El conflicto interno ingresa a los EEUU de la mano de Trump
- Opinión
La consigna entre los analistas de pelaje vario que a estas horas tratan de entender qué es lo que está pasando en el mundo parece resumirse en tres palabras: hay que esperar. Y lo que se espera es que Donald Trump vaya mostrando, no tanto si color mata a ful o si ful mata a color sino, más bien, cuán diestro se mostrará el nuevo presidente estadounidense en el juego de póker de la política mundial.
De un lado, es lugar común la afirmación de que, en los EE.UU., el presidente no gobierna sino que, más bien, gerencia un proceso de toma de decisiones que reconoce actores diversos y ubicados en planos no directamente expuestos al escrutinio público. De otro, la historia de las relaciones entre la potencia mundial y nuestra región abona la certeza de que no cualquier ocupante de la Casa Blanca da lo mismo. Como expeditivo ejemplo podríamos citar al propio Fidel Castro quien, en diversas oportunidades, pudo abrir juicios relativamente positivos sobre Kennedy y Carter, muy al contrario de la caracterización que hacía de, por caso, los Bush.
Se trata de una contradicción que no puede resolverse de manera simplista diciendo, por ejemplo, que el “sistema” siempre es el “sistema” y que ese espectro omnipresente pero invisible llamado “sistema” maneja los hilos desde las sombras y que, contra tal “sistema”, nada es posible pues siempre realizará sus designios operando por detrás del escenario.
Tampoco cabe caer en una concepción idealista (dialéctica o no) del devenir histórico, depositando en la voluntad de los actores (en el caso, de los presidentes) la exclusiva calidad de causa eficiente de los aconteceres políticos.
Ha quedado planteada, así, una contradicción que es preciso encarar y resolver para, de ese modo, orientarnos a la hora de elaborar políticas que nos permitan enfrentar a este nuevo esperpento que ha posado sus asentaderas en la poltrona del “salón oval” de la sede del Ejecutivo estadounidense.
Con Donald Trump asistiremos -así nos parece- a un cierto margen de autonomía del Ejecutivo en el férreo marco de unos lineamientos de política interior y exterior cuya continuidad está garantizada por aquellos actores centrales que configuran el “poder real” en los Estados Unidos: ministerio de Defensa (Pentágono), Consejo de Seguridad Nacional, Estado Mayor Conjunto de las fuerzas armadas, ministerio de relaciones exteriores (Departamento de Estado), Corte Suprema, Partidos Demócrata y Republicano, Wall Street (conglomerados económicos y financieros que operan en esa plaza), Banco Mundial, Fondo Monetario, calificadoras de riesgo, Organización Mundial del Comercio (OMC), comunidad de inteligencia (CIA, FBI), tapaderas de ese espionaje (USAID, DEA, Peace Corps); lobby judío; así como “oenegés” del tipo Council on Foreign Relations (CFR) que marcan agenda y definen políticas de largo plazo -en el plano interno y a nivel global- y ante las cuales el Presidente no puede sino actuar como “primer ejecutor” de dichas políticas.
Un curso de acción favorable a los intereses del “poder real” de los EE.UU. deberá ser explorado por los geoestrategas que piensan las cosas del largo plazo, algo que no parece practicar nadie en el entorno del “magnate”. Aunque esto tal vez sea mera apariencia. La premisa de la que partirían aquéllos es que hay puntos del programa de Trump que pueden ser asimilados por el sistema económico y político sin mayores turbulencias; otros que son y serán discutibles y discutidos (verbigracia, cuestión refugiados; muro en la frontera mexicana; temas raciales y de género, etc.); y aquellos que resultan francamente inaceptables y será sobre esos temas sobre los que girará la incógnita de dar con los medios y las formas de “poner en vereda” al disruptivo millonario devenido presidente.
Se trataría, esta última, de una buena alternativa, ya que luce como la opción “civilizada” en un contexto en el cual los EE.UU. no pueden seguir deteriorando su imagen más allá del punto al que han llegado sin riesgo de costos políticos serios de cara a un futuro inmediato donde Rusia y China han comenzado a soplarle la nuca a la potencia occidental.
En Langley (Estado de Virginia, sede de la CIA), abundan los especialistas en psicología que han sido capaces no ya de extraer información a “nuda vida” (la expresión es de Giorgio Agamben) devenida “no persona” o desecho cuasihumano sin nombre e identidad, en cárceles clandestinas de las “democracias” rumana, checoslovaca o albana, sino también de clonarles la identidad a esas víctimas, haciéndolos aparecer por televisión inculpándose de hechos de los cuales no conocían ni los escenarios geográficos en los que decían haber participado. Pero aquella benemérita institución de inteligencia también cuenta con respetables caballeros, impolutos padres de familia y hombres de oficio religioso frecuente, que están siendo los encargados de explicarle al nuevo presidente los vericuetos de la geoestrategia mundial.
Y los temas, acá, por muy amables que sean las formas, son temas sobre los cuales la versación de Trump es nula frente al oficio de viejos lobos de la guerra y el caos inducido. De hecho, es imposible imaginar una conversación entre Gene Sharp y Donald Trump en la cual éste tenga la más mínima posibilidad de hacer algún aporte sobre las revoluciones de colores o las guerras de cuarta generación. Será, el presidente, un buen y dócil alumno si lo que quiere es llevar a buen término su presidencia.
Trump no tiene ninguna posibilidad de hacer con la OTAN otra cosa que lo que han hecho sus predecesores. El orden mundial, en esta etapa de su desarrollo como orden mundial, sólo se sostiene en la violencia disfrazada de política exterior y en la narración de esa violencia por los grupos empresariales que producen y comercian información.
En línea con lo antedicho, el señor Trump puso su firma al diseño que le alcanzaron sus asesores y que hacía parte de una política elaborada bajo la administración Obama. La consecuencia directa de esa firma fue que, en las primeras horas del domingo 29 de enero, helicópteros y drones exornados con las barras y las estrellas de la libertad masacraron a 57 personas en Yemen, 16 de ellas civiles. La señora Theresa May, primera ministra de Su Graciosa Majestad, ya había partido de los EE.UU. -el día anterior- con las seguridades de que un solo corazón rojo sangre (llamado Gladio) une a los anglosajones en el seno de la OTAN.
Trump no puede (no ha podido) eliminar el asiento de la CIA en el Consejo de Seguridad Nacional. Lo intentó y tuvo que recular porque el “poder real” lo hizo recular. La CIA seguirá abocada a la planificación y realización de “operaciones especiales” (asesinatos) en todo el mundo.
A aquello sobre lo que el propio Trump ya ha reculado se agrega lo que tendrá que recular por la presión combinada de la movilización popular con la de los ámbitos institucionales que no maneja. En este punto, el caso más nítido va siendo el atingente a los refugiados. Crece la presión para que EE.UU. no cancele las cuotas de recepción de hombres, mujeres y niñas/os que podían ingresar durante la administración Obama (110.000 refugiados durante 2017). Y así, James Robart, juez federal de distrito de Washington, acaba de suspender (el 3/2/2017) en todo el territorio de los EE.UU., la orden ejecutiva que prohibía el ingreso de migrantes de Irán, Sudán, Siria, Libia, Somalia, Yemen e Irak.
De modo que sería esta opción la que parecería abrirse paso, con razonables probabilidades de éxito, en cuanto consiste en “convencer” al nuevo e imprevisto Presidente de que todo irá mejor con Coca Cola fabricando este brebaje fronteras afuera, aunque también un poco dentro de los Estados Unidos como para que la desocupación no se dispare demasiado.
Sin embargo, la proteica materia de los hechos sigue fluyendo como el río de Heráclito y revela, en su obstinado devenir, secretos impensados que tal vez estén habilitando otra posibilidad: que Trump sea, a fin de cuentas, una carta escondida del propio capital financiero global al que astutamente el candidato denostó durante su campaña. Ello sería del siguiente modo.
Una promesa de campaña fue la reposición de la ley Glass-Steagall (derogada por Clinton en 1999) que separaba la banca comercial (la que usa el ciudadano de a pie y las pymes) de la banca de inversión (la que sirve para la timba con “derivados”). Ahora nos enteramos de que no sólo no lo ha hecho sino que parece empezar a jugar para el capital financiero y que el Partido Republicano lo apoya en este punto. En efecto, acaba de firmar dos órdenes ejecutivas: una de ellas abre el camino para que el congreso revise y eventualmente derogue la ley Dodds Frank, promulgada por Obama en 2010 y que regulaba el negocio financiero luego de la crisis que se llevó puesta a la banca Lehman Brothers. La otra, revoca normativa del ministerio de Trabajo que exige a los operadores probar que están actuando en beneficio de sus clientes y que, por ende, no están mandando tragados a éstos en un frenesí de especulación y negocios de alto riesgo.
Si así fueran las cosas, estaríamos, también en este asunto, frente a un “poder real” que, nuevamente, habría sabido jugar bien sus cartas en la coyuntura electoral, apareciendo como apostador a una de las opciones (Hillary) cuando, en realidad, las dos eran propias. ¿Suena un poquitín exótico? Puede ser. Pero no más que ese otro exotismo que acaba de plantear Immanuel Wallerstein: que la nueva administración estadounidense quiere ser amiga de China, no enemiga, y repartirse el mundo con ella en una “remake” del viejo Yalta y en perjuicio de la Rusia de Putin (v. Immanuel Wallerstein: “China y Estados Unidos: ¿socios?”; en www.jornada.unam.mx).
En todo caso, lo que no hay que perder de vista es que nadie (los EE.UU. tampoco) puede, hoy en día, elegir sus amistades de forma unilateral. Para ser amigo de China o de Rusia, los EE.UU. deben querer serlo, pero China y Rusia también deben tener interés en esa amistad y en las formas de ese vínculo. Y el eje Moscú-Pekín-Nueva Dehli, en el seno de los BRICS y en el marco de la Organización de Cooperación de Shangai luce fuerte, saludable y lozano. Es un mercado de 4000 millones de personas (el mundo cuenta con 7000) del cual sólo están excluidos EE.UU. y Japón.
Con Trump, en fin, lo que parecía imposible ha sucedido: el conflicto social interno ha entrado a la sociedad estadounidense. La opulencia de posguerra y sus “dorados ‘70” ha hecho crisis y, simplemente, ya no existe. Este Presidente, al que no quieren ni los demócratas ni los republicanos, “cortocircuitó” a la dirigencia y, mediante una apelación directa a las bases, se alzó con el triunfo electoral. Pero a EE.UU. no se lo gobierna sin “aparato”, es decir, sin ser parte funcional dentro del organigrama institucional. Y ello no está ocurriendo.
Hay que seguir los pasos de Mike Pence, el vicepresidente. ¿Dónde está Pence? ¿Qué hace? ¿Con quiénes se reúne? Al parecer, esto recién empieza.
4/2/2017
Del mismo autor
- De lawfare y otras cuestiones 01/04/2021
- Tres hablantes, un solo Espíritu 10/12/2020
- ¿Quo vadis, Alberto...? 08/10/2020
- La guerra y la peste 18/08/2020
- Argentina: Golpistas en modo espera 02/06/2020
- Occidente al garete 23/03/2020
- Presos políticos 11/02/2020
- Reflexiones sobre "seguridad interior" 27/01/2020
- Fernández-Fernández, frentes propios y ajenos 21/01/2020
- El "magnicidio" de Nisman 20/01/2020