El fallo de La Haya: es lo que hay…

20/04/2010
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Ha pasado mucho tiempo, mucho, desde que dejé de opinar sobre el entuerto de las “pasteras” en el río Uruguay. En el ínterin no pocos asambleístas de Gualeguaychú se fundieron en fraternales abrazos con la oligarquía terrateniente y financiera sojera sin otra bandera que la del capital. Algunos otrora socialistas se aliaron con las sociedades rurales “cuatroporcuatristas”, y desde entonces para cruzar el río modestamente remontamos y descendimos 140 kilómetros de más, me subió la presión, en Uruguay la barra de un desaliñado Pepe corrió a los pitucos de derecha y de izquierda, el programa progubernamental 6-7-8 de la TV argentina se tornó tan vacuo y reiterativo como la “propia” oposición, estrené las tres pildoritas diarias, no comí más con sal y abandoné el hábito de fumar… Se acabó lo que se daba. Mientras pasaron por mi mesa de corrector decenas de libros para que quitara o agregara comas, tildes y parchara baches de sintaxis, no opiné sobre el entuerto.
 
Hace casi cinco años habíamos escrito que el recién inaugurado gobierno uruguayo del Frente Amplio tendría que haber ido a las cortes de La Haya antes que el de Argentina, invitando a éste a hacerle solidario acompañamiento, y para protestar el Convenio de Reciprocidad en la Protección de Inversiones con el Gobierno de Finlandia que le había dejado de regalo el elegante y flojo de lágrimas ex presidente Jorge Batlle. No fue. Primaron los pitucos. Somos todos culitos blancos –habrán pensado–, los tres enormes papeleros fineses y las dos docenas de mucamas y pintores de obra yoruguas radicados en tan lejano y nórdico país al que patrióticamente había que proteger desde el sur. Pobre Artigas en su tan prolongado exilio, cuántas groserías dichas y hechas…
 
Casi heroicamente paisanos orientales y entrerrianos, no pocos, tampoco muchos, se pusieron a cinchar juntos para parar el ya avanzado despropósito de convertir una cuenca alimenticia y de paisaje profundo, atravesada por un hermoso río, en un criadero de árboles genéticamente diseñados e idénticos destinados a terminar siendo envoltorios suntuarios. La construcción del matadero vegetal entusiasmó a unos y enervó a otros, en las dos acepciones de enervar.
 
Hubo bravuconadas en una orilla y en la otra, no sólo del río hermoso sino hasta en las del gran estuario amarronado. Desde una de las orillas se dijo que se iba a La Haya. Desde la otra se dijo que se fuera, ¿y qué? Se fue. Al final fueron desde las dos. Se gastó ingentemente nuestra plata, la de un lado y la del otro, en jurisconsultos viajando largas distancias. Es otro mundo el de las pelucas, sin duda.
 
Cuando el puente famoso fue quedando definitivamente intransitado opinamos, quizá por penúltima vez, que los puentes son para cruzarlos: seamos nosotros, los de abajo –dijimos–, los culitos más oscuros, los que vayamos para un lado y para el otro para entendernos, para fortalecernos, y para parar lo que hay que parar. No hubo caso. La ortodoxia de un lado fue hablar de “piqueteros K” y la del otro “ensimismarse” tercamente.
 
Lo demás ya es conocido, los empelucados jueces fueron “salomónicos”, dieron una de cal y otra de arena, dijeron que sí pero que no, que se hizo mal pero que aquí no ha pasado nada… ¡Por ahora es lo que hay! ¡Qué tristeza! Y el puente sin cruzar…
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