad y los Derechos Humanos como valor superior independientemente de la "subjetividad" de los actores o aún más, que define por sobre esa subjetividad el uso o no del recurso a la fuerza, 6.  Una convicción rayana en el escepticismo en que una resistencia armada legítima es "pura bravata" y no logrará resultados favorables a los derechos de los pueblos. 

Hay que reconocer de todas maneras que hay fortalezas valiosas en esta concepción de NoViolencia.  Ver: GANDHI, et al.  Defensa armada o defensa popular no-violenta.  Buenos Aires: Orbis, 1982.

[277] Citado por: ARIAS, Gonzalo.  El proyecto político de la No-violencia.  Madrid: Utopía, 1995, p.  155. 

[278] LÓPEZ M., Mario.  Noviolencia, política y ética.  El poder de la fragilidad.  Ed.  cit.  p.  117. 

[279] “El cambio social no tiene necesidad de nada más que de inteligencia y fuerza, conocimiento y medios.  Pero la inteligencia nos obliga de manera terrible.  Tiene incesantes remordimientos de razón y los implacables reproches de la lógica”.  Herzen.  Citado por: Bobbio.  El problema de la guerra y las vías de la paz.  Ed.  cit.  p.  19. 

[280] Esta sería una buena opción teórica para evitarle más explicaciones al célebre filósofo Günter Anders quién de pacifista activo pasó a la poco convincente justificación que “la única salida es la violencia ”.  Citado por: Bayer Osvaldo en su comentario sobre el filósofo alemán, en trascripción para el libro Rebeldía y Esperanza.  Sl, sn, sf.

[281] “¿Qué diferencia representa para los muertos, los huérfanos y quienes se han quedado sin hogar que la aberrante destrucción se haya desencadenado en nombre del totalitarismo o en el santo nombre de la libertad o la democracia?”Gandhi.  Citado por: Merton, Thomas.  Op cit.  p.  107.  

[282] La posibilidad real de una cosa es “la existente multiplicidad de circunstancias que se refieren a ella”.  Hegel.  Ciencia de la lógica.  Buenos Aires: Solar- Hachete, 1974, p.  484. 

[283] Arendt, H.  Los orígenes del totalitarismo.  Citado por: Stolke, Verena.  “Lo espantosamente nuevo”: Guerra y paz en la obra de Hannah Arend.  En: Prat, Enric (ed).  Op cit.  p.  116. 

[284] Curiosamente Waltzer la defenderá como “el primer e indiscutible derecho de cualquier comunidad política”.  WALTZER, M.  Op.  Cit.  p126.

[285] COULON, Patrice.  Revista “Non – Violence politique”, dossier 2.  Trad.  Oveja Negra, n.33.  Jorge D´Alesio ( Recop.) p26. 

[286] HEGEL, G.W.F.  Filosofía del Derecho.  México: UNAM,1998,p104

[287] Bobbio, N.  El problema de guerra y las vías de la paz.  Ed.  cit.  p.  189, 198. 

[288] Gandhi.  Citado por: Merton, Thomás.  Op.  Cit.  p.  112. 

[289] “Si la humanidad no fuera habitualmente no violenta ya se hubiera destruido a sí misma hace mucho tiempo”.  Gandhi.  Mi socialismo.  Ed.  cit, p.  101. 

[290] ARIAS, Gonzalo.  El proyecto político de la No-violencia.  Madrid: Utopía, 1995, p.  149. 

[291] Gandhi.  Mi socialismo.  Op.  Cit.  p.  65. 

[292] Frase lapidaria del enviado papal, que revela su sentimiento de culpa, frente al cinismo realista de un representante del poder político, luego de poner fin a la labor misional jesuítica y continuar el genocidio contra la comunidad indígena guaraní; protagonistas del admirable film La Misión. 

[293] Bobbio alude a la tarea de crear una conciencia pacifista contra el peligro atómico, pero es extensible a su preocupación general por la violencia.  Bobbio, N.  Op.  Cit.  p.  94.

[294] Por cierto esta es una noción que se actualiza en cada periodo histórico.  Hoy se asocia a la garantía de la Dignidad y de los Derechos Humanos y de lo que en su experiencia cultural diferente asocian a la realización individual o comunitaria como nociones de lo mejor y de una existencia gratificante. 

[295] HOYOS, Ilva.  De la dignidad y de los derechos humanos.  Bogotá, Temis, 2005, p.88.

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