Infiltración paramilitar en el DAS: ¿un Estado inerme?

10/04/2006
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Los informes recientemente publicados por las revistas Cambio y Semana sobre una segunda historia que revela lo que se ha llamado la “infiltración paramilitar en el DAS” es de suma importancia para discutir el problema de la “criminalidad estatal”, pese a que no alcanzó a ser escándalo porque los medios televisivos –cómplices del silencio presidencial sobre la “ayuda mercenaria” recibida en los comicios de 2002- la opacaron, al darle prioridad a la presunta maternidad de una rehén que habría experimentado el síndrome de Estocolmo. La imagen difundida es la de un Estado inerme que se ve asediado por una especie de virus. Pero nada más lejano a ello. Si bien es cierto que el paramilitarismo se configuró en un poder militar y económico con extraordinaria capacidad de disuasión por el miedo que infunde, lo hizo bajo la aquiescencia y beneplácito de la sucesión de gobiernos y de los centros de poder económico que han sido beneficiarios silenciosos de la guerra. Es decir, más allá de las responsabilidades individuales, el caso del DAS ejemplifica un problema que ha preferido ignorarse, el de la “criminalidad burocrática” que nos habla del Estado como trasgresor y que pone en cuestión la pretensión estatal -actual y futura- de fungir como árbitro en la administración de justicia. Una de las tantas expresiones de esa criminalidad es el asesinato de Alfredo Correa D’Andreis el 18 de septiembre de 2004 y que lo trae a colación la fuente de tales informes. Lo es porque fue el Estado quien lo acusó falsamente de rebelión y asociación para delinquir, con base en el dedo acusador de reinsertados acogidos al programa de delación del gobierno; fue el Estado quien lo definió como enemigo; fue el DAS quien lo aprehendió en cumplimiento de una orden de la Fiscalía; y fueron las fuerzas que hacen el “trabajo sucio” las que apagaron la vida de este “sentipensante amigo”, con base en una lista entregada por una institución estatal. Esto último lleva a la negación de la responsabilidad estatal, pero deja abiertas preguntas sobre quién en este caso debe ser responsable y quién debe poner en vigor las consecuencias de esa responsabilidad. La denominada infiltración -que facilita violencias como ésta- ha llevado a reivindicar el establecimiento de las responsabilidades individuales y a pedir una reforma sustancial del principal organismo de inteligencia del Estado. Si bien ello es pertinente, no debe soslayarse el hecho de que el problema no es sólo la existencia de unos cuantos funcionarios corruptos que favorecen un poder que se ha caracterizado por ser la condensación de la crueldad y la idealización del orden existente y ante el cual el Estado ha decidido cínicamente presentarse como indefenso. No lo es porque cuando son tantos, durante tanto tiempo y es tal el grado de coherencia en la actuación, la responsabilidad deja de ser sólo personal y pasa a ser también institucional. Las relaciones directas entre funcionarios públicos y mercenarios o entre políticos y mercenarios, no son la excepción; son un asunto común que fue fundamental para el desarrollo de la lucha contrainsurgente que adelantaron los paramilitares. Esos vínculos, sin los cuales estos últimos no hubiesen operado con tanta celeridad y exactitud, hacen parte de una relación orgánica que le ha apostado a garantizar la integridad del poder estatal (a través de un ejercicio arbitrario de la fuerza que parece no haberle generado mayores costos políticos y criminales al Estado). De otra forma ¿cómo interpretar el que sean tantos los políticos y funcionarios que han estado y estén tan dispuestos a colaborar con los mercenarios? Podría decirse que sólo lo hacen a cambio de favores personales, pero esta guerra –como otras- se caracteriza, como dice Stathis Kalyvas, por la interacción entre las identidades, motivaciones y acciones políticas y privadas; es decir, ella integra y se reproduce también en esos intercambios que parecen sólo personales. Tales relaciones se han preservado y reproducido entorno a un acuerdo tácito en el que las fuerzas mercenarias hacen el “trabajo sucio” de la lucha contrainsurgente y el aparato de Estado -pese a que no es una monada- hace todas las omisiones necesarias para garantizar su ejecución, o tolera que sus instituciones y funcionarios cooperen en tareas específicas o establezcan una coordinación que facilite la ejecución de operaciones paramilitares y preserve la inmunidad de los criminales. Claro, hasta ahora se presumía que la institución más involucrada eran las Fuerzas Armadas, pero el funcionamiento de la estrategia de disciplinamiento de esta sociedad ciertamente ha requerido más que eso. Ha necesitado, por ejemplo, del desarrollo de un “sistema de impunidad” –con el involucramiento de varias instituciones estatales- que le ha dado la confianza necesaria a los mercenarios para alcanzar tanto sus objetivos contrainsurgentes como aquellos de codicia. Ese sistema preserva el fuero militar, recurre a la alteración de la escena del crimen y desconoce la condición de víctimas a los desplazados; supone la disposición estatal de perseguir y simultáneamente garantizar la ineficacia de la persecución criminal; o permite excusarse en los procedimientos burocráticos para no aprehender los criminales aún sabiendo dónde están y qué han hecho. Esa relación no compromete la seguridad estatal porque los mercenarios se organizaron justamente en su defensa y para la preservación de los intereses de la sociedad útil -aquella de los grandes propietarios-. La única seguridad que compromete es la de aquellos ciudadanos que el mismo Estado considera enemigos del orden, es decir aquellos que demandan justicia social y libertades políticas. Pero sobre todo, ese vínculo tiende a debilitar la autoridad y legitimidad del Estado como garante de derechos, al tiempo que deja claro que la seguridad es selectiva y que es para quien tiene capacidad de pagar por ella. -Vilma Liliana Franco es investigadora del Instituto Popular de Capacitación - IPC (Colombia)
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