La larga noche de los 500 años
Cuando desde el gobierno español se afirma que España no tiene ninguna disculpa pública que ofrecer a México o a América por su expansión colonial, lo que se busca evitar es el balance ético sobre el camino que la humanidad siguió, a partir de la conquista.
- Análisis
Hace unos meses, durante una visita oficial realizada por el presidente de España, Pedro Sánchez, a Argentina, Alberto Fernández, jefe de Estado de esta nación comentó: «escribió alguna vez Octavio Paz que los mexicanos salieron de los indios, los brasileros salieron de la selva, pero nosotros los argentinos llegamos de los barcos». Tales declaraciones —que hoy parecen poco menos que un desafortunado traspié de incorrección política—, pensadas en el marco de los eventos conmemorativos que en México se lleva a cabo en estos días, a propósito de los quinientos años de la conquista de Tenochtitlan, el 13 de agosto de 1521, cobran una dimensión y una importancia aún mayores de las que en su momento pudieron haber tenido porque, no muy en el fondo, las palabras del mandatario argentino revelan una herida histórica aún sangrante en la memoria y la identidad de las poblaciones de este continente: América.
Y es que, en efecto, más allá de la impresión que reviste de pies a cabeza el parafraseo realizado por el presidente sudamericano, pues la frase en cuestión no se corresponde con algo escrito por Paz (aunque sí parece algo que Paz hubiese expresado, dada la naturaleza de su concepción sobre el mestizaje), sino que más bien remite a los versos de una canción de Litto Nebbia; en el fondo, el sentido que esas palabras transmiten en sumamente preciso al momento de sintetizar la manera en que, desde el nacionalismo moderno, en América, se concibe el mestizaje producto de la expansión colonial europea por todo el continente, y luego por el resto del mundo.
Así, por ejemplo, por principio de cuentas, habría que aclarar que la sociedad argentina contemporánea no es producto exclusivo de las sistemáticas y amplias olas de inmigración europea hacia el Cono Sur del continente americano. Por lo contrario, aunque durante mucho tiempo la sociedad argentina ha buscado alcanzar niveles máximos de blanqueamiento de su pasado, presente y futuro, en los annales de su historia siguen teniendo presencia las huellas de las amplísimas campañas de exterminio que en aquella región se cometieron en contra de las poblaciones autóctonas y de las amplísimas comunidades negras que se establecieron ahí producto del tráfico atlántico de esclavos extraídos del África subsahariana.
De ahí que, aunque durante años gobiernos de derecha y de izquierda por igual han buscado eliminar esos registros históricos de negritud y de indigenismo, poniendo en marcha estrategias políticas para conseguir un mayor blanqueamiento de la piel de los habitantes del Cono Sur (y de esa manera blanquear la historia y la cultura de sus sociedades), el hecho de que los hombres y las mujeres que componen a esas naciones sean, en efecto, mayoritariamente de piel blanca, no significa en absoluto que algunas naciones sudamericanas (la argentina, la uruguaya y la paraguaya, principalmente, y en menor medida la chilena) no tengan ya que saldar cuentas pendientes con las historias de exterminio de las que son resultado: negar el pasado no lo borra ni lo elimina, únicamente lo coloca en un estado de suspensión temporal, siempre en potencia de ser revivido en el presente para redimir a aquellos y aquellas que en algún momento se buscó olvidar.
México, por ejemplo, en ésta misma línea de ideas, también tiene heridas profundas que sanar, provenientes de dinámicas sociales de olvido colectivo acerca de su propia negritud, pues aunque el sentimiento de identificación nacional con unas supuestas raíces indígenas se encuentra relativamente bien arraigado en las expresiones culturales contemporáneas de esa sociedad, la negación de un pasado marcado asimismo por la esclavitud de poblaciones negras en el país es mucho más persistente y aguda; a tal grado que es en esa misma negación en la cual se anclan algunas de las más perniciosas manifestaciones del racismo nacional contemporáneo que se descarga sobre poblaciones con rasgos físicos más próximos a los que se considera son biológicamente más propio de la negritud que del indigenismo. El patrón, de hecho, se repite insaciablemente a lo largo y ancho del continente, lo mismo entre las naciones que han logrado llevar hasta los extremos el exterminio de las poblaciones no blancas que habitaban dentro de los márgenes del Estado que en aquellas en las que esas poblaciones se han mantenido resistiendo a su desaparición forzada, aunque eso signifique vivir bajo un permanente asedio y despojo de sus tierras, recursos naturales y prácticas culturales.
Así pues, aunque la corrección política y la falsa indignación de inmediato se hicieron presentes en el debate público regional cuando las palabras de Alberto Fernández resonaron por todos los rincones de América, calificándolo de no ser más que un deplorable racista de closet, la realidad de este continente es que, en la práctica, más que en el discurso, día con día se repiten la negación y el olvido de esa negritud que, en el Cono Sur, ha tenido por objeto el blanqueamiento total de sociedades nacionales enteras. Y, sin embargo, a pesar de que ambos actos (el discursivo y el práctico) son condenables, no fueron las declaraciones de Fernández el espacio en donde con mayor profusión y virulencia se hizo presente el racismo que en efecto impregna a los versos por él parafraseados.
En efecto, si en algún lugar se hizo sentir el racismo estructural que atraviesa a las culturas y las identidades nacionales americanas con toda su potencia y violencia ese espacio fue la respuesta que se desató en el grueso de las colectividades que de inmediato se pronunciaron en contra de las declaraciones del mandatario argentino. Así, por ejemplo, en México, las palabras de Fernández sin demora desataron una ola de protestas y de reclamos, lo mismo entre el vulgo que entre las voceras de la intelectualidad y los personeros de la alta y refinada crítica cultural, exigiendo, demandando del presidente sudamericano una disculpa por sus dichos ante el representante del pueblo español (el simbolismo del gesto no podía ser mayor). ¿Por qué la reacción de las masas fue incluso más racista que los versos de una canción reproducidos por Fernández en su discurso?
La respuesta es sencilla: en el caso de México, la alusión personal que se hizo de su sociedad, de su historia y de su cultura como un producto que salió de los indios causó indignación, y son esa indignación y las exigencias de una disculpa pública las dos notas que mejor demuestran que, en esta sociedad, la asimilación de la identidad nacional, personal y colectiva, para un enorme número de mexicanos y de mexicanas sigue siendo un acto de ofensa hacia su persona y hacia la cultura a la cual dicen pertenecer. De ahí pues, que las verdaderas preguntas que en México se tendrían que estar respondiendo son, por un lado, ¿por qué Fernández se disculpó por decir que la población mexicana salió de los indígenas?; y por el otro, ¿por qué la población mexicana se ofendió por el comentario?
La respuesta a ambas preguntas apunta hacia la misma dirección: Fernández consideró que había emitido una declaración racista y las y los mexicanos, por su parte, se sintieron objeto de una ofensa con profundas consecuencias raciales: hallarse más próximos a las culturas indígenas y más distantes de la cultura occidental; más cerca de tonalidades de piel oscuras y más lejos de la blancura resulta humillante e inaceptable. Al parecer, en el imaginario colectivo de esta sociedad, la relación de identidad sobre la cual se erige la enorme arquitectónica de la cultura nacional únicamente es válida, legítima y aceptable por algunos sectores de la población sólo en la medida en que se mantenga, en el presente, cierta distancia respecto de las comunidades indígenas que habitan en el país. De ahí, por ejemplo, que, en materia de orgullo nacional, para que éste sea tal, debe cumplir, como requisito indispensable, con el acto de colocarse a una distancia histórica segura respecto de los elementos indígenas que la cultura promovida por el Estado mexicano constantemente rescata como notas de identidad que caracterizan a lo mexicano. Es decir, el orgullo patrio que profesa la cultura nacional (sobre todo en fechas conmemorativas) admite como propia cierta herencia indígena únicamente a condición de que esa herencia, en el presente, no sea más que un recuerdo, un vestigio del pasado que en el aquí y el ahora ya no supone ningún peligro a su propia modernidad.
No es azaroso, por ello, que los templos y recintos ceremoniales que tanto exaltan el orgullo nacional sean admitidos como parte de la cultura mexicana siempre y exclusivamente como vestigios de un pasado remoto que, en última instancia, no tienen otro propósito más allá de demostrarle al mundo que la majestuosidad y la grandeza civilizatoria no son ni nunca fueron patrimonio exclusivo del pasado de Europa. Y no es azaroso tampoco, por ello, que, cuando se trata de lidiar con comunidades vivas en el territorio mexicano, las sociedades indígenas sean apreciadas también a través del crisol de esa distancia histórica que las reduce a vestigios vivos de un pasado ignoto, ignorante, bárbaro, subdesarrollado y premoderno, cuya única función en el presente, en el marco de la cultura nacional, es la de ser pueblos mágicos y comunidades artesanales dedicadas a fabricar souvenirs que, bajo un estricto control del mercado, sostengan la presencia de lo ya extinto a través de sus manualidades.
En ambos casos, es evidente, la multiplicidad y la diversidad cultural de las poblaciones indígenas son reducidas a una única identidad que les niega su especificidad histórica, política y cultural (todos son indígenas, no son Tarahumaras, Otomiés, Mixtecos Huicholes, Nahuas, Purépechas o Mayas). Pero también, en ambos casos, estas comunidades son reducidas a objetos de apropiación por parte de una cultura que se proclama a sí misma como nacional, como un rasgo común de todas las personas que viven dentro de los márgenes del Estado mexicano, por el simple hecho de haber nacido aquí; de tal suerte que, al final del día, los caracteres culturales de esas sociedades son reclamados por el Estado como propiedad privada suya, como patrimonio cultural de su exclusiva incumbencia, aunque al momento de hacerlo siempre se termine por abrir un enorme abismo de distancias históricas entre la cultura nacional y la diversidad indígena, para que aquella no deje de ser el pasado ya superado por el presente moderno, desarrollado, civilizado.
En el marco de los eventos conmemorativos de la gesta bélica que terminó con la caída de Tenochtitlan, por eso, no deja de ser un dato mayor el que, aunque a marchas forzadas y, en ocasiones, sin antes haber cometido una serie de errores importantes, el discurso histórico del Estado esté buscando cambiar la manera en que busca trata el recuerdo de la conquista de América, en general; y la de las civilizaciones antecoloniales en el territorio de lo que hoy es México. Y es que, aunque en esos esfuerzos nunca deja de estar presente y de acosarles el riesgo de terminar reproduciendo un indigenismo neocolonial, a la manera en que hizo el indigenismo de principios del siglo XX —justo cuando se avanzaba sobre el modelado de las notas culturales que habrían de definir, en adelante, la identidad nacional de las mexicanas y los mexicanos—, la realidad de la cuestión es que es una tarea ya irrenunciable, no únicamente como un trabajo necesario de la memoria que desemboque en nuevas lecturas del pasado para llenar las páginas de los libros de texto gratuitos del sistema público de educación o para ensanchar el número de conmemoraciones que ya satura el calendario cívico mexicano. Nada de eso.
Exigir a las culturas europeas una disculpa pública por la colonización de México o renombrar a la batalla de «la noche triste» como «la noche victoriosa» (triste por la derrota de los españoles, victoriosa por el triunfo de Cuitláhuac y los mexicas), lejos de ser meros distractores destinados a entretener la atención del vulgo en algo que no sea la política nacional o, en un sentido similar, lejos de ser meros gestos simbólicos que no valen nada de cara a los abusos que el propio Estado mexicano ha cometido en contra de las comunidades indígenas que habitan en el país (aquello que en la tradición del pensamiento crítico latinoamericano se ha denominado como colonialismo interno), son actos que tienen un significado y un potencial político concreto en el presente y que, además, ponen en el centro de la discusión las implicaciones éticas del camino por el cual avanza la humanidad en un momento de profunda crisis estructural no únicamente del modo de producción capitalista, sino de la totalidad del modo de vida que la modernidad trajo consigo.
Para ponerlo en otras palabras, en México, exigencias como la del famoso «perdón histórico» que en su momento elevase como exigencia a España el presidente de México, por los excesos de la colonización, no tienen un significado tan diferente del que revisten actos como los que en Estados Unidos o en Colombia han derivado en una sustitución de bustos o efigies de esclavistas de poblaciones indígenas y/o negras en esas respectivas geografías. En México, como en Estados Unidos o Colombia, ese tipo de manifestaciones políticas, además de reivindicar a unas determinadas identidades en el presente, de suyo importan porque abordan el problema de revisar la historia a partir de nuevos principios morales y posiciones éticas sin que, en el camino, se lleguen a cometer anacronismos. Después de todo, existiesen o no las declaraciones europeas sobre los derechos del hombre y del ciudadano (antecedente del marco normativo vigente sobre los derechos humanos) cuando comenzó y la colonización, lo que es indefendible es el fenómeno mismo de la esclavitud (así como las compañeras movilizadas han hecho énfasis, en una línea similar de ideas, que es indefendible el patriarcado y la servidumbre a la que históricamente han sido reducidas con base en una distinción de género).
Que en México la importancia de conmemorar la gesta de Tenochtitlan desde una perspectiva histórica que reivindique la visión de los vencidos o que el presidente de México exija a España una disculpa pública por la colonización no se vean con los mismos ojos con los que se observa la iconoclasia del feminismo contemporáneo o de los movimientos por la negritud en otras geografías en gran medida se debe a esas distancias históricas que la cultura nacional ha erigido entre la ciudadana y el ciudadano del moderno Estado mexicano y ese supuesto pasado ya superado que, se supone, representan las comunidades indígenas del país y los vestigios arqueológicos de las civilizaciones conquistadas a partir del siglo XVI. Sin embargo, ese falso distanciamiento, fundado por completo en un principio de jerarquización racial, no debe de conducir a obviar o menospreciar las serias dificultades éticas que se desprenden del debate que se abre con la consumación de esos actos, de esas conmemoraciones vistas, leídas e interpretadas a partir de registros de la memoria distintos a los que tradicionalmente se emplearon para justificar la existencia de nuestras culturas nacionales americanas.
Y es que, al final del día, cuando desde el gobierno español se afirma con arrogancia que España no tiene ninguna disculpa pública que ofrecer a México o a América por su expansión colonial, lo que de fondo se busca evitar es el balance ético sobre el camino que la humanidad siguió, a partir de la conquista, y hasta el presente. De ahí que, ante la insistencia de la ultraderecha española en afirmar que «España logró liberar a millones de personas del régimen sanguinario y de terror de los aztecas» (un argumento que, por lo demás, no es propio de la ultraderecha, pues en sus premisas generales es compartido por un gobierno y un amplio espectro de la intelectualidad de izquierda en el país), la primera de las preguntas que abría que oponer ante tal soberbia sea aquella que se cuestiona por la magnitud del costo humano, cultural y material que dejó tras de sí dicha hazaña. Porque, lo que es claro, es que la expansión europea no terminó con esa supuesta liberación de las poblaciones oprimidas en este continente a manos de los grandes imperios: el mexica y el inca. A ello siguieron trescientos años de dominación.
Cuando España, Europa y Occidente niegan la brutalidad de su expansión colonial lo hacen poniendo de manifiesto las virtudes que de ello se desprendieron, entre las cuales se halla, en primerísima línea, el desarrollo del pensamiento humanístico, de la ilustración y la racionalidad como fundamento de la socialidad. Sin embargo, ante esa exaltación de la modernidad que se hace para justificar la conquista de todas las poblaciones externas a Europa, no habría que dejar de recordar que esas conquistas no se consiguieron en el vacío. Por lo contrario, estuvieron posibilitadas por el trabajo esclavo y servil, por el tráfico de seres humanos y su asesinato en masa, por el despojo de tierras y de recursos, por la desaparición de culturas y de formas de vida diversas que no encajaban en las nociones de normalidad de una Europa apenas en formación.
Por eso poco importa si llamarle genocidio al exterminio de millones de seres humanos como producto de la colonización es un anacronismo jurídico o no. Porque, con independencia de que los crímenes de lesa humanidad, en general; y el genocidio, en particular; sean una invención y el resultado de la aniquilación que Europa cometió en contra de sus propias poblaciones, entre principios y mediados del siglo XX, lo que resulta en verdad fundamental discutir es el hecho innegable de que la colonización sí supuso, en todos lados, campañas de desaparición de comunidades enteras. Que occidente niegue ese hecho se debe, por supuesto, a que, de reconocerlo, estaría admitiendo que lo que es hoy no es tanto producto de sus propios méritos, sino de una historia de barbarie y de supremacismo moralmente indefendible. Pero, además, que Occidente se niegue a reconocer las atrocidades cometidas en el pasado pone de manifiesto, también, que, en general, nuestras sociedades occidentales no están dispuestas a valorar éticamente si los medios seguidos para conseguir determinados fines fueron los correctos y los que implicaban poner en marcha el menor de los males.
Bartolomé de Las Casas, en sus argumentaciones en contra de la doctrina expuesta por Ginés de Sepúlveda para justificar la colonización de América tal y como se estaba desarrollando, puso el dedo en la llaga, y desde entonces, en Occidente, no hemos estado dispuestos y dispuestas a volver a cuestionarnos las implicaciones morales del camino hasta ahora recorrido.
En primer lugar, Sepúlveda argumentó que la conquista era justa porque los colonizados eran bárbaros, razón por la cual tenían que enmendar sus crímenes y sus pecados ante la Corona española; a tal argumentación habría que cuestionar si los actos cometidos por las sociedades colonizadoras no constituían, también, actos de barbarie, como los emprendidos en el marco del comercio transatlántico de esclavos, las múltiples formas de servidumbre impuestas y, por supuesto, los correspondientes al Santo Oficio y sus sistemáticos ejercicios de tortura.
En segundo lugar, Sepúlveda afirmó que las únicas entidades que podían redimir a los bárbaros de sus pecados y sus crímenes eran la Corona y la Iglesia; a tal posicionamiento habría que inquirirlo por medio de la puesta en cuestión de las atribuciones y, hasta cierto sentido, sobre la jurisdicción de los actos reclamados, pues, después de todo, ¿por qué España estaba obligada a cometer tales crímenes en contra de unas sociedades de las cuales, en principio, ni siquiera sabía que existían?
En tercer lugar, Sepúlveda argumentó que era obligación (natural y divina) de España detener la comisión de los crímenes y de los pecados de los barbaros colonizados; a tal arrogancia, habría que oponer, como hizo Las Casas, una objeción: ¿eran las misiones colonizadoras de España y Europa el menor de los males ante las prácticas culturales y políticas de los americanos que tanto desprecio les causaban?, ¿los niveles de exterminio y la amplísima esclavización impuesta estaban justificadas por la antropofagia y por los ritos sacrificiales de los mexicas?, ¿la servidumbre de por vida, la muerte en la esclavitud y el suplicio a manos del Santo Oficio se hallaban justificados ante el horror que la centralidad de la muerte tenía entre los mexicas?
Y, por último, cuando Sepúlveda dice que la colonización facilitaría la evangelización y la civilización de los bárbaros, ¡no tendría que contestarse con dos preguntas más?: ¿qué derecho tenía Europa de imponer su propio modo de vida a otras poblaciones?, ¿dónde queda la voluntad de las poblaciones conquistadas para elegir su propio destino?
Poco importa, ante la magnitud de los eventos que se sucedieron durante trescientos años, si las poblaciones colonizadas se llamaban Virreinatos (colocándolos en la segunda posición de mayor jerarquía, respecto del reino, en el orden político y jurídico de la época). Por muy Virreinatos que fuesen la Nueva España, La Plata, El Perú y Nueva Granada, las dinámicas de dominación y de explotación que permeaban a la estructura de las sociedades coloniales americanas nunca fueron las mismas que aquellas que imperaron, primero, al interior del reino o la metrópoli; y, en seguida, tampoco fueron las mismas que se pusieron en marcha entre los otros diez virreinatos que fundó la corona española en territorio europeo. El racismo y el clasismo que atravesaron a las colonias americanas nunca las colocó en una situación de equidad frente a sus colonizadores. Y por ello, cuando Vox, en España, afirma que la conquista fue un acto de justicia realizado de cara a la dominación mexica (que no azteca) bajo la cual se encontraban las comunidades de Mesoamérica, habría que seguir insistiendo si, en verdad, el camino recorrido con posterioridad constituyó una alternativa moralmente superior y mejor a la transitada.
Y es que, en última instancia, no se trata de reproducir, en el presente, un eterno y anacrónico relativismo moral que, intentando condenar la colonización, justifique las dinámicas de poder y de violencia que se sucedían entre las diversas civilizaciones antecoloniales. Por lo contrario, la discusión de fondo tiene que ver con el presente, con las prácticas coloniales que aún se comenten en el día a día y de las cuales son objeto las sociedades americanas; es una discusión, en fin, que tiene por tema principal el criticar y desactivar el supremacismo cultural europeo, el eurocentrismo, el racismo y el clasismo estructurales que, anclados en falsos principios éticos y políticos universales, históricamente han justificado el saqueo, la explotación y la dominación de una sociedades por otras.
En América, en ese sentido, no tendríamos que dejar de preguntarnos por qué, cuando se trata de las dictaduras cívico-militares del siglo XX, las consignas de «ni perdón ni olvido» son aceptadas sin cuestionamientos para lograr alcanzar mecanismos de impartición de justicia y de no repetición de los abusos del poder político; pero, cuando se trata de la colonización, el perdón y el olvido transmutan y se convierten en demandas absurdas sobre problemas históricos que ya ocurrieron hace cientos de años. Después de todo, en tiempos de crisis estructural, los abusos y los supremacismos están a la orden del día (como las expresiones de la ultraderecha en Europa). Y, en un escenario así, las posibilidades de construir un universalismo que en verdad sea universal y no sólo la extrapolación de una particularidad (como en el caso del universalismo eurocéntrico) ineludiblemente requieren de un trabajo permanente de la memoria histórica de nuestras sociedades para asegurar la vigencia de la verdad y la justicia que merecen los condenados de la tierra.
El falso argumento de que España y México aún no existían en el momento de la colonización ni hoy ni nunca debe de ser un impedimento para conseguir el trabajo de esa memoria, de esa verdad y de esa justicia. Después de todo, ¿no se halla en la base de la cultura, la política, la identidad y la historia de la España contemporánea la reivindicación de las sociedades, la cultura y la historia previas a la fundación del Estado español como parte de su pasado?, ¿no está fundada la tradición cultural española en el rescate de sociedades tan antiguas como la Grecia y la Roma clásicas, o las monarquías medievales que siguieron a la caída del imperio romano de Occidente?, ¿y no son, acaso, las familias reales del medievo el antecedente inmediato de la monarquía actual?, ¿no es verdad que toda la historia de España está anclada en una sucesión histórica que hace de la actual cultura y de la actual identidad española la heredera legítima de ese pasado que es, inclusive, previo a la colonización? ¿Por qué seguir argumentando que la España moderna no existía cuando se colonizó a América si se trata de responder a los reclamos de América pero, al mismo tiempo, para todo lo demás, sí se reivindica la continuidad entre las sociedades y las monarquías medievales y la identidad española moderna para hablar de gestas heroicas, de grandes familias reales, de imperios conquistados, de tradiciones filosóficas, de prácticas culturales antiquísimas, etcétera?
México y América tampoco existían cuando se colonizó a este continente. Y, sin embargo, es igual de hipócrita que la posición española el que, por un lado, edifiquemos el orgullo patrio de nuestras sociedades nacionales modernas en una supuesta continuidad entre las civilizaciones antecoloniales y las posteriores a la colonización, pero, por el otro, neguemos como una necesidad ética e histórica válidas toda exigencia de revaloración de la historia desde la postura de los vencidos y los condenados de la tierra.
El mestizaje es una cuestión cultural, no un problema de razas y mezclas sanguíneas, porque la raza es una invención del colonialismo.
- Ricardo Orozco, internacionalista por la Universidad Nacional Autónoma de México, @r_zco
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