Manifestación de manifestaciones
07/07/2007
- Opinión
Pocas manifestaciones se han visto en el país como la que tuvo lugar el jueves pasado. Quizás desde el 10 de mayo de 1957 no se veían concentraciones tan masivas.
Que millones de personas en todas las ciudades y los pueblos salieran a protestar en calles y plazas es un mérito histórico, sobre todo si se tiene en cuenta que la calle es una tradición apagada. El jueves no hubo un solo piquete de las Esmard rondando y golpeando con sus bastones —al disimulo— las piernas de los manifestantes, como suele suceder cuando se trata de una protesta contra el Gobierno.
Tampoco, desde hace mucho tiempo, se veía desfilar tanta, tanta gente de los barrios del norte de Bogotá y del sur de Cali: “La calle también es nuestra”, dijo Pacho Santos. Parecía la oposición en Caracas o el Partido Popular en Madrid. Al lado —no juntos, faltaría más— servidores públicos, empleados de firmas privadas, niños de colegio oficial. No estuvo ausente la clase media con sus deudas y sus deudos a cuestas. Multitudinaria, como decían los locutores, pero no unánime.
De bulto, el silencio —luto derramado— roto por los gritos contra el secuestro y contra las Farc, razones de peso; más adentro: por la libertad y la vida. Y esquiniadas, voces a favor del acuerdo humanitario. Las consignas mayoritarias salieron del Gobierno y de las emisoras. No hubo un solo grito —¡uno sólo!— contra la desaparición forzada. Hay que hacer las cuentas: 1.350 de los secuestrados han sido asesinados en cautiverio, y hay 2.500 desaparecidos sin aparecer y sin investigar. Tampoco una sola pancarta exigiéndoles a los paramilitares la entrega de los cuerpos de los miles y miles de sus víctimas destrozadas a motosierrazo limpio y enterradas en cementerios clandestinos.
El Gobierno trató por todos los medios de capturar las protestas en su favor, es decir, exigiendo que se exigiera un rescate violento de los secuestrados y un “despeje del territorio nacional de terroristas”, como gritó Uribe en Chaparral. La iracundia presidencial usó la rabia que el país siente contra la violencia para desviar los vientos de desprestigio que hace unos meses habían comenzado a soplar contra el Gobierno, nacidos en el espectáculo de la parapolítica, las “confesiones” de los paramilitares, el fracaso del TLC por razones humanitarias, el ridículo cambiazo de guerrilleros presos por nada. Difícil, y además, peligroso, decir que hay un tufillo sospechoso en este resultado, porque todo análisis o explicación que se brinque la versión oficial es susceptible de hacer parte de un sumario. O por lo menos, de una vindicta mediática.
Como a la que me expongo al decir que las piezas del rompecabezas trágico del asesinato de los diputados siguen sin cuadrar. Y no cuadrarán mientras los cuerpos de los sacrificados no sean entregados por las FARC. Si ello no ocurre —y dudo que ocurra— toda la responsabilidad moral y legal recaerá sobre las guerrillas. La versión del Gobierno es congruente, hasta cierto punto: una columna de sujetos armados pasaba de casualidad por el lugar donde tenían a los diputados, el comandante del frente se asustó —la guerra crea paranoias infernales— y ejecutó la orden del Secretariado. Se podía tratar de una columna de paramilitares, de militares, y hasta de guerrilleros.
A esta hora nadie puede pensar que las FARC iban a sacrificar una de sus más pesadas cartas por pura desesperación, más cuando había ambiente nacional e internacional para un intercambio humanitario. Otra versión de un alto funcionario diplomático gringo, que no nombro, y compartida por algún periódico norteamericano, supone que los sujetos armados de esa columna eran mercenarios profesionales que de una u otra manera contaban con el apoyo de un cuerpo militar mayor y, sin duda —agregan—, con el conocimiento del Gobierno o de algún sector del Gobierno.
Las manifestaciones del jueves pueden ser reclamadas como una victoria por el uribismo pura sangre y por el uribismo emergente, y, con el peso de los millones de gritos contradictorios, apuntalar el rescate militar, echarle en cara al Congreso norteamericano la disminución del Plan Colombia, y a los países europeos amigos, la iniciativa de una Comisión de Encuesta; pisar duro en La Habana, y dilatar, por esta vía, un acuerdo con el ELN, y, por encima de todo, caer sobre el Polo a palazo limpio, ahora que las elecciones están a la vuelta de la esquina. Pueden ser reclamadas, digo, aunque las manifestaciones hayan sido una abigarrada expresión de las mil inconformidades y dolores acumulados por un pueblo agobiado y, una vez más, engañado.
En todo caso, como le reprochó El Tiempo a Uribe, no se trataba de robarse el show, sino de dar un paso hacia “un acuerdo para poner fin al secuestro en forma definitiva”. Que no es otra cosa que exigir una solución política al conflicto armado.
Fuente: El Espectador
Que millones de personas en todas las ciudades y los pueblos salieran a protestar en calles y plazas es un mérito histórico, sobre todo si se tiene en cuenta que la calle es una tradición apagada. El jueves no hubo un solo piquete de las Esmard rondando y golpeando con sus bastones —al disimulo— las piernas de los manifestantes, como suele suceder cuando se trata de una protesta contra el Gobierno.
Tampoco, desde hace mucho tiempo, se veía desfilar tanta, tanta gente de los barrios del norte de Bogotá y del sur de Cali: “La calle también es nuestra”, dijo Pacho Santos. Parecía la oposición en Caracas o el Partido Popular en Madrid. Al lado —no juntos, faltaría más— servidores públicos, empleados de firmas privadas, niños de colegio oficial. No estuvo ausente la clase media con sus deudas y sus deudos a cuestas. Multitudinaria, como decían los locutores, pero no unánime.
De bulto, el silencio —luto derramado— roto por los gritos contra el secuestro y contra las Farc, razones de peso; más adentro: por la libertad y la vida. Y esquiniadas, voces a favor del acuerdo humanitario. Las consignas mayoritarias salieron del Gobierno y de las emisoras. No hubo un solo grito —¡uno sólo!— contra la desaparición forzada. Hay que hacer las cuentas: 1.350 de los secuestrados han sido asesinados en cautiverio, y hay 2.500 desaparecidos sin aparecer y sin investigar. Tampoco una sola pancarta exigiéndoles a los paramilitares la entrega de los cuerpos de los miles y miles de sus víctimas destrozadas a motosierrazo limpio y enterradas en cementerios clandestinos.
El Gobierno trató por todos los medios de capturar las protestas en su favor, es decir, exigiendo que se exigiera un rescate violento de los secuestrados y un “despeje del territorio nacional de terroristas”, como gritó Uribe en Chaparral. La iracundia presidencial usó la rabia que el país siente contra la violencia para desviar los vientos de desprestigio que hace unos meses habían comenzado a soplar contra el Gobierno, nacidos en el espectáculo de la parapolítica, las “confesiones” de los paramilitares, el fracaso del TLC por razones humanitarias, el ridículo cambiazo de guerrilleros presos por nada. Difícil, y además, peligroso, decir que hay un tufillo sospechoso en este resultado, porque todo análisis o explicación que se brinque la versión oficial es susceptible de hacer parte de un sumario. O por lo menos, de una vindicta mediática.
Como a la que me expongo al decir que las piezas del rompecabezas trágico del asesinato de los diputados siguen sin cuadrar. Y no cuadrarán mientras los cuerpos de los sacrificados no sean entregados por las FARC. Si ello no ocurre —y dudo que ocurra— toda la responsabilidad moral y legal recaerá sobre las guerrillas. La versión del Gobierno es congruente, hasta cierto punto: una columna de sujetos armados pasaba de casualidad por el lugar donde tenían a los diputados, el comandante del frente se asustó —la guerra crea paranoias infernales— y ejecutó la orden del Secretariado. Se podía tratar de una columna de paramilitares, de militares, y hasta de guerrilleros.
A esta hora nadie puede pensar que las FARC iban a sacrificar una de sus más pesadas cartas por pura desesperación, más cuando había ambiente nacional e internacional para un intercambio humanitario. Otra versión de un alto funcionario diplomático gringo, que no nombro, y compartida por algún periódico norteamericano, supone que los sujetos armados de esa columna eran mercenarios profesionales que de una u otra manera contaban con el apoyo de un cuerpo militar mayor y, sin duda —agregan—, con el conocimiento del Gobierno o de algún sector del Gobierno.
Las manifestaciones del jueves pueden ser reclamadas como una victoria por el uribismo pura sangre y por el uribismo emergente, y, con el peso de los millones de gritos contradictorios, apuntalar el rescate militar, echarle en cara al Congreso norteamericano la disminución del Plan Colombia, y a los países europeos amigos, la iniciativa de una Comisión de Encuesta; pisar duro en La Habana, y dilatar, por esta vía, un acuerdo con el ELN, y, por encima de todo, caer sobre el Polo a palazo limpio, ahora que las elecciones están a la vuelta de la esquina. Pueden ser reclamadas, digo, aunque las manifestaciones hayan sido una abigarrada expresión de las mil inconformidades y dolores acumulados por un pueblo agobiado y, una vez más, engañado.
En todo caso, como le reprochó El Tiempo a Uribe, no se trataba de robarse el show, sino de dar un paso hacia “un acuerdo para poner fin al secuestro en forma definitiva”. Que no es otra cosa que exigir una solución política al conflicto armado.
Fuente: El Espectador
https://www.alainet.org/pt/node/122117
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