Perú: una afrenta intolerable
El ex dictador peruano, beneficiado por una decisión del Tribunal Constitucional, podría qudar libre. En la década que gobernó, Alberto Fujimori destruyó todos los vestigios de respeto a los derechos humanos e impuso la violencia más cruel de la historia del país.
- Opinión
Aun beneficiado por una muy discutible decisión del Tribunal Constitucional, Alberto Fujimori será siempre un reo condenado a cárcel perpetua. Sometido a un limpio y trasparente proceso judicial el año 2008, recibió en su momento una sentencia que no se condijo nunca con la gravedad de sus acciones.
Si hablamos de los delitos cometidos por él, tendríamos muchas páginas por llenar. Debemos entonces referirnos a los acontecimientos esenciales, a los que lo situaron como uno de los 7 dictadores más perversos y corruptos de la historia en el siglo XX.
Alberto Fujimori llegó al poder como un aventurero con suerte, de la mano del APRA, que lo catapultó y con la votación de un pueblo asustado ante la amenaza de un brutal “ajuste” neoliberal que, finalmente, él mismo implementó.
Aun antes de asumir la jefatura del Estado –en junio de 1990- se entregó al Fondo Monetario para aplicar el modelo neoliberal. Ya en el poder, y luego del Fujishock de agosto del 90, llegó a la conclusión que ese “proyecto” sólo podría concretarse mediante un golpe de Estado.
Así ocurrió el 5 de abril del 92, que derivó en la instauración de un régimen neonazi, extremadamente cruel y corrupto. Haciendo honor a sus ancestros –las viejas camarillas guerreristas niponas- vivió desde el inicio de su régimen a la sombra del instrumento más cruel y despiadado incubado por el Imperio: la Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos, representada por su “asesor presidencial”, con quien compartió impúdicamente el poder. Juntos, diseñaron y aplicaron una estrategia destinada a destruir la economía nacional y apoderarse de todos los resortes del poder.
Concluyeron con el desmantelamiento de las reformas del gobierno de Velasco, depuraron la institución castrense para eliminar sectores patrióticos y nacionalistas y diseñaron una estrategia destinada a fascistizar a la Fuerza Armada a fin de quebrar la idea de la unidad del pueblo y la Fuerza Armada como instrumento de acción liberadora en el país.
Así, agigantaron hasta el paroxismo la “amenaza terrorista” y asustaron a parte de la población intimidándola con el “peligro senderista”, que les sirvió para mimetizar en un sólo símbolo el terror, la barbarie y el socialismo.
A partir de esa política, impusieron la violencia más cruel de nuestra historia. Fujimori –quien se hizo llamar “Chinochet” con alegría- destruyó todos los vestigios de respeto a los derechos humanos.
Desapariciones forzadas, ejecuciones extrajudiciales, privaciones ilegales de la libertad, establecimiento de centros clandestinos de reclusión y la tortura institucionalizada, fueron el pan del día entre 1990 y el año 2000. Sólo en 1996, fueron detenidas 650 mil personas; y el año siguiente 670 mil; la inmensa mayoría de ellas fueron sometidas a lo que la normatividad señala como “tratos crueles, inhumanos y degradantes”. De ese modo “restauraron la paz”, una Paz de Cementerios, que dejó una muy dolorosa estela
Matanzas como las Huaral y Huaura, El Santa, Barrios Altos, La Cantuta; o crímenes, como el de Pedro Yauri, Juan Andagua o Pedro Huilca, fueron simbólicos. Representaban la voluntad de acabar con todo vestigio de oposición a sus designios.
Pero las operaciones militares en el interior del país rebasaron largamente la apariencia de un “conflicto interno” y se proyectaron como una verdadera guerra de exterminio contra las poblaciones nativas y pueblos originarios. Así pudo catalogarse también el programa de esterilizaciones forzadas, al que fueran sometidas más de 350 mil mujeres en el país.
El 75% de las víctimas de todas estas prácticas fueron habitantes de zonas rurales, poblaciones originarias y quechua-hablantes. Ancianos, hombres, mujeres y niños, sufrieron por igual los efectos de esta política devastadora que nunca será suficientemente conocida.
Mientras todo esto ocurría, el mandatario y su entorno se robaron el país, remataron las empresas públicas, y saquearon el erario nacional. Sólo Alberto Fujimori se apoderó de seis mil millones de dólares que hoy permiten a sus hijos, ser propietarios de boyantes empresas mineras y otras.
En su momento se denunció también que robaron barras de oro del Banco Central y hasta el Oro de Paititi, una de las riquezas históricas de la nación. Cuando fue denunciado y se vio descubierto, huyó del país, renunció por fax, y finalmente se refugió en el Japón donde tuvo el cuajo de postular -sin suerte- a una Curul en el Parlamento Nipón. Finalmente pretendió volver al Perú, pero se refugió en Chile, desde donde fue extraditado.
Sometido a un proceso penal –el más limpio de nuestra historia- fue condenado. No obstante, nunca estuvo realmente preso. Confinado en un Centro Recreacional de la Policía, el ex Fundo Barbadillo, dispuso de más de 170 metros cuadrados con jardines propios y otras comodidades.
Tuvo, de manera permanente, televisión por cable, internet, teléfonos celulares y visitas constantes de familiares y amigos. Fue objetivamente el más privilegiado de los reos. Nunca se arrepintió de sus crímenes, jamás reconoció delitos, ni pidió perdón a sus víctimas o a los familiares de ellas. Tampoco pagó un centavo de la “reparación civil” que le fuera demandada, ni devolvió nada de lo que robó.
Este reo, es hoy favorecido por una decisión írrita del TC impuesta apenas por una muy precaria correlación de fuerzas. Eduardo Ferrero, amigo de Keiko y ahora presidente del TC, tuvo que votar penosamente en dos ocasiones dos veces para asegurar una decisión que nuestro pueblo repudiará siempre. Y es que no se perdonará a este asesino, ni se borrarán los hechos vividos en esos años de barbarie.
Aunque pareciera que finalmente en el Perú la impunidad se impone, nadie sabe cuántas vueltas da la tuerca. Los que hoy ríen mañana habrán de llorar desconsolados. Y es que este indulto es una afrenta intolerable.
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