Memoria de un 1 ° de julio

02/07/2019
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En el sistema político mexicano de las últimas dos décadas ha imperado una regla básica de convivencia entre vencedores y vencidos: siempre que los intereses dominantes pierden en algún espacio de poder, estos están obligados a afirmarse, públicamente, como oposición, pero no como una oposición cualquiera, sino, antes bien, como una de carácter estrictamente responsable, de espíritu crítico y autocrítico —a veces, inclusive, de naturaleza o bien ciudadana o bien independiente. Por regla general, dicho posicionamiento implica dos cosas. Primero, conceder al vencedor su victoria en cuestión, aunque sin renunciar a nada que no sea lo estrictamente necesario o que ponga en peligro, en todo caso, la existencia misma de sus propios intereses. Segundo, marcar el punto de quiebre a partir del cual estos intereses comenzarán a defender banderas sociales, políticas, económicas, culturales, históricas, etc., de signo ideológico opuesto al que solían sostener mientras eran dominantes.

 

En su mutua conjugación, estos dos movimientos —políticos e ideológicos a la vez— no operan, por supuesto, de manera automática ni mucho menos inmediata. Reconstruir la memoria histórica de la ciudadanía para reinscribirla dentro de los nuevos intereses defendidos por los perdedores de la contienda política no es algo que se logre en automático —con todo y que, en esta sociedad, la memoria colectiva no suele ir más allá de un par de elecciones locales y quizá una federal. De hecho, la hazaña suele ser aún más conflictiva en la medida en que el cambio de signo ideológico y las posturas políticas defendidas —siempre para hacer contrapeso a los intereses gobernantes en turno—, guardan una mayor distancia con los anteriormente defendidos o implican, en última instancia, una diametral confrontación a ese pasado.

 

Oposición, por ello, desde hace mucho tiempo se ha convertido, para el conservadurismo y las derechas, en un sinónimo de resistencia a los abusos, al autoritarismo, las arbitrariedades y cualquiera de sus similares y derivados; pese a que en el pasado ese mismo conservadurismo y esa misma derecha fuesen las vanguardias que practicaban y defendían cualquier cantidad y cualidad en los excesos del poder contra la ciudadanía y los sectores sociales que se les oponían. Y en esto, no sobra señalarlo, bastante ha abonado el hecho de que, desde hace por lo menos cinco décadas, el lenguaje y el argot político se ha venido vaciando de sus contenidos, de tal suerte que términos como ciudadanía, oposición, crítica, justicia, paz, equidad, estabilidad, orden, progreso, etc., terminan significándose todo y no significando nada.

 

Vistas estas coordenadas de lectura en la perspectiva de los recientes cambios políticos ocurridos en México, resultado de la victoria electoral de la plataforma de gobierno de Andrés Manuel López Obrador, hace exactamente un año, en julio de 2018, permiten explicar por qué, por ejemplo, en el momento de la toma de posesión de López Obrador en la Cámara de Diputados, en diciembre pasado, el Partido Acción Nacional (en muchos sentidos la institución representante de los intereses que llevaron a este país a un baño de sangre y a una guerra que aún no termina) ondeó la bandera del reclamo de justicia para los familiares de los cuarenta y tres estudiantes de la Normal Raúl Isidro Burgos, en Ayotzinapa. O por qué, en otra clave, el Partido Revolucionario Institucional (por definición el instituto político que más cadáveres, masacres, desapariciones y violaciones a los derechos humanos acumula en su historia) ha estado insistiendo en el fortalecimiento de algunos contrapesos ciudadanos en defensa de derechos como los de expresión, asociación, y demás.

 

Y es que, desde la toma de posesión de López Obrador y de toda la maquinaria política del Movimiento de Regeneración Nacional en el entramado gubernamental del Estado, lo que las derechas (políticas y ciudadanas) han estado operando es la construcción de un imaginario en el que a sus intereses se los identifique, por parte del resto de la población, como los auténticos e históricos defensores y portadores de las libertades políticas, económicas, sociales y culturales de la sociedad en cuestión. Así pues, no es una casualidad la cantidad de propaganda que el priísmo ha invertido en hacerle ver a México que la historia del PRI es la del propio Estado mexicano, pues es gracias a ese partido que los mexicanos y las mexicanas cuentan con el grueso de instituciones que componen a éste. Y tampoco lo es, por supuesto, la reivindicación permanente que hace el PAN de la democracia en México, argumentando que fue gracias a que ese partido se consolidó como la única verdadera oposición al partido de Estado —o por lo menos una que cuyos integrantes y cuyas bases no salieron de los múltiples éxodos priístas durante el siglo XX— desde los años de la post-Guerra Civil, en 1939.

 

En algún tiempo un tanto remoto, quizás alguna de esas posiciones defendidas hizo sentido para gruesas capas de la población, sobre todo para los estratos que van desde las clases medias hasta las más privilegiadas por el funcionamiento del sistema político. Sin embargo, lo que es un hecho es que desde que ambos institutos hicieron converger sus intereses de clase hacia un espacio en común —y en especial desde esa suerte de amasiato en el que se comprometieron para hacer frente al arrastre de los movimientos progresistas en el resto del Sur del continente, durante la primera década del siglo XXI— esas diferencias son cada vez menores y más matizadas, pues en lo fundamental, aunque benefician a personas y círculos políticos y empresariales distintos, estos, en última instancia, comparten y están comprometidos con su propia conciencia de clase común. Es decir, las personas cambian, no así los estratos.

 

Ello, en parte, explica que en la última contienda electoral priísmo y panismo (más perredismo y el resto de las remoras políticas con representación institucional en el Estado) terminasen siendo identificados bajo el mismo espectro ideológico del conservadurismo y la derecha más neoliberal, autoritaria y sanguinaria de la que este país tenga memoria. Y de ahí, también, que la única apuesta de oposición que se vislumbrara como horizonte político alternativo fuese la del morenismo, pese a que, en los hechos, éste terminase matizando cada vez más sus posiciones para concertar en una mayor cantidad de puntos con los intereses políticos y empresariales que aún hoy, sin ser gobierno, gobiernan y administran a México —o por lo menos no lo llevan a una situación como la inducida en Venezuela.

 

Al final, esa izquierda que fue electa en las urnas, hace un año, ha pasado los últimos seis meses intentando convencer a quienes gobierna de que es una verdadera apuesta de izquierda (la primera en la historia reciente de México, la cuarta en línea desde que éste es independiente). Y si bien es cierto que ha logrado destapar un sinfín de irregularidades cometidas por las administraciones pasadas, así como realizar modificaciones sustanciales, para bien, en campos como los de la ciencia y la cultura (bajo la conducción de María Elena Álvares-Buylla), la realidad es que, más allá del discurso, por lo menos en este breve tiempo, esa izquierda ha sido infinitamente más eficaz que la propia derecha en implementar algunos de los puntos cardinales del neoliberalismo —sobre todo, en lo que respecta a los fundamentos y las consecuencias de la austeridad republicana— y del neoextractivismo, del rentismo energético y de la devastación geográfica, so pena de perder inversiones multimillonarias en proyectos de infraestructura —mismos que, de concretarse, habría que vigilar para saber la manera en que operarán dentro del entramado infraestructural tendido por Estados Unidos en la región centro y Sur del continente para servir a su posicionamiento geopolítico.

 

Por lo pronto, y no obstante lo anterior, aunque es un hecho que el equipo de gobierno de López Obrador (en todos los órdenes: ejecutivo, legislativo y judicial; y niveles: federal, estatal y municipal) está cometiendo una infinidad de errores en el proceso de barrer con las burocracias de los regímenes anteriores, para colocar a sus propios beneficiarios en los vacíos dejados por aquellas, lo cierto es que el gobierno actual ha mantenido una posición firme y sistemática de descubrimiento de abusos del poder en el pasado reciente del país; razón por la cual, aunque el descontento social es significativo (sobre todo de algunos círculos de las clases medias-altas y privilegiadas que están siendo afectadas por los cambios operados), el apoyo de base a su proyecto sigue siendo avasallador.

 

Y es que, por más torpes que sean las decisiones que se van construyendo sobre la marcha (la Guardia Nacional en un primer plano), la realidad es que, al final del día, éstas terminan siendo condonadas por la ciudadanía justo en la misma proporción en la que el gobierno demuestra que todo aquello que no hacía mucho sólo eran meras suposiciones y especulaciones a veces conspiranóicas, hoy se demuestran en su veracidad: los fideicomisos y el abrumador nepotismo presentes en el poder judicial, el desvío de recursos para campañas electorales, el dispendio en entidades como el CONACyT para favorecer a las empresas privadas con recursos del erario, los privilegios salariales y en especie de los que goza la clase política, la duplicidad de programas sociales y políticas públicas para favorecer el enriquecimiento personal, etcétera, son algunas de las coordenadas que dan muestra de ello.

 

Por eso, también, todos aquellos intereses políticos que salieron a la palestra, entre el primero de julio y el primero de diciembre de 2018, para afirmarse como la oposición crítica, autocrítica y responsable frente al gobierno de López Obrador, hoy, no únicamente no figura como un actor preponderante de contrapeso a las decisiones tomadas por la actual administración, sino que, además de haber quedado reducidas a meras reacciones ante el actuar del gobierno vigente, han cedido el paso a que sean las cupulas empresariales quienes lleven la batuta en el golpeteo mediático, la resistencia a políticas públicas y la conducción de la política de seguridad, financiera y económica a implementar.

 

Sin duda, López Obrador tiene un estilo muy personal de gobernar, tendiente a concentrar en su figura una gran cantidad de decisiones (lo que no es para menos, tomando en cuenta que su proyecto sexenal parte de la regeneración ética y moral de la sociedad, y en donde la propia funciona a manera de muro de contención frente a lo que considera corrupción). El problema, sin embargo, no se encuentra allí, sino en la incapacidad de articular propuestas políticas, económicas, culturales, etc., desde diferentes sectores ya no sólo para hacer contrapeso al avasallamiento que hoy día practica MORENA, sino (y principalmente) para llevar a buen cause todo lo que es rescatable de esta Cuarta Transformación de la vida pública nacional.

 

Y es que, sin esas articulaciones que son necesarias, el riesgo que se corre es el del anquilosamiento de los intereses morenistas que hoy son morenistas sólo porque el contexto y las relaciones de fuerzas entre intereses políticos no les beneficiaban: todos esos éxodos que desde otros partidos fueron acogidos por el velo de MORENA, pero que en un tiempo no muy distante (apenas a un sexenio de distancia) se encontraban defendiendo a sangre y fuego agendas que a todas luces resultaban contrarias a la 4T. Después de todo, las relaciones entre el gobierno y los intereses que no son gobierno pero que administran el país se han mantenido, hasta ahora, en una frágil tensión en la que nada está resuelto —aunque ha permitido a López Obrador ampliar, en algunos casos, su margen de maniobra. Y justo porque nada está resuelto (la tensión se puede quebrar y la correlación de fuerzas cambiar), es que no se debe apostar el todo por el todo a la agenda de MORENA, y mucho menos a la manera en que el partido implementa, ejecuta esa agenda.

 

El éxito que ha tenido López Obrador para desenmascarar algunos intereses ocultos ha llevado a la ciudadanía (incluidas sus bases sociales más críticas) a tomar el momento presente como una victoria (más allá de lo electoral), y ese, en estricto sentido, es el peor de los escenarios para este país, pues implica la abdicación del movimiento social que llevó al gobierno vigente a la posición en la que está, en la conducción de su agenda.

 

-Ricardo Orozco es Consejero Ejecutivo del Centro Mexicano de Análisis de la Política Internacional, @r_zco

 

 

 

 

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