Cuestión de Estado

Catalunya hacia la independencia

Dos cuestiones claras: que el proceso hacia la independencia de Catalunya es imparable y que va para largo por su complejidad.
02/10/2015
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  • Opinión
Catalunya cataluna
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Las placas tectónicas de la política española están sufriendo agudos desplazamientos con el crecimiento exponencial del independentismo catalán. Que llegue a producirse terremoto, depende en gran medida de la actitud de los gobiernos de Madrid, hoy prisioneros de un radical rechazo centralista hacia todo lo que suene a cambios de fondo, tanto en el terreno social como en el territorial.

 

“La independencia llegará tarde o temprano”, dijo Pep Guardiola, ex director técnico del Barcelona y actual del Bayern.  Con la distancia y la claridad que le da el no formar parte de la elite política, aunque cerró las listas de Junts pel Sí, el catalán sentencia que la independencia “es una cosa complicada y difícil, que parece que va para largo”.

 

Su posición, como la de la inmensa mayoría de los seres, está dictada por el sentido común más que por los cálculos de intereses, a menudo justificados como razón política. “Esta es la oportunidad que tenemos de hacer un nuevo país, partiendo de cero, más justo”. A renglón seguido, disparó: “La voluntad de un pueblo no la puede parar nadie” (El Confidencial, 28 de agosto de 2015).

 

La noche del 27 de setiembre, cuando se desgranaban los primeros datos de las elecciones autonómicas más importantes en la historia reciente, fueron quedando meridianamente claras las dos cuestiones: que el proceso hacia la independencia de Catalunya es imparable y que va para largo por su complejidad.

 

Las razones de esa complejidad se encuentran, básicamente, en un Estado Español que sigue siendo tan centralista como siempre, que le cuesta desprenderse de sus características históricas heredadas de taras de nacimiento, ligadas a la expulsión de judíos primero y de moriscos más tarde, imponiendo una falsa homogeneidad que implica una drástica negación de las diferencias. Desnudos de argumentos que se dieron durante la campaña, luego de que la Unión Europea destacara, luego de las elecciones, que el resultado es apenas “un asunto interno de España” (La Vanguardia, 28 de setiembre de 2015).

 

Un país dividido

 

Los independentistas ganaron la mayoría absoluta de las bancas (72 en 135) pero no alcanzaron la mitad más uno de los sufragios (48 por ciento del total). Más allá de las declaraciones de unos y otros, dos cosas parecen evidentes: que el país catalán está dividido y, aunque la pujanza mayor está del lado de los que optan por la independencia, los números no alcanzan. Aunque llegaran a la mitad más uno, no tiene mucho sentido declarar la independencia con un respaldo que, aunque fuese mayoría, no alcanza para revestirse de legitimidad. Así las cosas, deben analizarse los resultados dando un rodeo.

 

La participación fue extraordinaria. Casi el 77 por ciento fueron a votar, ocho puntos encima de la participación de 2012. Sin duda, el tema motivó tanto a los que quieren la independencia como a los que la rechazan, y también a esa porción de insatisfechos que no quieren ni una cosa ni la otra, pero aspiran a que Catalunya tenga más autonomía, entre los que figuran los ex comunistas y Podemos, aliados en Catalunya Si Que es Pot (csqp).

 

Entre los ganadores de la jornada, deben destacarse la izquierda radical de las CUP (Candidaturas de Unidad Popular) que triplica diputados (de tres a diez) y votos, y la nueva derecha de Ciutadans que duplica largamente su representación (de nueve a 25 escaños) y más que duplica sus votos. Para los primeros es un doble triunfo, ya que se convirtieron en la llave de la independencia y de la gobernabilidad catalana, dependiendo Artur Mas de su apoyo para seguir en la presidencia.

 

Entre los derrotados, la peor parte se la lleva el Partido Popular que se convierte en una fuerza marginal (con apenas once escaños) y la versión catalana de Podemos (csqp) que con apenas 11 diputados realiza una pésima votación. Los socialistas pierden cuatro escaños (quedan en 16), no sufren una sangría de votos aunque no consiguen captar entre los nuevos votantes, ese medio millón de personas que se volcaron a las urnas y que habitualmente se abstienen.

 

En cuanto al oficialismo catalanista, la candidatura Junts pel Sí, que agrupa a Convergencia y Esquerra Republicana, queda lejos de la mayoría absoluta con sólo 62 escaños pero se reafirma como la fuerza más votada. Entre las dos fuerzas habían obtenido 71 diputados en las autonómicas de 2012 (50 Convergencia y 21 Esquerra), siendo el presidente Mas el mayor afectado ya que su audaz proyecto de independencia (que debería concretarse en dos años) parece sufrir por lo menos un serio enlentecimiento.

 

En síntesis, predominó la polarización, con fuerte desgaste del partido del presidente español Mariano Rajoy. Lo más preocupante, para las fuerzas de izquierda, es la pujanza de la nueva derecha que, junto a la vieja, cosechan nada menos que 36 escaños, una minoría tan maciza como resistente.

 

En efecto, el partido Ciutadans ha crecido sobre todo entre los inmigrantes, o sea en el cinturón obrero de Barcelona que supo ser el “cinturón rojo”, porque como sucedía en otras grandes ciudades europeas sus votantes se repartían entre comunistas y socialistas. Pero ahora la nueva derecha españolista ha ganado en municipios como l´Hospitalet de Llobregat y Prat de Llobregat, anunciando un futuro complejo para las izquierdas. Es probable que ante la debilidad de los socialistas y las indefiniciones de Podemos, una parte del electorado que nunca hubiera votado por el Partido Popular, se incline ahora hacia una derecha más moderna como Ciutadans.

 

Los límites de la nueva izquierda

 

El sonoro fracaso de la versión catalana de Podemos, en alianza con Izquierda Unida y otras tres formaciones menores, merece una reflexión aparte. En escaños, apenas consiguió once donde Izquierda Unida había cosechado 13 en 2012. El desastre es aún mayor porque la dirección de Podemos aspiraba a disputar el segundo lugar a Ciutadans, de ahí la fuerte participación de Pablo Iglesias en la campaña, quien participó nada menos que en catorce actos.

 

Quizá la peor consecuencia para Podemos es que los magros resultados en Catalunya pueden arrastrarla a la baja en todo el Estado Español en las elecciones de diciembre, en las cuales la formación se juega su futuro.

 

A la hora de reflexionar sobre las razones de este fracaso, aparecen dos cuestiones de fondo. La primera es la forma como encaró la campaña electoral. El comunista Jordi Borja criticó a la formación por su indefinición respecto al tema central en debate, la relación España-Catalunya. En vez de responder a este dilema, Podemos optó por “una campaña social”, o sea “mear fuera del tiesto” (El Diario, 25 de setiembre de 2015).

 

El resultado fue “un perfil bajo y marginal”. Para Borja, uno de los principales intelectuales de la izquierda catalana que apoya a Podemos, “no se trataba de apuntarse a la independencia, pero sí a la autodeterminación, al derecho a decidir, a dejar claro que el principal adversario es el Partido Popular, que seríamos beligerantes si las actuales instituciones pretenden reprimir al independentismo, que rechazamos al bloque del NO, que no renunciamos a la independencia si no hay un gobierno dispuesto a reconocer a Catalunya como nación y a una relación pactada de tu a tu”.

 

Pero el mensaje más fuerte de Borja a sus compañeros, consiste en que no se sienten identificados con el país catalán ya que han hecho un discurso “más propio de la periferia de Madrid”. Es muy duro, pero es cierto. La imagen que emitieron de pertenencia al Estado Español ha sido más potente que la de afinidad con un Estado catalán, que es defendido por la inmensa mayoría de los catalanes aunque no estén a favor de la independencia.

 

Aparece aquí la segunda cuestión, que es la que hace dudar sobre la capacidad de la dirección de Podemos para encabezar un proyecto verdaderamente de izquierdas. Al parecer, la formación de Iglesias no ha comprendido que la transición fue una estafa, según la entienden buena parte de los vascos y los catalanes, en gran medida porque las izquierdas de la época, socialistas y comunistas, negociaron un continuismo del franquismo a espaldas de sus votantes y hasta de sus militantes.

 

Josep Fontana lo pone en negro sobre blanco. “Las izquierdas –dice el historiador en una larga entrevista- que han pedido a la gente niveles de heroísmo durante el franquismo, que se jugaran la libertad y la vida por conseguir unos objetivos, se olvidan de lo que habían defendido cuando llega el momento de aceptar la continuidad de gran parte del aparato social del franquismo: jueces, profesores, etcétera, a cambio de acceder a los privilegios de ser parlamentarios” (El Diario, 28 de noviembre de 2014).

 

Fontana integró las filas del comunismo catalán (PSUC) desde 1957 pero lo abandonó en 1980, poco después de los criticados Pactos de la Moncloa entre la izquierda y el aparato posfranquista. En su opinión, resultó “escandaloso” que el PSOE y el PCE publicaran manifiestos a favor del derecho a la autodeterminación pero, en privado, se reunieron con militares “donde hablaban con franqueza lo que piensan, que es lo contrario de lo que dicen los manifiestos”. Reuniones discretas que se conocieron mucho después, al publicarse las memorias de miembros de los servicios de inteligencia de la época.

 

Podemos nace criticando precisamente a esa izquierda y enarbolando otra forma de hacer política, un tema al que le concedió más importancia incluso que al programa. Pero en Cataluña fue perfilando un estilo diferente, de pactos entre partidos y dirigentes, a contrapelo de lo prometido y de las coaliciones de “unidad popular” que promovió en varias capitales, como Barcelona en Común, que entusiasmó al punto de ganar la alcaldía con la activista social Ada Colau al frente. La reciente campaña catalana mostró otra cara de Podemos, mucho más cercana al estilo político que siempre habían criticado sus dirigentes.

 

El gran problema, incluso para esta nueva izquierda, es que para el votante medio las diferencias con la derecha son menos claras de que lo sería deseable.

 

El Estado Español como problema

 

La transición del franquismo a la democracia fue, quizá, la última oportunidad para resolver un problema de cinco siglos: un Estado centralista y absolutista, montado sobre exclusiones y expulsiones, oscurantista como pocos, maridado con la iglesia católica y militarista. El largo dominio del franquismo fue posible gracias a esas tradiciones que, a su vez, contribuyó a reforzar.

 

La fuerza social acumulada bajo los 40 años de dictadura fue dilapidada, como señala Fontana, a cambio de un puñado de cargos en las instituciones. Oportunidades como esa se dan cada mucho tiempo, quizá una vez cada siglo. La derrota de la Corona de Aragón en la Guerra de Sucesión (1714) acabó con los fueros catalanes en manos de los borbones. La derrota de la Constitución aprobada por las Cortes de Cádiz (1812), con el retorno de Felipe VII, echó por tierra la democratización de un Estado que acababa de nacer y repuso al absolutismo en el poder de mando. La República fue aniquilada con un baño de sangre (1936).

 

En los tres casos anteriores hubo derrotas militares que dieron por tierra con proyectos democratizadores. Lo novedoso de la transición tras la muerte de Franco, es que la posible ruptura democrática fue apuñalada por la espalda por los que se suponía debían llevarla hasta el final. De ahí que el economista y ecologista Joan Martínez Alier mencione la “rabia” que en Catalunya generó la transición, y Fontana la considere un fraude.

 

¿Serán las cosas diferentes en esta ocasión? Según el historiador, ya lo son. En gran medida porque se conjugan dos hechos centrales: se trata de un problema social más que nacional y el turnarse entre partidos del sistema, conservadores y socialistas (PP y PSOE) se está agotando. Lo segundo parece evidente, ante el ascenso de Podemos y Ciutadans.

 

Lo primero, supone descartar la propaganda de la derecha, que viene utilizando un nacionalismo inexistente para hacer pasar su anticatalanismo. En suma, según la opinión de Fontana estaríamos ante un independentismo no nacionalista.

 

Las manifestaciones del 11 de setiembre de 2012 (Día de Catalunya), que fue el despertar del actual independentismo con millones en las calles, fueron “movimientos populares y espontáneos”. Esos millones “no fueron movilizados por los partidos ni por nadie”, ganaron las calles “porque responden a un malestar, y ese malestar, y es lo que muchas veces no se ha entendido, se suma a la idea de que están sufriendo una serie de agresiones”. En síntesis, estaban allí “por un malestar profundo que se expresa con la palabra independencia. Una palabra que expresa la voluntad de ruptura total” (El Diario, 28 de noviembre de 2014).

 

Una suerte de “que se vayan todos” en una nación que siente agravios históricos. Argumento sólido que, sin embargo, necesita comprobación.

 

La descripción que hace Martínez Alier de las CUP, el sector independentista que más ha crecido, resuena en la misma dirección. “Es un partido asambleario, a favor de la soberanía alimentaria y energética, es un partido feminista y ecologista con muchos jóvenes pero con viejas raíces entre quienes rechazamos las concesiones que la izquierda hizo a los post-franquistas durante la transición” (Sinpermiso, 27 de setiembre de 2015).

 

Creadas en 1986, las CUP se definen además como anticapitalistas y euroescépticas. Hasta las elecciones municipales de 2003, en las que cosecharon 20 mil votos y una veintena de concejales en pequeños pueblos, eran una fuerza marginal. Hoy se acercan al 10 por ciento, tienen 400 concejales, diez diputados y 335 mil votos.

 

En ningún lugar de su programa aparece el vocablo nacionalismo. Se trata de un movimiento del sector de la sociedad que rechaza el capitalismo, el patriarcado y el Estado. Una política con fuerte arraigo juvenil, sector que ostenta un 50 por ciento más de catalanismo que los mayores de 30 años. Ante las enormes dificultades que existen para que La Moncloa cambie de inquilinos, este sector puede seguir creciendo.

 

“Aquí sin demasiado esfuerzo se saca un millón de personas a la calle”, razona Fontana. “Y que salgan una vez y que vuelvan a salir y que vuelvan a hacerlo, quiere decir que hay un malestar profundo. Y lo único que se hace con ese malestar es alimentarlo sobre la base de decir estupideces y no hay salida. El PP, lejos de ser un cuerpo de bomberos, es un cuerpo de incendiarios”.

 

Para la gente común la independencia es, en gran medida, una cuestión de Estado. La gente intenta evadir, en su vida cotidiana, a las instituciones y a sus funcionarios, pero en las épocas de crisis, cuando aparece la cara más adusta del Estado, suele rebelarse. No por ideología, sino por necesidad. Tal vez la frase de Pep sea una utopía, ya que nada indica que el nuevo país que pretende no sea copado por las elites. Pero esa misma gente común ya probó el sabor amargo de las izquierdas. Ahora muchos quieren probar un nuevo país, como lo soñaron tras la muerte de Franco en 1975. Nadie les puede negar el deseo de volver a soñar.

 

- Raúl Zibechi, periodista uruguayo, escribe en Brecha y La Jornada.  Integrante del Consejo de ALAI.

https://www.alainet.org/de/node/172769?language=es
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