Las revoluciones en la A. Latina del siglo XXI: limitaciones, potencialidades y desafíos
- Análisis
Han transcurrido 59 años desde el triunfo de la Revolución Cubana, que dio inicio a la tercera ola emancipadora1 en América Latina, y 20 años desde el triunfo político-electoral del comandante Hugo Chávez en Venezuela, quien, sobre la impronta del primero, dio inicio a la constitución de gobiernos revolucionarios y progresistas en toda la región, colocando en evidencia la crisis del neoliberalismo. El rasgo característico de todos estos años —en que se han sucedido períodos y coyunturas de avance popular pero también de regresiones reaccionarias propias de la dinámica revolución/contrarrevolución—, es el de una América Latina convertida en escenario de una ardua e intensa disputa antagónica entre dominación y emancipación.
La Revolución Cubana, es un acontecimiento cardinal2 que surge y se desarrolla en medio del mundo bipolar emergente a la finalización de la II Guerra Mundial, con el imperialismo norteamericano como única potencia realmente mundial. El politólogo cubano Roberto Regalado sostiene que la constitución del primer Estado socialista en América Latina dio lugar a dos etapas,3 en las que se registran hechos y acontecimientos políticos contradictorios, de los cuales los más importantes son el auge de los movimientos y las guerras de liberación nacional, el triunfo de la Revolución Popular Sandinista, la «inserción» de gobiernos militares reaccionarios de parte de los Estados Unidos al influjo de la Doctrina de la Seguridad Nacional, invasiones militares estadounidenses a República Dominicana, Granada y Panamá, la apertura de bases militares con el pretexto de la lucha contra las drogas, y la emergencia de corrientes militares nacionalistas en varias fuerzas armadas de la región que abrieron experiencias de gobiernos de corte antiimperialista.
A diferencia del mundo bipolar en que se movió la Revolución Cubana, las llamadas Revoluciones del Siglo XXI, la venezolana, boliviana y ecuatoriana, así como los procesos progresistas en Brasil, Argentina, Paraguay, Uruguay y El Salvador, se desarrollan en un mundo unipolar, que paradójicamente entra en crisis en un corto tiempo, no previsto ni por los más pesimistas intelectuales del capitalismo, para dar lugar a un período de transición hegemónica que no ha concluido aún. Entre 1991 y 1999, salvo la solitaria y heroica resistencia de la Revolución Cubana, asediada con el recrudecimiento del criminal bloqueo estadounidense tras el derrumbe de la URSS, en América Latina existía un mar o universo de gobiernos neoliberales. El rechazo popular a los ajustes estructurales era generalizado, aunque variaba en intensidad en cada uno de los países latinoamericanos. Las medidas neoliberales, publicitadas por partidos de derecha y socialdemócratas, así como por medios de comunicación nacionales e internacionales que instalaron la invencibilidad del «pensamiento único», no dieron el resultado que se esperaba. La economía de la filtración,4 cuyo supuesto teórico era que los beneficios del crecimiento llegarían a los pobres, fracasó, tal como lo reconoce el exvicepresidente del Banco Mundial, Joseph. E. Stiglitz. Las economías no crecieron y, si algunas lo hicieron, no distribuyeron los recursos en los sectores más depauperados, dando lugar a un proceso de concentración de la riqueza en pocas manos. Sin embargo, si bien es cierto que el rechazo al neoliberalismo, como variante táctica del modo de producción capitalista en su fase globalizada, se dio en toda la América Latina, los grados de resistencia fueron distintos y los desenlaces también. En unos, la lucha reivindicativo‑corporativa fue el límite al que se pudo llegar, dado el nivel de organización y conciencia de las clases subalternas, y en otros, donde la crisis llegó al punto de «no retorno», se pasó a cuestionar y superar el orden de cosas existente. Este es el caso de Venezuela, Bolivia y Ecuador, donde profundas crisis de Estado desencadenaron procesos revolucionarios que dieron origen a la instalación de gobiernos de izquierda. Entre unos y otros (resistencias reivindicativas y cuestionamientos al tema del poder), se ubicaron otras insurgencias nacional-populares que instalaron a gobiernos progresistas en la región, como ocurrió en los casos de Brasil, Argentina, Uruguay, Paraguay, Honduras y El Salvador. El caso de Nicaragua —que es la segunda y última revolución armada triunfante en el siglo XX—, debe ser analizado aparte pues se trata, en realidad, del «retorno» sandinista al gobierno a partir de 2007, en un Estado cuyo aparato no fue desmontado por los gobiernos de derecha que se instalaron desde 1990.
Particular importancia adquirió en todo este largo proceso la resistencia de los pueblos indígenas del Norte y Sur del continente. En México, se produjo el levantamiento zapatista, y en Bolivia y Ecuador, rebeliones sucesivas. En el primero predominó la concepción de luchar más allá del poder, una tesis que, a la larga, independientemente de la voluntad de sus protagonistas, sería funcional a la preservación y reproducción del statu quo. En los segundos, se removieron los cimientos del orden capitalista-colonial y se instalaron en el imaginario colectivo proyectos emancipadores distintos a los formulados por la izquierda clásica, como es el Vivir Bien en Bolivia y el Buen Vivir en Ecuador. También es importante aclarar que, mientras en Ecuador el movimiento indígena salió seriamente golpeado y desacreditado por su participación en el gobierno del coronel Lucio Gutiérrez —quien rápidamente traicionó el contenido de la resistencia popular a los gobiernos neoliberales de ese país y entró a formar parte de la lista de presidentes incondicionales a Washington—, en Bolivia los movimientos sociales —dirigidos por los pueblos indígenas y originarios a la cabeza de Evo Morales— tomaron el gobierno y se elevaron luego, en 2009, a la categoría de bloque dominante en el poder.
Pues bien, desde el inicio de la Revolución Bolivariana de Venezuela (1998) hasta este 2018, muchas cosas han sucedido en América Latina. Para empezar tres presidentes han pasado por la Casa Blanca: Bill Clinton (1993‑2001), George W. Bush (2001‑2009) y Barack Obama (2009‑2017), hasta llegar a la actual administración de Donald Trump, desde enero de 2017. Salvo Clinton y Bush, quienes gozaron de una corta unipolaridad indiscutible de los Estados Unidos tras el derrumbe del Muro de Berlín y la desaparición de la URSS, el rasgo central desde la recta final del gobierno de Bush hasta la actualidad es la declinación de la hegemonía mundial estadounidense. De ahí que la resistencia de los Estados Unidos a jugar un papel menor en un mundo multipolar o en una bipolaridad de nuevo tipo, se ha traducido en el impulso combinado del Poder Inteligente (Smart Power) y del Poder Blando (Soft Power) de la administración Obama, y ahora una estrategia de mayor endurecimiento de la política exterior estadounidense en la era Trump.
Si bien todavía no hay acuerdo pleno en la academia y en los intelectuales orgánicos de la izquierda sobre si ya estamos en un mundo multipolar o en la construcción de una bipolaridad de nuevo tipo, no cabe duda que la temprana crisis del mundo unipolar se debe a causas propias del desarrollo del imperialismo estadounidense, a la crisis multidimensional del capitalismo, al desplazamiento del centro de gravedad de la economía mundial a Asia, al crecimiento de la economía china y al papel geopolítico que Rusia empezó a desempeñar en Euroasia y el Medio Oriente, pero también a la reconfiguración geopolítica de América Latina con el surgimiento de gobiernos respondones a Washington. Por lo demás, es mucho más creíble la tesis de que estamos todavía en un período de transición hegemónica mundial, lo cual explicaría las duras medidas adoptadas por Trump para evitar el desenlace multi o bipolar, en una apuesta por mantener a los Estados Unidos como la única potencia planetaria. El excanciller Henry Kissinger sostiene en su libro La Diplomacia que los Estados Unidos nunca han creído en el concepto de equilibrio de poder, que correspondió más al sistema europeo hasta finalizar la I Guerra Mundial, pues «los imperios no tienen ningún interés en operar dentro de un sistema internacional: aspiran a ser ellos el sistema internacional». Por eso, cabe hacer dos puntualizaciones sobre la administración Trump: primero, no es la excepción, sino la expresión más perversa del imperialismo estadounidense; y, segundo, su estrategia y medidas adoptadas son una especie de «retorno», sobre nuevas condiciones, a una de las fases constitutivas de su rol de imperialismo, en las que se combinaron las lógicas de poder territorial y capitalista,5 la atracción de fuerza de trabajo, capital y empresarios europeos, pero con alta restricción a la importación de productos. Es decir, los Estados Unidos nunca creyeron de verdad, como lo hicieron los británicos, en el libre comercio, y más bien siempre combinaron medidas de libre comercio con medidas proteccionistas.
En América Latina, que siempre ha sido una prioridad para los Estados Unidos, como sostiene el politólogo argentino Atilio Borón, se abrió la condición de posibilidad de avanzar hacia la conquista de una mayor autonomía respecto de esa potencia imperialista y configurar un mundo multipolar en el que la región desempeñe un papel importante. Una América Latina jugando ese papel a través de la constitución de UNASUR y la CELAC, en el contexto de la disputa entre dominación y emancipación, obviamente no es del agrado del establishment estadounidense. Así se explica la contraofensiva imperial en la región: una guerra no convencional contra Venezuela solo comparable con lo experimentado por la Revolución Cubana en cerca de seis décadas, golpes de Estado «de nuevo tipo» contra Manuel Zelaya en Honduras (2009), Fernando Lugo en Paraguay (2012) y Dilma Rousseff en Brasil (2017); e intentos fallidos de destitución de Hugo Chávez de Venezuela (2002), Evo Morales de Bolivia (2008-2009) y Rafael Correa de Ecuador (2010). La importancia estratégica que los Estados Unidos le han dado siempre a la América Latina, se encuentra detalladamente explicada por Borón, quien considera que América Latina es para los Estados Unidos, la región del mundo más importante.6 Esta política estadounidense, que data del siglo XIX, se afina y al mismo tiempo se endurece en el siglo XXI, pues la recuperación de la dominación y hegemonía de su «patio trasero» es de relevancia estratégica para el imperialismo norteamericano, en su esfuerzo por detener su declinación y más aún para evitar perder su condición de único hegemón realmente planetario.
Sería una ingenuidad pensar que el imperialismo resignará posiciones en el mundo y, más aún, en su «retaguardia estratégica». Restablecer el control de América Latina es fundamental, no solo para liquidar a procesos emancipadores que cuestionan su concepto de «Seguridad Nacional» y echan por la borda la creencia estadounidense de que la «Isla continente»7 es de su «propiedad», sino para enfrentar en mejores condiciones la emergencia china y rusa en Asia y el Medio Oriente, cuyo juego geopolítico para el establishment y la administración estadounidense se expande hasta la propia región latinoamericana.
Pero una cosa es todo lo que hacen los Estados Unidos, a través de su burguesía imperial y de su poderoso complejo militar‑industrial, con la estrecha colaboración del bloque burgués‑oligárquico en cada uno de los países de América Latina, para afianzar su control, donde no lo ha perdido, para retomarlo en aquellos países en los cuales se han llevado adelante procesos progresistas a los que ha derrotado, o para activar planes de desestabilización de las revoluciones en curso, y otra cosa son los efectos, negativos y positivos, que tienen las diversas medidas, decisiones y políticas que llevan adelante los gobiernos de izquierda y progresistas en el desarrollo de sus propios procesos.
Y aquí, entonces, incluyo algunas consideraciones necesarias, antes de continuar con el desarrollo del balance político que nos hemos propuesto hacer.
Primero, el objeto de nuestro análisis está relacionado directamente con los procesos revolucionarios de Venezuela, Bolivia y Ecuador, obviamente, en un contexto global latinoamericano caracterizado por una intensa contraofensiva estadounidense y de las derechas locales. Es más, sin dejar de lado todo lo que está haciendo la derecha internacional para derrocar a los gobiernos de izquierda, y revertir los procesos de resistencia y rebelión desplegados «desde abajo» contra el modelo neoliberal desde hace más de dos décadas, lo que se pretende es lograr un balance de las debilidades y potencialidades, así como de los peligros y desafíos que tienen estos procesos «desde dentro» de cada una de estas valiosas experiencias. No se toman en cuenta a la Revolución Cubana y ni a la Revolución Nicaragüense para hacer el balance, pues se trata de revoluciones del siglo XX. La primera se ha desarrollado, sin interrupción alguna, con el liderazgo indiscutible, primero de Fidel Castro y después de Raúl Castro, pero que desde abril de 2018 tiene que encarar otros desafíos, bastante sensibles, con el repliegue de la generación heroica y la elección de un nuevo presidente. La segunda, porque si bien el sandinismo fue desalojado del gobierno por métodos electorales en 1990, su retorno en 2007 lo hace, como hemos señalado, sobre un aparato estatal que no fue desmontado por los gobiernos neoliberales en 17 años.
Segundo, nada más que por razones metodológicas se identifican seis grandes momentos en el desarrollo de las revoluciones de Bolivia, Venezuela y Ecuador. Está claro que cada uno de esos procesos tiene una periodización que responde a su especificidad. Esto, como es obvio, es una visión global de cada uno de los procesos, cuyas particularidades hay que estudiarlas en detalles por las lecciones que hay que tomar de ellas, pero que no son, como es bueno insistir, objeto de este escrito.
Tercero, el texto no gira, de manera deliberada, alrededor de los grandes logros de las revoluciones venezolana, boliviana y ecuatoriana. No se hace así para evitar concentrar el esfuerzo en una mirada que, quizá involuntariamente, ha inducido a una apreciación exitista de los tres procesos de cambio, aunque el «balde de agua fría» que el presidente Lenín Moreno le echó a la Revolución Ciudadana en Ecuador hizo pisar tierra a muchos. Debo aclarar que tampoco se hace en medio de un pesimismo generado por el cambio que se produce en la relación de fuerzas a partir de 2010, que para el autor del ensayo es el inicio de un proceso de ralentización de los procesos progresistas y revolucionarios en América Latina. Es bueno apuntar, sin embargo, que Fidel Castro advirtió ya en 2009 que «[...] antes que Obama concluya su mandato (se refiere al primero (2008-2012), habrá seis a ocho gobiernos de derecha en América Latina que serán aliados del imperio».8 Empecemos entonces.
Cuando uno recorre con cierta celeridad, por razones de espacio, las condiciones materiales y subjetivas que precedieron a los procesos políticos de los tres países sudamericanos observa que —independientemente de la especificidad con la que se expresan en cada uno de ellos las categorías de «crisis orgánica»9 y «bloque histórico»,10 pero también de «crisis general»,11 por citar solo un ejemplo—, el corpus teórico gramsciano, y marxista y leninista, es de gran utilidad para entender los «momentos estructurales» que explican el desencadenamiento y desarrollo de las revoluciones latinoamericanas en el siglo XXI, en medio de un desarrollo histórico del capitalismo caracterizado por la configuración de un mundo unipolar en crisis, y su posterior desarrollo en un mundo que avanza hacia una conflictiva configuración multipolar, o quizá de bipolaridad de nuevo tipo, que si bien expresa una declinación de la hegemonía estadounidense, al mismo tiempo, no asegura, como efecto automático, una mejor condición de posibilidad para el rumbo emancipatorio de América Latina. Es más, el inevitable desplazamiento del centro de gravedad de la economía mundial del Occidente al Pacífico está provocando una contraofensiva del imperialismo contra los procesos de izquierda y progresistas de América Latina, con el doble objetivo: restablecer su control de una región geopolítica y geoeconómicamente estratégica para los Estados Unidos; y fortalecer su estrategia de contención de la irradiación china. De ahí que no sea una casualidad que las revoluciones venezolana, boliviana y ecuatoriana, así como los procesos Brasil y Argentina, no dejen de experimentar en distinto grado esa ola imperial-oligárquica sin precedentes. En los dos primeros países se lo hace sin haber perdido el poder y el gobierno, y en los dos últimos ya desde la condición de «desalojados» de la titularidad del gobierno. Sin embargo, hay que marcar la diferencia también entre lo sucedido en Argentina y Brasil. En el primero, el progresismo fue derrotado en las urnas y en el segundo la izquierda fue desplazada por medio de un golpe de Estado en dos tiempos: destituir a Dilma Rousseff para impedir la postulación de Luíz Inácio Lula da Silva. Lo sucedido en Ecuador es bastante llamativo, pues se trata de un caso típico de una forma de revolución pasiva12 y transformismo. Las posibilidades de revolución quedan liquidadas por las clases dominantes al encontrar, en un gobierno aparentemente de izquierda, el espacio para instalar su agenda conservadora o restauradora. Y lo grave es que se repite dos veces: con Lucio Gutiérrez (2003‑2005) y ahora con Lenín Moreno. El primero llegó con un discurso antiimperialista y latinoamericanista de la mano del movimiento indígena, pero ya en la presidencia profundizó el modelo neoliberal, el orden colonial y se entregó de brazos a los Estados Unidos, cediendo, por ejemplo, la Isla de Manta para la instalación de una base militar estadounidense. El segundo se colgó de la popularidad de Rafael Correa, le cantó al Che en la campaña electoral, y ya en condición de presidente está viabilizando el desmontaje gradual de las conquistas de la Revolución Ciudadana que tanto ha deseado la pujante burguesía ecuatoriana.
No toda crisis de Estado o situación revolucionaria13 da lugar mecánicamente a una revolución. Sin embargo, hay momentos en la historia en los cuales, sobre determinadas condiciones objetivas y subjetivas, una «crisis orgánica» da lugar a la sustitución de un bloque histórico por otro. Así lo confirman los procesos revolucionarios hoy en marcha en América Latina, convertida desde fines del siglo XX en un laboratorio del pensamiento y de prácticas alternativas al desarrollo histórico del capitalismo. La «crisis orgánica» o «crisis del Estado en su conjunto» empezó a madurar en Venezuela a mediados de la década de 1980, mientras de manera simultánea en Bolivia y Ecuador se registraba a fines del siglo XX. En el primero de estos países, los máximos picos de la crisis estatal se dieron en marzo de 1989 y febrero de 1992, con el «caracazo»14 y el «golpe militar-patriótico»,15 respectivamente. En Bolivia, las expresiones más altas de la crisis de Estado se registraron en el «febrero negro»16 y octubre de 2003,17 y en Ecuador, en 200018 y 2005.19 En todos estos acontecimientos políticos no se produce una «guerra de movimientos» o ataque frontal que concluyera con la «toma del poder político», sino más bien llega a representar una auténtica «guerra de posiciones» y «guerra de cerco», que acelera el derrumbe del bloque en el poder en cada uno de esos países.
El rasgo común en los tres países es que se produce una ruptura del vínculo entre la estructura y la superestructura. Los grupos sociales encargados de organizar y/o operar en el nivel de la superestructura, más allá de la economía, no pudieron resolver las diversas manifestaciones económicas, políticas, culturales y sociales de la crisis en el bloque histórico, así como no pudieron evitar su posterior derrumbe.20 La irrupción de «los de abajo», de las clases y grupos subalternos en una perspectiva distinta a la simple movilización económico-corporativa o tradeunionista, aunque al principio partiendo de una mera lucha reivindicativa, le fue dando a la crisis un carácter distinto. Estas dos puntualizaciones son importantes. En primer lugar, porque hay momentos en la historia —que son los pocos— en que la lucha reivindicativa puede devenir en lucha estratégica, es decir, dar lugar a desplazamientos político-militares para la destrucción del viejo poder y la construcción de un poder de nuevo tipo. Este es el momento en que la lucha política «es una forma superior de lucha social».21 Segundo, no toda crisis en el bloque histórico es necesariamente una crisis orgánica que pone inevitablemente la cuestión del poder al orden del día. Como señalaría Lenin, no toda situación revolucionaria deviene revolución. Es más, un intelectual boliviano bastante gramsciano y de prestigio internacional, como René Zavaleta, sostuvo en su momento que la crisis de Estado da lugar a un momento fundacional (poder de nuevo tipo, nuevo bloque histórico) o a momentos reconstitutivos (restablecimiento del bloque histórico).
Es por eso que, sin caer en un esquematismo que no explica nada pero, al mismo tiempo, con la necesidad de agrupar, por razones metodológicas, las experiencias de cambio en América Latina, podríamos señalar que los procesos políticos de Venezuela, Bolivia y Ecuador han pasado, en términos generales, por cuatro grandes momentos.
El primer momento, está dado por el desarrollo de una crisis combinada en la «sociedad política» y en la «sociedad civil»,22 sin que todavía aparezca de manera nítida el germen de un proyecto alternativo al orden vigente desde las clases y grupos subalternos. No es que no hubiera nada, pero la salida de la pasividad de las masas y su ruptura con el «sistema de creencias» instalado hegemónicamente por el neoliberalismo, es todavía muy primario. Las masas están en las calles, pero no unificadas, sino dispersas. Las clases y grupos sociales subalternos no logran salir de la domesticación y la fragmentación social a la que el neoliberalismo las ha condenado. La movilización de los sindicatos apenas empieza a golpear, cada uno a su manera, pero empiezan a salir de la situación pasiva en la que estuvieron más de una década. Las capas urbanas, que al principio creyeron en el neoliberalismo, y que incluso su intelectualidad desarrollaba teoría y discurso para legitimar los ajustes estructurales, empiezan a mirar con temor e incertidumbre la imposibilidad del neoliberalismo de satisfacer sus necesidades.
La hegemonía en la sociedad civil empieza a resquebrajarse por el fracaso del modelo neoliberal y las sobre expectativas generadas por la «teoría del rebalse», y el discurso de la autorregulación del libre mercado va distanciando a amplias masas de la población de los gobernantes, quienes no tienen otra alternativa que hacer énfasis en los mecanismos de dominación (policía en las ciudades y ejército en las zonas rurales).
El bloque en el poder en los tres países va perdiendo fuerza en los «centros institucionalizados del poder». Hay una «crisis de autoridad»23 o hegemonía regresiva en el gobierno y en sus parlamentos, producto de una crisis de representatividad y de legitimidad en la sociedad civil. Esto quiere decir que las clases dominantes de los tres países encuentran grandes dificultades para mantener en orden la vida social, ya sea a través de los aparatos de dominación (policía y fuerzas armadas) y, peor aún, mediante los aparatos de hegemonía. Las democracias están vaciadas del mínimo contenido legitimador, por lo que los pactos entre los partidos del sistema están a la orden del día.
Las luchas económico‑corporativas, si bien todavía no están unificadas, pues la salida de los grupos sociales es dispersa, provocan fisuras que en el pasado no pudieron causar, pero todavía no lo suficientemente intensas como para modificar las relaciones de fuerza en la sociedad civil.
Pero que no haya protestas unificadas, más aún con una direccionalidad política, no quiere decir que las protestas no estuvieran a la orden del día. El ya mencionado «caracazo» es uno de los acontecimientos políticos más importantes que ocurrió en Venezuela en 1989, una protesta popular contra las medidas económicas del presidente Carlos Andrés Pérez, todas recomendadas por el Fondo Monetario Internacional (FMI) para la liberalización de la economía. Las protestas se registraron en la mayor parte del país, pero es en Caracas donde adquirieron mayor fuerza, aunque todavía no la suficiente como para provocar el levantamiento de las medidas que solo anticipaban una profundización del desempleo, el deterioro de la capacidad adquisitiva del salario y el empeoramiento del hambre. Como es bien conocido, la respuesta fue una dura represión, con un saldo de cerca de tres centenares de heridos.
Ni siquiera en el caso boliviano, con una tradición unitaria de los trabajadores alrededor de la Central Obrera Boliviana (COB), se puede pensar y desarrollar movilizaciones unitarias de esos sectores, mucho menos del proletariado minero, duramente golpeado tras su derrota en 1986.24 Sin embargo, a pesar de que la implementación del neoliberalismo debilitó al proletariado minero a través del cierre de minas y el despido de miles de trabajadores, así como debilitó a la COB, las clases subalternas no dejaban de movilizarse e incomodar políticamente a los partidos de la derecha, que hasta la victoria de Evo Morales en 2005, bajo el mito de la alternancia y en la lógica de una «democracia de pactos», se rotaban la toma de mando del gobierno. El objetivo de domesticar a los dirigentes sindicales y anular la presión social fue logrado parcialmente, pero eso no impidió la protesta social, principalmente campesina, y a la que los gobiernos solo respondían con represión.
Un segundo momento, es la irrupción de las clases y grupos subalternos que objetivan, de manera nítida, la ampliación de una crisis de hegemonía del bloque en el poder, cuyas medidas para intentar revertir la crisis hacen mayor énfasis en la represión policial y militar. «Los de abajo» van unificando sus pliegos y sus luchas, sus sueños y sus esperanzas. También van articulando sus métodos de lucha. En Venezuela la protesta social es principalmente urbano-periférica; en Ecuador rural-urbano al principio, pero luego predominantemente de las clases medias y capas urbanas; y, en Bolivia, el núcleo central es campesino-indígena, particularmente de los productores de la hoja de coca en resistencia a la represión e injerencia estadounidense.
En este momento, la «sociedad política» tiene un predominio sobre la «sociedad civil», es decir, la dominación hecha represión sobre la hegemonía. Se profundiza la crisis del bloque histórico, pues el grupo social encargado de organizar el consenso se va fracturando. No son pocos los intelectuales que se van separando del gobierno o separando de cierta pasividad política, para tomar partido por las masas subalternas movilizadas. Quizá el caso más emblemático es Rafael Correa, quien renuncia al gabinete del presidente Alfredo Palacio del Ecuador, y va construyendo un perfil que luego le permitiría ganar las elecciones presidenciales en 2006. Pero también es el caso de Álvaro García Linera quien —después de una corta y fallida experiencia guerrillera en el occidente boliviano, que lo llevó a la cárcel y luego a ser el protagonista principal de un prestigioso programa de debate político—, retorna activamente a la política y acompaña en su condición de segundo al presidente indígena Evo Morales desde enero de 2006, tras una histórica victoria político-electoral.
Un tercer momento, es cuando la irrupción de «los de abajo» tiene efecto estatal. La sociedad civil, pero entendida como un espacio en disputa, va teniendo primacía, desde el punto de vista de los intereses de las masas sublevadas, sobre la sociedad política. Ya no es la lucha reivindicativa lo principal —pues tampoco se descarta la conquista de beneficios concretos—, sino en la mira está el Estado, quizá a veces como algo fetichizado o como «comunidad idealizada» como decía Marx, pero ya está en la mira. En Venezuela, el 4 de febrero de 1992, un levantamiento militar comandado por el coronel Hugo Chávez, incorporando en la escena política a nuevos actores dispuestos a cambiar el actual estado de cosas: militares nacionalistas y amplios sectores organizados del pueblo. La rebelión fracasó militarmente, pero políticamente representó el parteaguas en la historia de Venezuela de la segunda mitad del siglo XX y que se reiniciaría luego, en 1998, con el triunfo político-electoral que daría inicio a la revolución bolivariana.
La lucha social se va fundiendo con la lucha política. De nada sirve el descalabro de los partidos de izquierda en los tres países, los grupos subalternos construyen sus propias formas e instrumentos para ingresar a escena, para salir de la pasividad, para ir construyendo su capacidad de dirección. Es decir, en los tres países, el partido —«el príncipe moderno»—, como parte fundamental de los aparatos de construcción de hegemonía y contrahegemonía, no cumple con su papel. En Venezuela se da lugar al Movimiento V República,25 en Bolivia a la Asamblea por la Soberanía de los Pueblos (ASP)26 que luego, ante el boicot de la Corte Nacional Electoral, adquirirá el nombre Movimiento Al Socialismo (MAS), y en Ecuador al Movimiento de Unidad Plurinacional Pachakutik27 en 1995. Se trata de la emergencia social y su ingreso decidido a la disputa por el poder político a través de nuevas identidades políticas que incorporan nuevos paradigmas y renovadas forma de articulación política que les permite conquistar sucesivas victorias en todos los planos, incluyendo el electoral.
Cuando se dice que el «príncipe moderno» no cumple su misión de organizar la voluntad colectiva, ya sea para resistir y/o quebrar la hegemonía de las clases dominantes en la sociedad civil, es una crítica a la concepción leninista del partido. Esto es particularmente válido para Bolivia y Ecuador, donde la existencia de ordenes civilizatorios «no modernos» empujan a pensar en otro tipo de organización política. Quizá la «forma partido» es más parecida a la concepción de Marx, no tanto pensando en la estructura sino en la «toma de posición». Es decir, el asumir una clara posición antineoliberal y antiimperialista, así como el propugnar y luchar por un proyecto para superar el capitalismo, es una forma histórico‑concreta en la que las clases populares cuestionan las relaciones de subordinación, alientan el antagonismo y se apropian de las banderas de la revolución social.
Volvamos a la emergencia de las masas. La sociedad civil es un espacio de disputa por la hegemonía. Los aparatos de hegemonía del bloque en el poder —que es una mezcla de tradicionales y de nuevo tipo, como es el caso de los medios de comunicación— no soportan el avance de los movimientos y organizaciones sociales.
Pero hay una diferencia de Venezuela con Bolivia y Ecuador. En la patria de Bolívar, con una sociedad predominantemente individuada, con partidos de izquierda muy débiles y un movimiento sindical corrupto y funcional al Estado, le corresponde a un grupo de militares patriotas, encabezados por el entonces teniente coronel Hugo Chávez, tomar la iniciativa y sentar los ejes de su articulación, en distintos tiempos y con diferentes métodos, en el rechazo al modelo neoliberal y por la realización de la Asamblea Constituyente. En cambio, aunque a la postre iban a tener distintos derroteros, la irrupción de las masas en Bolivia y Ecuador se da alrededor de los movimientos sociales, particularmente de los pueblos y naciones indígenas.
Roberto Regalado encuentra cuatro razones que explican el protagonismo de los movimientos sociales:28 a) esos movimientos adquirieron vida propia y razón de ser en el período de lucha contra la dictadura y durante la implantación del nuevo sistema de dominación; b) la crisis socioeconómica estimuló su protagonismo social y político; c) el aumento de la competencia entre obreros, fomentada por el neoliberalismo debilitó el sindicalismo clásico y a otras formas tradicionales de organización y lucha social; y, d) el sistema político se «impermeabilizó» para impedirle a los partidos políticos, incluidos los de izquierda, cumplir la función de intermediación entre la sociedad y el Estado.
En el caso de Bolivia —las «trillizas» (Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia (CUSUTCB), la Confederación Sindical de Colonizadores de Bolivia (CSCB), y la Federación Sindical de Mujeres Campesinas Bartolina Sisa)—, y en Ecuador —la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE)—, los pueblos indígenas se convierten en los ejes articuladores de la lucha social y de la progresiva incorporación de otros grupos subalternos a la escena política.
Es decir, en este tercer momento, en que la relación de fuerzas está a favor de los grupos subalternos, se valida la afirmación gramsciana de que: «un grupo social puede y hasta tiene que ser dirigente ya antes de conquistar el poder gubernativo».29 La iniciativa está en las calles y en las comunidades. La política se produce fuera de los centros institucionalizados del poder. La democracia participativa y directa adquiere predominio respecto de la democracia representativa, que se ha convertido en un mero instrumento procedimental para la selección de autoridades, pero tampoco la niega como una puerta de salida institucional a la crisis.
Pero, como registran los hechos, los efectos de esa irrupción han sido distintos en ambos países. En Bolivia, el bloque indígena-campesino y popular se ha elevado a su condición de «dirigente». En el caso del Ecuador, los indígenas perdieron esa valiosa oportunidad luego de ser traicionados por el coronel Lucio Gutiérrez, a quien llevaron a la presidencia. Podemos decir que el movimiento indígena se constituye en un fugaz sujeto histórico que luego termina desestructurado y víctima de sus propias contradicciones. Ha tenido que desarrollarse un movimiento ciudadano a la cabeza de Rafael Correa para «montarse» sobre la «cumbre» de la crisis orgánica y darle un reimpulso al proceso revolucionario ecuatoriano.
Es lógico que este momento, en que los grupos sociales subalternos ya actúan como dirección sin ser todavía dominantes, se caracterice por la construcción de un nuevo sistema hegemónico que va desplazando al anterior. La característica más importante de que eso está sucediendo es que ya se ha producido una «escisión» en el sistema hegemónico. Hay una ruptura de los grupos subalternos con la ideología dominante y su proceso de unificación en la lucha le otorga «personalidad histórica», es decir, conciencia histórica de lo que debe hacer y cómo debe hacer para destruir el poder del enemigo e iniciar el proceso de construcción de su propio poder.
Un cuarto momento, es la «toma del poder» de «los de abajo» y el inicio de la configuración de nuevos bloques históricos en cada uno de los tres países, es decir, en la construcción de vínculos de nuevo tipo entre la estructura y las superestructuras. Es precisamente la constitución de un nuevo tipo de relaciones que lleva a caracterizar a los procesos de Venezuela, Bolivia y Ecuador como revoluciones. Los bloques sociales alternativos a los partidos de la derecha pasan de su condición de «dirigentes» a «dominantes», pero sin dejar de ser al mismo tiempo «dirigentes». La «toma» del poder político por la vía de las elecciones no les quita su condición de «dirigentes». Es el momento más representativo de la hegemonía labrada y alcanzada desde «abajo». Y entonces adquiere sentido la reflexión de Gramsci cuando sostiene que cuando ese grupo social «ejerce el poder y aunque lo tenga firmemente en las manos, se hace dominante, pero tiene que seguir siendo dirigente».
La configuración de un nuevo bloque histórico se ha desprendido en los tres países del cambio de sus constituciones por la vía de las Asambleas Constituyentes, que no es otra cosa que una de las expresiones, como se ha señalado, de los procesos constituyentes. El resultado de una Asamblea Constituyente es una nueva Constitución Política del Estado. El resultado del proceso constituyente es la configuración de un nuevo poder. Ambos son importantes, pues dan lugar a un nuevo bloque histórico, por tanto, a un nuevo tipo de vínculo entre la estructura y la superestructura, y entre la sociedad civil y la sociedad política. Es más, no es exagerado afirmar que las revoluciones en América Latina en el siglo XXI se están dando bajo la forma de proceso constituyente. Aunque años después, la iniciativa política tomada por el presidente Nicolás Maduro, el 1 de mayo de 2017, de convocar a una nueva Asamblea Nacional Constituyente, dio lugar a una segunda oleada constituyente que determinó la derrota política de la oposición en Venezuela y el triunfo del «chavismo» en las elecciones regionales y municipales de ese mismo año.
En el campo de la estructura social, si bien no se han alterado las relaciones de producción capitalistas, la recuperación estatal de los recursos naturales, la apropiación colectiva (a través del Estado) de los excedentes y su redistribución en beneficio de las inmensas mayorías, ya implica, en un capitalismo verdaderamente planetario, un cambio sustancial en el largo recorrido hacia una sociedad no capitalista.
En el campo de las superestructuras quizá valga apuntar dos aspectos centrales. Primero, hay un proceso de construcción de una nueva estatalidad que condense la nueva relación de fuerzas y el nuevo bloque histórico. Sin embargo, este proceso es paralelo al proceso de desmontar la vieja institucionalidad estatal en condiciones distintas a las revoluciones producto de las armas. Por eso el Estado es un campo de lucha. Segundo, el bloque en el poder, «dominante» y «dirigente», está bañando con sus cosmovisiones y formas de concebir el mundo, al conjunto del nuevo orden social. Ambas cosas son una forma de ampliación permanente de la hegemonía. Hay que subrayar que la hegemonía no es algo muerto y estático, es algo vivo y en permanente movimiento. La instalación de un nuevo sistema de creencias ha sido tal en los tres países que no solo se discute cómo se resiste a la nueva contraofensiva imperialista, sino cómo se construye socialismo del siglo XXI en Venezuela, Buen Vivir o Socialismo del Siglo XXI en Ecuador y Socialismo Comunitario o Vivir Bien en Bolivia. La traición de Lenín Moreno en Ecuador —la segunda en ese país en menos de 20 años— lejos de negar, más bien ratifica, la conquista de la hegemonía de la Revolución Ciudadana, pues es sobre la base de su prestigio que la oposición de derecha se ha montado en el gobierno ecuatoriano para desmontar las conquistas de la revolución.
Y aquí es necesario hacer un rápido recuento de la forma como se hizo en Venezuela, Ecuador y Bolivia.
En Venezuela la irrupción popular liderada por Hugo Chávez desemboca en triunfo electoral en 1998, y en la aprobación de una nueva Constitución Política por la vía de una Asamblea Constituyente. Sin embargo, la agresión directa de los Estados Unidos contra la Revolución Bolivariana desde un principio da lugar a un equilibrio inestable de fuerzas que impide la expansión hegemónica del proyecto emancipador. Quizá la multiplicación de las «misiones» es una constatación de las grandes dificultades de construir un nuevo tipo de institucionalidad estatal en los tiempos planteados por los conductores de esa revolución. Sin embargo, sería injusto no explicar que la situación de equilibrio inestable se debe a dos razones fundamentales: primero, a la existencia de una burguesía muy fuerte, con lazos muy profundos con los Estados Unidos, y que siempre se benefició de la renta petrolera; y, segundo, a la enorme agresión desplegada de distintas maneras por el imperialismo. Contra la Revolución Venezolana se combinan tres experiencias que los Estados Unidos han desarrollado contra gobiernos revolucionarios: la desplegada contra el gobierno socialista de Salvador Allende en la década de 1970, al provocar un clima de desabastecimiento de alimentos y otros productos; la desarrollada contra la Revolución Sandinista en la década de 1980, a través de una agresión sistemática mediante grupos «contras» alimentados desde Honduras; y las sanciones y acciones de terrorismo contra la Revolución Cubana, que datan del momento mismo de su triunfo, en 1959. A todo eso hay que sumar la «guerra mediática» como componente fundamental de lo que se ha venido a llamar el «golpe suave».
En Ecuador, la irrupción inicialmente indígena, que provocó la renuncia de dos gobiernos antes que cumplieran sus respectivos mandatos, no alcanzó a constituir un nuevo bloque histórico, y fue recién en 2006, con otro sujeto articulador de la resistencia antineoliberal —las clases medias y capas urbanas—, que se sientan las bases, tras el triunfo de Rafael Correa, para una «época de cambios». La situación anteriormente descrita es tan evidente que, de las dos Asambleas Constituyentes en el Ecuador —una, en 1998, en el gobierno de Jamil Mahuad, y la segunda, en 2008, bajo la presidencia de Rafael Correa—, la segunda es la que marca un cambio de dirección en ese país.
En Bolivia, la configuración de un nuevo bloque histórico se ha producido en torno a la dirección de los movimientos sociales, particularmente indígena‑campesinos. Le ha correspondido a ese sujeto, liderado por el dirigente cocalero Evo Morales, levantar las banderas de una revolución antiimperialista, anticapitalista y anticolonial. Al igual que en Venezuela, la vía para «elevar» el proceso revolucionario hacia otros niveles es la electoral. En diciembre de 2005, Morales triunfa con el respaldo del 54% de la votación. El nuevo bloque en el poder actúa como «dominante», aunque con grandes dificultades por un aparato estatal (burocracia, ejército y policía) con enorme influencia de la desplazada clase dominante y los Estados Unidos, pero lo hace sobre todo como bloque «dirigente». La combinación de su condición de bloque dominante y dirigente a la vez, de la «guerra de posiciones» y la «guerra de movimientos», le permiten derrotar varios intentos de desestabilización, particularmente, el golpe de Estado «cívico-prefectural» de septiembre-octubre de 2008, cuando la ultraderecha pretendía partir el país en dos. La Revolución Democrática y Cultural ha ido pasando por varios momentos que van desde la defensa de lo conquistado en el Estado viejo, hasta la irradiación territorial y en profundidad del Estado Plurinacional. Claro, después de resolver a su favor, en una «guerra de posiciones», el equilibrio inestable de fuerzas que se mantuvo hasta 2008. Durante todos estos momentos, el bloque en el poder ha logrado combinar su papel de «dominante» y de «dirección» al mismo tiempo. Fuerza y firmeza hacia los enemigos que no se cansan de conspirar con apoyo directo de los Estados Unidos, y expansión hegemónica hacia otros grupos sociales, particularmente, de clases medias.
Un quinto momento es el establecimiento de una relación de «correspondencia no armoniosa» entre la sociedad política y la sociedad civil. Es decir, se registra un desarrollo no antagónico entre el Estado y la sociedad que, si bien no abre un riesgo automático a los procesos revolucionarios de América Latina, al mismo tiempo representa un llamado de atención —en la mayor parte de los casos no percibido por las autoridades del Estado, ni por los dirigentes de los partidos y/o movimientos sociales o ciudadanos—, para el futuro de los proyectos emancipadores. Por «relación de correspondencia no armoniosa» vamos a entender los desencuentros entre el gobierno y la sociedad, cuyas causas pueden ser atribuidas a ambos, y que, a pesar de compartir un mismo objetivo, agarra distintos ritmos o se mueven en campos diferentes. Uno de los efectos de este desencuentro es la desaceleración o ralentización de los procesos revolucionarios. Hay coincidencia en que este momento se ubica aproximadamente alrededor de 2010. De ahí las reflexiones y aportes de intelectuales orgánicos de la izquierda como Roberto Regalado, que en una visión crítica de lo que hizo la izquierda en el gobierno se pregunta si ¿alternativa o reciclaje?,30 y de la intelectual argentina‑cubana Isabel Rauber, que lanza la interrogante de: «¿conservar logros o profundizarlos y ampliarlos».31
El rasgo más importante de ese momento de «correspondencia no armoniosa» es el siguiente: el Estado, a través de sus principales líderes, se va convirtiendo en el actor fundamental del proceso, mientras el sujeto histórico de la revolución —plural y diverso como diría Isabel Rauber— ingresa a un camino que le va quitando su condición de tal de manera progresiva, aunque no planificada. Los sectores populares van pasando de protagonistas a cierta pasividad y el Estado empieza a actuar como sujeto de la revolución. El sujeto histórico, que siempre es el resultado histórico‑concreto de una situación históricamente determinada, y no «una cosa» predestinada o pre-existente como lo entiende cierto marxismo, no solo que no actúa al ritmo y en la profundidad que requiere los desafíos del proceso de cambio, sino que va retornando a sus intereses particulares de corto plazo. La lucha estratégica es desplazada por la lucha reivindicativa. Esto significa que el sujeto de la revolución, que durante años de resistencia e irrupción a la escena política fue construyendo un nuevo «sentido común» en torno a un interés y necesidad generales, abandona esa visión universal y empieza a fragmentarse y retornar a sus intereses particulares. Por tanto, deja de ser sujeto histórico. Las masas, otrora protagonistas de la historia, asumen una actitud pasiva y solo esperan la llegada de los «beneficios» de parte del Estado.
Por su parte, el Estado, siempre proclive al burocratismo y amenazado por él, hace gala de su tendencia a la monopolización de las decisiones y se aproxima, aún sin el deseo de sus máximos conductores, a la línea divisoria entre la sociedad política y la sociedad civil propia de los gobiernos burgueses. El Estado asume el papel de actor político en todos los ámbitos de la realidad. La burocracia —aquel grupo de intelectuales encargados de la gestión pública, que en una parte más o menos considerable provenía de la burocracia del viejo Estado y, por lo tanto, fue educada en la concepción de las viejas clases dominantes—, vuelve a sus prácticas elitistas y excluyentes de las mayorías. Este desencuentro o «relación de correspondencia no armoniosa» alienta el resurgimiento de una subjetividad «aristocrática» en sectores que administran el Estado, olvidando que «no son las instituciones, ni los funcionarios, ni las leyes, ni los partidos políticos, los sujetos del cambio, sino los pueblos».32
Sin embargo, el propósito de esta reflexión no es «demonizar» el activo papel del Estado y de los gobiernos. De hecho, si no hubieran estado presentes con toda esa su fuerza y convicción Hugo Chávez, Evo Morales y Rafael Correa, así como Néstor Kirchner y Cristina Fernández, quizá poco o nada hubiera pasado en materia de integración latinoamericana y en acuerdos y articulación política, que permitieron enfrentar con éxito los desafíos y amenazas a todos y cada uno de los gobiernos de izquierda y progresistas de la región. Y estos grandes líderes, a partir del 2010 aproximadamente, se apoyaron más en la fuerza del Estado que en la capacidad e iniciativa popular para alcanzar grandes conquistas.
La causa más importante de ese desencuentro no antagonizado entre el Estado y la sociedad es la «fetichización» del poder. Los protagonistas y forjadores de este momento de nuestra historia sienten que se ha logrado todo, que se trata de gozar de los beneficios de la conquista del poder y delegan, en los hechos, la «administración» del poder a un grupo de especialistas y profesionales del manejo de la «cosa pública». Entretanto, las autoridades del Estado, de lo que no se escapan sus máximos conductores, aunque en menor medida, asumen como suyo el gran reto de «satisfacer» las necesidades crecientes de la población. Es decir, desde ambos lados —desde el Estado y la sociedad— se va registrando no solo una fetichización del poder en su sentido y concepción tradicionales, sino que se va abriendo una potencial fisura que es mortal para el proyecto emancipador.
Los efectos de este momento de «relaciones de correspondencia no armoniosa» se empiezan a notar incluso antes de la muerte del presidente Chávez en marzo de 2013. Ya al máximo conductor de la Revolución Bolivariana y principal referente de las revoluciones del siglo XXI, se le empieza a poner difícil la situación, al punto que después de ganar las elecciones en octubre de 2012, en una de las mayores autocríticas del proceso y del gobierno, convocó a un «golpe de timón».33 Venezuela no fue la única afectada sino, aunque en distinto grado, la totalidad de los gobiernos de izquierda y progresistas de la región. El tema no es el acceso a recursos, como una lectura perversa de origen imperial afirma a través de sus medios de comunicación transnacionales y locales, en un fallido intento de mercantilizar la gravitación política real que tuvo el líder venezolano en la articulación política latinoamericana, incluso con gobiernos de corte neoliberal, como ocurrió con el nacimiento de la CELAC.
En términos generales, ¿cuáles son las manifestaciones de este desencuentro y desaceleración respectivas, sin que ello signifique, reiteramos, la proximidad «por efecto automático» de una crisis de carácter estatal?
Una primera manifestación es la no relación entre los resultados de la gestión y el comportamiento electoral y político de la población. Ninguno de los gobiernos que precedieron a los actuales en los tres países andinos distribuyó tanto la riqueza ni amplió la democracia. Empero, en los últimos años, no hay una correspondencia entre los niveles de aprobación de los gobiernos y la intención de voto. Esto se explica por dos razones bastante genéricas: por un lado, al priorizar tanto la gestión y convertir al Estado en el único actor del proceso, se ha descuidado en parte el trabajo político-ideológico para seguir desmontando los fundamentos de la cultura capitalista, predominante todavía por su carácter planetario; por otro lado, amplios sectores de la población observan como normal lo que al principio les parecía una novedad: la capacidad de trabajo de sus gobiernos, particularmente de los presidentes.
Una segunda manifestación es que los gobiernos no han encontrado los suficientes mecanismos para impedir que la idealizada concepción de la alternancia democrática, que es uno de los componentes de la estrategia de las oposiciones para debilitar a los gobiernos de izquierda, sea no solo refutada por no corresponder a la verdad, sino superada desde una perspectiva de ampliación de la democracia. Estos procesos han surgido de otro tipo de democracias distintas a la democracia representativa. En rigor, la construcción de hegemonía y la capacidad de ser dirección sin ser todavía gobierno, y mucho menos bloque dominante, han surgido de las democracias participativa, directa y comunitaria. Y luego estas «otras» democracias, se han expresado a través de la democracia representativa.
Una tercera manifestación, es que la hegemonía política no se ha traducido en una hegemonía cultural que cambie radicalmente la concepción del mundo en los sujetos históricos y por tanto en el resto de la sociedad. Esto quiere decir que los grandes actores de estas revoluciones del siglo XXI, tenían plena conciencia de lo que no querían, pero no necesariamente saben lo que quieren, ni mucho menos tienen una adhesión consciente a un proyecto alternativo al capitalismo. Esta doble realidad: descuido del trabajo ideológico en todos los niveles y el carácter planetario del capitalismo, no solo como modo de producción, sino como modelo de cultura, impacta negativamente en la población, sobre todo en los jóvenes, quienes no tienen la dimensión precisa de lo mucho que han hecho los gobiernos de Venezuela, Bolivia y Ecuador.
Para terminar con el análisis de este quinto momento, es bueno aclarar que definimos como una «relación de correspondencia no armoniosa» por el hecho que no se trata de una configuración antagonizada entre el Estado y las fuerzas sociales de la revolución, sino a un cuadro de desencuentro en términos de ritmo y profundidad en torno a un proyecto político emancipador por el que se está luchando. Es decir, no hay un dislocamiento o ruptura entre sociedad política y sociedad civil, propia de las formaciones sociales capitalistas, pero sí hay una desarticulación entre ambas esferas que puede devenir en otra cosa, en una ruptura.
Un sexto momento, es el dilema en el que se encuentran las revoluciones de Bolivia, Venezuela y Ecuador entre la profundización del cambio revolucionario o el restablecimiento de la subalternidad, es decir, la nueva contradicción fundamental de la coyuntura actual es entre: por una parte, el restablecimiento o reconfiguración de una relación de correspondencia armoniosa entre la sociedad política y la sociedad civil, desde una perspectiva poscapitalista que trascienda al posneoliberalismo ya superado en sus ejes centrales; y, por la otra, la derrota de los gobiernos de izquierda, la (re) instalación de un «sentido común» neoliberal en nuevas condiciones y, por tanto, el restablecimiento del antagonismo real, pero encubierto bajo el manto liberal.
Al hacer el balance de las experiencias de izquierda y progresistas en América Latina, Isabel Rauber afirma que el vértice de bifurcación política está entre conservar los logros o profundizarlos o ampliarlos,34 y que la respuesta política ante la amenaza de la reconstitución de las fuerzas de derecha requiere profundizar los cambios iniciados, ampliar los campos de acción y decisión del poder popular construido desde abajo.35 Es evidente que esta variante de la contradicción fundamental al interior de los gobiernos revolucionarios se explica porque la impronta que dio origen y desarrollo de poderosos movimientos de resistencia al neoliberalismo requiere, para no perder la potentia,36 enlazarse con otro estadio de la perspectiva emancipadora: el poscapitalismo.
Los gobiernos de Venezuela, Bolivia y Ecuador han impulsado modelos, con matices de diferencia, que básicamente le han devuelto al Estado el protagonismo integral en todos los campos de la vida social, han nacionalizado importantes empresas estratégicas, generan excedentes y los distribuyen en beneficio de toda la población. Sin embargo, estas tareas posneoliberales, desarrolladas en medio de la batalla contra el imperialismo, las burguesías y las fuerzas de derecha, no han transitado de revoluciones políticas a revoluciones sociales, lo cual implica un cambio de las relaciones de producción capitalistas, un desmontaje completo de la institucionalidad que sostiene al capitalismo y la creación de alto nivel de conciencia social que trascienda la lógica irracional de la racionalidad consumista o que supere la formación de una nación de consumidores, que parece ser el efecto inevitable y quizá no deseado de los modelos económicos aplicados en los países bajo conducción de la izquierda. Salvo Venezuela con sus intentos, es evidente que, desde 2010, las medidas y el discurso de los gobiernos de Bolivia y Ecuador han girado más en torno al posneoliberalismo que del poscapitalismo.
Es bueno apuntar que este dilema de las tres revoluciones, extensiva a los gobiernos progresistas de la región que aún quedan (Uruguay y El Salvador), se desarrolla en medio de una contraofensiva imperial‑oligárquica sin precedentes en los últimos 30 años. El gobierno de Obama, cuyo segundo período de mandato culminaba en enero de 2017, desplegó, por voluntad del poder de las corporaciones, una guerra no convencional que, sobre la base de los problemas enfrentados por los procesos de cambio, ha logrado un cierto resultado. Con esa nueva estrategia los Estados Unidos pretendían alcanzar con Cuba lo que no pudieron lograr durante cinco décadas a través de múltiples formas de agresión. El restablecimiento de las relaciones bilaterales, sin embargo, no contemplaba, al menos en el corto plazo, el levantamiento del criminal bloqueo y el desmantelamiento de la base militar de Guantánamo y su posterior devolución a la soberanía cubana. Contra Venezuela se ha mantenido una guerra global que se ha acentuado después de las elecciones legislativas de diciembre de 2015. Hacia Bolivia tampoco dejó de desarrollar mecanismos de subversión ideológica con el objetivo de minar la autoridad política y moral de Evo Morales. La historia alrededor de una expareja y de la existencia de un supuesto hijo de Morales, «develada» ni tres semanas antes del referéndum del 21 de febrero de 2016, que terminó con una victoria, por estrecho margen de NO a la reforma del artículo 168 de la Constitución Política del Estado para habilitar al presidente indígena para las elecciones de 2019, es el ejemplo más ilustrativo de cómo está operando la estrategia subversiva contra el proceso de cambio. En el caso del Ecuador, ya se ha señalado, la restauración neoliberal ha ido de la mano del presidente Lenín Moreno, quien está desarrollando una de las formas típicas de la revolución pasiva (revolución/restauración). Esta ofensiva imperial y oligárquica contra los procesos revolucionarios de Venezuela, Bolivia y Ecuador se ha duplicado, por decir algo, con la actual administración de Donald Trump, quien retoma con firmeza la doctrina Monroe de que «América es de los americanos», formulada en 1823 en plena gesta independentista de la segunda ola emancipadora de América Latina y que los Estados Unidos nunca han dejado de considerarla vigente.
Los procesos revolucionarios se están acercando a un nuevo punto de bifurcación. El primer punto de bifurcación en Bolivia se dio en el período 2008‑2009 (fracaso del golpe cívico-prefectural contra Evo Morales), en Venezuela en 2002 (secuestro de Hugo Chávez y el paro petrolero) y en Ecuador en 2010 (con el intento de golpe policial contra Correa). El imperio pretende —después de la derrota del kirchnerismo en Argentina, de la destitución de Dilma Rousseff en Brasil, de la derrota del chavismo en las elecciones legislativas en Venezuela y de la victoria de la derecha en el referéndum para modificar la Constitución Política del Estado en Bolivia—, poner fin al llamado ciclo progresista o populista en América Latina. Y lo quiere hacer apoyado en el uso de la fuerza, ya sea por la vía de la intervención militar directa de sus tropas o una fuerza multinacional, o por la vía de propiciar golpes de Estado al estilo clásico de las décadas de 1960 y 1970. De ahí que no sean un exabrupto las palabras del Secretario de Estado de los Estados Unidos, Rex Tillerson, al iniciar su gira por México, Perú, Argentina y Colombia: «En la historia de Venezuela y otros países sudamericanos, muchas veces el ejército es el agente del cambio cuando las cosas están tan mal y el liderazgo ya no puede servir a la gente», dijo Tillerson el 1 de febrero antes de partir a México, donde iniciaba su gira para visitar a los países más leales a la Casa Blanca.
Esta nueva situación de las relaciones de fuerza en América Latina está empujando a que algunas corrientes de opinión dentro de los procesos revolucionarios, planteen que hay un desgaste de la línea dura, y que para evitar la ira del imperialismo es mejor desarrollar una línea más moderada. Uno de los fundamentos de este razonamiento es que las capas urbanas y de clase media son cada vez más gravitantes en los resultados electorales, por lo que es mejor tener a personalidades (llámense deportistas, artistas, músicos y otros) como candidatos y candidatas a los parlamentos o asambleas, que darle esas responsabilidades a los sujetos sociales.
En el nuevo punto de bifurcación en que están los proyectos revolucionarios de América Latina, se impone el impulso a un segundo momento del gran proceso constituyente abierto «desde abajo» por los pueblos, antes de ser gobierno en Venezuela, Bolivia y Ecuador. En Venezuela, la convocatoria a una Asamblea Nacional Constituyente, el 1 de mayo de 2017, y su posterior instalación, han ingresado a ese segundo momento del poder constituyente, con efectos altamente positivos para la revolución: derrotó los planes golpistas y violentos de la oposición; descolocó a la agresión internacional planificada y concebida por los Estados Unidos y ejecutada a través del secretario General de la OEA, Luis Almagro; y le dio mayor iniciativa al gobierno. En Bolivia, no se visualiza la forma de ese segundo momento constituyente, pero es de esperar que Evo Morales desarrolle una iniciativa estratégica que le brinde a la Revolución Boliviana una nueva relación de fuerzas favorable. Ya en 2011, Morales convocó a un Primer Encuentro Plurinacional que sirvió de espacio para rearticular fuerzas en la coyuntura pos TIPNIS.37 Y en Ecuador, aunque es más difícil, la Revolución Ciudadana solo podrá retornar del retroceso al que la está conduciendo Moreno, con otra iniciativa estratégica.
Pues bien, siempre aclarando las especificidades de cada país y que las prioridades, en términos generales los grandes desafíos para la izquierda en el gobierno son los siguientes:
Primero, el restablecimiento del equilibrio o la «relación de correspondencia armoniosa» entre la sociedad política y la sociedad civil, es decir, entre dominación y hegemonía. Las relaciones de dominación, que existen en cualquier tipo de Estado, se construyen desde el Estado mismo a través de su aparato estatal y sus mecanismos institucionalizados. La hegemonía se construye y se amplía desde la sociedad. En ambos planos —Estado y sociedad— se producen relaciones de fuerza que definen el curso histórico de los procesos en marcha. Cuando un gobierno es fuerte «arriba», «abajo» es indestructible, pero cuando un gobierno es fuerte «arriba» y débil «abajo» la derrota es inminente. Esa es una realidad teórica y práctica irrebatible.
Es verdad que hay coyunturas en las que el predominio de la dominación es mayor a la hegemonía, pero es particularmente preocupante cuando se le otorga al Estado el papel de sujeto y, por tanto, de único organizador de la hegemonía en la sociedad. Es preocupante porque por lo general, como dice Álvaro García Linera, el Estado tiende a la concentración y monopolio de decisiones, mientras la sociedad tiende a una mayor democratización de las decisiones cuando hay un sujeto histórico que la dirige.
Segundo, es preciso reconstituir el sujeto histórico que hizo posible resistir y derrotar al neoliberalismo y abrir estas experiencias revolucionarias. Por diversas razones que van desde la «ilusión» de «tomar el cielo por asalto» hasta el retorno a sus intereses corporativos de corto plazo, pasando por la «fetichización» o «enajenación» del poder, los movimientos sociales y las organizaciones ciudadanas, en Bolivia y Ecuador, respectivamente, han abandonado sus intereses estratégicos de largo plazo y, por tanto, su visión universal. Cuando eso sucede, el «sentido común» en torno al cual se articulan las luchas, resistencias y avances del bloque de las clases subalternas elevadas a la condición de bloque en el poder, se debilita y corre el riesgo de fragmentarse de manera irreversible. Es decir, se producen varios «sentidos comunes» particulares, de corto alcance y muchas veces en contradicción con los otros hasta el punto que pueden llegar a ser antagónicos.
Como está demostrado en Venezuela, el sujeto histórico se constituye en la lucha, no está predestinado ni mucho menos se configura en la pasividad. El nivel de conciencia para enfrentar las tareas que requiere el momento histórico, en la laboriosa e irrenunciable misión de construir una nueva sociedad, se adquiere o no en dependencia del papel protagónico o no que se tenga en la lucha cotidiana. El sujeto histórico no solo existe cuando resiste, sino cuando resiste en articulación con otros sectores sociales desde una perspectiva nacional, y cuando encarna la agenda o programa del cambio. Resistir‑construir‑resistir es un triángulo permanente en la lucha contra el capital y en el desafío de edificar una sociedad más allá del capital.
Tercero, lograr un «desdoblamiento articulado del sujeto histórico». Esto significa que se piense en su doble condición. Por un lado, como «bloque en el poder político del Estado» y que, por tanto, tiene la enorme responsabilidad de ser portador de una concepción universal del Estado y de representar el interés general de todos y todas, de superar sus visiones corporativas o sectoriales al momento de diseñar y aprobar las políticas públicas y de generar las condiciones institucionales necesarias para una efectiva participación en la construcción del poder, el sujeto histórico debe ser el más interesado en alcanzar niveles de eficiencia y productividad en la gestión de las empresas públicas, pues de ello depende asegurar la generación de excedentes para su redistribución por diversos mecanismos. Por otro lado, como protagonista o actor político y social estratégico en la construcción de la hegemonía en torno al horizonte de visibilización del proyecto histórico. Este bloque, entonces, deber ser portador de una visión universal del mundo y de un «sentido común» que articule a los «otros sentidos comunes» de los pueblos que apuestan, desde distintos niveles de desarrollo de la conciencia social, a la superación de las relaciones antagonizadas y de subordinación creadas por el capital.
Como reflexiona Gramsci en sus escritos, la construcción de hegemonía es incorporar de los otros aquellas ideas —no a sus actores o portavoces, ni aún fragmentados y dispersos— que no alteren o cambien el rumbo del proyecto que se está ejecutando.
El solo comportarse como bloque en el poder político lo enajena y lo separa de la sociedad en la que también se libra la disputa contra el sistema de creencias del capitalismo, lo cual le deja abierto un espacio a las fuerzas conservadoras para reagruparse y construir condiciones de un proyecto contrahegemónico al que se tiene. Asimismo, el solo comportarse como actor político y social estratégico, sin ninguna participación en las estructuras estatales o niveles de decisión, abre un camino para el desarrollo de las corrientes oportunistas generalmente hábiles para penetrar en las altas esferas, pero también empuja al actor político a migrar o refugiarse progresivamente en sus intereses corporativos de corto plazo. En ese sentido, un correcto y adecuado «desdoblamiento articulado del sujeto histórico» implica estar con la iniciativa estratégica ininterrumpida y de cambiar la lógica conservadora del poder, pues eso conduce «desde arriba» y «desde abajo» a la construcción de un poder radicalmente distinto del que hace gala el capital.
Cuarto, está el desafío de lograr un equilibrio entre la gestión y el trabajo político desde el Estado y mejor aún desde fuera del Estado. No cabe la menor duda que Evo Morales, Rafael Correa y Hugo Chávez y después Nicolás Maduro, han cambiado radicalmente estos tres países. Sin embargo, los resultados de la gestión, altamente valorados por la población, no se traducen ahora por efecto automático en un incremento de apoyo político al gobierno, en intención de voto y mucho menos en una toma de conciencia de que solo un proceso con horizonte socialista ha sido capaz de lograr cosas que no se hicieron o quedaron pendientes desde la fundación de las tres repúblicas.
Es verdad que la situación de Venezuela es particularmente distinta por la «guerra económica» que se libra contra el país sudamericano. Ningún modelo funciona, como debe ser, en medio de una «guerra asimétrica» como la que enfrenta la Revolución Bolivariana. Pero todo tiene un tiempo, pues a lo que juega el enemigo es a provocar una implosión motivada por la desesperación económica.
Quinto, la construcción de condiciones materiales y subjetivas de nuevo tipo. La revolución no es solo la manifestación de un buen deseo o de los éxitos que se tengan en la economía. Ambas desviaciones, el sobredeterminismo ideológico y el sobredeterminismo económico abren «huecos negros» que facilitan el trabajo de los enemigos de la revolución. Salvo la Revolución Boliviana, donde se ha avanzado mucho, aunque dentro de los límites del posneoliberalismo, la gestión económica es uno de los mayores problemas a resolver para la Revolución Venezolana, y aunque no es objeto de estudio de este análisis, podemos decir que también lo es para la Revolución Cubana. La base material de cualquier proceso revolucionario es la economía,38 de eso no hay duda. Los Estados con gobiernos revolucionarios deben producir mejor y distribuir la riqueza con lógicas distintas a las de un gobierno de derecha y un Estado capitalista.
Sexto, es profundizar la construcción de la institucionalidad estatal. En el primer momento constituyente de las tres revoluciones, se ha registrado un cambio parcial de la organización del Estado. Desde concebir a los «poderes» como «órganos» —pues el poder es único y reside en el pueblo— hasta cambiar los nombres del Ejecutivo, Legislativo, Judicial y Electoral. La revolución ha empezado a «bañar» todos los ámbitos de la realidad con su «sentido común». Pero la tarea ha quedado inconclusa pues la dinámica, la técnica, muchas normativas y la lógica de la vieja estatalidad todavía se mantienen inalterables en varios niveles. Además de haber incorporado en Bolivia y Ecuador lo «plurinacional» en las diferentes instancias del Estado, lo que no es poco desde lo simbólico y político, todavía queda mucho por cambiar y reformar el Estado. En el caso de Venezuela, como se ha dicho antes, la línea de seguir creando misiones es un reflejo de las tareas inconclusas del desmontaje del viejo aparato estatal.
Uno de los rasgos centrales de la tarea pendiente en términos de construcción de la estatalidad es que el nuevo bloque histórico —entendido como aquellos intelectuales y técnicos que organizan la administración pública y representan el vínculo entre la estructura y la superestructura—, encuentra resistencia y a veces sabotajes en el viejo bloque histórico. Este fenómeno es comprensible pues le ha tocado incluso a las revoluciones cuya vía para la «toma del poder» fue por la violencia revolucionaria apelar a los burócratas del viejo Estado. Desde la Revolución Bolchevique hasta la Revolución Cubana, al principio se ha tenido que recurrir a intelectuales y técnicos de gobiernos del pasado para administrar el Estado. Y los tiempos políticos en revoluciones surgidas desde la lucha electoral son mucho más largos y llenos de complicaciones, aunque el mismo tiempo complejos por la exigencia rutinaria de corto plazo de revalidar su legitimidad en las urnas cada cinco años. Entonces, llevar adelante una nueva estructura de los «órganos» del Estado y terminar de desplazar a la burocracia de la vieja estatalidad para sustituirla por un nuevo bloque histórico, es una tarea central desde la perspectiva revolucionaria.
Séptimo, un factor a resolver favorablemente por las revoluciones boliviana y venezolana, es encontrar la fórmula para trascender la camisa de fuerza que representa la democracia representativa y que subsume las ricas y dinámicas democracias directa y participativa-comunitaria que han sido incorporadas a las constituciones de los tres países. El reconocimiento de las democracias directa, participativa y comunitaria como espacios de constitución, organización, toma de conciencia y movilización del sujeto histórico de las revoluciones posliberales y poscapitalistas, no implica que la democracia representativa haya dejado de ser el espacio principal de disputa entre la dominación y la emancipación. Esto no es malo en sí mismo, pero tampoco se debe perder de vista que en esa disputa las fuerzas sociales antagónicas e interesadas en establecer su visión de organización de la vida social no ingresan al campo de batalla en las mismas condiciones. Las fuerzas revolucionarias deben hacer mayor esfuerzo por conocer y manejar mejor las reglas de una democracia forjada a imagen y semejanza de la burguesía, pero también para no ser atrapadas por su tendencia enajenante. En realidad, se debe aprehender la democracia representativa para luego transformarla radicalmente como espacio de concreción de las otras democracias.
Dos son los rasgos centrales de la democracia representativa bajo conducción liberal-conservadora: por un lado, la de producir una línea de separación entre gobernantes y gobernados a partir de los intereses de clase, lo que en Bolivia implicaba hasta antes del gobierno de Evo una «racialización» del poder y de la lucha de clases. Por otro lado, el mecanismo de la alternancia —prejuicio liberal que incidió algo en el resultado del 21 de febrero en Bolivia— y no de la alternativa. Con los rasgos de esa democracia representativa es que el imperialismo y las derechas juegan, a través de organismos supranacionales como la OEA, para deslegitimar a los gobiernos revolucionarios de la región.
Entonces, desde una perspectiva revolucionaria, el desafío es cómo las democracias participativa, directa y comunitaria se proyectan a través de la democracia representativa. Esto quiere decir que el sujeto histórico debe producir siempre su condición de mayoría social, de mayoría política y de mayoría electoral aún antes del ritual del sufragio.
Octavo, el impulso de una profunda revolución intelectual y moral. Es verdad que el discurso imperial y de las derechas opositoras ha encontrado en el tema de la corrupción uno de los ejes de sus prácticas desestabilizadoras. Es verdad que, incluso, se han montado sobre denuncias de corrupción que los propios gobiernos de izquierda pusieron en escena, pero no lograron capitalizar políticamente estas iniciativas. No menos cierto es que también hay temas que son fabricados en laboratorio por las fuerzas opositoras para montar «casos» en los que no hay ni pies ni cabeza, con el único objetivo de afectar la imagen de los procesos de cambio y de sus líderes. Pero sería poco autocrítico no reconocer que viejas prácticas han sido asumidas por algunos de los actores de estas revoluciones.
Noveno, desplegar una gran batalla cultural que desplace a la lógica de consumo instalada por el capitalismo en el planeta, que le sirve como instrumento efectivo de reproducción ampliada del capital y que explica, de manera contundente, el alcance y la fortaleza de la hegemonía estadounidense en ese campo. No se puede construir una sociedad alternativa al capitalismo, llámese socialismo o Vivir Bien, con las herramientas, las lógicas y las prácticas del modo capitalista de organización de la vida social. Es el propio estratega, estadounidense por naturalización, Zbiegniew Brzezinski, quien dice que la supremacía de los Estados Unidos se sostiene en cuatro ámbitos decisivos del poder global: militar, económico, tecnológico y cultural.39 Hoy se puede discutir, ante el avance chino, que el económico haya dejado de ser un pilar, pero es evidente que se mantienen inalterables la supremacía militar y la supremacía cultural basada en el atractivo del consumo masivo.
A manera de síntesis, salvo en Ecuador, donde todavía no es posible determinar la magnitud del retroceso al que lleve la revolución/restauración (revolución pasiva) conducida por Lenín Moreno después del referéndum del 4 de febrero pasado, las revoluciones de Venezuela y Bolivia enfrentan, dentro de la dinámica revolución/contrarrevolución, el gran desafío de fortalecerse «desde arriba» (gobiernos y Estado) y «desde abajo» (sociedad civil). Es decir, América Latina vive desde 1998 el momento más extraordinario de su historia, pero al mismo tiempo el momento más delicado si las revoluciones no rectifican sus errores y no se profundizan. En América Latina, la disputa entre dominación y emancipación se traduce, desde el 2010, en un frágil e inestable equilibrio de fuerzas. La inclinación en una u otra dirección va a depender de lo que las fuerzas en disputa construyan local, nacional e internacionalmente.
Hugo Moldiz es un intelectual boliviano. Ha escrito varios libros sobre el proceso boliviano y América Latina.
Este artículo fue publicado en la antología Los gobiernos progresistas y de izquierda en América Latina, Roberto Regalado (compilador), Partido del Trabajo de México, Ciudad de México, 2018.
1 La primera ola emancipadora se libró por los pueblos indígenas u originarios en su intento de expulsar al invasor europeo del Abya Yala, nombre originario de este continente ahora llamado América. Esta gran ola se dio principalmente en el siglo XVIII. La segunda ola se desarrolló entre 1790 y 1826, es decir entre la llamada «Revolución Negra» del actual Haití hasta 1826, cuando fracasa el proyecto de Simón Bolívar de construir la unidad latinoamericana en el Congreso Anfictiónico, celebrado en Panamá y boicoteado por los Estados Unidos. Ver más en Hugo Moldiz: América Latina y la tercera ola emancipadora, Ocean Sur, México, 2013.
2 Ernesto Guevara: Cuba, ¿excepción histórica o vanguardia en la lucha contra el colonialismo, Editorial Ciencias Sociales, La Habana, 1977, Obras Completas, t. 9, p. 21.
3 Roberto Regalado: La izquierda latinoamericana en el gobierno, ¿alternativa o reciclaje?, Ocean Sur, México, 2012, p. 133.
4 Joseph Stiglitz: El malestar de la globalización, Editorial Taurus, Argentina, 2002, p. 119.
5 Tanto el geógrafo inglés David Harvey, en su libro El nuevo imperialismo, como Giovanni Arrighi G., en El largo siglo XX, sostienen que los Estados Unidos se fueron conformando como imperialismo con la combinación de las lógicas de poder territorialista —que hace más énfasis en el control del territorio, con el subproducto de controlar los recursos naturales— y de poder capitalista —que hace más énfasis en el control de los recursos naturales y como subproducto el control del territorio. Ver más en David Harvey: El nuevo imperialismo, Editorial Akal, Madrid, 2003; y Giovanni Arrighi: El largo siglo XX, Editorial AKAL, Madrid, 1999.
6 Atilio Borón: América Latina en la geopolítica del imperialismo, Ediciones Luxemburg, Buenos Aires, 2013, p. 68.
7 Zbigniew Brzezinski: El gran tablero mundial, Editorial Paidós, Barcelona-Buenos Aires, 2001, p. 15.
8 Fidel Castro: «Una historia de ciencia ficción», Reflexiones, Oficina de Publicaciones del Consejo de Estado, La Habana, 2013, t.4, p. 5.
9 La «crisis orgánica» es ante todo crisis del Estado en su conjunto: crisis del Estado pleno (dictadura+hegemonía). La crisis orgánica implica el enunciado de posibles divorcios entre la sociedad política y la sociedad civil, entre el Estado aparente y su propia base. (Q 7, 28)
10 «La estructura y las superestructuras forman un “bloque histórico”, o sea que el conjunto complejo, contradictorio y discorde de las superestructuras es el reflejo del conjunto de las relaciones sociales de producción». Antonio Gramsci: El materialismo histórico y la filosofía de Benedetto Croce, Nueva Visión, 2006, p. 46.
11 El concepto de crisis general es empleado por Lenin para hacer referencia al momento en que ni las clases dominantes ni las clases explotadas pueden seguir como están.
12 Antonio Gramsci: Notas sobre Maquiavelo, Nueva Visión, Buenos Aires, 2003, p. 83.
13 Para Lenin, una situación revolucionaria tiene tres síntomas principales: «1) la imposibilidad para las clases dominantes de mantener inmutable su dominación; tal o cual crisis de las “alturas”, una crisis en la política de la clase dominante que abre una grieta por la que irrumpen el descontento y la indignación de las clases oprimidas. Para que estalle una revolución no suele bastar con que “los de abajo no quieran”, sino que hace falta, además, que “los de arriba no puedan” seguir viviendo como hasta entonces. 2) una agravación fuera de lo común de la miseria y de los sufrimientos de las clases oprimidas. 3) una intensificación considerable, por estas causas, de la actividad de las masas, que en tiempos de “paz” se dejan expoliar tranquilamente, pero en épocas turbulentas son empujadas, tanto por toda situación de crisis, como por los mismos “de arriba”, a una acción histórica independiente. A lo que el teórico y conductor de la primera triunfante revolución socialista en el mundo añade que “se agrega un cambio subjetivo, a saber: la capacidad de la clase revolucionaria de llevar a cabo acciones revolucionarias de masas lo suficientemente fuertes para romper (o quebrantar) el viejo Gobierno, que nunca, si siquiera en las épocas de crisis, “caerá si no se le hace caer». Vladimir I. Lenin: «La bancarrota de la II Internacional», Obras Completas, Editorial Progreso, Moscú, 1984, t. 26, p. 228-229.
14 Al inicio del segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez estalló una rebelión popular en rechazo a medidas de corte neoliberal como el alza del precio de los carburantes y la elevación de precios de los productos de consumo familiar. La protesta empezó el 27 de febrero y terminó el 8 de marzo de 1989 con una sangrienta represión que dejó miles de muertos y heridos.
15 Una «Operación Zamora» liderada por el entonces coronel Hugo Chávez se llevó a cabo en los estados de Aragua, Carabobo, Miranda, Zulia y el Distrito Federal, con la intención de derrocar al gobierno de Carlos Andrés Pérez. La misión no cumplió su objetivo, pero esa derrota militar se transformó luego en la victoria electoral del líder bolivariano en 1998.
16 El 12 y 13 de febrero un motín policial se registró en La Paz, con la característica de un quiebre en el aparato del estado, pues policías y militares se enfrentaron a bala en la Plaza Murillo, en el km 0, donde esta situado el Palacio de Gobierno. Varias fueron las causas, entre ellas la intención del gobierno de Sánchez de Lozada de crear nuevos impuestos.
17 Aunque la protesta campesina y urbana se inició en septiembre, es en octubre de 2003 que la «guerra del gas» —oposición a la exportación de gas hacia los Estados Unidos y México por puertos chilenos— llega a su máxima intensidad. Una huelga general indefinida, combinada con corte de rutas y movilizaciones en todo el país, aunque principalmente en La Paz, obliga a Gonzalo Sánchez de Lozada a renunciar a la presidencia y fugarse del país.
18 Una rebelión popular, liderada por pueblos indígenas y un sector de las fuerzas armadas, a la cabeza del coronel Lucio Gutiérrez, provoca la renuncia del presidente Jamil Mahuad. Se conforma un triunvirato que apenas dura un día, pues el 23 de enero asume la conducción de ese país Gustavo Novoa, quien fuera vicepresidente de Mahuad.
19 La inestabilidad política en Ecuador produce otro hecho de alta intensidad el 20 de abril de 2005, cuando «la Rebelión de los Forajidos» —desarrollada principalmente por clases medias y capas urbanas— provoca la renuncia y posterior fuga de Lucio Gutiérrez, quien había ganado las elecciones de 2002, en alianza con Pachakutik, un movimiento orgánicamente ligado a los indígenas de ese país. Alfredo Palacio asume en su condición de vicepresidente la titularidad del gobierno ecuatoriano.
20 Gramsci señala que: «los intelectuales son los “empleados” del grupo dominante para el ejercicio de las funciones subalternas de la hegemonía social y del gobierno político a saber: a) del “consenso” espontáneo que las grandes masas de la población dan a la dirección impuesta a la vida social por el grupo fundamental dominante [...], 2) del aparato de coerción estatal que asegura “legalmente” la disciplina de aquellos grupos que no “consienten” ni activa ni pasivamente, pero que está preparado para toda la sociedad en previsión de los momentos de crisis en el comando y en la dirección, casos en que no se da el consenso espontáneo». Antonio Gramsci: Los intelectuales y la organización de la cultura, Nueva Visión, Buenos Aires, 2006, p.16.
21 Roberto Regalado: ob. cit., p. 13.
22 «Por ahora se pueden fijar dos grandes planos superestructurales, el que se puede llamar de la “sociedad civil”, que está formado por el conjunto de los organismos vulgarmente llamados “privados”, y el de la “sociedad política o Estado’” y que corresponden a la función de “hegemonía” que el grupo dominante ejerce en toda la sociedad y a la de “dominio directo” o de comando que se expresa en el Estado y en el gobierno jurídico». Antonio Gramsci: Los intelectuales y la organización de la cultura, op. cit., p. 16.
23 Gramsci entiende por «crisis de autoridad» cuando «la clase dominante ha perdido el consentimiento, o sea, ya no es “dirigente”, sino solo “dominante”, detentadora de la mera fuerza coactiva, ello significa que las grandes masas se han desprendido de las ideologías tradicionales, no creen ya en aquello en lo cual creían, etc.». Manuel Sacristán: Antología Gramsci, Editorial Siglo XXI, México, 1970, p. 313.
24 El proletariado boliviano protagonizó una histórica y dramática marcha en agosto de 1986, en un intento de revertir el cierre de minas y despido de miles de trabajadores dispuestos por el gobierno neoliberal de Víctor Paz Estenssoro, paradójicamente el mismo presidente que en 1952 tomó al calor de la revolución nacional las siguientes medidas: nacionalización de la minería, reforma agraria y voto universal.
25 Fundado por Hugo Chávez en 1997, junto a civiles y militares que lo siguieron en la rebelión de 1992, fue el partido con más respaldo entre 1998 y 2007.
26 La ASP es el nombre con el que fue bautizado en 1995 el Instrumento Político que el movimiento campesino-indígena fue construyendo desde 1988. Con la sigla Izquierda Unida participó en las elecciones municipales y nacionales de 1995 y 1997, respectivamente, con buenos resultados. Esa sería la primera vez que Evo Morales fue electo como el diputado uninominal por el Chapare y el más votado del país.
27 Pachakutik al principio se constituyó en la expresión política de la Confederación Nacional de Indígenas del Ecuador, participó en las elecciones nacionales y legislativas de 1996 y 1998, respectivamente, en las que obtuvo una buena votación, para ser su primera vez, y eligió ocho diputados. En 2002 llevó a la presidencia a Lucio Gutiérrez a través de la coalición Sociedad Patriótica, pero fue traicionado por el coronel.
28 Roberto Regalado: ob. cit., p. 171.
29 Gramsci sostenía, además, que esta es una de las condiciones para la conquista del poder.
30 Roberto Regalado: ob. cit., p. 3.
31 Isabel Rauber: ob. cit.
32 Ibíd.: p. 25.
33 El 20 de octubre de 2012, consciente de que el triunfo electoral de ese año confirmaba que se estaban presentando problemas para el desarrollo de la revolución, el comandante Chávez aprovecha el Primer Consejo de Ministros para llamar a impulsar un nuevo ciclo de la revolución.
34 Isabel Rauber: Refundar la política: desafíos para una nueva izquierda latinoamericana, Ediciones Continente, Buenos Aires, 2017, p. 16.
35 Ibíd.: p. 17.
36 La potentia es la capacidad creadora y organizativa que nace y se desarrolla desde el pueblo, «desde abajo». El filósofo Enrique Dussel es el que más ha desarrollado este concepto.
37 En agosto de 2011, un grupo de indígenas del TIPNIS (Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro Sécure) llevó adelante una marcha en oposición a la construcción de una carretera que iba a unir dos departamentos de Bolivia. La legítima preocupación de una parte de los indígenas, pues la mayoría de las comunidades expresó su acuerdo con el proyecto gubernamental, fue aprovechada por la embajada de los Estados Unidos, las clases medias contrarias al proceso de cambio y los partidos de la oposición, para afectar la imagen de Evo Morales. En diciembre de ese año y enero de 2012, Evo Morales organizó el Primer Encuentro Plurinacional para «profundizar el cambio», y efectivamente abrió una nueva coyuntura favorable para el gobierno.
38 Álvaro García Linera: «¿Fin de ciclo progresista o proceso por oleadas revolucionarias?», Las venas abiertas de América Latina, Vicepresidencia del Estado Plurinacional de Bolivia, La Paz, 2017, p. 34.
39 Zbigniew Brzezinski: El gran tablero mundial, Editorial Paidós, Barcelona, 2001, p. 33.
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