La reforma constitucional en la era de la globalización:

Estado-Nación, industrialización y participación popular

26/02/2019
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ÍNDICE

 

Pre scriptum       ………………………………………………………………………         3          

 

El núcleo duro de la reforma ……………………………………………………………5

 

El escenario: la globalización …………………………………………………………..7

 

Parlamentarismo …………………………………………………………………………..9

 

El “iter criminis” del sistema parlamentario …………………………………. ……….13

 

Nuevos sujetos de representación ……………………………………………………14

 

Derecho y política ………………………………………………………………………..16

 

La Constitución de 1949 …………………………………………………………………22

 

Nuestra pobreza estructural ………………………………………………………..           27

 

Las fuerzas armadas en la Constitución ……………………………………………..28

 

El sistema previsional …………………………………………………………………….31

 

Post scriptum ………………………………………………………………………………33

 

Pre scriptum

 

"La lucha Disraeli-Gladstone, aparte su interés humano, tiene un valor ejemplar, pues ilustra la importancia de cierto prestigio dramático para el éxito del régimen parlamentario".

Andre Maurois

 

Hemos aquilatado en el tiempo, en el humano tiempo de una existencia individual, que así como hay música de cámara, hay también revoluciones de cámara. Son las que se perpetran, oratoria mediante, en los honorables hemiciclos parlamentarios. Ya lo sabía Maurois: a los ciudadanos del país hay que ofrecerles este tipo de "nobles espectáculos" en sustitución del motín.

 

La paz social, de eso se trataba en aquel ayer inglés de un siglo XIX ceniciento y crepuscular.  Aunque esa paz, macilenta y trémula, estuviera requiriendo, a esa altura de los asuntos de Inglaterra, no sólo de oratoria sino también de instituciones de control y vigilancia como la cárcel de Reading. En ésta, los plateístas se privaban de aquel torneo de ilustres.  A cambio, la vida los compensaba eligiendo para ellos algo más maravilloso: el timbre de una voz (la de Oscar Wilde) que les contaba el significado y la belleza del dolor.

 

Lo cierto es que el parlamentarismo inglés se las ingenió para gobernar, con señalado éxito de crítica y de público, un país cuyas clases subalternas -junto a los excluidos hasta de la pertenencia de clase- constituyeron la masa crítica de unas denuncias que Engels y Wilde -sin conocerse y desde lugares distintos- hicieron públicas en oposición a otros intelectuales, como Rudyard Kipling que, por la misma época, supo cantarle a su imperio cual alondra en la mañana.

 

En lo atingente a nuestro doliente país, creemos que lo que está quedando huérfano de eficacia, cada vez más, no es el régimen presidencialista argentino sino, in totum, un organigrama institucional pensado, en sus líneas generales, por Montesquieu en el siglo XVII. Ello está ocurriendo en casi todo el mundo, y el punto en el que tal sistema exhibe limitaciones que dificultan la gobernabilidad, es el de la mediatizada y -por ello- deficiente participación popular en la gestión de la cosa pública. No es la concentración de potestades en una sola persona lo que delimita el campo de la iatrogenia institucional argentina; ni es la traslación de atribuciones desde un lugar a otro de la estructura burocrática lo que mejoraría el sistema. Ello así por cuanto -lo acabamos de postular- la patología se expresa bajo la forma de una participación enervada y no con el atavío sedicentemente concentracionario de un órgano presidente demasiado poderoso.

 

La historia enseña que el tema de la creciente incorporación al sistema político de mayorías inicialmente excluidas constituye uno de los núcleos teóricos y prácticos que las élites académicas y políticas han discutido y resuelto, mal o bien, a lo largo de los últimos dos siglos.

 

El núcleo duro de la reforma

 

En Inglaterra, el de 1832 fue el año en que vio la luz una reforma electoral que urgía, pues la ebullición social tomaba formas, ritmos y contenidos inquietantes para la estabilidad de la organización social. El punto es que el derecho al voto lo daba el carácter de propietario. Los tories plantearon que debería votar todo elector que pagase más de diez libras de alquiler. El jefe de los whigs, Gladstone, clamó, en el Parlamento, contra la especulación electoral de que acusaba a sus rivales conservadores. Los whigs proponían que fuera elector todo aquel que pudiera pagar  siete libras, en vez de diez. Y lo decían -por boca de Gladstone- así: "... (Los que deberían tener el derecho al voto de este modo) son nuestros hermanos, cristianos como nosotros, de nuestra propia carne y de nuestra propia sangre". Ante lo cual preguntó un diputado tory de aquel entonces: "¿Por qué nuestra carne y nuestra sangre se detienen en las siete libras de alquiler?". La derecha, a despecho de su ideología, ha sabido, a veces, exhibir mordacidad e ironía que, frecuentemente, han descolocado a un progresismo cansado y falto de reflejos que, en el fondo, comparte bastante, en tándem con esa derecha de la que dice abominar, la aspiración a la estabilidad de la organización social.

 

El tema nodal, en estas discusiones, se repetiría, una y otra vez, en cada ocasión en que las élites hubieron de pensar reformas profundas en la legislación porque la realidad así lo exigía. En Inglaterra, el peligro de ensanchar la base electoral era, a los ojos de aquellas élites, entregar el país al proselitismo de los demagogos, algo inadmisible cuando lo que estaba en juego eran los pilares del Estado en la Gran Bretaña: monarquía, cámara de los lores, iglesia anglicana.

 

En Estados Unidos, las contradicciones eran diferentes, pero en el fondo y en cierto sentido, las mismas. El Norte, el Sur y el Oeste, en el siglo XVIII, continuaban recelándose recíprocamente. La esclavitud del Sur resultaba incomprensible en el Norte. Aquí, en Massachusetts y Boston por caso, la moral coincidía con el interés: en un territorio dividido en numerosas pequeñas granjas, la mano de obra esclava no era un requerimiento de la economía. El Sur se indignaba   -y no sin un adarme de razón- cuando fulminaba de hipocresía a un Norte al cual se le negaba todo derecho a emitir juicios morales pues sus incipientes industrias se valían, en buena medida, de la explotación de mano de obra infantil.

 

Cada vez que se admitía un Estado nuevo, las reyertas alcanzaban un nuevo ápice. Los votos de cada Estado eran proporcionales a su población. Y el Sur, que consideraba que los esclavos eran cosas, no opinaba lo mismo a la hora de contarlos como personas cuyo número aumentaba, en el congreso de Filadelfia, los votos de ese Estado esclavista.

 

Norte y Sur, a su turno, censuraban al Oeste por la cuestión india, en tanto éste, desde las montañas de California, miraba a la Luisiana del Golfo de México y a la Nueva Inglaterra del Atlántico, con una mezcla de curiosidad y desafección, atento no sólo la lejanía sino también unas costumbres que diferían de las propias más de lo deseable si de lo que se trataba era de fundar una nación.

 

Un punto central, sin embargo, unía a todos: el Sur sometía a los esclavos, el Oeste había despojado a los indios y el Norte explotaba a los obreros de una industria incipiente. En este contexto, despuntaron ya los fundamentos de una organización jurídico política. Para el futuro se decidió que los Estados que tuvieran menos de cinco mil habitantes, serían administrados por el congreso federal; los que contaran con más de esa cifra pero con menos de sesenta mil, se gobernarían por asambleas elegidas pero no tenían el derecho de representación en el congreso; por encima de sesenta mil habitantes, el nuevo Estado quedaría en igualdad de condiciones con los originarios. Se garantizaba a todos el juicio por jurados y las libertades religiosas y civiles. De este modo, se imponía en América el principio federal sobre el principio colonial.

 

Aquellos antecedentes emergen hoy con cierta virtud didáctica en la medida en que muestran qué es lo que está en juego cada vez que se debate la forma y el fondo de los fundamentos jurídicos del Estado. Está en juego un mundo fenoménico que encubre un núcleo duro. El primero es la coexistencia de dos esferas de poder dentro del territorio: la central o federal y la jurisdicción de los Estados o provincias; el segundo, es decir, el núcleo duro que aparece velado por aquella disputa evidente y visible, es el modo y la medida de la participación popular en la gestión de la cosa pública y esta participación, a su vez  -y como decía Madison-  tiene que garantizar, en primer lugar, la propiedad, ya que ésta  -como decía Hegel-  es la esfera exterior de la libertad del hombre.

 

De modo que la pregunta por el sistema de gobierno será, siempre, una pregunta acerca de cuál sistema garantiza más y mejor la participación popular, bien entendido que esta participación podría verse  desnaturalizada por la vía de la adopción de sistemas que, en lo formal, parecen más democráticos pero que, en lo material, tal vez no lo sean.

 

El escenario: la globalización

 

Elucidar de antemano qué Constitución requiere una sociedad (en el caso, la argentina) para su mejor funcionamiento implica definir qué proyecto de país se halla en el horizonte de un pueblo que ya posee valores aquilatados a lo largo de doscientos años de historia y entre los cuales la comunidad de destino en un marco de justicia y libertad ha devenido aspiración sustantiva y siempre vigente.

 

Una Constitución expresa siempre una transacción entre la mayoría del pueblo y la minoría que gobierna. Ésta manifiesta, invariablemente, que gobierna para todos, lo cual ha venido a ser desmentido -también invariablemente- cada vez que el conflicto ha requerido, para su administración eficaz, la abrogación de facto de la Constitución. Es la violencia zanjando la tensión, siempre viva y operante, entre el principio político de la soberanía popular y el principio jurídico de la supremacía constitucional.

 

Bajo otra lente ideológica, la misma tensión puede describirse de otro modo: se trata de proteger los derechos de la minoría contra la fuerza de una mayoría opresiva. Si esto fuera así, la supremacía de la Constitución es el límite que posibilita tal salvaguarda de derechos de la minoría. Pero esta tensión descripta en términos de riesgo para la minoría frente a unas mayorías latentemente totalitarias, pasa por ser una ideologización que encubre el hecho social de que lo que instituye a la minoría como tal minoría es una cierta relación con el ejercicio de los derechos y no lo meramente cuantitativo. Estos derechos, los de la minoría, son, en potencial, los mismos que los de la mayoría, pero no se actualizan del mismo modo ni en la misma medida, sino que su ejercicio y los bienes que de ese ejercicio  se derivan, satisfacen a unos de un modo, y a otros, de otro modo. Las minorías van con ventaja en el capítulo atingente al ejercicio de los derechos y al goce de los frutos y bienes que de ese ejercicio se derivan. El cetro, entonces, lo detenta el Príncipe (Gianfranco Pasquino) y de lo que se trata es de restituir tal cetro al soberano.

 

Este último cometido, que debería inspirar la reforma constitucional, no se realiza confiriéndole más poder a unos partidos políticos que han devenido entidades en estado virtual sino diseñando una legalidad que abrace con la protección constitucional a ciertas y determinadas iniciativas que están todo el tiempo emergiendo de la sociedad civil.

 

Más que generar gobernabilidad en el marco de un organigrama institucional que ya insinúa cierta obsolescencia, se trata de constitucionalizar derechos y metodologías de ejercicio de esos derechos. Si bien se mira, es, en medida tangible, lo que hizo Arturo Enrique Sampay -que constitucionalizó un proyecto de país- con la Constitución de 1949. Pero lo que habría que constitucionalizar hoy sería otro país, no aquél. Esto alude a que hoy, en la Argentina y en el mundo, el derecho y la política -necesariamente- refractan su concepto al atravesar ese espejo sin azogue llamado globalización.

 

Es imposible desarrollar en un trabajo de la naturaleza del presente (que es una especie de borrador con algunas ideas básicas acerca del contexto regional y global que estaría sobredeterminando hoy una reforma de la Constitución) una precisión conceptual acabada referida a un fenómeno asaz complejo y multidimensional, como es la así llamada globalización. Ésta se insinúa como rasgo intrínseco del capitalismo en la etapa en que éste parece alcanzar su horizonte último  -el mercado mundial-  y en la que el clima cultural de época se resume  -o supo resumirse-  en un significante un tanto inasible y proteico: posmodernidad.

 

Pensamos la reforma constitucional para una Argentina que ya se está desenvolviendo en un mundo en el que las nuevas tecnologías aplicadas a la comunicación parecerían constituir un dato esencial de aquella globalización. Asimismo, la marcha del sistema global hacia la constitución de un mercado único mundial con los flujos financieros devenidos dato central de la economía, instauran otra faz sustantiva del mismo fenómeno.

 

Pero tal vez nada de esto sea tan relevante a la hora de repensar las bases jurídicas y políticas contenidas en la Constitución de un país, como sí lo es el avatar del Estado-Nación en la nueva era de la globalización. En efecto, una suerte de debilitamiento de las soberanías nacionales frente a una red de instituciones jurídicas y políticas cuyas competencias materiales y formales exorbitan hacia la totalidad de la formación social mundial, insinúa tener gran relevancia a la hora de pensar en reformas al texto fundamental, pues lo que habría que constitucionalizar, en primer lugar, serían  unos mecanismos que fortalezcan al Estado y su poder de decisión a la hora de aceptar o rechazar jurisdicciones extrañas a la propia en materia de resolución de diferendos con etiología en asuntos referidos a inversiones de capital, así como  de unas así llamadas "nuevas amenazas", entre la cuales el lavado de dinero proveniente de actividades ilícitas es una muy principal y que, hasta hoy, ata las decisiones nacionales a organismos globales de dudosa eficacia y de objetivos poco o nada transparentes (GAFI).

 

Parlamentarismo

 

Ingresar a semejante escenario pertrechados con la coraza del parlamentarismo no nos hará mejores jugadores en esa liza y probablemente nos torne más vulnerables. Pues la globalización financiera tiene un componente asfixiante y totalitario, cuyo antónimo dialéctico, hoy, es la libertad nacional y el progreso material   -tanto individual como comunitario-  que se autoinstituyen y son propuestos, como imaginarios deseables, por obra de las irrupciones proteccionistas (trumpismo estadounidense como representación muy densa de semejante proteccionismo), pero que hunden sus raíces y encuentran su protohistoria en aquel célebre Tea Party de 1773 que, provocado por la torpeza de Jorge III de Inglaterra (ese símil de nuestro Fernando VII), encontró una respuesta ciertamente descortés en los plantadores de Boston que, convenientemente disfrazados de indios mohawk, abordaron aquel bajel denominado Darsmouth atracado en el puerto, para arrojar su carga (18.000 libras de té) a las procelosas aguas del Atlántico. Defendían su progreso local y, como epifenómeno, su identidad, los colonos de Massachussetts.

 

Libertad y progreso, más individualismo y autonomías locales, se blandían como estandartes contra la soberanía del Estado. Ese ideario de las ex colonias norteamericanas devenidas Estados independientes constituía una victoria ideológica contra Inglaterra y Francia, es decir, contra sendas monarquías que eran el poder visible de esos países. Y semejante ideario no murió en el tiempo sino que permaneció vivo y operante como residuo cultural y como inspiración que, en el devenir de un siglo, encarnó en un Partido Republicano más homogéneo ayer que lo que luce hoy,  y resuena ahora, como eco de aquel ideario, en ciertas retóricas que, a su modo, postulan un retorno a aquellos “buenos valores” de libertad individual, progreso social y soberanía nacional, todo ello enunciado contra unos globalistas del “Estado profundo” a los que se reputa anclados en el ayer aristocrático y atlantista de la Nueva Inglaterra de Hamilton y John Quincy Adams.

 

De modo que el escenario internacional exhibe hoy una tensión entre globalistas y nacionalistas y es a ese escenario que se deberá incorporar esta Argentina y no de cualquier modo, sino tratando de reconducir un interrumpido proceso de inclusión, democratización e industrialización hacia su profundización en el marco de una legalidad constitucional que deberá contener reaseguros para esa profundización y garantías de que no será revertida en los lineamientos fundamentales referidos al nuevo modelo de país.

 

Lo que ha ocurrido es que antes la política estaba constreñida a los escenarios locales, pero en el hoy de la globalización capitalista se ha desplazado hacia una espacialidad global en la cual la reivindicación nacional se constituye a sí misma como opuesto de la internacionalización que implica la globalización y por eso ésta encuentra resistencias bajo el formato nacional-soberanista o bajo las tendencias centrífugas hacia las secesiones.

 

Nosotros, argentinos, debemos agregar a esta complejidad inicial la circunstancia geopolítica de nuestra pertenencia a un continente centro y sudamericano que luce hoy como escenario de tensiones vinculadas a los intereses geoestratégicos de las potencias involucradas.[1] Ello dispara interrogantes muy precisos y relevantes a la hora de pensar cuánto y de qué modo influye un contexto mundial -con las tensiones que acabamos de señalar- en los proyectos de reforma de las bases jurídicas y políticas de nuestro propio Estado.

 

Y así, una globalización que pone en crisis la idea misma del Estado-Nación, ¿no torna, al mismo tiempo, anacrónica la distribución funcional de la gestión estatal derivada del organigrama institucional pensado por Montesquieu en las postrimerías siglo XVII?  Parece legítima la duda toda vez que hay actores nuevos en la sociedad civil y su carencia de representación en el organigrama institucional demoliberal occidental que nos rige constituye una oquedad crecientemente resonante.

 

Y también, el sistema parlamentario, ¿solucionaría este déficit de representación? ¿Es la vía apta para empoderar a estos nuevos actores? Esa es otra pregunta cuya formulación cabe siempre que se considere coadyuvante a la democratización de las relaciones sociales -y por ello deseable- aquel empoderamiento.

 

Núcleo y esencia del régimen parlamentario es la negociación que, ya sea que tenga lugar en el hemiciclo o fuera de él, es percibida siempre como do ut des innoble practicado por actores desconocidos cuyas conductas son siempre opacas y reñidas con la transparencia.  Y el hoy de la política mundial ya nos suministra un dato duro que confirma esta percepción popular acerca de lo que es la democracia indirecta, de la cual el parlamentarismo no es sino una de sus formas: ser presidente por una moción de censura y no por elección popular es el karma que está empezando a arrastrar Pedro Sánchez en España.

 

A su vez, en Inglaterra el parlamentarismo reposa en partidos políticos enraizados en tradiciones culturales cimentadas en un devenir secular y son, por ello, esos partidos, los únicos que han aguantado en firme las borrascas de la globalización. Pero no se ve de qué modo funcional a un mejoramiento de la calidad institucional podría desempeñarse un parlamentarismo argentino cuyo núcleo estaría formado no por partidos sino por "marcas", franquicias y espacios volátiles y en permanente proceso de fundación-disolución, esto es, adoleciendo de una “falla geológica” en el fundamento mineral que debería darle base al sistema: pocos y firmes partidos políticos.

 

De este modo no se salva el obstáculo referido a la gobernabilidad; bien entendido que tampoco el atingente a una mejor y más eficaz participación popular en la gestión administrativa, legislativa y judicial, que de eso se trata. Y es esa la valla la que parecería erigirse en obstáculo difícil de salvar, per se, para el sistema parlamentario.

 

A ello se suman -como ya se ha dicho-   los “obstáculos epistemológicos” (Bachelard) que habrá que enfrentar a la hora de pensar en el régimen de gobierno. Y uno de estos obstáculos reside en que un sistema parlamentario no puede pensarse en abstracto sino en relación con el sistema de partidos y con el marco internacional. El sistema de partidos argentino es fragmentario y volátil y daría lugar a mayorías y minorías efímeras y, por ende, a gobiernos con poca legitimidad y duración en el tiempo. Esta fragmentación de partidos es producto de la globalización, más precisamente, de la ideología de la globalización (fin de las ideologías). Así, la ideología que postula el fin de las ideologías es una formación cultural propia de la globalización. Y las formaciones así ideologizadas son las que reemplazan, cada vez más, a los partidos en un quehacer que, hasta el siglo pasado, todavía lucía apoyado en programas, ideas y proyectos de país.

 

Con la globalización pasa lo que Alejandra Pizarnik decía que ocurría con la poesía: ella (la globalización) se desentiende de todo lo que no es su realidad o su verdad. Y la realidad y la verdad de la globalización es que ella requiere como modo de afirmación ontológica de su identidad, barrer con todas las identidades nacionales que encuentra a su paso pues ese es el modo como el sistema global marcha a su realización como mercado único mundial.

 

El tema, entonces, es cómo oponerse a una dinámica deletérea, en primer lugar, para las naciones y los pueblos. Afirmar la Nación parece ser una exigencia vital y de ello ha de encargarse cualquier reforma constitucional que se acometa con plena conciencia de que esos son los desafíos que el presente global le plantea a Argentina y, por cierto, a toda la región centro y sudamericana.

 

Pero la así llamada globalización no es un fenómeno incausado ni neutral. Por caso, todo lo sólido se desvanece en el aire, menos la Commonwealth. Esta búsqueda de una “salud común” fue el modo que encontró el "genio" político inglés para conceder la independencia a las colonias sin comprometer la unidad del imperio. Y no ha sido ello casual ni mucho menos. Se disuelven las ideologías y, con ellas, los partidos, que eran la “prueba”, en el nivel político, de que las ideologías existían. Pero persiste y permanece una formación -ideológica in extremis, pues se trata, ante todo, de un dato cultural expresado en un juramento y un compromiso-   cuya persistencia es cara, exclusivamente, a un actor anglosajón que también es actor y artífice privilegiado de la globalización. Se trata, así, de un final de lo ideológico pero en términos selectivos: cae y se disuelve aquello que a alguien le resulta funcional que caiga y se disuelva, pero se afirma y persiste todo lo que -también y a ese mismo actor de los asuntos globales- le resulta funcional que no caiga ni se disuelva sino que reafirme su incolumnidad.

 

Mirando más de cerca el fenómeno jurídico-político denominado parlamentarismo aparecen detalles relevantes. La diferencia entre una moción de “no confianza” británica y una moción de censura española es que sólo la segunda motiva un cambio automático de jefe del Ejecutivo; en el caso británico, es una herramienta para provocar un adelanto electoral. Se podría, así, copiar el modelo inglés, ya que destituir a un Presidente por obra de una mayoría lograda en el Congreso puede resultar inasimilable para una cultura política como la de los argentinos, a la que puede suponerse muy apegada al rito eleccionario. Pero no deja de ser  -así lo entendemos-  una solución contra la naturaleza de las cosas y, sobre todo, una solución que deja abiertos los interrogantes básicos que, más que interrogantes, devienen, en el marco de lo que llevamos dicho, preguntas retóricas:

 

El pluripartidismo ¿es lo óptimo para ser la base del parlamentarismo?

 

La gobernabilidad ¿queda mejor asegurada con el parlamentarismo que con el presidencialismo?

 

Pero, sobre todo: ¿qué venimos a remediar?; ¿la gobernabilidad o la defectuosa representación en el sistema político de las clases subalternas y de los movimientos sociales?; ¿la estabilidad política interna entendida como eficaz control estatal de la protesta social, o la afirmación del Estado-Nación en un marco regional integrado y en aptitud de decidir soberanamente sus políticas de alianzas en el nivel global con apego al derecho internacional público?

 

Creemos que el parlamentarismo no luce como una buena idea si de la Argentina se trata. En efecto, no es arbitrario suponer que en un país en el que la crisis de representación de sus formaciones políticas ha expuesto a éstas a fuertes cuestionamientos -que de ningún modo pueden considerarse superados-, el hecho de sustituir la elección directa del presidente por la negociación en el Congreso, es una idea sin perspectivas de echar raíces buenas y lozanas. Y ello tal vez sea así aun en el caso, como es el argentino, de que la actual elección directa del Presidente sea una especie de ilusión de gobernanza por parte de un pueblo al que se lo convoca cada cuatro años y también cada cuatro años se lo envía a su casa. La elección directa será una ilusión pero es una ilusión enraizada en una tradición y en una historia que sólo y tal vez admitiría su sustitución por mecanismos nuevos de participación popular surgidos del seno mismo de la sociedad civil, por caso, la postulación de candidatos no sólo a través de los partidos sino también de organizaciones sociales o la elección popular de los jueces.[2]

 

Por otra parte, concebir al parlamentarismo como un sistema facilitador de la participación popular y no desalentadora de ella, es, cuanto menos, una idea extraña. De igual modo, suponerlo más apto para la gobernanza que cualquier otro sistema, deviene, asimismo, dictamen no sostenido en la experiencia histórica. Veamos.

 

El “iter criminis” del sistema parlamentario

 

Un caso siempre a mano cuando de parlamentarismo se trata es el de Italia, esto es, el de la Italia de la segunda posguerra. El estudio de tal régimen instala en el terreno de lo muy evidente que el parlamentarismo italiano ha consistido, de fondo, en una anomalía. Ello así, por cuanto no se ha instituido ese parlamentarismo con miras a la participación en el gobierno de todos los partidos legales y en regla mediante una adecuada y sana alternancia sino, por el contrario, con la finalidad política de excluir de aquella participación a una o algunas de las representaciones partidarias vigentes aun cuando éstas exhibieran credenciales democráticas impecables y sus papeles en regla con la Constitución del Estado.

 

En efecto, el sistema italiano nació en la posguerra y edificado sobre el cimiento confesional (Democracia Cristiana) y con el no explicitado propósito de mantener alejado de la gestión de la cosa pública al Partido Comunista (lo cual significaba, de consuno, también tenerlo a prudente distancia de las alianzas militares occidentales de las cuales Italia participaba). Y cuando todo se dispuso como para que el parlamentarismo italiano mostrara al mundo que era precisamente eso, es decir, un sistema que anhela expandir más y más el horizonte último de la democracia, ocurrió todo lo contrario, Aldo Moro mediante.

 

No garantizó ni participación ni transparencia el parlamentarismo italiano. Pero tampoco garantizó gobernabilidad, pues cuando el fin que había estado en el origen de su creación, esto es, cuando la estabilidad de la coalición gobernante (DC-PS) se vio amenazada por el inminente ingreso de los comunistas al gobierno, la legalidad cedió ante el fait accompli del crimen político. De allí en más, los avatares institucionales de la república italiana condujeron a un progresivo desmantelamiento del Estado de bienestar, al fundamentalismo de mercado subsiguiente, hasta arribar al actual presente neofascista. De modo que, si buscamos por el lado de Italia, no encontraremos desarrollos convincentes en pro del parlamentarismo.

 

Los sistemas de gobierno son sistemas de poder y, en tanto tales, todos implican dominación de un sector de la sociedad sobre otro. El parlamentarismo, en la Argentina, no podría ser mejor que el presidencialismo y, en cambio, le resultaría más fácil ser peor. Y ello es así no tanto por su naturaleza política como por el hecho de que la formación del mercado único universal al que tiende la globalización ha hecho entrar en crisis no sólo al Estado-Nación sino, en primer lugar, a las representaciones de intereses y opiniones llamadas partidos políticos. Y el parlamentarismo requiere de partidos sólidos y con tradición. De lo contrario, todo lo que parece sólido se desvanecerá en el aire, con el perdón de la frase.

 

Nuevos sujetos de representación

 

De acuerdo con lo que llevamos dicho, podemos sintetizar en dos grandes capítulos el contenido esencial de una eventual reforma constitucional en la Argentina. En primer lugar, se trata de una reforma constitucional orientada no a actualizar mecanismos de dudosa funcionalidad en orden a la optimización de la calidad institucional, sino a mejorar las posibilidades de la sociedad para participar en el ejercicio del poder político del Estado y en la gestión de los asuntos públicos.

 

Y entonces, más que mejorar un organigrama institucional que va dando signos de fatiga, habría que procurar, de una parte, darle algún tipo de andamiento constitucional a mecanismos que faciliten la participación popular en la gestión, así como viabilizar  el ingreso a las áreas administrativas en que se actualiza esa gestión de formaciones sociales abigarradas y diversas de indiscutible representatividad; y, de la otra parte, fortalecer la presencia del Estado-Nación tanto hacia el interior de la economía y la producción como hacia el exterior en sus relaciones con el mundo. Pues se trata de un Estado-Nación desafiado en su misma existencia por los impiadosos vientos de la globalización y que, por ello, deberá resolver la contradicción que implica defender su soberanía al tiempo que apuesta a la integración regional, por una parte; y, por la otra, la de gobernar en nombre del pueblo y, simultáneamente, avanzar hacia una redefinición en clave democrática de los conceptos de mandato y representación.

 

Así, entra de lleno en lo que debería ser materia de reforma constitucional el actual capítulo II con sus artículos 36 a 43. En particular, el artículo 38 deberá ser reconsiderado en punto a establecer las instituciones fundamentales del sistema democrático, incluyendo a aquellas recién aludidas organizaciones  de la sociedad civil que, de hecho, expresan diversidad en sintonía con la letra y el espíritu de la actual Constitución que vela por hacer efectiva la “representación de las minorías” (art. 38). En la actual Constitución, las organizaciones de la sociedad civil que tienen por objeto velar activamente por los derechos del consumidor (artículo 42) o por la salud del ecosistema (artículo 41) son consideradas sujeto privilegiado de la acción expedita y rápida de amparo del artículo 43, de modo que la jerarquización de la función representativa y socialmente útil de este tipo de organizaciones estaría en línea con ese espíritu de la Constitución, avanzando en concederles algún tipo de representación en el Congreso, al que accederían, junto con otras organizaciones de profesionales, representativas de etnias y de otras minorías, en un pie de igualdad con la actual representación parlamentaria  a  través de partidos.

 

Así, y en concordancia con lo dicho, las “instituciones fundamentales del sistema democrático” no sólo son los partidos, sino que la democracia es apuntalada por toda institución que optimice la participación popular en la gestión y en las decisiones. En línea con esto, podría redactarse una norma que consagrara también como instituciones fundamentales del sistema democrático, a las organizaciones no gubernamentales “… en las condiciones de su vigencia, las cuales serán determinadas por una ley del Congreso”.

 

Asimismo, el artículo 39, que consagra la Iniciativa Popular, debería ser reglamentado en términos tales que saquen a esta norma del limbo de las intrascendencias estéticas en que ahora se halla, para conferirle el estatus de verdadera y eficaz vía de participación popular en la sanción de las leyes, impidiendo o dificultando, por ejemplo, que los proyectos que ingresen al Congreso por este procedimiento pierdan estado parlamentario. Bien entendido que la eficacia de esta norma tiene también su vínculo más importante con la actual ley que la reglamenta en punto al porcentaje del padrón electoral necesario para dar viabilidad a la iniciativa (actual, 3 %). Debería analizarse la posibilidad de menguar ese porcentaje.

 

Derecho y política

 

No hay que perder de vista que la tarea de diseñar un modelo de Constitución o de confeccionar un plexo de reformas a esa Constitución, es una tarea política antes que jurídica. Y ello dista de ser una afirmación caprichosa o ideologizada. En efecto, al artículo 30 de la actual CN le cupo un papel protagónico en la última reforma constitucional de 1994 cuyo proceso previo dejó, precisamente, en evidencia, que la politización de lo jurídico no siempre es indeseable sino que se halla en la naturaleza misma de las cosas y, a veces, es bueno que así sea.

 

El proceso previo aludido en el párrafo anterior conoció agudas discusiones parlamentarias en lo referido a cuál debería ser la cámara de origen en lo que a aquella reforma constitucional se refiere; y también en cuanto a la calidad de la Convención “convocada al efecto” o, más precisamente, en cuanto a sus atribuciones y carácter soberano. Nuevamente aquí se notará, de modo muy nítido, aquella tensión a que aludimos más arriba entre el principio político de la soberanía popular y el principio jurídico de la supremacía constitucional.

 

A la Convención del '94 se la impugnó atribuyéndosele un sedicente carácter "refrendatario". Se la acusó de haber cohonestado un "contrato de adhesión". Se dijo que su actividad había constituido un caso de "obediencia debida". En el origen de estas descalificaciones se hallaba el así llamado “Pacto de Olivos” y su entenado único: el “Núcleo de Coincidencias Básicas” (NCB).

 

Podrán ser objeto de discusión los temas referidos a la cámara iniciadora o el atingente a las mayorías necesarias para declarar la necesidad de la reforma. De hecho, el Congreso de 1949 sostuvo y aplicó el criterio de que al artículo 30º había que interpretarlo en términos de las dos terceras partes de los miembros presentes, algo que la norma no dice pero que resultaba funcional a los objetivos de fondo (políticos) perseguidos: la sanción de la Constitución de 1949.

 

Estamos ante un caso de politización históricamente conducente; tal como también lo estamos si consideramos el segundo aspecto del artículo 30, a saber, la naturaleza de la declaración de necesidad de la reforma hecha por el congreso de la Nación. En otras palabras, ¿debe el Congreso limitarse a declarar aquella necesidad o puede imponer si no todo al menos una parte del contenido de la reforma? Parecería que es taxativa la norma en cuanto al alcance de su prohibición in totum. Sin embargo, no es lo que sucedió en el caso de la reforma constitucional de 1994: el Congreso declaró la necesidad de la reforma y, simultáneamente, impuso como obligatorio para la Convención la votación de aquel llamado NCB. Éste hizo su arribo a la Convención como paquete cerrado que no podía abrirse. Se lo aprobaba o rechazaba in totum. La doctrina, como era previsible, no se mostró conteste sobre el asunto.

 

Sánchez Viamonte y Bidart Campos sostuvieron que la declaración de la necesidad de la reforma por el Congreso es un acto del Legislativo sin contenido legislativo. Ello así, por cuanto tal declaración es una mera descripción de las circunstancias políticas que hacen necesaria la reforma.

 

Por su parte, García Lema rompe con esta interpretación. La necesidad política se impuso a la formalidad jurídica. En efecto, el Congreso declaró la necesidad de la reforma y además dispuso una parte de su contenido. Pues no otra cosa es decir que el NCB no puede ser discutido. Lo que está aquí es la reelección de Menem. (v. Sabsay-Onaindía, p. 96, posición de G. Lema). Éste termina diciendo que lo actuado "es de estricta funcionalidad constitucional".

 

Argumentos de Alberto García Lema.- “Se considera que la reforma está centrada en la reelección presidencial. No es así. Es cierto desde el punto de vista político coyuntural, pero no es el centro de la reforma.

 

“La reforma se dirige a consolidar la democracia, en primer lugar, por la elección directa de presidente y vicepresidente de la Nación y de los senadores nacionales. Los procedimientos de elección indirecta han generado en nuestro medio graves dificultades.

 

“El mandato de seis años es opinable pero el eje del problema es el tiempo de la transición entre dos presidencias de acuerdo a las normas constitucionales.

 

“Los mandatos de senadores de nueve años significan que cada senador tiene un período que equivale a dos mandatos de gobernadores y un año más. Puede ser que al principio respondan a la estructura que los ha elegido pero al poco tiempo los senadores dejan de representar a los núcleos internos de sus partidos y se transforman en figuras que no tienen ningún anclaje con respecto a su mandato político.

 

“Se busca implementar medidas de democracia semidirecta y aumentar la democracia participativa permitiendo la designación de un consejo económico y social con representantes de las fuerzas vivas de la sociedad.

 

“Las presentaciones públicas que se hicieron de la reforma dicen que esta es una reforma hiperpresidencialista. Esto es decididamente falso. El objeto de la reforma es generar un mejor equilibrio entre los poderes del Estado”[3]

 

Escribíamos nosotros en 1994: “… abrir el Pacto (de Olivos) es equivalente a que la Asamblea se declare soberana, y en una tal asamblea, para meterse con la parte dogmática del texto constitucional, hay que tener, en realidad, un paradigma alternativo de sociedad…”.[4] Hay una tensión, aquí, entre la Constitución y la política; entre la deseable supremacía de la primera y la obstinada presencia de la segunda.

 

Pero miremos el problema más de cerca. Uno de los protagonistas estelares de aquellas jornadas en las que se debatía la última reforma constitucional que han conocido los argentinos, el Dr. Raúl Alfonsín, rezumaba, en esos años de crisis, un principismo republicano cuyo epítome era la consigna “No a la reforma”. Sin embargo, poco tiempo después, se hallaba discutiendo, con el entonces presidente Menem, los nudos conceptuales de lo que pasó a la historia como “Pacto de Olivos”.

 

Con la distancia que proporciona el cuarto de siglo transcurrido podemos ajustar una visión ciertamente positiva de lo actuado ayer por aquellos dos políticos que  -seguramente sin proponérselo-  estaban escribiendo un capítulo por cierto original sobre la sociedad abierta y los arquitectos que, a veces, ésta halla en su camino para persistir en el tiempo como sociedad abierta. Pues hoy se ve que ni más ni menos que eso fue el fruto de aquel Pacto: el conatus spinoziano de la democracia y la república se afirmó por sí mismo en la voluntad de seguir siendo república y de seguir siendo democracia. Y, en todo caso, las limitaciones y/o insuficiencias que ambas puedan exhibir hoy provendrían de un hontanar diverso al de aquel acuerdo que, por otra parte, reconocía una rancia genealogía anclada en la propia historia argentina. Veamos.

 

El doctor Carlos Floria contó alguna vez ciertos avatares del diálogo que mantuvo con Andre Malraux, en París, cuando éste era ministro de Cultura. Allí, Malraux dijo: “Gobernamos por la mañana y pensamos por la tarde”. Se refería a él, por supuesto, y al General De Gaulle.

 

Para el autor de La condition humaine gobernar era, antes que nada, pensar en el régimen político, en su estabilidad y consolidación.

 

Él decía que lo esencial de un asunto de Estado podía constar en una carilla mimeografiada. Un encabezamiento de dos renglones resumiría el tema en cuestión; otros dos, para describir su estado actual; y el resto de la hoja para indagar en su probable evolución futura.

 

Un quehacer de este tipo es propio de la “autoridad de crisis”, que es la que piensa en el régimen político y que se opone a la “autoridad de rutina”, que sólo gobierna la cotidianeidad.

 

De Gaulle estaba fundando la Quinta República y requería, para cumplir su misión, de poderes muy amplios. Pero cuando la autoridad de crisis es genuina, conoce perfectamente los límites de su poder y la naturaleza de la delegación recibida. Maurice Duverger, por su parte, fue un crítico ciertamente tenaz de esa concentración de poderes.

 

Para él, la Asamblea, percibida por los franceses como lejana e inaccesible, era de naturaleza casi aristocrática; el ejecutivo, a su vez, era desempeñado -decía Duverger- por un “monarca elegido”. Y remataba: “Nadie propone, seriamente, que a Francia la gobiernen un poco más los ciudadanos”.

 

Extrapoladas que sean estas reflexiones a la Argentina de la última reforma, podemos percibir que la negociación política aparecía, por aquellos años, como dato central de la coyuntura. Y una de las partes de esa negociación (el ex presidente Alfonsín, que no la UCR in totum) afirmaba querer ensanchar, tanto como fuera posible, los márgenes de la democracia para munirla de los reaseguros que, en el futuro, la hicieran todo lo sólida que las circunstancias seguramente iban a exigir con el correr de los años.

 

Quien negociaba (como lo hacía Alfonsín en 1994) con la mira puesta en esos objetivos, tal vez quería que a la Argentina la gobernaran un poco más los argentinos. Estaría, así, ese estadista, pensando en el régimen político, es decir, gobernando -al decir de Malraux-.

 

Y en cuanto al aludido antecedente histórico de aquel Pacto de Olivos, mencionamos uno en verdad pétreo y áspero como lo es la política. Se trata de los prolegómenos de la ley de sufragio universal y obligatorio que vio la luz en nuestro país en 1912. Ese antecedente no fue otro que otro “pacto”, en el caso, el que perpetraron (al socaire de todo público escrutinio y en el conclávico espacio en que transitan, a menudo, unos caudillos políticos afanosos más en la búsqueda de resultados benéficos que en la observancia de formalidades reputadas inconducentes) el presidente Roque Sáenz Peña y el jefe máximo del mayor partido de oposición de la Argentina de entonces, esto es, Hipólito Yrigoyen.

 

Se trató de otro “núcleo de coincidencias”, también “básicas”, pues en la época, era básico darse cuenta de que, si no soltaba lastre, la luego llamada “oligarquía vacuna” se las vería en problemas. Y lo hizo. Soltó lastre: concedió el voto “universal”; pero ya había inculcado unos valores y una cultura en la sociedad argentina; los valores y la cultura de su clase. La UCR fue la correa de transmisión de esos valores a la sociedad. A cambio, obtuvo lo que buscaba: acceder al gobierno por la vía del voto. Todo bien. La “organización” a salvo. Los ganados y las mieses en manos de sus legítimos dueños. La política, en las de los suyos.

 

Fue un pacto pampa aquel que perpetraron Roque Sáenz Peña e Hipólito Yrigoyen y, como todo pacto oscuro, era un consenso minoritario y heterodoxo, siempre a riesgo de la puñalada trapera, pues no hay que olvidar que el fraude era el ser-en-sí y el modo de existir del sistema institucional de entonces, cuya genealogía se perdía en un pretérito con actores virtuosos en el arte del secreto y la artimaña: el roquismo y la liga de gobernadores. Pero, sin embargo, alumbró allí lo que difícilmente hubiera visto la luz si se sometía la cuestión al debate público: la Unión Cívica Radical fue gobierno por primera vez como fruto de un proceso electoral en el que, también por primera vez, el voto era universal y no calificado, aun cuando no tan universal pues las mujeres aún iban a seguir excluidas del acto cívico por más de tres décadas.

 

Queremos, con lo recién expresado, señalar que, en la historia política y constitucional de la Argentina hay antecedentes de posiciones, tanto en el ámbito académico como en el de la política, que tienden a no caer en una suerte de fetichización de lo jurídico, y ello con resultados no siempre desafortunados.

 

Pues la política es como el viento que nos despeina: nos gusta o no nos gusta, pero lo que no podemos hacer es enojarnos con ella porque sopla más o menos fuerte. Y la política siempre sopla fuerte. Lo que nos cabe a nosotros no es fetichizar el derecho, la ley, la norma, porque sabemos que el derecho, la ley y la norma no son entidades abstractas que flotan sobre nuestras cabezas sin que sepamos de dónde vienen.

 

En el libro de Zorraquín Becú que los estudiantes de derecho leían en los ’60 y ’70 del siglo pasado, se definía al derecho como “… el conjunto de normas jurídicas que rigen la vida en sociedad y la hacen posible”. Pero esa es una definición que, de tan aséptica, termina siendo deficiente. Le falta filosofía del derecho a esa definición. Y los filósofos   -que no los políticos- han de ser gobernantes para que la polis resuelva bien sus asuntos. Ya lo sabía Platón, pues es él quien dice estas cosas. Los filósofos gobernantes, es decir, los filósofos que también son políticos, necesitan un cierto derecho, no cualquier derecho. Necesitan un derecho que sirva para gobernar.

 

No queremos decir con esto que en los rudos avatares de aquel 1994, algún impensado émulo de Plutarco o un Séneca encarnado hayan devenido, cual milagrosa epifanía, el deus ex machina inspirador del juicio recto y del buen sentido de aquellos constituyentes.  Pero hubo allí políticos realistas y, con ello, los juristas que la política necesitaba para que la reelección tuviera un límite y, de paso, para que la iniciativa y la consulta populares, y el Consejo de la Magistratura y el Ministerio Público como órgano extra poder -por no citar sino algunos logros trascendentes de aquella reforma- fueran una realidad en la Argentina. Una realidad insuficiente, podemos mirar así las cosas hoy, pero es el punto de partida que nos permite proponer contenidos de una reforma constitucional apoyándonos en precedentes, es decir, en picadas ya abiertas y trilladas por quienes nos precedieron en la siempre ardua tarea de alterar, con el propósito de mejorarlos, los consensos básicos en los que se haya edificada toda república.

 

A la luz, entonces, de antecedentes inmediatos o lejanos, entendemos que la Argentina carece de tradición por fuera del régimen presidencialista. La única democratización que se admitió en este país, en 1994, es la atenuación del presidencialismo mediante la creación del cargo de Jefe de Gabinete como punto primero del NCB de 1993.

 

¿Qué ha hecho el gobierno de Emmanuel Macron en estos meses?

 

Se hace el sordo y no quiere escuchar la voluntad de su pueblo. Continúa con su programa económico y social. No escucha a esta revuelta. Los chalecos amarillos queremos menos impuestos y que se tenga en cuenta a la gente que vive en el interior de Francia, que no puede vivir dignamente de su trabajo. Por eso vamos a insistir con un referéndum que sirva para escuchar nuestra opinión. La última consulta popular ocurrió en mayo de 2005. Hace mucho que no tenemos referéndum. Sólo elegimos dirigentes que deciden por nosotros. En una verdadera democracia decide el pueblo (dest. ntro.).

 

El diálogo entre el periodista y el activista es diáfano como diagnóstico. Señala lo que ocurre.  Y esta es, también, la principal crítica que recibe el actual sistema presidencialista argentino. Como el eco cansado de consignas que fluyen todos los días en el marco de una información abundante, vertiginosa y gratuita que circula por las redes digitales, el ciudadano de a pie de este país siente que su función en tanto ciudadano no ha ido, hasta hoy, más allá de elegir dirigentes que  deciden por él. Y el sistema parlamentario de gobierno no subsana esta lejanía entre el pueblo y sus representantes, antes bien, mediatiza aún más un vínculo ya desgastado por la distancia y la vivencia de ajenidad.

 

La Constitución de 1949

 

El constitucionalismo social se basa en los conceptos de bien común y justicia distributiva. Ello fue lo que, en aquel ayer ya lejano, posibilitó un avance social muy tangible que dio bases jurídicas sólidas a los derechos del trabajador, de la familia, de la ancianidad, de la educación y de la cultura, así como también consagró la función social de la propiedad, del capital y de la actividad económica.

 

Todo ese avance en materia social que consagraba la Constitución de 1949 fue parte de una ola mundial que, comenzada con la revolución mexicana de 1917, conoció en Europa y América la emergencia de un movimiento obrero fuerte y politizado que, en sus versiones más radicalizadas, se inspiraba en la ideología igualitarista de la revolución rusa de 1917 y cuya protesta social cristalizó en la creación de sindicatos y, ya en la segunda posguerra, en la emergencia de los “Estados de bienestar”.

 

Como quiera que la fase más plena del capitalismo en cuanto a la generalización de aceptables niveles de vida para los trabajadores tuvo lugar en los llamados “treinta gloriosos” (1945-1975), ese es el punto que puede considerarse como una bisagra histórica en la media en que, en términos generales y con la derogación del patrón oro y la conversión del dólar en moneda fiduciaria operados por el presidente Nixon en 1971, el sistema social y económico mundial inició su etapa de financiarización y de preeminencia del capital bancario sobre la actividad productiva industrial. Ello, en las décadas siguientes, fue generando presiones sobre las dinámicas bienestaristas con miras a la austeridad fiscal con su epifenómeno: la pérdida de derechos adquiridos en materia social por las más amplias mayorías de la población en todo el orbe occidental.

 

Hoy, cumplidas casi tres décadas del siglo XXI, aquella fase “neoliberal” se halla, también, dando signos de fatiga. “La Organización Mundial del Comercio (WTO), la OTAN, el G20, el G7, el Foro Económico Mundial y las Naciones Unidas, todas estas organizaciones, que durante los últimos 70 años han estado imponiendo al mundo sus recetas de desarrollo político y socioeconómico, están perdiendo autoridad y muestran su incapacidad para encontrar un nuevo modelo de desarrollo económico que reemplace al neoliberalismo, que entró en una fase de estancamiento”.[5]

 

Aquellos derechos que consagró la Constitución de 1949 en su Capítulo III fueron parte de un período de auge mundial de los derechos sociales. Hoy, y tal como lo describe Vicky Peláez, el contexto es favorable para ofrecer alternativas globales pero no para regresar a un distribucionismo que sería contestado no sólo por el hegemón en declive sino también por las mismas potencias que abogan por la multipolaridad. Y es entonces aquí, en un orden multipolar por el cual debemos abogar, que la Argentina y, con ella, sus trabajadores y pueblo en general, encontrará las condiciones para actualizar derechos de los que gozó en un ayer ya superado pero que vuelven a estar en agenda a condición de que se cumpla la regla básica y previa que impone el orden posneoliberal: la soberanía nacional es inexcusable para encarar los emprendimientos económicos, financieros, sociales y culturales que permitan una recuperación, en una escala ampliada y nueva, de unos derechos que el capitalismo tardío ha comenzado a enervar a escala global.

 

Estamos diciendo que no es posible acceder a derechos que antaño consagraban los ordenamientos constitucionales por la sola vía de reincorporarlos a la letra de la ley. La actual dinámica de funcionamiento de la economía global impone exigencias nuevas vinculadas al incremento de la estatura estratégica[6] del país si de lo que se trata es del acceso de su población, de manera activa y sustentable, a los beneficios de una calidad de vida que los recursos propios permiten pero que el modo de inserción del país en el escenario global impide. La reforma constitucional que requiere la Argentina debe procurar, en primer término, tornar sólida la pretensión del país de jugar, en al ámbito internacional, con autonomía y sin ataduras a designios ni a agendas decididas por otros en otra parte del mundo.

 

La Constitución de 1949 ratifica, en su Preámbulo, “… la irrevocable decisión de constituir una nación socialmente justa, económicamente libre y políticamente soberana…”. Se trata de un desiderátum que hoy quedaría subsumido en la previa y fundacional decisión del pueblo argentino de afirmar la soberanía nacional sobre su territorio y sobre sus recursos humanos, espirituales, naturales y culturales.

 

A su turno, los diez primeros incisos que contiene el artículo 37 de la Constitución del ’49 constituyen, hoy, un plexo irrenunciable de derechos pero que, en el marco de las presiones globales en favor del desmantelamiento de toda protección, insinúan devenir catálogo de buenas intenciones. Se verifica una tensión constante y fuerte entre los derechos de los trabajadores y las políticas orientadas hacia la “reforma laboral”, a la que siempre se exhibe con los atavíos de la eficiencia y con las ventajas del estímulo al pleno empleo. La eventual reforma de la Constitución tendrá algo que decir aquí, pero queda abierta la cuestión emergente de aquella contradicción, de cómo consolidar la protección sin desalentar la inversión, sobre todo cuando se compite, en escala mundial, con actores estatales también demandantes de capitales orientados a la IED[7] y que no se preocupan -o se preocupan menos- por aquella protección laboral: están, así, en mejores condiciones de ser recipiendarios de la IED.

 

Lo mismo cabe decir de la totalidad de derechos y garantías contenidos en el comentado artículo 37.

 

Algo similar nos induce la reflexión sobre el artículo 40 de la “Constitución Sampay”. Enuncia un “conatus” que presume que el mundo es voluntad y representación del sujeto,[8] en el caso, de un sujeto estatal que no es otro que el Estado nacional. Pero la realidad mundial no es moldeable a voluntad de ningún sujeto, ni aun a la de un sujeto estatal y poderoso. De modo que, para ingresar al escenario global munidos de serias intenciones de prevalecer en nuestros intereses esenciales, deberíamos valorar en su justa medida el carácter agonal de las relaciones internacionales sobre todo cuando un actor (nosotros) se propone hacer valer su soberanía incluso ante los más fuertes.

 

De ese modo estaríamos en condiciones de incorporar a la reforma -casi literalmente- esa “perla” que contiene la Constitución de 1949: “Los servicios públicos pertenecen originariamente al Estado, y bajo ningún concepto podrán ser enajenados o concedidos para su explotación. Los que se hallaren en poder de particulares serán transferidos al Estado, mediante compra o expropiación con indemnización previa, cuando una ley nacional lo determine”.

 

La estatización de los servicios públicos parece, a esta altura de los sucederes políticos del país y de la región, un imperativo del sentido común “populista”. Pero, por eso mismo, la viabilidad de tales políticas dependerá de la previa voluntad nacional de conferir raigambre constitucional a un integral proyecto de país.

 

Y lo dicho para las empresas de servicios públicos vale también, y principalmente, para los medios de difusión. Intentar caminos alternativos en lo que hace a los lineamientos generales de un país genuinamente soberano incorporados a la Constitución, implica siempre una suerte de epopeya; y la narración de la historia, en estos casos, no puede quedar librada a la actividad de los intereses afectados, precisamente, por esa epopeya. El pasado reciente no menos que el presente, así lo  indican. Y constitucionalizar la normativa (o sus directrices sustantivas) que rige el funcionamiento de los medios de difusión deviene exigencia propia de una política de Estado al par que un beneficio tangible para la opinión pública. Desmonopolizar y democratizar la información sería la síntesis del plexo normativo que debería obtener fundamento constitucional.

 

En este sentido, es también el propio artículo 40º de la Constitución de 1949 el que fija una directiva ideológica central: “… toda actividad económica se organizará conforme a la libre iniciativa privada, siempre que no tenga por fin ostensible o encubierto dominar los mercados nacionales, eliminar la competencia o aumentar usurariamente los beneficios (dest. ntro.).

 

La Constitución de 1949 está dividida en dos partes, la primera referida a “Principios Fundamentales” y la segunda que trata de “Autoridades de la Nación”. Caben algunas observaciones si abordamos una breve comparación con la actual, de 1853 con sus reformas de 1860, 1866, 1898, 1957 y 1994, que nos rige.

 

El artículo 4º de ambos ordenamientos define cuál será la composición de los recursos del Tesoro Nacional que serán aquellos de los cuales deberá valerse el gobierno federal para proveer a los gastos de la Nación. Nuestro artículo 4º actual no contempla como posible origen de esos recursos “la propia actividad económica que realice” el propio Estado. De agregarse un contenido similar en una eventual reforma, ello se complementaría con otra imprescindible normativa que también es necesario incorporar, cual es la estatalidad de las empresas de servicios. En línea con ello, el mismo artículo 4º de la Constitución actual consigna, como fuente de recursos para el Estado, “la renta de Correos”, pauta que ha quedado anacrónica y que, como decimos, en concordancia con lo anterior, debería ser sustituida por “… la renta proveniente de empresas de servicios públicos”.

 

Se trata de un tema medular e inexcusable para pensar en ocasión de toda eventual reforma; y este tema, en el instrumento de 1949, se hallaba detallado de manera precisa y nítida, en el artículo 40, tercer párrafo.

 

En efecto, dice allí que “… los servicios públicos pertenecen originariamente al Estado y bajo ningún concepto podrán ser enajenados o concedidos para su explotación”. Se trata de una concepción de política económica compatible con las nuevas realidades que impone la globalización; por otra parte, esta propiedad estatal de los servicios públicos resulta  -junto con el rol de las fuerzas armadas del país y con el régimen de propiedad de los medios de comunicación-  capítulos estratégicos para el diseño, realización y consolidación de un proyecto de país con centro neurálgico en la soberanía nacional y en la independencia y autonomía del país para desenvolverse en el escenario internacional, fijando sus propias metas económicas, sus opciones por la integración regional y su política de alianzas  -del tipo y contenido que resulten necesarios- con los demás actores estatales y no estatales del ámbito global.

 

En otro orden, el mismo artículo 4º de la Constitución Sampay consagra un tipo de gestión económica de los recursos del país que se rige por el principio general de la “iniciativa privada” y consagrando, simultáneamente, la excepción referida a la “importación y exportación”, que permanecen en el ámbito de la gestión estatal. En su momento histórico, estas directrices soberanas cristalizaron en instituciones del Estado que centralizaban el comercio interno y externo de la producción agrícola y ganadera. La gestión, aquí, se enmarcaba en una política general de “precio sostén”, variable hacia arriba, que fijaba el Estado a través de las “juntas nacionales” (de granos y de carnes) que eran las instituciones que compraban su producción a los privados y que regulaban el consumo interno y exportaban los saldos.

 

Se trataba de mecanismos que procuraban instituir una base económica que diera sustento a políticas industrialistas y distribucionistas muy en línea con el constitucionalismo social de la época. Pero resultaría problemático, a primera vista, copiar mecanismos semejantes para intervenir con ellos en el comercio mundial, que hoy aparece como una actividad regida por una red de acuerdos e instituciones globales inspiradas en el “libre comercio” y que, por ello, resultan refractarias a toda regulación e intervención estatal o a políticas de subsidios a la producción propia, ya que ello se considera reñido con una competencia igualitaria en el marco de aquellas instituciones globales a las cuales hay que pertenecer para que los mercados externos se abran a nuestros productos.

 

No obstante, la Organización Mundial del Comercio (OMC), que es una de estas instituciones que regimentan del comercio mundial, debe ser vista como un instrumento que, lejos de toda imparcialidad y ecuanimidad en el trato a sus miembros, exige a los emergentes todo aquello que les suele permitir a los desarrollados. Caso paradigmático de ello lo constituyen los subsidios europeos a la producción agrícola, muy beneficiosos para, por caso, los franceses, pero perjudiciales para países como el nuestro que no tienen una economía complementaria sino competitiva con dichas producciones europeas.

 

Así las cosas, habrá que ponderar muy bien los lineamientos de política económica que se instauren con rango constitucional, bien entendido que el muy criticado “proteccionismo” no deja de ser beneficioso para países como el nuestro, que pugnan por crecer industrialmente con políticas inclusivas, y que debe afrontar descalificaciones con un sesgo ideológico muy marcado direccionado hacia la ventaja y el beneficio de los poderosos del mercado mundial en detrimento de los débiles o emergentes como es nuestro caso. Pero entonces, para que tal proteccionismo benéfico resulte viable, es previo consagrar, como política de Estado, la soberanía nacional y las instituciones que estarán llamadas a posibilitarla y, sobre todo, a consolidarla sin riesgo de roll back o regreso a políticas de sujeción que renuncian de antemano al camino autónomo e independiente con el argumento de que nuestro interés nacional reside en las “ventajas comparativas”, lo cual nos confinaría a la primarización eterna de nuestra economía.

 

Lo prioritario en la nueva Constitución no podrá ser, seguramente, intentar una recidiva de aquel Instituto Argentino de Promoción del Intercambio (IAPI) o un revival de las juntas nacionales de granos o de carnes que tan bien apuntalaban aquel proceso orientado a una sustitución de importaciones por completo viable y necesaria a mediados del siglo pasado. Hoy, en la medida en que los escenarios son otros, el objetivo industrializador no ha desaparecido sino que, dado el potencial del país, está siempre vigente, mas ello deberá concretarse con políticas nuevas sostenidas en una legalidad y legitimidad cuyo rango constitucional deviene, a priori, inexcusable si de lo que se trata es de conferirles solidez a aquellas políticas. En consecuencia, se trataría de constitucionalizar la normativa que posibilite la formulación de alianzas políticas, comerciales, económicas y militares con todos los países del mundo en el marco de los procesos integrativos. Tiene gran importancia el hecho de que, para posibilitar un proceso soberanista sostenible, hay que conferirle rango constitucional a la integración y al rol de las fuerzas armadas en la política general del país, tanto en lo que hace a su participación en las producciones estratégicas, como en lo atinente a las alianzas defensivas en el contexto global. Se trata de una temática parcialmente contenida hoy en el capítulo IV referido a las atribuciones del Congreso (art. 75, inc. 24).

 

Nuestra pobreza estructural

 

La Patagonia y el Mar Argentino son, hoy, territorios de soberanía “virtual” argentina. La propiedad de tierras en manos de extranjeros, en particular la propiedad en zonas de frontera, deberían ser objeto de una legislación que subsane tal anomalía; y esa legislación deberá encontrar andamiento en una declaración principista anclada en la Constitución.

 

La población de la República Argentina (de acuerdo a las estimaciones del INDEC) al 1º de julio de 2014 asciende a 42.669.500 habitantes. Los datos de la estructura demográfica, con base en la misma fuente, son los siguientes: Población urbana (localidades de más de 2.000 habitantes): 89,31% (48,27% de varones); Población rural agrupada (localidades de menos de 2.000 habitantes): 3,40% (50,81% de varones); Población rural dispersa (vivienda en campo abierto): 7,28% (54,02% de varones).

 

Por su parte, Unicef dio a conocer oportunamente un informe que refleja con contundencia la problemática social vinculada a la niñez: el 48% de los chicos argentinos son pobres y la mitad de estos muestra "severas" privaciones de derechos fundamentales, como vivir al lado de un basural, en una zona inundable o padecer problemas de acceso al agua potable.

 

El Observatorio de la Deuda Social de la Universidad Católica Argentina (UCA) consigna que más de 13 millones son pobres. Esos pobres eran un 20,5 % en 2015 y son un 25,6 % en 2018. La indigencia en 2015 es del 3,3 %; en 2018 aumentó a 4,2 %.

 

La explosión del 2002 llevó a la Argentina al inédito nivel del 55% de la población bajo la línea de la pobreza y al 25% de desempleo. Con la posterior recuperación de la economía y del empleo se retomó la movilidad ascendente, pero la recuperación de la ocupación fue poco formal: se generó, sobre todo, con más monotributistas, personal doméstico y empleo público. El total de trabajadores del sector privado asciende a más de seis millones y el total sector público a más de tres millones de trabajadores.

 

Así los datos, el derecho constitucional ha de tener, seguramente, algo que decir en el caso de que necesario fuera abordar el problema de una nueva reforma de la Carta Magna. La industrialización y la producción para la defensa asoman, así, como ejes estructurales de un proyecto de país pensado para incorporar, gradualmente, al empleo y la producción a esa vasta mayoría de habitantes hoy excluida del beneficio del empleo, de la educación y de la cultura.

 

Las fuerzas armadas en la Constitución

 

No es correcto preguntarse, ab initio, qué fuerzas armadas necesita el país; se trata, más bien, de saber qué país necesitamos los argentinos para concluir, desde allí,  qué tipo de fuerzas armadas defenderán mejor ese proyecto nacional. Ese es el punto.

 

La Constitución vigente se refiere a cuestiones vinculadas a la defensa nacional en el artículo 21 (obligación de armarse en defensa de la patria); en el 23 (estado de sitio en caso de ataque exterior); en el 75, incisos 25, 27 y 28 (capítulo IV, atribuciones del Congreso); y en el referido a las atribuciones del Poder Ejecutivo (artículo 99, incisos 12 a 15). Pero resulta evidente que tales menciones se hallan, hoy, por completo excedidas por la realidad nacional, regional y mundial que está requiriendo, por parte de los actores estatales, definiciones claras en materia de seguridad y defensa y, sobre todo, una voluntad política firme para entrar a actuar en el escenario global en pos del orden multipolar y dejando siempre a salvo la soberanía nacional.

 

Como consecuencia, una vez más, de la evolución del sistema-mundo hacia el mercado único capitalista y, con ello, ante la aparición de novedosas hipótesis de conflicto y de las así llamadas “nuevas amenazas”, han quedado planteadas necesidades vinculadas a la delimitación de la defensa nacional y su diferenciación conceptual con la seguridad interior. Esta cuestión no es menor en un país como la Argentina que, en el pasado reciente, supo sufrir la distorsión institucional emergente de doctrinas autodefinidas como de “seguridad nacional” con su epifenómeno y expresión política: las prácticas represivas ilegales provenientes del propio aparato del Estado, lo cual desembocó en la agresión violenta a derechos fundamentales de las personas, todo ello concebido como la justa reacción del Estado  ante la amenaza de un sedicente “enemigo interno” que estaría poniendo en riesgo el modo de vida de los argentinos.

 

Como quiera que ello dio lugar a una confusión conceptual que, en el futuro y ya recuperada la democracia, inficionaba la dinámica social, el Congreso de la Nación sancionó legislación con el propósito de delimitar el concepto de defensa nacional diferenciándolo del de seguridad interior.

 

De ese modo, vio la luz, primero, la Ley 23.554/88, de defensa nacional; luego la 24.059/92, de seguridad interior; y, por fin, la 25.520/01, de inteligencia nacional. Esta legislación establece una neta distinción entre defensa nacional y seguridad interior. El legislador ha contemplado la necesidad de coordinar el esfuerzo nacional para enfrentar agresiones de origen externo (objeto específico de la ley de defensa nacional), así como el cometido de resguardar y hacer posible el uso y goce de derechos y garantías que consagra la Constitución Nacional (art. 2º de la ley de seguridad interior).

 

Del juego armónico de las tres normas citadas surge una neta separación entre seguridad y defensa. El fundamento de esta separación es doble:

 

  1. la distinta naturaleza de ambas funciones del Estado.

 

  1. La necesidad de conferirle cimientos sólidos al sistema democrático, sobre todo a la luz de un pasado inmediato cuyas secuelas aún dividen a la sociedad, lo cual exige cuidado y responsabilidad a la hora de proponer reformas a la legislación que tornen difusos aquellos límites entre seguridad interior y defensa nacional.

 

De lo expuesto surge meridianamente la importancia de los capítulos referidos a la defensa y a la seguridad para el desenvolvimiento soberano de la Argentina en el contexto internacional. Constitucionalizar con toda claridad la diferencia conceptual entre seguridad y defensa hace al proyecto de país que la Constitución expresa. Fulminamos así, de entrada, concepciones que afirman que no se necesitan fuerzas armadas pues se ha decidido operar en el cuadrante geopolítico estadounidense que sólo concibe a aquéllas como agentes policiales de frontera para combatir el "narcoterrorismo".

 

Estamos diciendo que el actual gobierno pretende redefinir el rol de las Fuerzas Armadas para extender su participación a actividades de seguridad interior. En el mes de julio de 2018, el presidente Mauricio Macri oficializó el decreto 683/2018, que amplía el uso de las Fuerzas Armadas “ante cualquier otra forma de agresión externa” y ya no para actuar sólo frente a ataques de otros Estados como sostenía la normativa formulada por la administración de Néstor Kirchner.

 

Ello surge, también, de manifestaciones como esta: “Son épocas de grandes transformaciones, el mundo está en constante movimiento y hoy somos testigos de acontecimientos cada vez más importantes. Necesitamos Fuerzas que se adapten a las amenazas del Siglo XXI y que estén preparadas para enfrentar los problemas que hoy nos preocupan”. Lo dijo Macri el 29 de mayo de 2018 con motivo de la conmemoración del Día del Ejército.

 

La Constitución debe erigirse en valla para estos designios y en salvaguarda de los derechos del pueblo a manifestarse y organizarse. Fue el pueblo el que derrotó al terrorismo de Estado y fue de su seno que surgió el Movimiento de Derechos Humanos de la Argentina.

 

La Argentina no tiene futuro con una economía primarizada, y sólo lo tendrá en la medida en que vaya en pos de un proyecto industrializador, inclusivo y democratizador de derechos en la era de la informática, la robótica y la inteligencia artificial. Se trata de poner en tensión la totalidad de los recursos naturales y humanos en función de un tipo de industrialización todavía pendiente y todavía posible. No se llega ser un actor relevante en el escenario global sin unas fuerzas armadas participando activamente en la fabricación de insumos para aquella industria pesada que el país pueda encarar en el marco del espacio integrativo llamado a coordinar, en el plano regional, las prioridades nacionales de cada actor de la gesta soberanista que esto implica. Tampoco se llega a ser un país respetado en el concierto mundial sin definir hipótesis de conflicto en función de los intereses nacionales y no haciendo propia la agenda de seguridad diseñada por otros en otra parte del mundo. Y, finalmente, no hay futuro para los argentinos sin la imprescindible "visión gaullista" de la geopolítica mundial que, en el hoy de la globalización económica y financiera, debe consultar como objetivo estratégico de la Argentina, su participación en la construcción de un orden mundial multipolar. Para esto se necesita inteligencia y audacia y, sobre todo, cero prejuicios y nada de anteojeras ideológicas. Pero, fundamentalmente, se requiere la jerarquización normativa de las atribuciones de las fuerzas armadas de la Nación y las de las fuerzas de seguridad. Esto, así, constituiría un reaseguro para impedir que las fuerzas armadas de la Nación puedan ser degradadas a policías de frontera y, lo que es aún más relevante, para obliterar, de cara al futuro, la recidiva de políticas que conciben a las fuerzas armadas como policía interna para conjurar conflictos sociales.

 

Este es un primer aspecto referido a la constitucionalización de las fuerzas armadas, entendiendo por tal la definición taxativa en el texto magno, de aquella diferencia conceptual y fundante entre defensa nacional y seguridad interior. Pero hay otro rol de las fuerzas armadas que está reclamando jerarquía constitucional. Se trata de la participación de las fuerzas armadas en los programas de “producción para la defensa y la industrialización”, ya que ambos fines -la defensa y el perfil industrialista- tienen carácter estratégico para un proyecto de país digno de tal nombre.

 

No se trata de poner nuevamente en pie a Fabricaciones Militares o a aquella Sociedad Mixta Siderurgia Argentina (SoMiSA) que supieron ser pilares de un proceso industrialista que, aunque defectuoso, iba, en su momento histórico, orientado en la buena dirección. Pero -como ya hemos manifestado más arriba- hay que ser consecuentes con una dinámica global que se nos impone más allá de todo voluntarismo: la reivindicación nacional se constituye a sí misma como opuesto de la internacionalización que implica la globalización, y por eso ésta encuentra resistencias bajo el formato nacional o bajo las tendencias centrífugas hacia las secesiones, hemos dicho más arriba. En ese contexto, sólo se puede tener futuro como Nación y eludir el destino de Estado fallido proponiéndose un proyecto nacional y social en el cual están llamados a ser pilares fundamentales las fuerzas armadas defensivas del país y sus trabajadores que son, al fin y al cabo, los que crean la riqueza material en todas las latitudes. La cuestión es nacional y social. La encrucijada que enfrenta la Argentina estriba en encontrar el camino para ser un país genuinamente soberano y, a un tiempo, un país justo. El objetivo es crucial y hace a la identidad nacional. Y de esa circunstancia debe dar cuenta la Constitución del Estado.

 

El sistema previsional

 

La insostenibilidad de los sistemas de previsión social es un problema que ha comenzado a manifestarse con la crudeza de las cuestiones esenciales para la vida, con la perentoriedad de las cosas por mucho tiempo irresueltas y con la generalidad con que se expresan algunos fenómenos en la economía mundializada.

 

Ya el presidente francés Nicolás Sarkozy intentó resolver la inviabilidad ínsita al sistema de jubilaciones y pensiones de su país mediante la extensión de 60 a 62 años de la edad para acceder al beneficio. El conflicto social lo hizo retroceder y hoy sigue siendo un punto de la agenda pendiente para el actual presidente, Emmanuel Macron.

 

En España, el actual presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, acaba de asestar un duro golpe al sistema jubilatorio en busca de solucionar otro problema: el desempleo. En efecto, ha anunciado la jubilación forzosa para 1.289.000 personas de entre 60 y 70 años, lo cual deja vacantes en el mercado laboral pero al costo de ingresar al sistema previsional una cantidad inasimilable de nuevos beneficiarios que no podrán ser atendidos con el Fondo de Reserva del sistema que asciende a 5000 millones de euros.  Los 8,7 millones de pensionistas reciben una media de 932 euros al mes, cuando la pensión media en Suecia alcanza los 20.000 euros (200.000 coronas) anuales.

 

Los ciudadanos de la UE se jubilan en torno a los 63 años y siguen cobrando pensiones públicas pero en cuantía muy diversa. La edad de jubilación media está en alrededor de 63 años, por debajo del promedio de la OCDE (65,1), aunque la tendencia es la de retrasar cada vez más el final de la vida laboral, lo que ha suscitado numerosas protestas en países como Bélgica, Italia o España.

 

Al debate sobre la edad de jubilación se suman los crecientes temores sobre la viabilidad de los sistemas públicos de pensiones, especialmente allí donde siguen sosteniéndose sobre las cotizaciones de los trabajadores (sur de Europa), frente a aquellos que completan las pensiones con contribuciones privadas (Suecia, Reino Unido, Países Bajos).

 

En Brasil, Bolsonaro acaba de enviar al Parlamento su proyecto (atribuido a Paulo Guedes, su ministro de Economía) para descomprimir el sistema previsional también por la vía de retrasar el final de la vida laboral aumentando la edad jubilatoria.

 

En Argentina, es dable suponer, pues así lo ha anunciado el presidente Macri, que a partir de 2020 una reforma jubilatoria se abatirá sobre el actual sistema y no precisamente en clave de constitucionalismo social. Pero aun cuando el actual presidente no fuera reelegido, quien lo suceda deberá hacerse cargo de un problema que requiere soluciones sostenibles en el tiempo.

 

Aquel armado administrativo financiero con el que se enfrentó el problema en el período 2003-2015 y que tenía en el centro de su concepto la autofinanciación del sistema a través del Fondo de Garantía de Sustentabilidad mostró su virtud y eficacia para enfrentar el problema de forma creativa y, a un tiempo, equitativa sin gravar al Estado con una carga financiera pesada y, por ello, incumplible.

 

Atento esa circunstancia y previendo la necesidad de que los derechos de quienes han trabajado toda una vida deben ser no sólo reconocidos sino también garantizados en cuanto a su intangibilidad en el tiempo, es imprescindible conferirle al sistema autosostenible algún tipo de andamiento constitucional. Ello podría plasmarse en una suerte de artículo 14 ter redactado en los siguientes términos:

 

El derecho de los individuos al goce y disfrute de todos los derechos emanados de esta Constitución luego de haberse acogido al beneficio previsional que por ley les corresponda, promueve la obligación del Estado de organizar el sistema previsional y garantizar su financia- miento. Bajo ningún concepto el sistema previsional podrá ser organizado con la participación, en su financiación, de la actividad y capitales privados. Una ley especial del Congreso determinará los modos y las formas jurídicas y de gestión de negocios bajo las cuales el Estado participará en la actividad económica y financiera con el fin de propender al financiamiento sostenible del sistema previsional argentino.

 

Se retoma, así, al par que una senda de soluciones racionales y humanistas para problemas que la evolución de los sistemas económicos viene planteando, el espíritu del constitucionalismo social que inspira a la Constitución de 1949, la cual si bien puede haber quedado desactualizada en múltiples aspectos no lo está, sin duda, en cuanto resuelve problemas graves de la existencia humana en el marco de aquellos valores que colocan a la economía al servicio del ser humano y no a la inversa. En este sentido, se expide al artículo 37 inciso 7º de la referida Constitución: “Derecho a la seguridad social.- El derecho de los individuos a ser amparados en los casos de  disminución, suspensión o pérdida de su capacidad para el trabajo, promueve la obligación de la sociedad de tomar unilateralmente a su cargo las prestaciones correspondientes o de promover regímenes de ayuda mutua obligatoria destinados, unos y otros, a cubrir o complementar las insuficiencias o inaptitudes propias de ciertos períodos de la vida o las que resulten de infortunios provenientes de riesgos eventuales”.

 

 

Post scriptum

 

De algún modo el futuro siempre está ya preformado en el presente. Este presente exhibe por lo menos dos rasgos que lo distinguen y que, junto a otros, tal vez esencialicen el concepto de globalización, a saber, la universalización de la forma mercancía y el desarrollo de la alta tecnología. El más allá de este capitalismo tardío que vive el mundo, no podrá  consistir en una regresión a experiencias de organización social propias del siglo XX como el Estado de bienestar o las proteccionistas constituciones latinoamericanas que alumbraron en las décadas de los '40 / '50 del siglo pasado. Sus aciertos lo fueron para su tiempo y a nosotros nos está dado inspirarnos más en sus valores y principios que en su letra.

 

Esto no es un capricho ni un mero enunciado declarativo, es una exigencia del mercado mundial en el cual debemos desenvolvernos sin que hayamos elegido el escenario para tal desenvolvimiento. La respuesta adaptativa al medio no es un retorno a Arturo Enrique Sampay sino un avanzar hacia Xi Jinping, valga la metáfora.

 

Los políticos profesionales y la política como profesión deberán estar en la agenda de la próxima reforma constitucional, al modo como CFK instaló, en su momento, el tema de la elección popular de los miembros del único poder que no se conforma mediante elecciones, el judicial. Se trata de pergeñar un nuevo sistema institucional de representación de intereses y opiniones y seguramente la gradualidad en su implementación será una imposición de la realidad. Pero alguna vez hay que dar la señal de partida.

 

De lo contrario ganarán las derechas, porque se hacen eco de todas estas insatisfacciones populares y las expresan en propuestas programáticas.  Pero las derechas tienen una concepción táctica de todas estas demandas y de sus soluciones. Sólo las usan para ganar elecciones y no para ir más allá del sistema al cual esas derechas sirven. Para las izquierdas y los progresismos, en cambio, se trata de un programa estratégico pues se trata de organizar un sistema que, al tiempo que permite la gobernanza y la gestión sirve, simultáneamente, para acceder a  construcciones políticas nuevas  -por más democráticas-  y a también nuevos modos de gestión de la economía, lo cual no es lo mismo que ir más allá o en contra de la propiedad privada, o de cierta propiedad privada, pues la etapa histórica que vivimos es muy elocuente en cuanto a sugerir que el interés privado dinamiza y ayuda al crecimiento, y que si lo que se nacionaliza va a generar pérdidas, el beneficio para el pueblo de semejante nacionalización no existe y será mejor, entonces, negociar con los propietarios  -aunque sean extranjeros e "imperialistas"-  que estatizar para perder.

 

Han quedado fuera de esta acotada reflexión una gran cantidad de temas que, sin ninguna duda, deberán ser materia de una eventual reforma constitucional. Sólo hemos querido hacer constar, aquí, lo que nos parece esencial como aporte, desde el campo jurídico, al largo proceso de emancipación social y cultural que se viene desarrollando como materialidad de un proceso histórico en el cual el sujeto de las transformaciones no es otro que el propio pueblo al que, no obstante, la gestión de la cosa pública y -por ende- la Constitución del Estado, le resultan ajenidades extrañas y, demasiadas veces, contrarias a su interés.

 

En el futuro cercano se juega el futuro a largo plazo de la Argentina y los argentinos. Hay que avanzar, pues de lo contrario se retrocede. Y hay que mirar lejos. La Constitución debe ser un fundamento jurídico que torne más sólidas las razones y las políticas de los pueblos. Estamos parados en un escenario que comenzó a delinearse hace dos décadas. Lo describe bien Ricardo Aronskind: “La clase dominante argentina vio en Duhalde y en Kirchner bomberos que debían apagar el incendio que ellos habían generado con el experimento grotesco de la convertibilidad. Néstor Kirchner, y aún más Cristina, se les fueron de las manos a los grandes poderes, e hicieron políticas autónomas para promover y fortalecer el mercado interno y la inclusión social. Además de la solidaridad sudamericana. Apenas quisieron tocar las estructuras que garantizan el subdesarrollo, legadas por los expertos neoliberales, recibieron la furiosa reacción del poder económico. El próximo gobierno opositor que surja no deberá aspirar a desempeñar meramente el papel de bombero del incendio provocado por este nuevo experimento catastrófico de la clase dominante, o ser gestor prolijo del país zombie que van a dejar.

 

“S i lo que se busca es cambiar algo, habrá que levantar la mirada”.[9]

 

Y -creemos nosotros- levantar la mirada para cambiar algo es empezar por cambiar una Constitución pensada para no cambiar nada.

 

Buenos Aires, febrero, 2019

 

 

[1] Hacemos nuestros, en este punto, los desarrollos de Zbigniew Brzezinski sobre Geopolítica (la gestión de la política exterior de un Estado en función de su ubicación geográfica) y sobre Geoestrategia (la gestión estratégica de los intereses geopolíticos de un Estado), y  en particular su dictamen: “… aunque todos los jugadores geoestratégicos tienden a ser países importantes, no todos los países importantes y poderosos son automáticamente jugadores estratégicos” (Z. B., “El gran tablero mundial”, Paidos, 1º ed., Barcelona, 1998, pp. 39-63).

 

[2] A comienzos de abril de 2013, la entonces presidenta de la Nación, Cristina F. de Kirchner, elevó a la consideración del Legislativo la elección, mediante voto popular, de parte del Consejo de la Magistratura y otros proyectos tales como limitación temporal para las cautelares que impiden la aplicación de decisiones del Ejecutivo, el ingreso a la carrera judicial a través de oposiciones, la creación de tribunales de tercera instancia, la publicidad de los actos de la justicia y de los patrimonios de sus miembros, etcétera. Zaffaroni estuvo en contra de esta idea: manifestó que, más que una idea, era una “reacción visceral” (https://tn.com.ar/politica/zaffaroni-la-propuesta-de-eleccion-popular-de-jueces-mas-que-una-idea-es-una-reaccion-visceral_299025; 14/1/2013).

[3] Diario Río Negro, 11/11/1993; nota “García Lema da razones”; p. 29.

 

[4] Diario Río Negro, 26/4/1994, nota “El Pacto ya fue”; p. 13.

 

[6] Entendemos por estatura estratégica el cuantum de influencia que un actor del escenario global puede ejercer en una situación internacional en la cual nuestro propio país tiene un interés estratégico; o, a la inversa, la cantidad de influencia que Argentina puede ejercer en un escenario internacional en el cual otros actores tienen un interés estratégico. (conf. Sherman Kent: “Inteligencia Estratégica”; Ed. Pleamar, Bs. As., 5º ed., 1994, p. 57).

[7] Inversión Extranjera Directa.

 

[8] Arthur Schopenhauer: Die welt als wille und vörstellung.

[9] Ricardo Aronskind, www.elcohetealaluna.com; su nota “Estado y mercado en nuestro capitalismo”.

https://www.alainet.org/pt/node/198427?language=en

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