La ofensiva post-imperial ante la decadencia de occidente
La etapa post-imperial redefine al poder mismo, pues ya no se trata de un poder “constructivo” sino del poder de acabar con todo. La fuerza imperial ya no pretende sostener nada y ser torna suicida.
- Opinión
Cuando los bancos gringos inventaron la consigna del “too big to fall”, “demasiado grande para caerse”, para justificar el mayor rescate bancario de la historia (con dinero público), a causa de la quiebra financiera que ellos mismos provocaron; estaban generando también, sin que nadie se dé cuenta, el nuevo relato embaucador de la decadencia imperial.
El fetichismo del capital siempre fue expresado en ese sentido: hacernos creer que el sistema económico capitalista es la vida misma y que, si se cae el sistema, lo que se cae es el mundo. Eso es precisamente lo que afirma el milenarismo evangélico que el Imperio ha producido para justificar su sobrevivencia a toda costa. Roma misma acudió a esa estrategia y se hizo tradición imperial en Occidente, actualizada en la modernidad tardía y expresada en la doctrina neoliberal del “there is no alternative”.
La globalización ya se encargó de socavar toda alternativa, por medio de las inventadas guerras globales contra el narcotráfico o el terrorismo y, últimamente, con las revoluciones de colores y la generación del famoso y perverso “caos constructivo”, haciendo de la tan cacareada transición hacia un nuevo orden, una transición infinita que, en los hechos, mediante dopaje mediático, genera un desorden distópico que va socavando las bases mismas de todo posible mundo, o de la idea que se tenía de mundo.
Un “mundo sin alternativas” es el único mundo que ve su fin como el fin de todo. Es la culminación del fetichismo como realidad invertida, donde el sistema es la vida misma y la vida verdadera es reducida a una simple mediación u objeto a disposición de los negocios. El mundo de la postverdad es consecuente con este fetichismo y puede desplazar a la realidad por un sustituto virtual que la cibernética y la inteligencia artificial se encargan ya de diseñar.
Las decisiones mundiales pueden entonces supeditarse a la imagen hegemónica que canoniza las creencias y los valores del sistema y que, en momentos de crisis, puede activar los dispositivos naturalizados en la subjetividad social para la defensa idolátrica del sistema; de modo que la guerra mediática (como ofensiva de vanguardia de las “guerras de cuarta generación”) se traduce en una literal “cruzada” y, más aún, cuando se trata de salvar al sistema como un sustitutivo “reino de los cielos”.
En ese sentido, la geopolítica imperial es teología del espacio vital. Para el capitalismo, ese espacio vital es el mercado como ser supremo. Por eso, no se trata sólo del gas como la base energética en disputa o la extensión de la OTAN como el factor disuasivo contra una potencia emergente. En una lectura des-colonial, la geopolítica no se describe a sí misma sino describe la naturaleza del imperialismo. Ante la inminencia de un inevitable esquema geopolítico global policéntrico, que imposibilita la continuidad fatalista imperial de un mundo unipolar, USA y Europa, advierten su colapso civilizatorio y el fin de su centralidad, es decir, su auto-pretendida superioridad.
Que prácticamente todo Occidente se haya declarado en guerra contra la Federación Rusa, y desatado sus armas financieras de destrucción masiva, incluso en perjuicio propio (por conectividad global); muestra una última ofensiva que apuesta al todo o nada, según la lógica del chantaje, que Washington lo expresa de este modo: si caigo, haré que todo el mundo caiga conmigo.
La lógica tendencial suicida del capitalismo es extensiva a toda la modernidad. La devoción sacrificial que contiene la ética capitalista, deviene en un mundo comprimido en los límites del templo financiero que, para alimentar al dólar, convierte al planeta en un infierno. Pretender salir de eso tiene un precio diabólico: ejercer mayor soberanía genera el tributo de la capitulación absoluta, porque el mayor pecado siempre ha sido independizarse del dólar. En ese sentido, la religiosidad moderno-capitalista interpreta que toda resistencia a su orden divino, es un literal deicidio.
Una de las experiencias nacientes de la respuesta imperial idolátrica-sacrificial, fue la inclemencia de todas las potencias modernas contra la primera nación de hombres negros libres del Nuevo Mundo: la isla de Haití. Siendo la misma revolución francesa que declara los derechos del hombre y del ciudadano, y abanderada de la “libertad, igualdad y fraternidad”, la que desata una “cruzada” apocalíptica contra la insolencia de los esclavos: pretender libertad e igualdad para todos, sin excepciones.
El Espartaco negro era Toussaint l’Overture y, contra éste, según la tradición de ignominias que inaugura Cicerón en sus “Discursos contra Catilina”, se desata todo aquello que, hoy en día, vemos como negación absoluta de la humanidad del enemigo del Imperio. De ese modo se activa la justificación de la aniquilación, porque el enemigo es el que amenaza el orden y pretende llevarnos al caos, es el que amenaza nuestra forma de vida, nuestro bienestar, la felicidad y nuestra democracia, la paz y el progreso (en el lenguaje liberal de John Locke, se trata de un “enemigo de la humanidad”). Antes fue Marx, el fantasma del comunismo para Europa, en Stalin se sintetizó la rusofobia del macartismo gringo, después fue Fidel, Chávez y, ahora, Vladimir Putin.
El nuevo enemigo de Occidente, del autodenominado “mundo libre”, es el “nuevo zar”, supuesta cabeza del resurgido Imperio soviético, del comunismo diabólico, que tiene tantas ojivas nucleares como pelos tienen las bestias del Apocalipsis. De ese modo maniqueo se expresa el centro del mundo que, de “cruzada” en “cruzada”, expande su dominación; si antes lo hacía en nombre del Dios del amor, ahora lo hace en nombre de la democracia y la libertad, arguyendo siempre que éstas se encuentran amenazadas.
En realidad, nunca es tan peligroso el poderoso sino cuando se hace la víctima, y cuando describe al enemigo como un monstruo, en realidad se retrata a sí mismo. En plena decadencia, Occidente retorna a sus formas primordiales; el criminal ‒como dice Dostoievski‒ regresa siempre al lugar del crimen, para recordar y reafirmar su naturaleza.
En ese sentido, la geopolítica configura el escenario donde el Imperio se expone de cuerpo entero: un Imperio no lucha por algo, lucha por todo. Por eso no concibe un orden policéntrico, aunque se presente como des-orden tripolar, porque el orden unipolar es el único posible para la realización de la dominación exponencial, o sea, infinita, que es lo que define al imperialismo.
La acumulación por despojo es lo único que queda después de haber atravesado los límites físicos del planeta. Por eso puede entenderse la crisis climática como una “rebelión de los límites”. El crecimiento económico demuestra su insostenibilidad, pero, el capitalismo, como economía del crecimiento, mediante su narrativa mítica del progreso y el desarrollo, no puede admitir aquello. Su propio motor depredador es alimentado por estos mitos.
La sociedad moderna, como sociedad del progreso, no puede renunciar a aquello que la define. Por eso ahora sólo puede recurrir a las burbujas e inflamar todo (el problema será cuando todo eso estalle). China y Rusia pretendían un cambio regulado y paulatino, de ese modo sustituir al dólar sin mayores disturbios financieros, pero la lógica del capital no consiente un mundo compartido. Las narrativas míticas de la modernidad parten de la desigualdad como su fundamentalismo ontológico. No admite un mundo entre iguales. Por eso ahora desata la rusofobia, constatando su odio congénito al otro, a todo aquello que no es Occidente.
Lo que pasa en Ucrania lo vivimos en Bolivia, en el golpe de 2019: la política del odio. Si Europa cree que defender Ucrania es defender la libertad, no sabe que está abriendo la caja de Pandora que ya produjo a la Alemania nazi. Valga decir que el nazismo no fue sólo un fenómeno alemán sino extensivo a gran parte de Europa. Ideología fabricada para atizar prejuicios y fundamentalismos en busca del chivo expiatorio. Europa misma se ha constituido en esa tradición; de las cruzadas a los guetos, de la Inquisición al holocausto, el antisemitismo y la judeofobia son los antecedentes del racismo metafísico moderno, en cuanto clasificación antropológica como fundamento de las desigualdades humanas y base sustantiva de la división internacional del trabajo.
Por eso no es casual que los medios europeos llamen a defender Ucrania porque son “gente rubia y de ojos azules”, o que la FIFA condene a Rusia y se proscriba a RT de Europa, sólo por ofrecer la contraparte (básico en todo ejercicio de la información). Si ya en la tercera comisión de la Asamblea General de la ONU, de noviembre de 2021, mientras 121 países votan a favor de prohibir la glorificación del nazismo, sólo dos países votaron en contra: USA y Ucrania. La actual rusofobia y sinofobia, que los medios occidentales se encargan de diseminar, es coherente con una ideología que expresa muy bien al mundo moderno-occidental. Es el fundamentalismo racista que la modernidad ha naturalizado como sistema de creencias y valores que son activados ahora para aniquilar toda alternativa a la modernidad occidental.
Lo que estamos presenciando como decadencia civilizatoria, que se manifiesta, entre otras cosas, con el derrumbe moral que hace de la información pura propaganda y que la exhiben descaradamente USA y Europa para, de ese modo, justificar otra guerra más (que sería la definitiva, para todos), es lo que hemos llamado la etapa postimperial. No empezó usando a Ucrania para atizar el conflicto con Rusia; tampoco la pandemia, con su Estado de sitio global no declarado, llamado cuarentena, fue su origen.
El autoatentado de las torres gemelas de 2001, es el que repone, bajo el principio de “continuidad del gobierno”, el “aparato securitario del Estado”, que consiste en la instalación de un gobierno fantasma que toma decisiones capitales a nombre del gobierno federal. Ese aparato es la mano invisible del Deep State que define quién gobierna y cómo reinstala las necesidades del verdadero poder como política estatal. Desde Harry Truman, el “aparato securitario del Estado”, lo constituyen el Consejo de jefes de Estado Mayor, la CIA y el Consejo de Seguridad Nacional. Estos disponen de poderes descomunales, sólo posibles en tiempos de guerra (una más de las razones para que la guerra sea la política continua).
El autoatentado sirvió para que el Deep State conculcara, por ejemplo, las libertades civiles y políticas en USA, impusiera la Carta Democrática en la OEA, desatara la Yihad occidental contra el Medio Oriente ampliado, para imponer, en los hechos, una figura mucho más siniestra que ha redefinido al propio Deep State. Pues si el “aparato securitario del Estado”, era financiado por los contratistas del Pentágono, ahora el Deep State del deep state lo constituyen los fondos de inversión, donde sobresalen Vanguard y BlackRock. Para estos, el Imperio basado en el concepto de Estado-nación (proveniente de los tratados de Westfalia de 1648) ya no es útil. El gobierno mundial, que ya no necesita de la idea de mundo ni de la humanidad que consideran sobrante (así lo develaron con la plandemia que crearon), ya no pretende la administración de un orden sino la diseminación del desorden global.
Desde el 9-11, los straussianos Richard Perle y Paul Wolfowitz ponen al almirante Arthur Cebrowski por debajo de Donald Rumsfeld en el Departamento de Defensa. Es quien concibe la estrategia de la “guerra sin fin”. Y es precisamente eso lo que define a la etapa postimperial, porque ya no se trata ni siquiera de reconstruir al Imperio en decadencia sino de la guerra como “principio y fin”.
Por ello el componente financiero del Deep State global es determinante y es lo que, en boca de inversores y agentes financieros globales ya se acaricia como el negocio de negocios: “no nos importa si el mundo se viene abajo, lo único que interesa es cuánto dinero ganamos apostando al fin del mundo”. En eso acaba la racionalidad irracional del capitalismo y su forma de vida, la modernidad.
La etapa post-imperial sólo ve como cálculo eficiente, prolongar la guerra al infinito. El objetivo actual, que ya no concibe mantener nada estable, es destruir las estructuras políticas del mundo entero, para privar a todos los países de la posibilidad de reconstruirse.
La etapa post-imperial redefine al poder mismo, pues ya no se trata de un poder “constructivo” sino del poder de acabar con todo. La fuerza imperial ya no pretende sostener nada sino se hace suicida: “en mi caída, que caiga el mundo entero y no quede nada en pie”.
Por eso no les importa el fin de Ucrania, o de la misma Europa. Por eso tampoco les conviene una China o Rusia estables y con capacidad de establecer su propio sistema financiero, extensible al resto del mundo. Para el Imperio, en su decadencia civilizatoria y postrimería post-imperial, se trata de que nadie sobreviva, mientras las finanzas, en los mercados globales, apuestan competitivamente contra la vida o lo que queda de vida ofertable.
Por eso la modernidad y el capitalismo no son ni siquiera antropocéntricos y tampoco patriarcales; en el centro de su poder expansivo no hay nada humano, sólo fetiches. El capital y el mercado desplazan todo y constituye todo en mediación y en objeto a disposición de sus necesidades exponenciales. La vida que no tienen por sí mismos, sólo pueden obtenerla despojando la vida ajena. Pero esto tiene límites, pues la vida misma es finita. Por eso es sagrada. Pero un sistema de vida basado en el impulso de la codicia y la ambición, representa la encarnación misma del mal y del pecado, como algo estructural.
El bien tiene y se pone límites. El mal no tiene límites. Por eso acaba siendo suicida. La guerra actual que impulsa tiene esa característica. Para ello ha creado hasta la cultura que legitima la destrucción como contemplación hedonista: el postmodernismo; de modo que la nueva subjetividad neoliberal globalizada, puede imaginar todos los peores escenarios posibles, pero ya es incapaz de imaginar siquiera un mundo mejor; de modo que, la propia humanidad, genera el tipo de frecuencia adecuada para alimentar e impulsar la destrucción final. De ese modo se ha formateado una subjetividad social en correspondencia a la objetividad del capital y del mercado, como realidad única. Por eso la tercera guerra mundial ya no genera indignación sino curiosidad morbosa y hasta deseo estético.
Y todo eso se cotiza en el casino financiero global como activos de legitimación social, porque todo ello se expresa en el consumo mediático y cibernético. Si a fines del siglo pasado se podía ya imaginar un fin del mundo envuelto en la indiferencia de una subjetividad que había relativizado todo, hasta la propia vida; ahora podemos advertir que el fin puede llegar en medio de la euforia del deseo de aniquilación del enemigo que, en la lógica post-imperial, alcanza a todos: si todos quieren el poder, que nadie lo tenga.
En pocos días, cuando empiezan las hostilidades y Biden anuncia la expulsión de Rusia del sistema SWIFT, el índice MOEX del mercado ruso baja en un 45%. Ese desplome es aprovechado mediante la excepción hecha a unos cuantos bancos, para que el fondo de inversiones Vanguard genere una ganancia inédita de 54% en un solo día y apropiarse de una buena tajada del mercado ruso. Se trata de la guerra como el festín de la especulación financiera: apropiarse de todo. Entonces, el despojo absoluto es lo único que queda, cuando la lógica financiera se apropia y privatiza el sistema económico mundial.
En sus postrimerías, el propio Imperio sólo puede concentrar su fuerza, como fuerza militar. Ese es el fin de su poder real. Después de eso, porque la sola fuerza militar no representa nada tangible en geopolítica global, más aún cuando no gana nada, como sucedió en Siria, lo que viene es la quiebra ética y moral, además de política y económica. Es entonces cuando se arrojan a los brazos del poder financiero, porque los costos de las guerras imperiales tienen que pagarse. La declinación del Imperio, en su etapa post-imperial, describe su apuesta por sobrevivir a toda costa, hipotecando todo porque quiere todo; y el casino financiero le permite aquello. Por eso la guerra se constituye en el mejor negocio, porque sólo así se puede apostar todo.
Por ello, decir que se acaba el Imperio es decir poco, cuando, además, lo que puede acabarse es toda la vida. Por eso insistimos, la crisis civilizatoria sólo puede ser enteramente comprendida como crisis de racionalidad. Cuando la propia humanidad marcha entusiasta hacia el suicidio colectivo, entonces podemos decir que el mundo se acabó hace rato y lo que presenciamos es apenas un holograma de lo que fue.
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