Colombia: un proceso de paz custodiado por Estados Unidos y diseñado para los agro-negocios
- Opinión
Hace seis meses, el presidente Santos había anunciado que la firma de la paz entre el gobierno y las Farc se produciría el 23 de marzo de 2016. A los colombianos nunca les dijo el porqué de esa fecha en particular. Hoy sabemos que ese día Obama estuvo en La Habana. Las cosas no salieron según el libreto planeado y por eso no vimos la foto con Obama, Raúl Castro, Timochenko y Santos. Sin embargo, el 22 de marzo el vicepresidente Kerry se reunió con la guerrilla y con el gobierno.
Los actuales retrasos en la firma del acuerdo de paz se deben a las peripecias de la vida política colombiana y a la dosis de improvisación que le es propia, más que a disensiones de fondo. Pero esta demora no será la más larga. Tras cincuenta años de existencia (la creación oficial de las Farc se da en 1964) y varios intentos de negociación (las primeras negociaciones se remontan a los años 1980, y las más sólidas, al período 1999-2002), y luego de casi cuatro años de diálogos en La Habana (pues este ciclo comenzó en agosto de 2012), los acuerdos de paz están casi listos.
Las negociaciones trataron exclusivamente de seis puntos, “la agenda”: 1. Política de desarrollo agrario; 2. Participación política; 3. Fin del conflicto; 4. Solución al problema de las drogas ilícitas; 5. Víctimas; 6. Implementación, verificación y refrendación.
Hasta el día de hoy, y como ha ocurrido en las negociaciones pasadas, los mayores obstáculos tienen que ver con el cese al fuego y con la entrega de armas (en 1991 y en 2002, estos dos puntos les pusieron punto final a las negociaciones). También quedan pendientes algunos temas difíciles, como el ajuste entre penas y crímenes, la reinserción política de la guerrilla, las zonas de concentración para las Farc, la validación de los acuerdos (el gobierno propone un plebiscito, mientras que las Farc piden una Asamblea Constituyente).
Aunque las respuestas a estos temas no son fáciles, es seguro, en el punto actual, que habrá entendimiento y que se hallarán compromisos. Las dos partes han expresado la voluntad de salir adelante con estas negociaciones. Es verdad que las condiciones los empujan a ello: por un lado, las Farc tuvieron fuertes golpes militares en los años 2000; por otra parte, Santos busca afianzar su proyecto político de “unión nacional”, a la vez que busca ingresar a la historia colombiana (desde su primera elección, en 2010, se presentaba como el “Roosevelt colombiano”).
Es muy posible que las cosas se aceleren en las semanas próximas, gracias en buena parte al papel de los países mediadores, y en particular a Noruega y Cuba. Además, el momento político se agota, pues el ciclo largas-negociaciones-seguidas-de-rupturas genera apatía entre los colombianos. En vez de seguir estos debates interminables, amplios sectores se muestran sensibles a otro tipo de movilizaciones políticas, como las reivindicaciones de las minorías sexuales, las luchas por los derechos de las mujeres o las preocupaciones por el medio ambiente.
Oficialmente, los Estados Unidos no hacen parte de los países mediadores, pero están muy presentes y tienen también interés en que las negociaciones lleguen a buen puerto. El enviado especial de este país a Cuba, Bernard Aronson, es un antiguo consejero de Goldman Sachs para América latina. Es también el fundador del fondo de inversiones Acon, muy activo en Colombia y en otros países de la región. Así pues, los actores de este proceso de paz son muy diferentes de la era del “Plan Colombia” (atrás quedaron los esfuerzos de Lula, Kirchner, Chávez y Sarkozy). Hoy, se trata de anticipar ganancias, abrir mercados, fortalecer a los sectores que se beneficiarán con el “post-conflicto”. Colombia tiene 48 millones de habitantes, tierras, agua, carbón, petróleo, minerales…
Así, la firma de la paz llegará en un contexto social y económico duro y poco democrático. Cierto es que la era abiertamente mafiosa, con Uribe en la Presidencia, ha terminado. Pero las instituciones más altas del Estado están corroídas. Los escándalos no cesan (en las Cortes, el Congreso, los órganos de control, la Policía) y la política económica neoliberal persiste, con un gobierno al servicio del capital colombiano y extranjero.
Las reglas laborales están diseñadas para los más fuertes. El recorte de los derechos sociales se mantiene, mientras el sector financiero acumula privilegios. Sin sorpresa, el principal grupo financiero, Bancolombia, logró el año pasado sus mejores resultados en sus 140 años de existencia. Simultáneamente, el Estado se deshace de empresas públicas estratégicas y rentables, como la hidroeléctrica Isagén, que fue vendida al fondo canadiense Brookfield. Paralelamente, el modelo de extracción minera se consolida, a un costo ecológico irreversible.
Por su parte, la represión de los movimientos sociales persiste. La “ley de seguridad ciudadana” prevé cuatro años de cárcel si se bloquean las vías en el marco de protestas. Pero el gobierno Santos tuvo cuidado en obtener salvedades para el cuerpo militar (así sucede con el fuero militar, que les garantiza impunidad).
Colombia sigue siendo uno de los países más desiguales de América latina (según la Cepal, es la región del continente donde ha habido mayor concentración de la riqueza entre 1993 y 2014). La “cuestión agraria” constituye un buen ejemplo de esta profunda desigualdad y de la extrema concentración de las riquezas: según el reciente censo agrario, 70% de las propiedades agrícolas tienen menos de 5 hectáreas y ocupan sólo el 5% de la superficie agrícola, mientras que los terrenos de más de 500 hectáreas están en las manos de 0,4% de los propietarios y ocupan 41% de la superficie.
La guerrilla campesina de las Farc, que siempre reclamó por el acceso a la tierra, no obtuvo una reforma agraria. Sobre este punto, más lejos ha ido el gobierno de Evo Morales con los límites al latifundio. El primer punto del acuerdo habla de la distribución “gratuita” de terrenos ilegalmente apropiados o baldíos y de mecanismos de ayuda a los campesinos (en forma de créditos).
Pero este acuerdo no cambiará la dinámica neoliberal, ni impedirá el desarrollo de las “zidres” (zonas de interés de desarrollo rural y económico) previstas por la ley. Estas zonas conducirán a la extensión de los monocultivos para la exportación. Se incrementará el ya elevado nivel de importaciones de alimentos, proseguirá el éxodo rural y, en últimas, asistiremos al cambio definitivo del campo, con la transformación del campesino en jornalero mal remunerado y la expansión de la agroindustria extensiva. Quienes aprovechan el momento son los grandes empresarios, como el “rey de la soya”, el presidente de la multinacional argentina Grobocopatel, que ha ido a La Habana y que es citado como ejemplo por el presidente Santos para la zona oriental del país, la “altillanura”, anteriormente territorios históricos de las Farc.
La idea es aplicar, esta vasta zona oriental del país, la forma de explotación del “Cerrado” brasileño: culturas transgénicas (soya, maíz..), palma africana, etc. Este modelo, alabado por el Banco Mundial, le ha permitido a Brasil convertirse en potencia agrícola. Pero las cifras se dieron a costa de una elevadísima deforestación, de efectos nefastos sobre el ecosistema y de la expropiación de los campesinos.
He ahí la paradoja: el antiguo ministro de defensa de Uribe, con sus procederes maquiavélicos (entre otras, llevó a cabo la cooperación militar con “expertos” israelíes contra las Farc[1], y fue bajo su mandato que se produjeron los “falsos positivos”[2]) se ha convertido en un presidente respetable. El hombre que firmó el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos, que fragiliza aun más a los pequeños agricultores, es el artífice del proceso de paz con la guerrilla que dijo actuar durante cincuenta años en nombre de los campesinos colombianos. La paradoja resulta también de la buena imagen de que goza Colombia en el exterior, siendo que los niveles de violencia siguen siendo de los más elevados del mundo (en 2014, la tasa de homicidios era de 24 por cien mil habitantes) y siendo que continúan los asesinatos de líderes sociales (varias ONG denunciaban el asesinato, en febrero de 2016, de trece líderes sociales). Anotemos que el acuerdo de paz no verá una baja sensible de la tasa de homicidios, pues estos no son consecuencia directa, ni indirecta, del conflicto armado.
¿Hay algo positivo, sin embargo, en este acuerdo? Es posible matizar: por un lado, los sectores más reaccionarios y mafiosos ya no pueden oponerse a un proceso de paz (anotemos sin embargo que Uribe conserva altos niveles de popularidad, que agrupa fuerzas importantes en el Congreso y que trata de organizar manifestaciones “contra el proceso de paz”). Otro punto positivo es que las fuerzas progresistas se reorganizarán, y el tema de “sí o no a la lucha armada” las dividirá menos. Quizá, en el campo de la izquierda colombiana se le dará mayor importancia al tema de las desigualdades, que no ha sido el centro de las discusiones.
Ahora bien, la izquierda atraviesa dificultades en América latina (Dilma, Evo y Maduro no tienen las aplastantes mayorías del pasado). La llegada de una ola conservadora en el continente hace muy difícil suponer que por fin les ha llegado el turno a los grandes avances democráticos en Colombia. La única esperanza es que este país navegue a contracorriente, como acostumbra a hacerlo.
- Olga L. González es doctora en sociología, investigadora asociada de la Universidad Paris Diderot.
[1] Durante su paso por el ministerio de la Defensa se firmó el contrato con la compañía de seguridad Global CSA, del ex vice ministro de defensa israelí Yisrael Ziv.
[2] Cuando llegaban propuestas de trabajo a jóvenes de barrios pobres (como Soacha en Bogotá) a cientos de kilómetros de su ciudad, los esperaba en realidad un tiro del ejército. Un “guerrillero” muerto, un “positivo”(falso), que le permitía a su autor alguna recompensa (primas y permisos). Centenares de casos de este tipo de ejecuciones han sido documentados por las ONG y por la justicia.
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