De paramilitares y políticos y otras relaciones
27/11/2006
- Opinión
La reciente decisión de la Corte Suprema de dictar orden de aseguramiento contra un reducido número de congresistas colocó en el centro de las preocupaciones nacionales la relación entre paramilitares y políticos. Sin embargo la cuestión no es nueva ni sorprende a nadie. Lo nuevo es la judicialización de esa relación por parte de una de las más altas instancias del poder judicial, años después que la Fiscalía hubiera desestimado, para utilizar una expresión benigna, algunas de las pruebas que sustentan la decisión de la Corte. Decisión que ha provocado explicables temores en algunos políticos y otras personas de diversos sectores sociales o miembros de instituciones estatales, a la vez que ha despertado la esperanza en millones de colombianos de que se pueda avanzar en la desarticulación efectiva del complejo fenómeno paramilitar.
La novedad e importancia de la decisión de la Corte explica, en parte, la declaración del 23 de noviembre de la cúpula del sector del paramilitarismo y el narcotráfico concentrado en La Ceja, a través de la cual dan a conocer la decisión, fundada, según ellos, en una “razón patriótica y humanitaria… de relatar la verdad sobre el origen, la evolución y el modo de operar, de lo que fue nuestra organización de Autodefensas Campesinas. Lo hacemos como una contribución a la paz del país”. Y van más allá al invitar “a quienes fueron nuestros impulsores, colaboradores y beneficiarios directos, empresarios, industriales, dirigentes políticos y gremiales, funcionarios, líderes regionales y locales, miembros de la fuerza pública entre otros, (la negrilla es del autor) que nos acompañen sin aprehensión ni temor en esta tarea. No queremos figurar como delatores. Nuestra convocatoria es para que conjuntamente con nosotros, le demos la cara a un país que reclama saber la verdad de lo sucedido en esta aciaga etapa de la historia de Colombia. Es la hora de comenzar a restañar heridas y pedir perdón a partir del principio reparador de la verdad”.
La decisión de la Corte y la reacción de la cúpula paramilitar colocan sobre la mesa, algunas de las piezas claves de la maquinaria criminal que bañó de sangre buena parte del territorio nacional. Piezas que nos reafirman en la tesis de que el paramilitarismo es un fenómeno multidimensional -–militar, político, económico y social--, heterogéneo, al servicio de intereses privados, ligado a dinámicas locales y regionales, articulado al narcotráfico y con fuertes vinculaciones con sectores de la sociedad y “miembros de la fuerza pública”. Más allá de su heterogeneidad, un elemento común a los grupos paramilitares es su vocación contrainsurgente. Su fortaleza deriva, en alguna medida, de esta densa red de relaciones que les ha garantizado complicidad social y política, impunidad judicial, ingentes recursos económicos y su papel en la lucha contrainsurgente.
La existencia de este fenómeno no es ajena a algunos de los rasgos de nuestra precaria democracia y a las modalidades de la competencia política: la compra de votos, los fraudes electorales y los procedimientos intimidatorios para hacer nugatoria la competencia política democrática. Con el paramilitarismo estos procedimientos se llevaron al extremo, incluso mediante la eliminación -–física o política-- de competidores de candidatos propios o afines a sus intereses. Es incuestionable la responsabilidad de los dirigentes políticos y de los partidos y movimientos que han hecho de estos procedimientos sus formas consentidas de acción. Y es mucho más grave esta responsabilidad cuando estas prácticas y dirigentes políticos forman parte de la coalición política en la que se sustenta el actual gobierno. Y aunque sus expresiones son fundamentalmente locales o regionales, como en los casos que hasta el momento investiga la Corte, ello no significa que no sea una práctica extendida a nivel nacional. Con razón muchos políticos temen que el hilo que ha comenzado a tomar la Corte, se convierta en una soga en su cuello al revelar esta perversa “democracia armada” con que han resuelto la competencia electoral.
Tampoco es ajena a la presencia de un Estado cuyo sistema de justicia presenta graves deficiencias que ha favorecido el recurso a la “justicia por cuenta propia”, coadyuvando a generar ese mercado de la violencia del que hacen parte el narcotráfico y el paramilitarismo. Mercado al que concurren delincuentes de todo tipo y otras personas. Para retomar los términos de la declaración de los narcotraficantes y paramilitares, entre esas personas están “empresarios, industriales, dirigentes políticos y gremiales, funcionarios, líderes regionales y locales…” En una reciente entrevista concedida a Yamid Amat, el nuevo presidente de Fedegan, José Félix Lafaurie, reconocía que los ganaderos apoyaron y promovieron el paramilitarismo, en una decisión equivocada que no deberían volver a repetir. Hay una grave responsabilidad estatal por sus falencias, pero también una grave responsabilidad de los ciudadanos que han hecho del recurso a la violencia el sustituto de la justicia, debilitando aún más nuestra ya de por sí débil democracia.
Débil democracia que carece de un Estado capaz de ejercer el monopolio de la violencia legítima. Su fuerza pública se encuentra en medio de poderes armados, como el de la guerrilla que la enfrenta, y como el de los paramilitares que la complementan. Esa lógica de la complementariedad ha permitido tejer redes de cooperación, complicidad activa y pasiva con “miembros de la fuerza pública” como lo expresan los narcotraficantes y paramilitares desde su concentración en La Ceja. Con la equivocada concepción de que “el enemigo de mi enemigo es mi amigo” miembros de la fuerza pública avanzaron por un sendero de deslegitimación, retroalimentado por una formación y criterios de ascenso que se basan en la capacidad de producir bajas al enemigo, algunos de cuyos efectos perversos son los llamados “falsos positivos”. Las fuerzas armadas parecen no haber aprendido la lección universal que dejaron las guerras insurgentes del siglo XX: estas guerras se definen primero en el campo de la legitimidad política y secundariamente en el militar. El más claro ejemplo fue, en su momento, la guerra de Vietnam.
La penetración del narcotráfico y el paramilitarismo en organizaciones políticas, instituciones civiles y estatales es un síntoma de la fragilidad de nuestra democracia. La manera de encarar este fenómeno es justamente el fortalecimiento integral de la democracia. Es ese el gran desafío y allí se ubica la contribución que la Corte y otras instancias judiciales pueden hacer, si persisten en tirar del hilo que conduzca a destruir la densa red de relaciones que el narcotráfico, el paramilitarismo y, en general, el crimen organizado han tejido en esta sociedad. Y para ello es indispensable reconocer el carácter multidimensional del fenómeno paramilitar: desmontar, así haya sido parcialmente, las estructuras militares visibles ha sido positivo. Pero eso no basta. Hay que desmontar las estructuras militares invisibles; los grupos viejos que aparecen hoy con nombres nuevos después de haber entregado uniformes nuevos y armas viejas; los grupos nuevos estimulados por el temor al vacío creado por la parcial desmovilización paramilitar. Hay que golpear sus redes económicas y políticas, que son las que les permiten seguir ejerciendo el poder que tienen en muchos departamentos del país. Y para ello se requiere hacer visibles las redes sociales de apoyo de quienes son sus “impulsores, colaboradores y beneficiarios directos”.
Las decisiones judiciales son fundamentales, porque este proceso de desmonte debe ser institucional. Hay que apoyar y rodear a la Corte y neutralizar las múltiples presiones que puede estar recibiendo para que no avance demasiado. Hay que impedir que la “razón de Estado” prevalezca sobre la necesidad de la refundación de nuestra democracia. La declaración de los narcotraficantes y paramilitares de comprometerse a decir la verdad es bienvenida. Pero hay que evitar que se convierta en una artimaña para evitar que la verdad aflore, ante la magnitud del desafío que implica. De la verdad de todos es posible pasar al silencio de todos, en un mecanismo de recíproca protección. Siempre se podrá invocar, como se ha venido haciendo, que Colombia no está preparada para conocer la verdad, que no es posible hacerlo en medio de un conflicto armado, que no conviene cuestionar la fuerza pública al revelar la gravedad de la relación de miembros de ésta con el narcotráfico y el paramilitarismo porque eso es darle ventajas a la guerrilla.
Estos argumentos son sofismas. La construcción y profundización de la democracia requiere transparencia, legitimidad de sus instituciones y sobre todo participación y compromiso ciudadano. Podemos parafrasear que la “verdad nos hará libres”, o por lo menos ayudará en ese camino, si con ella avanzamos en el desmonte efectivo del paramilitarismo que es una de las más graves amenazas para la construcción democrática de nuestra sociedad.
- Jaime Zuluaga Nieto es profesor emérito de la Universidad Nacional de Colombia.
Fuente: Corporación Viva la Ciudadanía. Semanario Virtual Caja de Herramientas
semanariovirtual@viva.org.co
www.vivalaciudadania.org
La novedad e importancia de la decisión de la Corte explica, en parte, la declaración del 23 de noviembre de la cúpula del sector del paramilitarismo y el narcotráfico concentrado en La Ceja, a través de la cual dan a conocer la decisión, fundada, según ellos, en una “razón patriótica y humanitaria… de relatar la verdad sobre el origen, la evolución y el modo de operar, de lo que fue nuestra organización de Autodefensas Campesinas. Lo hacemos como una contribución a la paz del país”. Y van más allá al invitar “a quienes fueron nuestros impulsores, colaboradores y beneficiarios directos, empresarios, industriales, dirigentes políticos y gremiales, funcionarios, líderes regionales y locales, miembros de la fuerza pública entre otros, (la negrilla es del autor) que nos acompañen sin aprehensión ni temor en esta tarea. No queremos figurar como delatores. Nuestra convocatoria es para que conjuntamente con nosotros, le demos la cara a un país que reclama saber la verdad de lo sucedido en esta aciaga etapa de la historia de Colombia. Es la hora de comenzar a restañar heridas y pedir perdón a partir del principio reparador de la verdad”.
La decisión de la Corte y la reacción de la cúpula paramilitar colocan sobre la mesa, algunas de las piezas claves de la maquinaria criminal que bañó de sangre buena parte del territorio nacional. Piezas que nos reafirman en la tesis de que el paramilitarismo es un fenómeno multidimensional -–militar, político, económico y social--, heterogéneo, al servicio de intereses privados, ligado a dinámicas locales y regionales, articulado al narcotráfico y con fuertes vinculaciones con sectores de la sociedad y “miembros de la fuerza pública”. Más allá de su heterogeneidad, un elemento común a los grupos paramilitares es su vocación contrainsurgente. Su fortaleza deriva, en alguna medida, de esta densa red de relaciones que les ha garantizado complicidad social y política, impunidad judicial, ingentes recursos económicos y su papel en la lucha contrainsurgente.
La existencia de este fenómeno no es ajena a algunos de los rasgos de nuestra precaria democracia y a las modalidades de la competencia política: la compra de votos, los fraudes electorales y los procedimientos intimidatorios para hacer nugatoria la competencia política democrática. Con el paramilitarismo estos procedimientos se llevaron al extremo, incluso mediante la eliminación -–física o política-- de competidores de candidatos propios o afines a sus intereses. Es incuestionable la responsabilidad de los dirigentes políticos y de los partidos y movimientos que han hecho de estos procedimientos sus formas consentidas de acción. Y es mucho más grave esta responsabilidad cuando estas prácticas y dirigentes políticos forman parte de la coalición política en la que se sustenta el actual gobierno. Y aunque sus expresiones son fundamentalmente locales o regionales, como en los casos que hasta el momento investiga la Corte, ello no significa que no sea una práctica extendida a nivel nacional. Con razón muchos políticos temen que el hilo que ha comenzado a tomar la Corte, se convierta en una soga en su cuello al revelar esta perversa “democracia armada” con que han resuelto la competencia electoral.
Tampoco es ajena a la presencia de un Estado cuyo sistema de justicia presenta graves deficiencias que ha favorecido el recurso a la “justicia por cuenta propia”, coadyuvando a generar ese mercado de la violencia del que hacen parte el narcotráfico y el paramilitarismo. Mercado al que concurren delincuentes de todo tipo y otras personas. Para retomar los términos de la declaración de los narcotraficantes y paramilitares, entre esas personas están “empresarios, industriales, dirigentes políticos y gremiales, funcionarios, líderes regionales y locales…” En una reciente entrevista concedida a Yamid Amat, el nuevo presidente de Fedegan, José Félix Lafaurie, reconocía que los ganaderos apoyaron y promovieron el paramilitarismo, en una decisión equivocada que no deberían volver a repetir. Hay una grave responsabilidad estatal por sus falencias, pero también una grave responsabilidad de los ciudadanos que han hecho del recurso a la violencia el sustituto de la justicia, debilitando aún más nuestra ya de por sí débil democracia.
Débil democracia que carece de un Estado capaz de ejercer el monopolio de la violencia legítima. Su fuerza pública se encuentra en medio de poderes armados, como el de la guerrilla que la enfrenta, y como el de los paramilitares que la complementan. Esa lógica de la complementariedad ha permitido tejer redes de cooperación, complicidad activa y pasiva con “miembros de la fuerza pública” como lo expresan los narcotraficantes y paramilitares desde su concentración en La Ceja. Con la equivocada concepción de que “el enemigo de mi enemigo es mi amigo” miembros de la fuerza pública avanzaron por un sendero de deslegitimación, retroalimentado por una formación y criterios de ascenso que se basan en la capacidad de producir bajas al enemigo, algunos de cuyos efectos perversos son los llamados “falsos positivos”. Las fuerzas armadas parecen no haber aprendido la lección universal que dejaron las guerras insurgentes del siglo XX: estas guerras se definen primero en el campo de la legitimidad política y secundariamente en el militar. El más claro ejemplo fue, en su momento, la guerra de Vietnam.
La penetración del narcotráfico y el paramilitarismo en organizaciones políticas, instituciones civiles y estatales es un síntoma de la fragilidad de nuestra democracia. La manera de encarar este fenómeno es justamente el fortalecimiento integral de la democracia. Es ese el gran desafío y allí se ubica la contribución que la Corte y otras instancias judiciales pueden hacer, si persisten en tirar del hilo que conduzca a destruir la densa red de relaciones que el narcotráfico, el paramilitarismo y, en general, el crimen organizado han tejido en esta sociedad. Y para ello es indispensable reconocer el carácter multidimensional del fenómeno paramilitar: desmontar, así haya sido parcialmente, las estructuras militares visibles ha sido positivo. Pero eso no basta. Hay que desmontar las estructuras militares invisibles; los grupos viejos que aparecen hoy con nombres nuevos después de haber entregado uniformes nuevos y armas viejas; los grupos nuevos estimulados por el temor al vacío creado por la parcial desmovilización paramilitar. Hay que golpear sus redes económicas y políticas, que son las que les permiten seguir ejerciendo el poder que tienen en muchos departamentos del país. Y para ello se requiere hacer visibles las redes sociales de apoyo de quienes son sus “impulsores, colaboradores y beneficiarios directos”.
Las decisiones judiciales son fundamentales, porque este proceso de desmonte debe ser institucional. Hay que apoyar y rodear a la Corte y neutralizar las múltiples presiones que puede estar recibiendo para que no avance demasiado. Hay que impedir que la “razón de Estado” prevalezca sobre la necesidad de la refundación de nuestra democracia. La declaración de los narcotraficantes y paramilitares de comprometerse a decir la verdad es bienvenida. Pero hay que evitar que se convierta en una artimaña para evitar que la verdad aflore, ante la magnitud del desafío que implica. De la verdad de todos es posible pasar al silencio de todos, en un mecanismo de recíproca protección. Siempre se podrá invocar, como se ha venido haciendo, que Colombia no está preparada para conocer la verdad, que no es posible hacerlo en medio de un conflicto armado, que no conviene cuestionar la fuerza pública al revelar la gravedad de la relación de miembros de ésta con el narcotráfico y el paramilitarismo porque eso es darle ventajas a la guerrilla.
Estos argumentos son sofismas. La construcción y profundización de la democracia requiere transparencia, legitimidad de sus instituciones y sobre todo participación y compromiso ciudadano. Podemos parafrasear que la “verdad nos hará libres”, o por lo menos ayudará en ese camino, si con ella avanzamos en el desmonte efectivo del paramilitarismo que es una de las más graves amenazas para la construcción democrática de nuestra sociedad.
- Jaime Zuluaga Nieto es profesor emérito de la Universidad Nacional de Colombia.
Fuente: Corporación Viva la Ciudadanía. Semanario Virtual Caja de Herramientas
semanariovirtual@viva.org.co
www.vivalaciudadania.org
https://www.alainet.org/de/node/118402
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