El derecho humano a la alimentación: entre el incumplimiento y los riesgos
11/12/2007
- Opinión
Ayer se conmemoró un año más de la entrada en vigencia de la Declaración Universal de los Derechos Humanos en 1948. Desde esa fecha, los derechos humanos han evolucionado en tres etapas que fueron ampliándose: los derechos de primera generación o derechos civiles y políticos, los de segunda generación que ya incorporan los derechos económicos, sociales así como los culturales y los de tercera generación es decir, los derechos de los pueblos al desarrollo económico, la autodeterminación, derecho a un ambiente sano, entre otros.
A partir de la Declaración, en este recorrido de 59 años, el sistema de Naciones Unidas ha generado un “catálogo” de Acuerdos y Convenciones que buscan reivindicar los derechos específicos de los sectores más vulnerables de las sociedades, y los cuales el Estado de Guatemala ha aprobado y ratificado, por lo cual, su cumplimiento, es una responsabilidad ineludible.
El tema que nos ocupa el día de hoy se refiere al derecho a la alimentación: éste tiene su fundamento doctrinal en el Pacto Internacional de Derechos Económicos y Sociales, el cual establece en el artículo 11 que los Estados parte reconocen “el derecho fundamental de toda persona a un nivel de vida adecuado para sí y su familia, incluso alimentación, vestido y vivienda” específicamente en el párrafo dos indica “ el derecho fundamental de toda persona a estar protegida contra el hambre” (PIDESC 1976).
Es decir que el Derecho a la alimentación busca garantizar el acceso a los alimentos sanos y en equilibrio con los factores culturales y los ecosistemas y en condiciones de dignidad y respeto.
En Guatemala, la inseguridad alimentaria es de las más altas de región ya que el 49 por ciento de los niños sufren de desnutrición crónica y en el peor de los casos, se han registrado muertes por falta de alimento. Además, en algunas regiones persisten situaciones de crisis como en Jocotán, Camotán, Huité y Cabañas en el oriente, así como en las regiones del altiplano occidental con énfasis entre los pueblos tektitekos, ixiles, chujes y mames. A nivel general, el pueblo de Guatemala pasa penas para comer.
El hambre la padecen mayormente los indígenas, las mujeres y los niños, paradójicamente en un país rico en recursos naturales y tierras aptas para la producción agrícola que provee de verduras y hortalizas al país y a otros como Estados Unidos, el sur de México y algunos países de Centroamérica.
Ante tal situación, está claro que el Estado de Guatemala incumple sus compromisos porque no ha sabido diseñar una política integral, coherente y solidaria con los pueblos marginados del país. No ha legislado a favor de la producción de alimentos para la gente, no ha fomentado prácticas adecuadas, no ha regulado los mercados y ha tolerado el ingreso de “ayuda alimentaria” que no sólo es nociva para el consumo humano, sino sienta las bases de una gran amenaza: la dependencia alimentaria.
Actualmente, el pueblo de Guatemala se enfrenta a dos amenazas en el tema del derecho alimentario: primero, el uso, consumo y penetración de semillas genéticamente modificadas para ser empleadas en la agricultura y la industria alimentaria; y la segunda amenaza de los agro combustibles que supone la producción de etanol y otros carburantes en base a materias primas como maíz, caña de azúcar, trigo, frijol, entre otros productos básicos para la alimentación.
En el primero de los mencionados peligros, es importante recalcar que el uso de semillas “mejoradas” compromete el futuro de la vida. Bajo el argumento de producir mejores cosechas, las transnacionales de la alimentación (Monsanto, Aventis, Bayer, Novartis, Dupont) prácticamente están sembrando el hambre del mañana, porque estas semillas transgénicas, producen granos que afectan la salud humana y no pueden ser utilizadas para otra siembra, como tradicionalmente se ha hecho. Por eso, habrá que continuar comprando semillas al precio y tipo que las transnacionales dispongan. Entonces, es mejor sembrar semillas criollas, pues éstas garantizan calidad, nutrición, seguridad e independencia.
Las transnacionales de la alimentación en cambio no solo harán proliferar semillas que rompen el orden de la vida, sino pretenden adueñarse de los derechos de propiedad sobre éstas y sobre la vida misma.
Íntimamente vinculado a lo anterior está el consumo de productos alimenticios derivados de semillas y productos agrícolas elaborados a base de transgénicos.
El producto transgénico es aquel alimento obtenido de un organismo al cual le han incorporado genes de otras especies para producir una característica deseada. Por ejemplo: Tomar los genes de un pescado que le permitan resistir al frío e incorporarlos a un tomate.
Es increíble y preocupante el grado de penetración del consumo de productos alimenticios como harinas, cereales, comidas instantáneas, pan en rodaja, leche, pastas y comida chatarra como bebidas, “chucherías”, galletas y dulces al punto que la mayoría de alimentos que tomamos especialmente en las ciudades están hechos en base a transgénicos. Mucha gente lo ignora porque se incumple con la obligatoriedad de indicar al menos el origen, propiedades y efectos de lo que comemos.
Las empresas transnacionales son responsables de lo anterior porque prácticamente imponen este tipo de consumo que se encuentra en la mayoría de marcas que circulan en el mercado nacional. (Kellogs, Nestlé, MASECA, Bimbo, Unilever, etc.)
La segunda amenaza que se cierne sobre nosotros es la de los mal llamados “biocombustibles”. El uso de semillas y granos para la producción de combustibles ha alterado la oferta y demanda de las principales fuentes de alimentación, lo cual amenaza la seguridad alimentaria porque los grandes agricultores prefieren vender el grano a quien le paga más, independientemente del hambre en el mundo. Además, la “fiebre” del agrocombustible provocará una nueva acumulación de tierras, ampliará la frontera agrícola, amenazando selvas y áreas protegidas; y tornará más difícil el acceso y ejercicio del derecho a la alimentación.
Recientemente vimos como en México se generó en agosto de este año, lo que algunos llamaron la crisis de la tortilla, provocada por el incremento en el precio y la escasez de maíz. Pero también en Guatemala hemos sufrido el encarecimiento del pan, las tortillas y en general de los granos que antes eran para la comida de la gente y ahora se convierten en combustible para motores.
Ante esta situación, es importante rechazar la siembra, cosecha y consumo de productos transgénicos: éstos no son naturales y afectan nuestra salud, además rompen el orden de la vida. Es mejor volver a las semillas de la vida: las semillas criollas. También es tiempo de exigir información acerca de lo que consumimos, rechazando la comida chatarra instantánea y desechable y exigiendo comida sana como la hecha en casa en base a verduras, hortalizas y granos naturales, orgánicos y libres de transgénicos.
Los campesinos y las campesinas tienen la palabra y en su decisión radica la clave de una racionalidad por la vida, en contra de la racionalidad de la muerte que imponen las transnacionales de la alimentación y los combustibles.
Fuente: Asociación para el Avance de las Ciencias Sociales en Guatemala (AVANCSO)
http://www.avancso.org.gt
A partir de la Declaración, en este recorrido de 59 años, el sistema de Naciones Unidas ha generado un “catálogo” de Acuerdos y Convenciones que buscan reivindicar los derechos específicos de los sectores más vulnerables de las sociedades, y los cuales el Estado de Guatemala ha aprobado y ratificado, por lo cual, su cumplimiento, es una responsabilidad ineludible.
El tema que nos ocupa el día de hoy se refiere al derecho a la alimentación: éste tiene su fundamento doctrinal en el Pacto Internacional de Derechos Económicos y Sociales, el cual establece en el artículo 11 que los Estados parte reconocen “el derecho fundamental de toda persona a un nivel de vida adecuado para sí y su familia, incluso alimentación, vestido y vivienda” específicamente en el párrafo dos indica “ el derecho fundamental de toda persona a estar protegida contra el hambre” (PIDESC 1976).
Es decir que el Derecho a la alimentación busca garantizar el acceso a los alimentos sanos y en equilibrio con los factores culturales y los ecosistemas y en condiciones de dignidad y respeto.
En Guatemala, la inseguridad alimentaria es de las más altas de región ya que el 49 por ciento de los niños sufren de desnutrición crónica y en el peor de los casos, se han registrado muertes por falta de alimento. Además, en algunas regiones persisten situaciones de crisis como en Jocotán, Camotán, Huité y Cabañas en el oriente, así como en las regiones del altiplano occidental con énfasis entre los pueblos tektitekos, ixiles, chujes y mames. A nivel general, el pueblo de Guatemala pasa penas para comer.
El hambre la padecen mayormente los indígenas, las mujeres y los niños, paradójicamente en un país rico en recursos naturales y tierras aptas para la producción agrícola que provee de verduras y hortalizas al país y a otros como Estados Unidos, el sur de México y algunos países de Centroamérica.
Ante tal situación, está claro que el Estado de Guatemala incumple sus compromisos porque no ha sabido diseñar una política integral, coherente y solidaria con los pueblos marginados del país. No ha legislado a favor de la producción de alimentos para la gente, no ha fomentado prácticas adecuadas, no ha regulado los mercados y ha tolerado el ingreso de “ayuda alimentaria” que no sólo es nociva para el consumo humano, sino sienta las bases de una gran amenaza: la dependencia alimentaria.
Actualmente, el pueblo de Guatemala se enfrenta a dos amenazas en el tema del derecho alimentario: primero, el uso, consumo y penetración de semillas genéticamente modificadas para ser empleadas en la agricultura y la industria alimentaria; y la segunda amenaza de los agro combustibles que supone la producción de etanol y otros carburantes en base a materias primas como maíz, caña de azúcar, trigo, frijol, entre otros productos básicos para la alimentación.
En el primero de los mencionados peligros, es importante recalcar que el uso de semillas “mejoradas” compromete el futuro de la vida. Bajo el argumento de producir mejores cosechas, las transnacionales de la alimentación (Monsanto, Aventis, Bayer, Novartis, Dupont) prácticamente están sembrando el hambre del mañana, porque estas semillas transgénicas, producen granos que afectan la salud humana y no pueden ser utilizadas para otra siembra, como tradicionalmente se ha hecho. Por eso, habrá que continuar comprando semillas al precio y tipo que las transnacionales dispongan. Entonces, es mejor sembrar semillas criollas, pues éstas garantizan calidad, nutrición, seguridad e independencia.
Las transnacionales de la alimentación en cambio no solo harán proliferar semillas que rompen el orden de la vida, sino pretenden adueñarse de los derechos de propiedad sobre éstas y sobre la vida misma.
Íntimamente vinculado a lo anterior está el consumo de productos alimenticios derivados de semillas y productos agrícolas elaborados a base de transgénicos.
El producto transgénico es aquel alimento obtenido de un organismo al cual le han incorporado genes de otras especies para producir una característica deseada. Por ejemplo: Tomar los genes de un pescado que le permitan resistir al frío e incorporarlos a un tomate.
Es increíble y preocupante el grado de penetración del consumo de productos alimenticios como harinas, cereales, comidas instantáneas, pan en rodaja, leche, pastas y comida chatarra como bebidas, “chucherías”, galletas y dulces al punto que la mayoría de alimentos que tomamos especialmente en las ciudades están hechos en base a transgénicos. Mucha gente lo ignora porque se incumple con la obligatoriedad de indicar al menos el origen, propiedades y efectos de lo que comemos.
Las empresas transnacionales son responsables de lo anterior porque prácticamente imponen este tipo de consumo que se encuentra en la mayoría de marcas que circulan en el mercado nacional. (Kellogs, Nestlé, MASECA, Bimbo, Unilever, etc.)
La segunda amenaza que se cierne sobre nosotros es la de los mal llamados “biocombustibles”. El uso de semillas y granos para la producción de combustibles ha alterado la oferta y demanda de las principales fuentes de alimentación, lo cual amenaza la seguridad alimentaria porque los grandes agricultores prefieren vender el grano a quien le paga más, independientemente del hambre en el mundo. Además, la “fiebre” del agrocombustible provocará una nueva acumulación de tierras, ampliará la frontera agrícola, amenazando selvas y áreas protegidas; y tornará más difícil el acceso y ejercicio del derecho a la alimentación.
Recientemente vimos como en México se generó en agosto de este año, lo que algunos llamaron la crisis de la tortilla, provocada por el incremento en el precio y la escasez de maíz. Pero también en Guatemala hemos sufrido el encarecimiento del pan, las tortillas y en general de los granos que antes eran para la comida de la gente y ahora se convierten en combustible para motores.
Ante esta situación, es importante rechazar la siembra, cosecha y consumo de productos transgénicos: éstos no son naturales y afectan nuestra salud, además rompen el orden de la vida. Es mejor volver a las semillas de la vida: las semillas criollas. También es tiempo de exigir información acerca de lo que consumimos, rechazando la comida chatarra instantánea y desechable y exigiendo comida sana como la hecha en casa en base a verduras, hortalizas y granos naturales, orgánicos y libres de transgénicos.
Los campesinos y las campesinas tienen la palabra y en su decisión radica la clave de una racionalidad por la vida, en contra de la racionalidad de la muerte que imponen las transnacionales de la alimentación y los combustibles.
Fuente: Asociación para el Avance de las Ciencias Sociales en Guatemala (AVANCSO)
http://www.avancso.org.gt
https://www.alainet.org/fr/node/124706?language=en
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