Que no se ahogue la voz de los derechos humanos
26/09/2001
- Opinión
Los atentados del 11 de septiembre del 2001 en Estados Unidos constituyeron una
tragedia internacional. Entre sus víctimas hubo ciudadanos estadounidenses, así
como de otros países de América, de Asia, de Europa; ciudadanos musulmanes,
cristianos, judíos. Aunque la identidad de los autores aún tiene que
establecerse plenamente, los datos parecen indicar que procedían de varios
países. El dolor y la indignación ante este acto atroz han afectado a personas
de todo el mundo. Una tragedia internacional requiere una respuesta global,
fundamentada en los principios universales de justicia y de derechos humanos.
Mientras el mundo se prepara para una «reacción enérgica», los líderes del mundo
han adoptado el lenguaje de la guerra. En horas como ésta es cuando debemos
estar en guardia para avistar los peligros que acechan a los derechos humanos.
La voz de los defensores de los derechos humanos no debe quedar ahogada por el
toque de rebato que llama a las armas. Exigimos que los Estados respeten los
derechos humanos y el derecho humanitario internacional, y que lo hagan siempre,
en toda circunstancia.
Ya hemos tenido que presenciar la ola de ataques racistas causados por el simple
aspecto o religión de las personas. La percepción de amenaza está echando leña
al racismo y a la xenofobia. En Norteamérica, en Europa y otros lugares, se ha
disparado, apuñalado y golpeado a musulmanes, a árabes y a sijs. Se han arrojado
bombas incendiarias contra las mezquitas. Se han saqueado los comercios. Hasta
las escuelas han tenido que cerrar sus puertas a causa de la intimidación y el
hostigamiento.
Los gobiernos tienen que actuar con firmeza para poner fin a los ataques
racistas contra los musulmanes, contra la población asiática y medioriental de
sus propios países, ya sean sus propios ciudadanos o ciudadanos extranjeros.
Nadie puede osar hablar en nombre de la libertad si la población de su propio
territorio no se siente igualmente protegida. Los gobiernos están usando la
«guerra contra el terrorismo» para introducir medidas draconianas con las que se
limita las libertades civiles. Estados Unidos y los gobiernos de la Unión
Europea están considerando la introducción de disposiciones que les permitirían
detener a los inmigrantes indefinidamente, aunque no se los acuse de ningún
delito. Medidas de este tipo no tienen ningún efecto disuasorio sobre los
autores de un posible ataque, pero sí pueden reprimir las voces disidentes y
reducir las libertades fundamentales. Por ello hay que oponerse a ellas.
Para mantener un equilibrio entre la seguridad y la libertad del individuo no
tenemos que sacrificar las salvaguardias internacionales que protegen los
derechos humanos. Incluso en la peor de las crisis, los gobiernos no tienen una
«carta blanca» absoluta. Hasta cuando están en guerra, están obligados a
obedecer las normas básicas que protegen la vida de los civiles.
El costo humano de la crisis no debe recaer en los que son más vulnerables -los
refugiados y los solicitantes de asilo que huyen de la represión y del terror-.
Algunos gobiernos están sirviéndose del clima de temor público para hacer más
estrictas las leyes y políticas de asilo. Australia y la Unión Europea están
apresurándose a introducir medidas que socavarán los derechos de los refugiados
y causarán más miseria a los seres humanos.
Una crisis humanitaria de proporciones épicas está desarrollándose en las
fronteras de Afganistán, país al que Irán y Pakistán han vuelto la espalda
cerrando la frontera a los hombres, mujeres y niños afganos afectados por la
hambruna que huyen ahora por temor a un ataque militar. Es necesario que
actuemos sin dilación para impedir una repetición de la calamidad que
presenciamos en Blace cuando los refugiados huían de Kosovo. La comunidad
internacional ha de insistir en que los Estados vecinos permitan la entrada de
los refugiados afganos. Y la comunidad internacional debe asimismo compartir el
costo y la responsabilidad de acogerlos.
Las víctimas de los atentados del 11 de septiembre, como todas las víctimas, se
merecen justicia, no venganza. ¿Cómo pueden obtenerla? Los gobiernos han pasado
a toda prisa a definir sus opciones en términos de fuerza. Nosotros, como
defensores de los derechos humanos, debemos insistir en que se haga justicia
como dicta el Estado de derecho. Tanto la persecución como el juicio
subsiguiente de los sospechosos debe realizarse en cumplimiento de las normas
internacionales que regulan el uso de la fuerza y las garantías procesales. La
pena de muerte no puede imponerse.
Los atentados del 11 de septiembre han puesto de relieve una vez más la
necesidad de un sistema de justicia internacional. Ciertas atrocidades exigen
una rendición de cuentas a nivel internacional. En algunas circunstancias la
cooperación internacional para procesar a los presuntos autores es más fácil de
lograr mediante un tribunal internacional. Lamentablemente, muchos gobiernos,
entre ellos el de Estados Unidos, no han ratificado el establecimiento de la
Corte Penal Internacional y se resistieron, durante la redacción del Estatuto de
Roma, a ampliar su jurisdicción. A medida que se hace evidente la necesidad de
la cooperación internacional para abordar crímenes transnacionales, el gobierno
de Estados Unidos debe considerar su apoyo al establecimiento de la Corte.
Todas las víctimas, tanto si perecen ante los ojos de los medios de comunicación
del mundo o en un conflicto en tierras remotas, tienen derecho a la justicia. La
respuesta a la tragedia del 11 de septiembre no debe crear más víctimas ni
servir de pretexto para lanzar un ataque contra los derechos humanos. Por el
contrario, debe llevar a los gobiernos a la construcción de un sistema efectivo
de justicia internacional que pueda poner fin a la impunidad de todos los
responsables de abusos graves contra los derechos humanos, ya se cometan en
Estados Unidos, Chechenia o en Sierra Leona.
* Irene Khan es Secretaria General de Amnistía Internacional
https://www.alainet.org/en/node/105333
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