Los miserables

30/09/2019
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Acaban de conversar "mano a mano" Alberto Fernández y Beatriz Sarlo. La profesora universitaria lo entrevistó para el portal Infobae el 27 de septiembre. Esa charla, si se la lee con atención, evoca un poco al siempre vivo y desconocido intelectual austríaco Karl Kraus, en cuanto fue el más profundo indagador de la descomunal mezcolanza de ideas y valores en que se debatió su época -antesala del nazismo- régimen al cual arribó Europa transitando un camino bien pavimentado por esos intelectuales del periodismo y la academia -entre otros- responsables de diseminar, en el centón social, lugares comunes, malentendidos liminares, medias verdades y mentiras a medias, paralogismos y escamoteos que tuvieron, en definitiva, la consecuencia atroz del campo, de las barracas del campo, de los barrotes del campo, a través de los cuales la melopea triste entonada por los desamparados a un Adonai ya, a esa altura, inapelablemente sordo, hendía el aire dulzón, y unas llamas azules y anaranjadas, verdes y púrpura, que surgían como humo denso de chimeneas fantásticas, iluminaban una tierra que había hecho silencio, el silencio de los campos de concentración.

 

Aquí, en este mundo surero y alborotador, ninguna infamia de envergadura histórica perpetrarán nuestros intelectuales, ni siquiera aquellos que lucen eruditos, y ello porque la erudición suele ser el sustituto bastardo del talento y sin talento no se entra en la historia, a lo sumo se puede ganar un Nobel. Para hacer el mal en escala histórica también hay que tener talento, no se trata, tal vez, sólo de demencia o patología.

 

La señora Sarlo tiene la suerte -o la desgracia- de que su activa y voluntariosa participación en el espacio público no deja saldo alguno que pueda ser procesado como aporte original a ningún debate. Y en este punto, el periodismo que la convoca ha de tener, también, qué duda cabe, una inclinación al lugar común que no puede sino deplorarse.

 

Pues ya el 21 de mayo pasado, en entrevista con Luis Novaresio por A24, la señora Sarlo se despachó con tres dictámenes que constituyeron todo su aporte al volumen político y cultural de ese programa periodístico.

 

Dijo la docente universitaria que hay que reparar en que Hebe (Bonafini, presidente de Madres de Plaza de Mayo) y Estela (Carlotto, ídem de Abuelas) pasaron de amas de casa a militantes. Perogrullo dixit, a esta altura de la soirée, porque esto fue lo primero que escuchamos y comprobamos, allá por 1981, en Plaza de Mayo, en las marchas (marchas, como decía Hebe que había que decir, y no "rondas", y tenía razón). De ahí en más, no ha habido quien no se haya enterado, por boca del periodismo y por otras vías, de que Hebe y Estela ... eran unas simples amas de casa. Decir eso es decir poco. Sólo es mucho como vulgaridad.

 

Pues hoy, precisamente hoy, se tiene todo el derecho a esperar algo más acerca del tema en cuestión. Aspirar al lugar de intelectual de consulta de una sociedad, ofreciendo a la consideración de la polis sólo oquedades conceptuales, debería ser la clarinada de alerta de que la Argentina, además de no saber cómo solucionar sus problemas cotidianos, tampoco sabe munirse de una escala de valores eficaz y funcional a, cuanto menos, la ilusión de que las cosas podrán, algún día, cambiar para mejor.

 

Porque ocurre que enamorarse pavamente de Colombina o de Pierrot nos aleja de la reflexión y nos deposita, por excusada vía, en la imposibilidad de pensar el país, nuestro país, nuestra patria, en términos de patria para todos. Pienso, ahora, y mezclo los temas, que decir "la patria es el otro" es lo mismo que decir la patria es el socialismo, y tal vez eso haya sido una verdad inintencional que, aquella vez, enunció Cristina.

 

Digresiones al margen, siguió la señora Sarlo, en el programa de Novaresio, complementando su locución con otra tirada que engrampa de frente con la anterior: Rosa Castagnola (a) Graciela Fernández Meijide, sí sabía de política -dijo Sarlo- porque, como no era ama de casa, en la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos alternó con los varones Alfredo Bravo, Raúl Alfonsín y Simón Alberto Lázara que, es de suponer, disolvieron, valiéndose de su superioridad de género, la profunda inopia política que aquejaba a esta mujer metida, contra natura, a menesteres que con toda evidencia sólo deben ser actividad de las mentalidades masculinas, que son las únicas aptas, por la naturaleza de las cosas, para lidiar con las cosas importantes.

 

Ese es el marco ideológico en el cual Sarlo, mirando retrospectivamente, optó por Fernández Meijide contra Hebe y Estela.

 

Y culminó su presente griego a Novaresio con una aseveración falaz: Madres no reconoció que el juicio a las juntas se hizo "cuando los militares tenían todo el poder de fuego todavía". Lo que decimos a esto es que para descalificar a las Madres de Plaza de Mayo no es necesario enrolarse en las filas de la inexactitud histórica. Decimos "inexactitud" porque decir "mentira" sería una exageración y, por ende, sería falso; Sarlo no miente, sólo la traiciona su progresismo blanco que, como se sabe, es una ideología: tienen ellos, los progresistas blancos, la costumbre de decir hoy lo contrario de lo que decían ayer, pero sin molestarse en aclararle a nadie que ayer decían todo lo contrario de lo que dicen hoy. Al parecer, no sólo del ridículo sino también del "maoísmo" es difícil volver.

 

En 1984, ya el Departamento de Estado del presidente Ronald Reagan, había barrido en el continente con las dictaduras militares. Salvo en Chile, con Pinochet, y en Perú, con Fujimori, los vientos democratizadores corrían briosos y con intensidad creciente a lo largo y a lo ancho de países que, en el pasado, habían tenido que soportar a hombres como Batista, en Cuba; Trujillo, en la Repúblca Dominicana; Stroessner, en Paraguay; Somoza, en Nicaragua; Duvalier, en Haití; Banzer, en Bolivia; Bordaberry, en Uruguay o Videla, en Argentina.

 

El espíritu de la democracia era el clima de época, y sobre todo, la tendencia a consolidarse de esas democracias legitimadas masivamente no sólo por el voto sino también, y principalmente, por el deseo popular. En ese contexto, en la Argentina, una recidiva golpista habría durado lo que un flato al aire libre. Se equivoca, Sarlo, aquí: la democracia, en el continente ya era imparable, y el juicio a las juntas se hizo, precisamente, porque la democracia era imparable, en Argentina y en la región.

 

Dejamos completamente a salvo la calidad de hombre refundador de la democracia en la Argentina que tuvo y tiene Raúl Alfonsín. Pero ello no justifica decirle al público que las cosas eran como no fueron para, desde esa posición de sujeto, criticar a una Madres de Plaza de Mayo que, al fin y al cabo, estaban poniendo en registro emocional lo que juristas como Marcelo Sancinetti explayaban como crítica jurídica y doctrinal: la responsabilidad por arma y no por juntas era -según él- el subterfugio que permitió la selectividad del juicio a las juntas, que condenó a unos pocos y dejó sin proceso a la mayor parte de los genocidas. Eso decía Sancinetti y eso decían las Madres, en registros diferentes, claro está.

 

Es esa Beatriz Sarlo la que se sentó a entrevistar, para el diario de Montoto y Haddad, al candidato del Frente de Todos, Alberto Fernández. Y no es el puntual dato político de la entrevista lo que resulta relevante. En ese sentido, la entrevistadora no fue más allá de las banalidades al uso acerca de Néstor Kirchner y de los temores medio pelo referidos a un fantasma que planeó, en todo momento, sobre la amable plática : el de Cristina Fernández de Kirchner.

 

Es la ideología, son los valores, la cosmovisión o la weltanschauung de Sarlo lo que la singulariza como expresión genuina del medio pelo progre argentino. Y esta ideología aflora en un ideologema, que -como no se sabe- es la materia de que está hecha la ideología. Ese ideologema es el concepto "miserables", que Sarlo propuso remitir a la novela "Los Miserables", de Víctor Hugo. Sarlo se escudó en la fonética, en el fonema de la lengua: ambos "miserables", el de Hugo y el de ella, suenan igual; son, fonéticamente idénticos. Pero las palabras no son ambiguas ni valen por la forma: valen por su contexto y son inequívocas en el contexto en el cual están dichas. Ya volvemos sobre este punto.

 

Sarlo dice "los miserables" y dice que lo dijo porque le gusta decirlo como Victor Hugo pero lo que dijo Victor Hugo es otra cosa. Al decir eso, Sarlo está incurriendo en una crasa verdad inintencional (Adorno). Y esa verdad inintencional que expulsa hacia afuera Sarlo sin darse cuenta, es que la ideología del progresismo blanco coincide con la ideología de la derecha cuando de "los negros" se trata. Ambos, aquel progresismo y la derecha, desprecian íntimamente al pueblo pobre, y eso no es un virus escondido en los pliegues del cerebro y cuya revelación le esté reservada al psicoanálisis, sino que es una evidencia que se les filtra permanentemente en la conducta a través de las fracturas de su razón pretendidamente iluminista. El "miserables" que usó Sarlo no es el "Miserables" de Victor Hugo. Es su contrario.

 

Porque las palabras valen y significan, según sea el contexto en el que están dichas. El hecho de que Hugo, en 1862, se refiera a los pobres cuando los llama "miserables", es un hecho que vale en su contexto, y en ese contexto, lo que Hugo está diciendo es que los trabajadores de Francia sufren la explotación despiadada de esa burguesía francesa, y son miserables por eso, no por pobres. Y son sujeto por eso, por explotados. Y deben ser objeto de amor y de deseo (Foucault) por eso, por pobres, por negros, por explotados, por descalificados, por humillados y por marginados. Pero, más que por otra cosa, porque nos salvan ellos o no nos salva nadie, porque son ellos los que portan los valores nuevos y deben, por eso, ser vistos como un "nosotros" y no como un "ellos". Esto no lo dicen los peronistas, lo dicen los marxistas, o ciertos marxistas.

 

Referirse al conurbano como territorio de "miserables" porque sólo son pobres los que allí habitan, es incurrir, primero, en una extrapolación de un concepto de Hugo y de la escritura de Hugo y su sentido y simbolismo; y, en segundo lugar, la referencia simbólica (miserables) se autoinstituye como puro desprecio elitista en la medida en que la falsa sinonimia pobre-miserable es un mero insulto al prójimo babeado desde la soberbia clasista en que incurre siempre el progresismo blanco, segmento social constituido por mujeres y hombres que, generalmente, tienen una excelente opinión de sí mismas/os. Sarlo no dice, como ella dice, lo mismo que dice Hugo. Para Sarlo son miserables porque son pobres y viven en el margen. Para Hugo son miserables porque la burguesía los explota y él denuncia esa explotación, o porque tropezaron en la vida y ahora van en busca de lo único que merecen: la redención, como le va a ocurrir a Jean Valjean, uno de los actores centrales del drama.

 

Una operación efectúa Sarlo: la de identificarse con Hugo para, así, transitar la provocación con erudición sedicente y exculpadora de la provocación. Pero la novela de Hugo dice y muestra cómo esos hermanos, esos seres humanos, como Jean Valjean y otros, han sido reducidos a una condición miserable por obra del desprecio humano. En cambio, la novela que Sarlo lleva en su conciencia en modo ideología, instaura el uso sinónimo de miserable y pobre, pero esa operación funciona como coartada para decir que ella está, al fin y al cabo, diciendo lo mismo que Hugo.

 

Y está haciendo algo más, algo que, a diferencia de lo anterior, sí está de pleno, en la conciencia de Sarlo con claridad y distinción cartesianas. Con esa sinonimia cínica, elige de entrada reforzar su identidad no peronista frente a un peronista como Alberto Fernández que nunca llamaría, que nunca ha llamado y que nunca llamará miserables a los pobres.

 

Lo prometido es deuda. ¿Qué es eso de que las palabras valen por su contexto? Ahí va.

Las palabras, el lenguaje, el idioma, el habla, todo ello no escapa a la fórmula "el ser social determina la conciencia". Esto lo dijo ... Borges, no Marx, que no se asuste el medio pelo progre. O que se asuste doblemente, porque si no sólo un maximalista como el pensador de Treveris se nos viene encima con postulados disolventes como ése, sino que también las mismas valijas la hace un confeso conservador de usos y costumbres como el autor de Ficciones, entonces no vaya a ser que aquel postulado referido al ser social y a la conciencia sea cierto de toda certitud y, entonces, la gente bien y buena, como nosotros, estamos en el horno, en el horno de la historia.

 

Empieza advirtiéndonos Borges acerca de la "miseria intelectual" de "hablar de voces expresivas fuera del contexto en que se hallen". La estocada es para la RAE, objeto histórico de las pullas (justificadas) del argentino ("El tamaño de mi esperanza" (1926), capítulo Palabrería para versos; en OC, T. I, 1º ed. Sudamericana, Bs. As., 2011, p. 203).

 

Y ejemplifica más adelante diciendo que es común la creencia de que "toda palabra aislada es un signo y marca una idea autónoma". Pero se trata de una idea errónea que "se apoya en el consenso del vulgo y los diccionarios la fortalecen", porque amontonan las palabras, una detrás de la otra, las definen aisladamente y las entregan así, incomunicadas entre sí, al consumo del lector.

 

Sigue el maestro diciendo que en la locución "En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme..." hay doce palabras, pero no por ello hay doce ideas. Hay una sola idea. Y la prueba es que igual concepto cabe en nueve palabras: "En un pueblo manchego cuyo nombre no quiero recordar...". Esto prueba -dice Borges- que " ...las palabras no son la realidad del lenguaje, las palabras -sueltas- no existen" ("El idioma de los argentinos" (1928), capítulo Indagación de la palabra, íd., p. 267). Un alarde de enfoque totalizador, el de Borges. No sólo los marxistas totalizan.

 

La borgeana digresión cumple, en este texto, una función análoga a la de las palabras debidamente contextuadas: trata de echar luz sobre la sombra y la corrosión que citas disparadas al pasar echan sobre una verdad que es indispensable revelar como verdad: la palabra "miserables", de Sarlo, no es la palabra "miserables" de Victor Hugo. Los contextos las diferencian. Y no nos referimos al contexto histórico sino, principalmente, al contexto que ofrece el texto: oral de Sarlo, escritural de Hugo.

 

Precisamente, es el ideologema lo que diferencia a ambos. Sus ideologemas, el de Sarlo y el de Hugo, no son iguales. El de Sarlo es racista, el de Hugo, no. El de Sarlo viene disfrazado de su antónimo, el no racismo; el de Hugo no necesita disfraces, y por eso Hugo puede ser él mismo, sin impostar lo que no es.

 

El ideologema es la materia con que está construida la ideología. El racismo como ideología es una formación simbólica cuasiholística asentada en la conciencia del sujeto. En ese plasto inmoral que es el racismo asentado en una conciencia, los ideologemas circulan, de a uno o en montón, pero siempre sin escaparse de su hábitat natural, que es la ideología. La imagen del pobre en Ezeiza esperando el avión -y molestándonos- es un ideologema que opera en el sistema ideológico del sujeto racista. Ese mismo negro viviendo en la 1-11-14 tomando cerveza a un metro del barro, es otro ideologema que expresa la misma ideología porque vive en la ideología racista. El pibe chorro calzando gorrita con la visera vuelta hacia la nuca, el violador pobre, el drogón pobre, he ahí ideologemas que son carne de su carne y sangre de su sangre con la ideología.

 

La pregunta de Sarlo a Fernández, ¿qué piensa hacer con los miserables?, connota un desprecio; en cambio, el "miserable" Jean Valjean, de Hugo, merece este epitafio: Duerme. Aunque la suerte fue con él tan extraña / Él vivía. Murió cuando no tuvo más a su ángel / La muerte simplemente llegó / Como la noche se hace cuando el día se va.

 

Ese Jean Valjean que muere al final, es el mismo que abre la novela robándole seis cubiertos de plata al cura que lo había hospedado en su casa. El "miserable" de Hugo connota amor y redención, no desprecio.

 

Ir a decirle a Fernández la palabra "miserables" para referirse a los pobres teniendo ya escondida una justificación para el exabrupto presuntamente erudita , no pasa de ser una provocación. Y la provocación empobrece. Es una lástima, porque Beatriz Sarlo tiene paño intelectual como para no necesitar de la provocación. Aunque ciertas provocaciones, en la lisa intelectual, cumplen una función benéfica: incitan al debate. Ciertas provocaciones, no todas.

 

Desiderátum: que este texto sea un performativo acto del habla, que no uno meramente constatativo, pues sigue siendo cierto aquello de que a la realidad no hay que describirla, sino que hay que ir más allá, hay que transformarla, porque los negros, allá en la villa, sucios y sudorosos y con mal olor, tienen hambre, y un negro con hambre, seguro que se hace peronista y, por ello, miserable. Un negro con hambre es más peligroso que la Kristeva infiltrada en el Tel Quel, valga el guiño para Sarlo.

 

jchaneton022@gmail.com

 

 

 

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