Las “estrategias inteligentes” de Barack Obama contra el ALBA-TCP: un análisis preliminar
20/01/2010
- Opinión
Introducción
Las páginas que siguen analizan las estrategias emprendidas por la administración de Barack Obama contra la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América-Tratado de Comercio entre los Pueblos (ALBA-TCP); integrada por los gobiernos y diversos movimientos socio-políticos de Antigua y Barbuda, Bolivia, Cuba, Dominica, Ecuador, Honduras, Nicaragua, la República Bolivariana de Venezuela (RBV) y San Vicente y las Granadinas. Esas estrategias articulan los instrumentos del soft y hard power históricamente empleados por esa potencia imperialista. Esa remozada combinación ha sido popularizada como el smart power o “poder inteligente” (Ney, 2008; Golinger, 2009)
Renovar “el liderazgo” estadounidense
Desde su campaña electoral, el actual presidente de Estados Unidos se planteó renovar “el liderazgo”, “la credibilidad” y “la influencia” de su país en el hemisferio occidental; deterioradas –a su decir— porque la administración de George W. Bush “se embarcó en una guerra desquiciada con Irak” y abandonó su promesa de “hacer de Latinoamérica un compromiso fundamental de su presidencia”. Ese “vacio” habría sido ocupado por “demagogos como Hugo Chávez”, así como por otros países de Europa y Asia; entre los que destacó a la República Popular China y a la República Islámica de Irán (Obama, 2008 y 2008a).
Esto fue ampliado a fines de enero de 2009 por el ratificado Secretario de Defensa de los Estados Unidos, el republicano Robert Gates; quien expresó su preocupación por las “actividades subversivas” que presuntamente está desarrollando el gobierno iraní y por sus estrechas relaciones con los gobiernos de Bolivia, Cuba, Ecuador, Nicaragua y la RBV (BBC, 2009): argumento posteriormente reiterado por la Secretaria de Estado, Hillary Clinton.
Para enfrentar esas situaciones y “liderar el hemisferio en el siglo XXI”, Obama anunció que emprendería una diplomacia “directa, fuerte, agresiva, principista y sostenida” con todos “los gobiernos amigos, adversarios y enemigos”, incluidos en esas dos últimas categorías la mayoría de los del ALBA-TCP. Como parte ella, prometió, entre otras cosas, duplicar para el 2012 los fondos de Ayuda Oficial al Desarrollo y el número de integrantes de los Cuerpos de Paz que actualmente actúan en América Latina y el Caribe (Obama, 2008a).
Según se infiere de sus palabras, la participación de esos “voluntarios” en actividades dirigidas a “disminuir la pobreza, a combatir enfermedades como la malaria y a apoyar el desarrollo de la sociedad civil” estará orientada a contrarrestar el negativo impacto que han tenido “en la influencia de Estados Unidos” los diversos programas sociales emprendidos por Cuba y la RBV, tanto de manera bilateral, como dentro de los marcos del ALBA-TCP, de PETROCARIBE y del acuerdo ALBA-Caribe. Menos Bolivia y Ecuador, en ambos participan, además de los gobiernos de Guatemala y República Dominicana, los de todos los Estados integrantes del ALBA-TCP y casi todos los de la Comunidad del Caribe (CARICOM), con excepción de Barbados y Trinidad Tobago.
Durante sus diálogos con esos y otros mandatarios del continente que (excluido el de Cuba) participaron en la Quinta Cumbre de las Américas (Trinidad y Tobago, abril del 2009) Obama propuso un “nuevo” y “pragmático” Pacto para la Seguridad Pública, al igual que una “Alianza verde” de las Américas. El primero tendría por propósito elaborar una “estrategia regional” para combatir “el tráfico de drogas, la actividad de delictiva doméstica y transnacional”, “el crimen organizado”, el “tráfico humano” y la “inmigración ilegal”. Mientras que la segunda, “alejada de las confrontaciones ideológicas del pasado”, ayudaría “por igual” a Estados Unidos, a América Latina y al Caribe a ser “más independientes en materia de energía” y a promover su “crecimiento sustentable” mediante el incremento de fondos dirigidos a la investigación y desarrollo de tecnologías limpias de carbón, así como de una nueva generación de “biocombustibles sustentables” y de energía eólica, solar y nuclear. También a coordinar el transporte de “energía verde” a través de las fronteras nacionales y a crear mercados adicionales para las “tecnologías verdes” que se produzcan en todo el continente y, en particular, en Estados Unidos, Brasil y México (Obama, 2009 y 2009a); cuyos mandatarios se han convertido en sus principales interlocutores en América Latina y el Caribe.
Lo dicho fue antecedido por una redefinición de “la democracia”. Así, durante su campaña electoral, Obama señaló: “Sabemos que la libertad a través del hemisferio debe ir más allá de las elecciones […] Hugo Chávez es un líder elegido democráticamente. Pero también sabemos que él no gobierna democráticamente”. Y agregó: “Debemos impulsar una visión de la democracia que vaya más allá de las urnas. Debemos incrementar nuestro apoyo a legislaturas fuertes, sistemas judiciales independientes, prensa libre, vibrante sociedad civil, policía honesta, libertad de religión y el imperio de la ley” (Obama, 2008).
El soft power
A pesar de “la normalización” de las relaciones diplomáticas entre ambos países luego de los encuentros entre Hugo Chávez y Barack Obama durante la referida Cumbre de las Américas, su administración ha continuado financiando diversos programas dirigidos a fortalecer aquellas instituciones privadas, organizaciones no gubernamentales y partidos políticos que –desde la administración de George W. Bush— han venido tratando de derrocar o desestabilizar la Revolución Bolivariana (Golinger, 2009a). Entre ellas, el Centro de Divulgación del Conocimiento Económico para la Libertad (CEDICE), cuyo 20 aniversario se celebró en Caracas a fines de mayo del 2009 con la presencia de prominentes figuras políticas e intelectuales de diversos países de fuera y dentro del continente que sistemáticamente participan en las campañas contra los gobiernos integrantes del ALBA-TCP orquestadas por los medios de desinformación masiva controlados por Estados Unidos, por otras potencias imperialistas y por sectores de las clases dominantes del hemisferio occidental.
En el caso de Cuba, invocando reiteradamente la Carta Democrática Interamericana, Obama convocó a “todos los amigos [de Estados Unidos] en las Américas” a que se unieran a su gobierno “para apoyar la libertad, la igualdad y los derechos humanos de todos los cubanos” (Obama, 2009). Con tal fin, reiteró que mantendrá “el embargo” hasta que no se produzcan cambios aceptables para su administración en el sistema político edificado por la Revolución Cubana: pretexto que ha sido repetido por el vice-presidente Joseph (Joe) Biden, por Hillary Clinton y por otros altos funcionarios del Departamento de Estado (DE).
A pesar del inicio de conversaciones oficiales sobre temas migratorios y sobre el eventual restablecimiento de los intercambios postales entre ambos países, esas imposturas indican que las diversas acciones de la administración Obama (incluidas la ampliación de las autorización de los viajes de los cubano-estadounidenses y de las remesas financieras que estos le envían a sus familiares radicados en Cuba) estratégicamente van dirigidas a “socavar el apoyo popular al actual gobierno cubano” (Morales, 2009).
Así lo confirman el multimillonario financiamiento otorgado a los “grupos disidentes cubanos” y a las trasmisiones subversivas de Radio y TV Martí. Igualmente, las sanciones que les sigue imponiendo el Departamento del Tesoro a los empresarios estadounidenses y de otros países que, sin su autorización, han emprendidos negocios en Cuba. También las constantes acusaciones que le realiza el DE al gobierno de ese país por supuestas violaciones a los derechos humanos, por “favorecer el tráfico de personas” y por “patrocinar el terrorismo”. Estas últimas se reiteraron en el informe difundido en junio del 2009. En este, con diferentes pretextos, fueron acusados los gobiernos de Bolivia, Cuba, Nicaragua y de la RBV (URL, 2009). Por tanto, ninguno de ellos podrá recibir ayuda económica de Estados Unidos ni gozar de beneficios comerciales y financieros.
Sin negar la importancia de las conversaciones sobre temas puntuales que antes o después de ese informe se han emprendido entre funcionarios estadounidenses de diversas jerarquías con sus correspondientes contrapartes de los países arriba mencionados, lo dicho en los párrafos precedentes sería suficiente para demostrar la hostilidad de la actual administración estadounidense hacia algunos de los gobiernos integrantes del ALBA-TCP. Pero a ello hay que agregar la perduración de las sanciones económicas impuestas al gobierno de Nicaragua acusándolo de haber cometido fraudes en las elecciones municipales del 2008, las dificultades que siguen afectando las exportaciones bolivianas al mercado estadounidense con el pretexto de que el gobierno de Evo Morales no ha cumplido sus compromisos de erradicar las plantaciones de hojas de coca y el financiamiento que sigue entregando la actual administración a los grupos derechistas opositores del acto gobierno sandinista. Asimismo, el fortalecido despliegue castrense que está realizando el Pentágono en la Cuenca del Caribe y en la subregión Andino-amazónica.
El hard power
Como reiteradamente han denunciado los mandatarios del ALBA-TCP, ese despliegue amenaza su soberanía y su autodeterminación ya que puede servir para emprender o apoyar agresiones militares contra sus correspondientes países. Cualesquiera que sean los juicios que merezcan esas afirmaciones, lo cierto es que Obama ha convalidado los principales componentes de las intervencionistas estrategias político-militares y de seguridad impulsadas por su antecesor. En efecto, durante su campaña electoral, se comprometió a continuar apoyando las multimillonarias Iniciativa Mérida e Iniciativa Regional Andina.
La primera dirigida a contener el “tráfico [de drogas] y las actividades gansteriles” que se desarrollan en Centroamérica y afectan el territorio de México y Estados Unidos Y la segunda a “batallar contra todo tipo de violencia en Colombia”, tanto la proveniente de “los paramilitares derechistas” como de la que calificó como “brutal insurgencia terrorista” encabezada por las Fuerzas Armadas Revolucionarias y el Ejército de Liberación Nacional de Colombia. Por ende, Obama apoyó “el derecho” del gobierno colombiano a “atacar terroristas que busquen paraísos de seguridad a través de sus fronteras” (Obama, 2008a); lo que alumbra algunos de los objetivos del Acuerdo Complementario para la Cooperación y Asistencia Técnica en Defensa y Seguridad entre los Gobiernos de la República de Colombia y de los Estados Unidos firmado el 30 de octubre del 2009.
Mediante ese acuerdo, el presidente Álvaro Uribe autorizó a las fuerzas armadas de Estados Unidos a utilizar, al menos, siete instalaciones militares, dislocadas en diferentes puntos del territorio colombiano. Entre ellas, algunas situadas en sus fronteras con Ecuador y Venezuela o que fortalecen la posición colombiana en su histórico diferendo territorial con Nicaragua, así como la estratégica base aérea ubicada en Palanquero. Según la fundamentación que le presentó en mayo del 2009 el Departamento de la Fuerza Aérea (AFD, por sus siglas en inglés) al Congreso estadounidense esa Locación de Seguridad Cooperativa (LSC) le garantizará “el acceso a todo el continente de Suramérica con la excepción de Cabo de Hornos” y, por tanto, también a la Cuenca del Caribe. Asimismo, le conferirá “una oportunidad única para las operaciones de espectro completo en una sub-región crítica […], donde la seguridad y estabilidad están bajo amenaza constante por las insurgencias terroristas financiadas con el narcotráfico, los gobiernos antiestadounidenses, la pobreza endémica y los frecuentes desastres naturales” (DFA, 2009).
Con vistas a acondicionarla, la administración de Barack Obama entregará 46 millones de dólares, adicionales a los 513 millones de “ayuda” militar a Colombia previstos en el presupuesto del 2009-2010 (El Tiempo, 2009). Esa asignación –al igual que los 405 millones de dólares destinados a la Iniciativa Mérida— no incluyen los recursos financieros que –sin control del congreso— ha venido destinando el Pentágono a apoyar las fuerzas armadas de los países implicados en la Iniciativa Regional Andina. Ese apoyo se reiteró durante la visita realizada en el tercer trimestre del 2009 a Brasil, Chile, Colombia y Perú por el nuevo Jefe del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos, Almirante Michael Mullen (Bellina, 2009).
A esto hay que agregar el acuerdo suscrito por la administración de Barack Obama con el actual gobierno costarricense con vistas a “modernizar” la LSC instalada en el aeropuerto de Liberia. Además, las tratativas emprendidas por Hillary Clinton con el presidente de Panamá, Ricardo Martinelli, con vistas a instalar, al menos, cuatro bases aeronavales y policiales en sus litorales Atlántico y Pacífico (Gandásegui, 2009). A esas se suman las LSC y los Centros Operativos de Avanzada (FOL, por sus siglas en inglés) instalados en Aruba, Curazao, El Salvador, Guatemala, Honduras y en la República Cooperativa de Guyana. También la Base Naval que –contra la voluntad de su pueblo— perdura en la entrada de la Bahía de Guantánamo, Cuba, así como el “polígono electrónico” y los miles de efectivos de la Infantería de Marina, la Guardia Nacional y la reserva del Ejército de Estados Unidos desplegados en diferentes puntos del colonizado archipiélago de Puerto Rico (Torres, 2009). Además de la represión interna, estos cumplen diversas tareas de apoyo a los medios aeronavales estadounidenses que se mueven en el Gran Caribe y en el Atlántico Sur; incluido la IV Flota.
Honduras: un test case
Todos esa maquinaria militar facilita la intención del establishment de la política exterior, de defensa y de seguridad estadounidense de consolidar su “perímetro defensivo” como un medio para “proteger” sus posiciones geopolíticas y geoeconómicas en América Latina y el Caribe, así como para “contener” y eventualmente derrotar (roll back), donde sea posible, a los gobiernos integrantes del ALBA-TCP, al igual que a los sujetos sociales y políticos que los respaldan. Así se demostró en Honduras.
No tengo espacio para referir la participación de importantes empresas transnacionales, de prominentes figuras de los partidos Demócrata y Republicano, de diversas agencias oficiales estadounidenses, así como del DE, de su embajador en Tegucigalpa, Hugo Llorens, y de su FOL de Palmerola en la preparación y ejecución del golpe de Estado que, el 18 de junio del 2009, derrocó y deportó al presidente constitucional Manuel Zelaya. Tampoco para describir las cambiantes y ambiguas posiciones adoptadas por la administración de Barack Obama. Estas y su actitud pusilánime frente a las flagrantes y masivas violaciones a los derechos humanos perpetradas por el gobierno de facto, demostraron el verdadero alcance de sus redefiniciones de “la libertad” y “la democracia”. Además, los límites de sus pregones acerca de una “nueva era” de las relaciones interamericanas.
Sobre todo porque –contraviniendo las resoluciones aprobadas tanto por la ONU, como por la OEA que demandaron “el retorno inmediato e incondicional” de Zelaya a la presidencia— la Casa Blanca mantuvo una actitud contemporizadora con el régimen golpista. Esta se insinúo en la “mediación” emprendida por el presidente costarricense Óscar Arias, con el respaldo de Hillary Clinton; pero adquirió todo su significado en los Acuerdos Tegucigalpa-San José firmados el 30 de octubre del 2009, entre los representantes de Manuel Zelaya y del dictador Roberto Micheletti, bajo la presión de altos funcionarios del Departamento de Estado y del Consejo Nacional de Seguridad de Estados Unidos.
A pesar de la violación por parte de las fuerzas golpistas del espíritu y la letra de esos acuerdos, así como de la altísima abstención electoral (más del 60%), la administración de Barack Obama reconoció el resultado de la farsa electoral del 29 de noviembre del 2009. Ese nuevo “golpe de Estado” fue rechazado por las fuerzas sociales y políticas integrantes del Frente Nacional de Resistencia, cuyos dirigentes desconocieron al espurio presidente (Porfirio Lobo), a las demás autoridades y a los parlamentarios “electos” en esa jornada. Igualmente, por Zelaya, quien acusó a Obama de atentar contra la democracia en Honduras y en América Latina (EFE, 2009).
Esas acusaciones fueron respaldadas por diversas fuerzas socio-políticas de ese continente, lo que preanuncia serias confrontaciones entre la actual administración estadounidense y sus principales aliados (Colombia, Costa Rica, Panamá y Perú) con los demás gobiernos integrantes del Grupo de Río que han reiterado que no reconocerán el gobierno de Porfirio Lobo y, por tanto, cuestionado las antojadizas interpretaciones de Barack Obama a la Carta Democrática Interamericana. Estas contrastan con los pretextos por él utilizados para atacar a diversos gobiernos integrantes del ALBA-TCP.
También alimentan el rechazo de esos gobiernos y de la absoluta mayoría de los integrantes de la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR) a los mencionados acuerdos militares firmados con el gobierno colombiano. Mucho más porque la divulgación de la utilización que le dará el AFD a la base aérea de Palanquero desmienten las afirmaciones de altos funcionarios de la actual administración estadounidense y del Pentágono acerca de que su único “objetivo estratégico es […] suministrar a los colombianos lo que necesitan para continuar con sus esfuerzos contra las amenazas internas” (AFP, 2009).
Consideraciones finales
Todos los elementos antes mencionados y otros excluidos en aras de la síntesis confirman que las diversas estrategias supuestamente “inteligentes” emprendidas por el gobierno de Barack Obama, desde el 20 de enero hasta la actualidad, tienen como uno de sus principales objetivos “contener”, aislar, neutralizar y, donde y cuando sea posible, derrotar (roll back) por vías político-electorales o a través de golpes de Estado cívico-militares “incruentos” (como el de Honduras) a los gobiernos y a los movimientos socio-políticos integrantes del ALBA-TCP; en particular, a los identificados con la que Jorge G. Castañeda peyorativamente califica como “una izquierda retrógrada, populista, autoritaria, estatista y antiestadounidense”, en la cual también incluyó al ahora gobernante Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional de El Salvador (Castañeda, 2008) .
Esas estrategias combinan el respaldo de diversas agencias oficiales de Estados Unidos a las fuerzas opositoras a esos gobiernos, con su estigmatización a través de los medios de desinformación masiva y de los informes emitidos por el DE, con “la diplomacia” más o menos pública y directa, con negociaciones de temas puntuales, con la coerción económica y con las amenazas del uso de la fuerza. Paralelamente a su fortalecido redespliegue militar, también incluye la promoción de alianzas hemisféricas presuntamente “despojadas de las confrontaciones ideológicas del pasado” en temas tan sensibles como “la seguridad pública”, “la independencia energética” y el “crecimiento sustentable”.
Con esas “alianzas modulares” persigue movilizar a favor de sus objetivos contra el ALBA-TCP a los gobiernos de Canadá y de la CARICOM, así como a los controlados por la “nueva” derecha latinoamericana (Colombia, Panamá, México…), por partidos socialdemócratas (Costa Rica, Guatemala y Perú) y por la llamada “izquierda moderna, democrática, globalizada y orientada al mercado” (Castañeda, 2008). De ahí la importancia que Obama le ha concedido a sus intercambios personales con el presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula Da Silva y, en menor medida, con la presidenta de Argentina, Cristina Fernández; participes –junto con el presidente mexicano— en las labores del plutocrático Grupo de los 20.
Sin embargo, esas coaliciones aún no han podido concretarse a causa de las debilidades y contradicciones internas de la actual administración estadounidense, de los límites que le imponen a su política interna y externa las presiones de los sectores conservadores y neo-conservadores que conservan importantes cuotas de poder en el sistema político y en el aparato estatal, al igual que de los costos políticos que ha tenido que pagar Obama por su decisión de mantener “el embargo” contra Cuba, por la instalación de bases militares estadounidenses en Colombia y en otros países del continente, así como por su deplorable actitud frente al golpe de Estado en Honduras.
A ello se unen la actitud consecuente de la mayor parte de los gobiernos latinoamericanos y caribeños (incluido los de Argentina y Brasil) frente a esos hechos, así como la capacidad demostrada por los gobiernos integrantes del ALBA-TCP para consensuar sus posiciones al respecto en diversos organismos regionales. También el respaldo que éstas han encontrado en su Consejo de Movimientos Sociales y en otros destacamentos de la izquierda política, social e intelectual del continente. De ahí la importancia de lo planteado por los mandatarios del ALBA-TCP en su Declaración de Cumaná (ALBA-TCP, 2009): “Estamos firmemente convencidos de que el cambio, en el que todo el mundo tiene esperanza, solo puede venir de la organización, movilización y unidad de nuestros pueblos”.
La Habana, 4 de diciembre del 2009
- Luis Suárez Salazar es Licenciando en Ciencias Políticas, post-grado en Filosofía, Doctor en Ciencias Sociológicas y Doctor en Ciencias. Profesor Titular (a tiempo parcial) del Instituto Superior de Relaciones Internacionales (ISRI), de la Facultad de Filosofía e Historia. Integra el Consejo de ex presidentes de la Asociación Latinoamericana de Sociología (ALAS) y los Grupo de Trabajo “Estudios sobre Estados Unidos” y “Bicentenario” del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO).
Este artículo fue originalmente publicado en enero del 2010 en el número 1 de la revista Encuentro, órgano de la Fundación Boliviana para la Democracia Multipartidaria con sede en La Paz.
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https://www.alainet.org/pt/node/138934
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