De mi testimonio carcelario

02/09/2019
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En la bolsa de papas

 

En mi vida carcelaria ocupa un lugar relevante el recuerdo de la huelga de hambre que realicé en agosto de 1977 reclamando mi libertad. Después de 1000 días de prisión, y al no tener ninguna confianza en el poder judicial al ser siempre un apéndice del poder político de turno, tomé aquella dramática decisión estando en la Comisaria Tercera, más conocida como el “Sepulcro de los vivos”.

 

En aquel momento compartía la celda con la plana mayor del Partido Comunista Paraguayo, a cuya cabeza se encontraba Antonio Maidana, que llevaba más de 16 años de prisión. El compartir celda con la dirección del Partido Comunista me ayudó solidariamente a soportar el sacrificio del encierro. Nuestra celda era de 5m x 5m y en ella nos teníamos que apretujar 23 prisioneros.

 

La primera reacción ante la decisión de iniciar la huelga de hambre fue la del Comisario Policial Alfonso Lovera Cañete, que al enterarse del hecho se acercó al portón de hierro de la celda para insultarme y, enfurecido, tratarme de cobarde y de realizar una acción típica de los comunistas. Recuerdo que el Comisario Lovera ordenó rápidamente realizar un asado a la brasa delante mismo de nuestra celda para los suboficiales de guardia, creando en mi situación de huelga de hambre una sensación, lógicamente, muy poco agradable.

 

Durante mi huelga de hambre y para provocarme, mejoraron, especialmente en cantidad, la alimentación, tanto de almuerzo como de la cena, con el fin de que abandonara mi protesta. Los compañeros, en solidaridad, comían sus alimentos de espaldas para no provocarme más sufrimientos. En sentido contrario, los suboficiales que traían la comida, traían también mensajes insultantes para con mi gesto, acusándolo de bravuconada y augurando que más temprano que tarde yo abandonaría lo que denominaban “ocurrencia”.

 

Frente al espejo

 

En la celda contábamos con un pequeño espejo. En la tercera semana de huelga me acerqué a él y observé un cambio total en mi rostro, que ahora aparecía flaco, barbudo, en pleno proceso de extinción, como una vela que se apaga. Y todo ello por mi acción reclamando mi libertad. Recordé en aquellos momentos haber leído en el Quijote de la Mancha lo siguiente: “La libertad, Sancho, es uno de los más preciados dones que a los hombres dieron los cielos, con ella no pueden igualarse los tesoros que la tierra encierra ni el mar encubre. Por la libertad así como por la honra se puede y debe aventurar la vida”.

 

Siempre mirando el espejo, continué con mi especulación filosófica, práctica que aprendí en mi querida Universidad de la Plata, en la Argentina, y recordé entonces a Rosa Luxemburgo, la pensadora marxista alemana asesinada por reacción, que pregonaba en los muros universitarios que la libertad es siempre la libertad de los disidentes y agregaba que teníamos que luchar por un mundo donde seamos solidariamente iguales, humanamente diferentes y totalmente libres. Su conclusión: que tenemos que defender la libertad. Estas reflexiones me llevaron a recordar la expresión, meramente lírica, de nuestro himno nacional que termina diciendo: unión y libertad.

 

Todos estos pensamientos me dieron la fuerza y el ánimo para soportar con dignidad aquella dolorosa experiencia.

 

A los treinta días de mi huelga de hambre, la guardia me arrastró, casi desnudo hasta la sala para recibir visitas, donde estaba mi madre con una botella de leche en la mano. Al verme en aquel estado de auténtica “piltrafa humana” lanzó un grito de leona herida y a continuación dijo: “Dios mío Martín, te estás muriendo. Vengo a salvarte...”. Se arrodilló a mis pies; me acarició la frente y me pidió que tomara un vaso de leche. Eso sucedió en presencia de alrededor de 25 jóvenes oficiales recientemente graduados

 

Ante mi firme negativa a desistir de la huelga de hambre, con su habitual voz prepotente, el Comisario Alfonso Lovera Cañete explicó que la mía era una conducta típica de los comunistas, siempre insensibles al dolor de una madre. Y terminó añadiendo que los comunistas no tenían corazón.

 

A los treinta días, el Comisario Lovera Cañete apareció nuevamente ante el portón de hierro de mi celda, golpeando con su sable las barras de hierro y con grito amenazador me ordenó que pidiera a los miembros de Amnistía Internacional que dejaran de enviar al Presidente Stroessner telegramas reclamando mi libertad. Gritando que todo el mundo sabía que los de Amnistía Internacional eran todos, como yo, ¡fanáticos comunistas al servicio de La Habana, Pekín y Moscú!

 

Despidieron a mi madre y a mí me devolvieron a la celda. Yo permanecía en silencio absoluto, y una vez en la celda me tendí en el suelo en posición fetal, debido a mi extrema debilidad. Al verme en esta posición Lovera Cañete ordenó a la guardia que trajeran una bolsa de papas, me cargaran dentro y me arrojaran al piso de la “Caperucita Roja”, el famoso centro móvil de tortura de la marca Chevrolet, con destino incierto, aunque probable: la fosa común del Cementerio Sud en calidad de “empaquetado” (1). Sabemos que el chófer de la “Caperucita Roja” fue el Comisario Eusebio Torres, terrible torturador, impune hasta la fecha y vive a 4 cuadras del Palacio de Justicia sobre la calle Testanova.

 

No sé en qué momento perdí el conocimiento, seguramente por falta de oxígeno, pero cuando lentamente desperté, tomé conciencia de que me hallaba en un pequeño lugar, muy caluroso, donde un brazo recibía alimento por vía sanguínea. Recuerdo que tenía mucha sed. Se me acercó una persona que, con una voz muy cordial, dijo:

 

-Soy Jorge Canese, médico y también compañero de sueños y esperanzas. Estamos en la Prisión de Emboscada. Tranquilícese; su vida ya está a salvo compañero Martín Almada. Animo, lo peor ya pasó. Hizo usted huelga de hambre ¿Dónde y por cuantos días?

 

Fue el primer saludo esperanzador después de mucho tiempo de incertidumbre y dolor.

 

Eso pasó en septiembre de 1977 en el país de “Paz y progreso sin comunismo”, el país que el dictador Stroessner puso a las órdenes de Washington y sobre el cual el Cóndor voló con su mensaje de dolor y muerte.

 

Nota

1) Son los cuerpos de las víctimas asesinadas en la sala de tortura y luego arrojados a una fosa común del Cementerio del Este, en Asunción.

Martín Almada

Víctima del Plan Cóndor y descubridor de sus Archivos Secretos el 22/12/1992 más conocidos como Los Archivos Del Terror, declarados por la UNESCO

 

 

https://www.alainet.org/pt/node/201910
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