Felipe Varela y la última montonera americana
- Opinión
En los tiempos de la Guerra del Paraguay, no todos fueron socios de la infamia. Felipe Varela, caudillo de los pueblos del sur, alzó su voz contra los poderosos de este y de aquel lado de fronteras imaginarias. Esta es la historia del Quijote americano y las gestas de la última montonera americana.
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Dicen que Varela viene
con su infantería riflera
a cortarle la otra oreja
a ese pilón de Paunero.
Dicen que Varela viene
levantando polvareda,
y don Juan viene detrás
como flor de primavera.
Es de mañana. El sol riojano se levanta sobre un mar de lanzas federales. Cinco mil gauchos esperan, tan ávidos de batalla como sedientos. Se forman en cuatro bloques. A unos pocos kilómetros en línea recta se divisan otros miles de soldados con sus rifles Remington, recién comprados con empréstitos ingleses. Varela se pasea por delante de la montonera. Sus soldados se quedan en mitad del camino y los caballos están débiles. El viento con polvo no presagia lluvias para ese día y llevan días sin encontrar que beber. El único pozo de agua se encuentra detrás del enemigo. Tiene, forzosamente, que atacar. Por su memoria pasan las imágenes de la cabeza del Chacho Peñaloza en una pica, las matanzas en Paraguay, la invasión de México y el bombardeo de Valparaíso. Felipe Varela da la orden y la polvareda se levanta. Es el 9 de abril de 1867 y así inicia la Batalla de Pozo de Vargas. La Unión Americana se bate a punta de lanza contra el imperialismo anglo-porteño.
Unión Americana
Esta última montonera acaudillada por Felipe Varela puede entenderse alternativamente como un episodio de la guerra civil entre los federales de las provincias del sur y el partido mitrista; como una gesta “quijotesca” frente a un proyecto de modernidad presentado como “inevitable”; o como una guerra de carácter continental con un capítulo específicamente sudamericano. El mismo Varela saldará el debate en su proclama revolucionaria de San José de Jachal:
“¡SOLDADOS FEDERALES! nuestro programa es la práctica estricta de la Constitución jurada, el orden común, la paz y la amistad con el Paraguay, y la unión con las demás Repúblicas Americanas.”
En el programa de Felipe Varela no se expresa una idea nostálgica o romántica, sino que evidencia una respuesta concreta a un ataque imperialista de dimensión continental perpetrado por el Imperio Británico, la potencia hegemónica de la segunda mitad del siglo XIX, en coordinación con sus esbirros locales presuntamente “civilizados”. El programa varelista fue la mejor síntesis entre las perspectivas unionistas de la Patria Grande y el federalismo popular y anti-europeísta.
Manifiesto a los Pueblos Americanos de 1868
Casi un siglo después, en 1965, las militancias se encontrarían nuevamente con la revolución de Varela gracias al extraordinario trabajo de Rodolfo Ortega Peña y Eduardo Luis Duhalde titulado “Felipe Varela contra el Imperio Británico”. Allí, los autores se encargan de poner de relieve el elemento internacional: “Todas y cada una de las guerras y atropellos territoriales que se llevaron a cabo en América en aquella década de 1860, tuvieron como protagonista invisible al Imperio Británico. Así por ejemplo, el ataque a México, la guerra del Guano, y la Guerra de la Triple Alianza contra el Paraguay.”
Pero los pueblos de Nuestra América no permanecieron sumisos frente a aquellas agresiones. Por el contrario, su respuesta fue inmediata y continental, y adquirió forma organizativa en la llamada “Unión Americana de las Repúblicas del Sud del Nuevo Mundo”. Su brazo militar tuvo en Varela a su jefe y abanderado, mientras que Francisco Solano López sería, junto con el pueblo paraguayo en armas, otro ejemplo de resistencia y dignidad de este proyecto continental.
La “Unión Americana” continuaba el legado del Congreso Anfictiónico de Panamá convocado por Simón Bolívar en 1826, y se nutría de las gestas del Ejército Libertador de los Andes como máxima expresión de lucha anticolonial y de unión entre los pueblos del sur. Para Varela y sus contemporáneos era patente la necesidad de organizar una nueva tentativa de unidad continental, sobre todo a raíz de los ataques de Francia a México y, específicamente, por la protesta del gobierno de Perú contra España, ante la invasión a Santo Domingo en 1860.
El texto de inauguración de una de sus sedes, en Sucre, definía así los objetivos y alcances de la organización:
“Compondrán la sociedad todos los interesados en el porvenir de las repúblicas americanas y en todos los principios en que se basó su independencia. Su objetivo principal será: 1º) Trabajar por la unificación del sentimiento americano y por la conservación y subsistencia de las ideas republicanas en América, por todos los medios a su alcance. 2º) Promover y activar las relaciones de amistad entre todos los hombres pensadores y libres de la América republicana a fin de popularizar el pensamiento de la ‘Unión Americana’ y acelerar su realización por medio de un congreso de plenipotenciarios”.
Además de en Bolivia, la sociedad se asentó en Perú, Paraguay, Uruguay, Argentina y, en Chile, en las ciudades de Santiago, Quillota y Copiapó, en donde Felipe Varela consumó su ingreso para asumir de lleno el programa de la unidad y el anti-imperialismo.
La agresión imperialista y el Congreso Americano
En abril de 1864 una flota española ocupó las Islas Chincha, tres pequeñas ínsulas ubicadas a 21 kilómetros de las costas de Perú que eran ricas en guano, un fertilizante natural de gran importancia y valor comercial. La acción, financiada por Inglaterra -principal importadora de este recurso- agitó las aguas de todo el Pacífico. La unidad se demostraba tan urgente como necesaria. Los gobiernos de Perú y Chile convocaron por ese entonces a un nuevo Congreso Americano, mientras solicitaban que sus países hermanos les prestasen ayuda en la defensa frente a la agresión colonial. En 1856 se había elaborado y firmado el “Tratado Continental”, acuerdo impulsado por Chile, Perú y Ecuador al que pronto se sumaron Bolivia, Paraguay, México, Costa Rica, Nicaragua y Honduras.
El famoso pero nunca respetado Tratado establecía una alianza militar defensiva frente a las “expediciones o agresiones con fuerzas terrestres o marítimas procedentes del extranjero”, las cuales debían ser rechazadas por todos los Estados Contratantes de forma obligatoria. Además se establecía el reconocimiento de documentaciones, permisos y libre tránsito de los ciudadanos de los países firmantes. En el fondo el objetivo estratégico era: “cimentar sobre bases sólidas la unión que entre ellas existe como miembros de la gran familia americana, ligados por intereses comunes, por un común origen, la analogía de sus instituciones y por otros muchos vínculos de fraternidad, y estrechar las relaciones entre los pueblos y ciudadanos de cada una de ellas, quitando las trabas y restricciones que pueden embarazarlas, y con la mira de dar por medio de esa unión desarrollo y fomento al progreso moral de cada una y todas las Repúblicas, y mayor impulso a su prosperidad y engrandecimiento, así como nuevas garantías a su independencia y nacionalidad y a la integridad de sus territorios”
La Confederación Argentina nunca lo firmó, ni con Justo José de Urquiza ni con Bartolomé Mitre a la cabeza de sus respectivos gobiernos. Si bien pertenecían a dos partidos opuestos, ambos tenían, en Inglaterra, al mismo prestamista.
Cuando en 1862 el Canciller peruano volvió a instar al gobierno argentino -más precisamente porteño- a firmar el tratado, el famoso agente anglo-brasileño Rufino de Elizalde -Canciller de Mitre y más tarde del presidente Nicolás Avellaneda- respondió negativamente a la invitación, aludiendo que Argentina no tenía motivos para suponer la existencia de ninguna amenaza. En una evidente confesión de servilismo, Elizalde afirmó que: “La acción de la Europa en la República Argentina ha sido siempre protectora y civilizadora (…) Puede decirse que la República está identificada con la Europa hasta lo más que es posible. La población extranjera siempre ha sido un elemento poderoso con que ha contado la causa de la civilización en la República Argentina”.
Dicha acción “civilizadora” había pacificado poco tiempo atrás al noroeste cortando cabezas y masacrando poblados enteros. Mientras la cabeza del caudillo riojano Ángel Vicente “Chacho” Peñaloza yacía en una pica en la Plaza de Olta, la maquinaria civilizatoria se enfocaba, junto al Brasil esclavista, en la conquista de la “libre navegabilidad de los ríos” y la desestabilización del vecino Uruguay.
Finalmente el Congreso Americano se realizó en Lima entre octubre de 1864 y marzo de 1865. Domingo Faustino Sarmiento asistió de forma inesperada, seguramente motivado por su odio modernizante y tenaz a todo lo español. Aunque no tardó en “comprender” que Inglaterra movía los hilos de la agresión española, por lo que rápidamente decidió abandonar el Congreso. Ya Mitre lo había advertido al respecto: “Usted parece haber olvidado la historia del pretendido Congreso. Bolívar lo inventó para dominar a la América y el móvil egoísta que lo aconsejó mató la idea por cuarenta años”.
El partido mitrista no ocultaba su aversión hacia Simón Bolívar y todo lo relacionado con el proyecto de unidad continental. Los “señoritos”, la élite parasitaria compuesta por republicanos y liberales, preferían la sumisión al emperador portugués o al Imperio Británico antes que tolerar la idea americana y el protagonismo de cualquier pueblo gaucho.
La Batalla de Pavón
La década del ‘60 del siglo XIX había nacido turbulenta. El parto había tenido lugar un 17 de septiembre de 1861, a orillas del arroyo Pavón. Dicen que hay decisiones individuales que a veces tuercen el rumbo de la historia y eso fue exactamente lo que sucedió. Urquiza, General del Ejército de la Confederación Argentina y líder del Partido Federal, se retiró del campo de batalla con sus cuatro mil soldados entrerrianos. La insólita decisión dejó el terreno libre al ejército porteño y “los blancos” se alzaron fácilmente con la victoria. A las pocas semanas el general Mitre se hacía cargo del gobierno de la Confederación y poco después se convertía en presidente de la Nación.
“Se sentó Presidente sobre un trono de sangre, de cadáveres y de lágrimas argentinas”. Así describe Varela su gobierno en su “Manifiesto a los Pueblos Americanos” de 1868. Luego de la Batalla de Pavón, Mitre lograría proyectar su influencia sobre todo el país. Todos los gobernadores federales -con la sospechosa excepción del propio Urquiza- fueron derrocados en semanas. Algunos por grupos unitarios locales, y otros por la invasión del ejército porteño en sus respectivas provincias. Los que lograron evadir esa suerte se unieron a las montoneras como aquella del Chacho Peñaloza, quien combatió duramente junto a sus lugartenientes -el mismo Varela fue uno de ellos-.
Para Varela, el Partido Unitario había logrado re-colonizar el país luego de su victoria en Pavón: “Buenos Aires es la metrópoli de la República Argentina, como España lo fue de la América” concluyó entonces, dado que los verdaderos vencedores de Pavón habían sido la Corona Británica, los banqueros ingleses y la burguesía comercial de Buenos Aires.
Aquella batalla puede observarse como uno de esos momentos bisagra de la historia continental. En los campos del sur de Santa Fe no se definió tan solo un proyecto de nación, sino también el destino de millones de americanos al sur del continente. Sus consecuencias repercutirían, de ahí en más, en lo que sucedería en el resto de las provincias argentinas, así como en Uruguay, Chile, Bolivia, Perú y sobretodo en el Paraguay.
La Guerra de la Triple Infamia
La Guerra de Secesión de los Estados Unidos (1861-1865) preocupaba al Imperio Británico y, en particular, a la gran banca de Baring Brothers. La industria textil necesita cada vez de más algodón, pero la oferta de los estados esclavistas del sur declinaba en su ex-colonia. Ágiles para los buenos negocios, los ingleses vieron la posibilidad de mudar algunos de sus intereses al sur.
El territorio de Paraguay era ideal para el cultivo de algodón y además dependía de otros países para exportar su producción por el Atlántico. Pero era principalmente el proyecto soberano, industrial y popular de Paraguay lo que molesta a los británicos y a los gobiernos vasallos de la región.
Para los años ‘60 del siglo XIX Paraguay era uno de los pocos países en el mundo en poseer industria pesada -entre ella sus célebres hornos de fundición de hierro-, una flota de barcos a vapor y vías férreas, además de que su ejército contaba con armas de producción propia. Se trataba, también, del país más alfabetizado de toda la región. El proyecto industrialista y proteccionista de los López había sucedido a un periodo de desarrollo alternativo bajo la dirección de José Gaspar Rodríguez de Francia. Su gobierno, una suerte de dictadura popular revolucionaria, había permitido el reparto de tierras, la nacionalización del comercio exterior y la expropiación a las grandes fortunas y la Iglesia Católica en beneficio de las grandes mayorías.
Carlos Antonio López y Francisco Solano López modernizaron el país desde sus propias bases y construyeron un sólido proyecto popular de nación. Por eso, durante los años de la “Guerra Guasú” será la totalidad del pueblo en armas quién dará forma a la resistencia. Mientras que el general Mitre calculaba una campaña de apenas dos meses para doblegar al Paraguay, la defensa guaraní resistió durante un lustro los embates de tres naciones vecinas que actuaban a la sombra del imperialismo británico.
Desde 1856 existían proyectos y protocolos de guerra contra Paraguay suscritos entre la Argentina y Brasil que habían sido firmados con pluma inglesa. La propia historiografía oficial mitrista contará que fue el Mariscal López quien inició la guerra el 11 de noviembre de 1864 al atravesar el territorio de las Misiones sin autorización de su gobierno. Lo que ocultará es que el ejército paraguayo sí había solicitado autorización en múltiples ocasiones. Paraguay acudía entonces al llamado del gobierno de Uruguay, que estaba siendo atacado por las fuerzas de Venancio Flores, un aliado del mismo Mitre que lograría tomar el gobierno convirtiéndose en un socio menor del Imperio del Brasil y los liberales porteños. A partir de entonces el ejército de Paraguay estaría en retroceso en una guerra defensiva y agónica.
A inicios de mayo de 1865, Francisco Octaviano por el Imperio del Brasil; Carlos de Castro por la cancillería del Uruguay de Venancio Flores; y el ya mentado Rufino de Elizalde por la Argentina, firmaron en Buenos Aires el tratado de la funesta “Triple Alianza”. Los objetivos de guerra declarados fueron: arrebatarle a Paraguay la soberanía de sus ríos, responsabilizarlo de los costos eventuales de la guerra, y repartir el territorio en litigio -o reconocidamente paraguayo- entre la Argentina y Brasil.
La propaganda oficial aducía que la guerra “se hacía contra el presidente y no contra el pueblo paraguayo, cuyos miembros eran admitidos por los aliados para incorporarse a una Legión Paraguaya que luchase contra la ‘tiranía’ de López”. Esta legión anti-López nunca existió. Por el contrario, buena parte de los gauchos argentinos se pasaron al bando paraguayo -o ,mejor dicho, nunca fueron parte de ningún otro bando-. El ejército mitrista debía entonces reclutar por la fuerza a sus soldados, muchos de los cuales eran trasladados con grilletes en los trenes que se dirigían hasta el frente de batalla.
La única parte del tratado que nunca se cumplió fue aquella que, se suponía, otorgaba garantías a los habitantes. Se calcula que al cabo de cinco años de guerra la población paraguaya, en un genocidio sin precedentes, había sido aniquilada en un 60 o un 70 por ciento.
Sarmiento, en carta a Mitre, supo expresar con honestidad brutal su desprecio por el pueblo paraguayo y, con él, por los pueblos de la América toda: “Descendientes de razas guaraníes, indios salvajes y esclavos que obran por instinto o falta de razón. En ellos, se perpetúa la barbarie primitiva y colonial… Son unos perros ignorantes… Al frenético, idiota, bruto y feroz borracho Solano López lo acompañan miles de animales que obedecen y mueren de miedo. Es providencial que un tirano haya hecho morir a todo ese pueblo guaraní. Era necesario purgar la tierra de toda esa excrecencia humana, raza perdida de cuyo contagio hay que librarse”.
El pragmático y calculador Mitre, por su parte, mostraba sin sonrojarse los nobles ideales que guiaron la matanza: “En la guerra del Paraguay han triunfado no sólo la República Argentina sino también los grandes principios del libre cambio”.
Varela, devenido ya un caudillo de las provincias y pueblos del sur del continente, tendrá una posición que se ubicará precisamente en las antípodas: “Es por estas incontestables razones que los Argentinos de corazón, y sobre todo los que no somos hijos de la Capital, hemos estado siempre del lado del Paraguay en la guerra que, por debilitarnos, por desarmarnos, por arruinarnos, le ha llevado Mitre a fuerza de intrigas y de infamias contra la voluntad de toda la Nación entera, a excepción de la egoísta Buenos Aires.”
El fin de la guerra marcará la consolidación del proyecto liberal y pro-británico, abriendo paso a la pacificación de las provincias, la aniquilación de las últimas montoneras americanas y federales, y borrando de la historia oficial al Paraguay soberano en donde la cultura guaraní supo estar en la más alta de las estimas, junto con sus valores de coraje y dignidad.
Una revolución montonera en las campañas argentinas
El sanguinario Comandante Irrazabal actúa con autoridad marcial. Se sabe parte del bando vencedor. Su carrera se forjó matando gauchos y reprimiendo montoneras federales. Su mayor condecoración es la cabeza del Chacho y la palmada que le prodigó Sarmiento. Es el año 1866 y el comandante vocifera a la gauchada casi escupiendo las palabras. Los trata de cobardes, brutos y sucios. De vuelta de su retiro, Irrazabal es convocado para reclutar tropas para enviar al frente de batalla en la otra punta del país, y cumple su tarea con mano de hierro a los órdenes de Mitre.
Pero los provincianos no olvidan al Chacho, a su valentía, a su lanza cuando cortaba el viento. Su rebelión fue sangrientamente aplastada por las fuerzas enviadas desde Buenos Aires, con la colaboración de los santiagueños hermanos Taboada que llevaría a su asesinato a traición pese a haberse entregado pacíficamente.
Entre los liberales, sólo Juan Bautista Alberdi alcanzaría a comprender a cabalidad el fenómeno montonero, al afirmar que “esos caudillos como Artigas, López, Güemes, Quiroga, Rosas, Peñalosa, como jefes, como cabezas y autoridades, son obra del pueblo, su personificación más espontánea y genuina. Sin más título que ese, sin finanzas, sin recursos, ellos han arrastrado o guiado al pueblo con más poder que los gobiernos. Aparecen con la revolución: son sus primeros soldados.”
En esos meses del ‘66 la tensión era palpable. En el frente de batalla el ejército guaraní lograba su primera y única victoria en la Batalla de Curupaytí. A inicios de diciembre, un contingente que debía ir a Paraguay se sublevó en Mendoza bajo el mando del coronel Manuel Arias: empezaba la revolución de los colorados.
A los pocos días, los revolucionarios liderados por Juan de Dios Videla derrocaron al gobernador y ganan el gobierno, iniciando así la lucha organizada. El 2 de enero Varela ingresa a San Juan desde Coquimbo y derrota a los mitristas que estaban custodiando el paso. El 2 de febrero estalla también la revolución en La Rioja. El ejército de Varela se engrosa a ritmo frenético, pasando de unos 800 a unos 5 mil combatientes. El riojano Dardo de la Vega Díaz afirma que “por donde Varela pasa, los ranchos van quedando vacíos”. El jefe revolucionario, con su ancho sombrero y sus largos bigotes característicos, irá sumando huestes en su “cruzada libertadora” para terminar con “los liberticidas”. Jóvenes y viejos dejan sus hogares, montan sus caballos, recogen la lanza tacuara y se lanzan en montonera para escapar de la requisitoria a una lucha fratricida. Se incorporan también, a la rebelión, las provincias de San Luis y San Juan. Después de casi una década de desbandada y humillación, los federales vuelven a ganar terreno frente a la prepotencia de la aventura militar porteña. Otra vez las banderas rojo punzó ondean en el aire de las campañas argentinas.
Varela viene
Tras el combate de Nacimientos en La Rioja el 2 de enero de 1867, hasta el de Salinas de Pastos Grandes el 12 de enero de 1869, el quijote americano luchará, con aciertos y errores, contra los ejércitos de línea.
“Entonces –recordará Felipe Varela en su “Manifiesto” – llevado del amor a mi Patria y a los grandes intereses de América, creí un deber mío, como soldado de la libertad, unir mis esfuerzos a los de mis compatriotas, invitándoles a empuñar la espada (...)”.
“¡ARGENTINOS TODOS! ¡Llegó el día de mejor porvenir para la Patria! A vosotros cumple ahora el noble esfuerzo de levantar del suelo ensangrentado el Pabellón de Belgrano, para enarbolarlo gloriosamente sobre las cabezas de nuestros liberticidas enemigos!”. Así resonaba la convocatoria del caudillo a la Batalla de Pozo de Vargas.
Pero en aquella tarde riojana de abril, cuando el cielo descargó por fin su aguacero, no fue para calmar la sed de las montoneras. Apenas si sirvió para lavar la sangre y el barro de los cuerpos desperdigados. El caudillo americano fue derrotado, y con él se extinguieron las esperanzas de frenar al proyecto imperialista durante casi cinco décadas. Pero ni Varela ni sus combatientes se dieron por vencidos, sino que siguieron conspirando y hostigando a las fuerzas unitarias. Aunque, luego de Pozo de Vargas, lo harían casi sin ejército y sin armas.
Mientras tanto en el frente paraguayo las cosas no dejaban de empeorar, conforme ganaba terreno la política de exterminio y tierra arrasada de la entente agresora. El 1 de marzo de 1870 caía Francisco Solano López en el combate de Cerro Corá. Sólo contaba entonces con trescientos aguerridos combatientes que lucharon ya no por una perspectiva de victoria razonable, sino por la salvaguarda de la propia dignidad.
Las últimas palabras de López serían premonitorias: “muero con mi patria”. Al Paraguay le seguirán años de ocupación militar, despojo territorial, miseria inducida y enterramiento histórico. Pocos meses después, del otro lado de la cordillera moría también Felipe Varela, un 4 de junio del fatídico año 1870.
A los que pierden los abandona la fuerza, pero no la razón. Aunque pueda parecer idéntica, no fue la misma muerte la que se llevó a López en Cerro Corá y a Varela en Copiapó, que aquella que alcanzó a Urquiza en su mansión, traidor de su propia causa, acuchillado por manos anónimas. Y a los que nunca perdieron la razón, la fuerza vuelve a asistirlos tarde o temprano. Es por eso que no dejan de nacer en otras épocas. Varela viene, Varela siempre está llegando, acompañado de las montoneras americanas que acaso no serán las últimas.
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