¿A qué le teme Rafael Correa?

19/02/2020
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“…no admitan que nadie crea nada que no comprenda. Así se producen fanáticos, se desarrollan inteligencias místicas, dogmáticas…Y cuando alguien no comprenda algo, no cesen de discutir con él hasta que comprenda, y si no comprende hoy, comprenderá mañana, comprenderá pasado, porque las verdades de la realidad histórica son tan claras, y son tan evidentes, y son tan palpables, que más tarde o más temprano toda inteligencia honrada las comprenderá”.

Fidel Castro Ruz

 

Sólo los odiadores de derecha e izquierda cierran los ojos ante la evidencia palpable de que el proceso político en el Ecuador tiene un antes y un después de Rafael Correa Delgado. Las acusaciones de corrupción hechas a raíz de la traición de Lenin Moreno Garcés no pueden, ni podrán, negar el intento de “asaltar el cielo” hecho por Rafael Correa y la llamada Revolución Ciudadana. La prisión de Jorge Glas no simboliza la corrupción del régimen correista, por el contrario, simboliza la traición de un enano que se declaró incapaz de sostener el mundo en sus espaldas y decidió entregar el poder a sus enemigos. La corrupción sistémica salpicó, también al correísmo, qué duda cabe, pero la gangrena en este caso, no llega a la cabeza, que ahora está volviendo con fuerza. Las élites y sus sirvientes se niegan a aceptarlo, pero la política en el Ecuador, por lo menos en los próximos cincuenta años, no se podrá hacer sin Rafael Correa o lo que él representa. Como el peronismo en la Argentina, Lula en el Brasil o el chavismo en Venezuela.

 

Lo hemos sostenido en más de una ocasión, el progresismo es la izquierda posible en los actuales momentos a nivel latinoamericano. Las FARC y el ELN en Colombia son la demostración de que la insurgencia guerrillera puede ser manejada a su antojo por la reacción interna y el poder mundial. El zapatismo en México sobrevive aislado, como una especie de Estado dentro del Estado, sin llegar a ser un peligro real. La única alternativa con futuro en la región es el Progresismo Latinoamericano. Contra él apuntan todas las armas del establishment, de la democracia liberal, del neoconservadurismo mundial.

 

Que les asusta a las élites y al poder mundial que las dirigen

 

En primer lugar, les asusta que los procesos progresistas despierten la conciencia de las masas. No aceptan que pueda haber fisuras en el bloque de dominación. Se trata de preservar la creencia ciega de que las élites son sus benefactoras y no sus victimarios. De hecho, en el Ecuador, por ejemplo, después del correísmo un sector de las masas ya sabe que sujetos como Fidel Egas o Guillermo Lasso piensan más en sus negocios que en los intereses de la gente. Haber despertado la conciencia de una parte de las masas es uno de los más importantes logros del progresismo latinoamericano.

 

Les asusta que esa porción ínfima de las masas entontecidas por el poder hegemónico comience a reclamar sus derechos, no como reivindicaciones sociales, culturales o de simples derechos humanos, sino como derechos políticos tendentes a participar en las decisiones del Estado. Eso no lo puede aceptar el poder tradicional, porque con ellos se apunta al corazón de sus intereses.

 

Les asusta, entonces, que esas masas pongan en disputa el poder político, terreno q las élites han considerado inviolable desde siempre. Aceptan la disputa Inter oligárquica, pero jamás la disputa inter clasista.

 

Les asusta ver que el poder progresista se aleja cada vez más de la Casa Blanca y se acerca a los enemigos del hegemonismo norteamericano y, por ende, se vuelve menos dependiente.

 

Les asusta cualquier intento de mejorar la educación con proyección libertaria, esto es, con el fin de liberar a las masas de la ignorancia. Excelencia para la educación privada, mediocridad y mala calidad para la educación pública.

 

Les asusta disminuir el desempleo porque, por esa vía, se eleva el valor de la fuerza de trabajo.

 

Les asusta un plan de incrementos tributarios porque los sectores productivos prefieren asegurar sus ganancias en los paraísos fiscales a reinvertirlas en el país.

 

Les asusta la existencia de una prensa libre, independiente y crítica que sea la voz de la ciudadanía y no la caja de resonancia de los intereses privados.

 

Les asusta la existencia de una justicia desde el pueblo y para todos los ecuatorianos, sin clasificarlos en de primera, segunda y tercera categoría.

 

Les asusta el desarrollo científico y tecnológico autónomo, con talento nacional y libre de dependencias.

 

Les asusta los procesos de integración de los pueblos latinoamericanos.

 

Les asusta la modernización y desarrollo del campo porque la malformación desarrollista es la garantía de sus negocios privados.

 

Les asusta la democratización de las Fuerzas Armadas y la modernización de la Iglesia católica, apostólica y romana.

 

Les asusta que se difundan y fortalezcan las culturas que en el Ecuador existen, manteniendo solapadamente la hegemonía de la estética y contenidos de la cultura blanco-mestiza y pro norteamericana.

 

En fin, les asusta un cambio en las formas y los contenidos de la vida nacional.

 

Todo lo que atente a estas ideas hegemónicas ha sido combatido por las élites, habiéndose incrementado ese combate desde la llegada de Rafael Correa al poder, no tanto por su capacidad real de realización práctica, sino por su audacia de poner los temas fundamentales de la política y de la economía sobre el tapete de la discusión nacional.

 

Los límites del progresismo latinoamericano

 

El Progresismo se enmarca en la era de la hegemonía del capital financiero. El viejo imperialismo, entendido como “fase superior del capitalismo”, sigue siendo el mismo, pero actúa de otra manera.

 

El eje principal de su dominación es la deuda externa. Entre 2009 y 2018, según la CEPAL, la deuda externa de América Latina aumentó en 80% y la deuda externa de países como Argentina y Brasil sobrepasa el 80% del PIB, lo que demuestra que el desarrollo de nuestra región se mueve en el ámbito del mito y no de la realidad. Los intereses de los prestamistas sobrepasan lo económico y entran, de lleno, en los terrenos de la política. A estas obligaciones de hierro es que el progresismo latinoamericano tiene que enfrentar.

 

La contradicción está en que, para poder cumplir sus planes de atender a los sectores marginales de la sociedad, el progresismo se ve obligado a pactar con el capital financiero mundial y sus aliados locales y permitir la exportación de sus recursos naturales, con lo cual, de hecho, contribuye a fortalecer el régimen de dominación internacional que existe. La deuda, entonces, actúa como un condicionante poderoso equivalente a una camisa de fuerza.

 

La naturaleza del progresismo nos hace pensar, incluso, que es una estrategia del mismo capitalismo financiero mundial, lo cual no le quita su potencial fuerza transformadora, dado que el impulso que pueden tomar las masas podría desencadenar un auténtico proceso revolucionario, lo que dependería de la existencia de una vanguardia político-espiritual capaz de dar dirección revolucionaria a este proceso. Como en las artes marciales, sería posible usar la fuerza del mismo enemigo para alcanzar el triunfo.

 

El progresismo actúa como inversor del sector privado, bien sea mediante las asociaciones público-privadas o las concesiones de los activos públicos, lo que es funcional a la estrategia de reacomodar el capitalismo a las exigencias de la dominación corporativa mundial.

 

El progresismo necesita mantener contentos a los sectores menos favorecidos de la sociedad, motivo por el cual recurre a programas de asistencia social y mantiene fuertes rubros de subsidios que alivianan muy relativamente la grave situación de los desposeídos y sirven, a la vez, para crear grandes expectativas de mejoramiento personal y colectivo, convirtiéndoles a esos sectores en clientes electorales del proceso.

 

El progresismo tiene al “ciudadano” como sujeto histórico del cambio, lo que para nuestras sociedades no deja de ser una interesante novedad, pero que lejos está de ser un axioma político que no necesita demostración. De hecho, en el Ecuador, por ejemplo, en la experiencia del correísmo durante una década no puede decirse que la “ciudadanía” como categoría y concepto sirvió para empujar el carro de las transformaciones irreversibles que el sistema necesita. Más bien, la elevación del nivel de vida de algunos sectores bajos de la ciudadanía los convirtió en una precaria clase media que, pronto, olvidó su compromiso con el cambio. Esa limitación merece una profunda reflexión que puede aportar en la comprensión dialéctica de los cambios cualitativos que la “ciudadanía” puede ir sufriendo en la medida que el proceso de cambio avanza.

 

En fin, los límites del progresismo son estos y muchos más, que deben ser tomados en cuenta para avanzar en la marcha a las transformaciones profundas que países como el nuestro necesitan.

 

¿A qué le teme Rafael Correa?

 

La razón por la que Rafael Correa inicia una nueva etapa de la política y cierra otra, es porque estaba prevalido de la necesidad de cambio que el Ecuador tenía. No era posible mantener el país de la partidocracia en el que los sectores dominantes actuaban como gerentes de una empresa capitalista, con todos los vicios de los empresarios inescrupulosos e insensibles. Correa vino con fuerza a tratar de cambiar esta realidad. Habiéndose dado el marco jurídico que necesitaba (Constitución de Montecristi) Correa inició la tarea. Se trataba de un proceso que debía ir de manos a más -menos radical en sus inicios, más radical en la medida que avanzaba-. Los trecientos años de duración se explicaban sólo en el marco de esta concepción. A lo que Correa le tuvo miedo fue, precisamente, a la radicalización de este proceso, a sobrepasar los límites que el progresismo latinoamericano como concepción tiene.

 

El argumento que más se escucha para explicar esta situación es que no había condiciones para avanzar, pero suena más a excusa que a una explicación válida. Cuando se gana una elección con más del 70% de la voluntad popular hay que saber utilizar ese poder legal y legítimo para avanzar sin titubeos en el proceso de cambio. Rafael Correa y la Revolución Ciudadana hicieron el trabajo a medias, dejando truncas, o a medio hacer, casi todas las tareas de la compleja transformación.

 

Sucedió en la economía, en cuyo nivel no fue capaz, la revolución ciudadana, de superar el deficiente desarrollismo que por más de medio siglo no había dado resultados positivos. La heterodoxia económica no fue suficiente.

 

Rafael Correa tuvo miedo de avanzar a la realización de una verdadera reforma agraria que transformara radicalmente la estructura de la propiedad de la tierra en el Ecuador y rescatara el sector agrícola en el que está la verdadera vocación productiva de los ecuatorianos. La infraestructura construida fue importante, pero no suficiente. Las reivindicaciones del agro siguen siendo una deuda que el Estado tiene con los campesinos, los pequeños agricultores y hasta los medianos empresarios agrícolas.

 

Igual sucedió en el nivel educativo. Acabar con las universidades de garaje no fue suficiente, ni tan siquiera la creación de Yachay y tres universidades más. La transformación real del sistema educativo consiste en unificar la educación a nivel nacional, dándoles a las nuevas generaciones una educación nacional y unificada que haga ciudadanos comprometidos con los procesos de cambio y no ciudadanos de primera, segunda y hasta tercera categoría. La concepción misma de la Revolución Ciudadana sobre la educación nunca trascendió los límites de la excelencia académica para formar profesionales defensores del sistema, lejos se estuvo de sentar las bases para implementar una educación liberadora, que lleve a los jóvenes a tomar conciencia de la solidaridad y la conciencia social.

 

Poco puede decirse que Rafael Correa hizo por la cultura. Tuvo temor de tomar ese toro por los cuernos, porque significaba avanzar en el proceso de crear un nuevo Estado, plurinacional y multicultural. Entró en conflicto con los diversos pueblos y nacionalidades del Ecuador, dejando entrever, en sus concepciones culturales, una sesgada preferencia por la hegemonía de la cultura blanco-mestiza.

 

Escandalizó sobre los privilegios dentro de las Fuerzas Armadas, pero su brazo no fue lo suficientemente fuerte para acabar con los mismos y crear unas Fuerzas Armadas del pueblo, con el pueblo y para el pueblo. Toda la enjundia represiva y reaccionaria de los militares quedó intacta, como ahora se demuestra con el gobierno traidor de Lenin Moreno.

 

En una década se pudo realmente transformar la matriz productiva, que fue, durante este tiempo, uno de sus más importantes caballos de batalla, pero no se avanzó más de un metro en ese propósito. Tuvo miedo a transformar la matriz productiva, se conformó con barnizarla. El nuevo Ecuador venía de la mano de la transformación que en este nivel se podía hacer. Correa prefirió la modernización del capitalismo ecuatoriano a entrar en conflicto con las fuerzas internas y externas que lo defienden y sostienen.

 

Esa falta de decisión le llevo a conflictuarse con los sectores populares de la ciudad y del campo. La modernización del capitalismo trajo como consecuencia la reacción de los sectores populares que exigían de un gobierno que hablaba en su nombre mayor atención a sus reivindicaciones históricas. Cuando Correa vio que el pueblo podía trascender su proyecto de creación del Estado Nacional y encaminarse a otro tipo de democracia, se detuvo y no quiso seguir adelante. Al finalizar la década del gobierno correista la fuerza transformadora de los inicios pasó a estar en manos del pueblo y no del gobierno que decía representarlo.

 

Antes del triunfo de Lenin Moreno, la Revolución Ciudadana de Rafael Correa había comenzado a volver al redil de los intereses corporativos del capitalismo financiero mundial. Lenin Moreno fue la continuación de la decadencia de la llamada Revolución Ciudadana, la demostración práctica de los límites de un proyecto que, sin dirección revolucionaria y con clara perspectiva de trascendencia del sistema capitalista, termina siendo una exitosa estrategia de recomposición del capitalismo, esta vez, con apoyo popular y cánticos revolucionarios.

 

Han transcurrido catorce años del primer triunfo de Rafael Correa Delgado, se impone preguntarnos: ¿qué queda del proceso iniciado por él?

 

Quedan los ideales del Progresismo Latinoamericano que se ha convertido, hoy por hoy, en la izquierda posible y queda el prestigio del líder que en el Ecuador lo representó. Toda la artillería de la CIA imperialista y el odio de las élites internas no han podido manchar todavía su figura. El apoyo popular a Rafael Correa Delgado crece de forma exponencial y, aunque la reacción interna logre sacarle de la próxima contienda electoral, no dudemos de que quién lo represente tiene amplias posibilidades de triunfar.

 

Hoy la garantía del triunfo de los ideales del progresismo es una alianza del correísmo con el movimiento indígena-popular y pequeños grupos de la izquierda revolucionaria como Ñukanchik Socialismo que, sin ser fuerzas electorales, pueden contribuir a la creación de esa dirección revolucionaria que le ha faltado al Progresismo Latinoamericano, en un nivel de honestidad diferente al que plegaron las fuerzas de la “izquierda histórica” en los años iniciales del proceso.

 

El regreso de Rafael Correa no puede repetir los errores cometidos en la primera etapa de la transformación del Ecuador. Una segunda oportunidad debe ser para vencer o morir.

 

Mindo, Ecuador, 17-2-2020

 

 

 

 

 

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