Los delirios del Edecán
16/06/2010
- Opinión
“ y me suben a las salas de tortura pude ver que ellos salían detrás mío, y los vi de cuerpo entero a los cuatro: Marcel Laniado, Jaime Nebot, León Febres-Cordero….”
Juan Cuvi, miembro de AVC, torturado
Juan Cuvi, miembro de AVC, torturado
El Coronel Espinoza vivía en alucinación permanente. Soñaba siempre el mismo sueño: dos mujeres, amarradas pies y manos, pendían de las vigas del sótano, oían sobrecogidas gritos desgarradores de un niño y les aplicaban descargas en sus partes íntimas, mientras al fondo del sótano, su padre, desmadejado en el gran sillón de la sala, expelía flujosde sus sesos por las cuencas vacías de sus ojos. Días y noches el mismo sueño: las variaciones venían del juego de los planos: a veces el rostro de su padre pasaba al primer plano, a veces lo ocupaban las dos detenidas. En algún momento, empezaba a sonar la Appassionata y una atmósfera de extrema vitalidad se distendía por el escenario, apaciguando incluso el chillido del niño, pero el volumen de la música ascendía hasta devenir en un descomunal torrente de estridencias que despertaba los aullidos del niño, provocaban cimbrones en los cuerpos de las mujeres y aceleraba el fluido de los sesos derretidos que se extendía amenazando anegar el escenario. En ese momento el Coronel Espinoza despertaba lleno de horror y corría al inodoro donde ya no podía vomitar porque en el fondo del agua aparecían las ratas roedoras...
Hasta entonces el vómito era una segunda naturaleza que lo protegía del horror. Pero no era una experiencia metafísica a la manera de Roquentin -y el Coronel Espinoza era un buen lector de Sartre- sino una sensación física en la boca del estómago que remontaba, lenta pero con súbitas aceleraciones, hasta el píloro y descendía una y otra vez. El Coronel Espinoza había sido educado en el Colegio jesuita para controlar sus emociones y en la Academia Militar para gobernar aquellos exabruptos que podrían denunciar una posición al enemigo: aplastar la base de la nariz para contener los estornudos, resoplar hacia adentro para sujetar los eructos, contraer el estómago para contener los gases, respirar grandes bocanadas para refrenar un vómito. El resultado fue un hombre de rostro y expresión imperturbables, hieráticos, impasibles -Espinoza el inmutable, le decía el Gobernador- que soterraba un cada vez más hirviente caldero de pasiones y emociones en su interior.
La primera vez que vomitó fue cuando el jefe de Estado lo llevó, también por primera vez, a contemplar, detrás de una grueso vidrio, la tortura a uno de los guerrilleros presos; suplicio cuyo nombre en el argot penitenciario, lo supo después, era la parrilla. La escena sobrepasaba lo imaginable: vio al detenido tendido húmedo en una cama metálica, vendados los ojos y amarrado de pies y manos a los extremos del camastro, mientras los torturadores le aplicaban descargas eléctricas, de 30 segundos de duración, en los genitales, sienes, lengua y pecho.
En el momento en que el torturador -después lo conoció: el Tnte. González...- iba a arrancar las uñas de las manos del detenido, sintió la tensión angustiosa de la nausea y las arcadas irrumpieron con violencia. El Coronel Espinoza debió emplear todos sus recursos para contener y postergar el vómito; luego con extremo sigilo se dirigió al baño e hizo grandes esfuerzos por evitar que los ronquidos y ruidos del resuello estallaran con estrépito. Cuando terminó y se lavó el rostro, las manos, el cuello y respiró varias veces hasta normalizar el ritmo, no sintió alivio sin embargo. El horror se había instado en su estómago, en sus músculos acalambrados, en sus piernas desfallecientes, en sus huesos ateridos. Era todavía una sensación difusa, casi metafísica que le recorría la piel con un sudor álgido que se acumulaba en sus ojos un poco febriles.
Retornó junto al Presidente y contempló, esta vez con consuelo, que el suplicio había terminado y que el torturado daba, con voz entrecortada y grandes silencios, nombres y direcciones. El Coronel Espinoza no oyó lo que el detenido relataba: lleno de brumas se empeñaba en vano en alejar el horror de su estómago. Esto va bien, Espinoza, le oyó decir al jefe de Estado.
En adelante, una vez al principio y luego dos por semana, lo acompañaba a una construcción de bloque y cemento, emplazada, en medio de un bosque de eucaliptos, al fondo de uno de los cuarteles cercanos a Quito, en cuyo interior y por una rampa levantada en el primer piso, el de los calabozos, se descendía por una estrecha escalera al sótano utilizado como centro de interrogatorios.
El Coronel Espinoza era pariente de la Primera Dama que lo quería mucho: esa era una de las causas por las que el Presidente le había tomado tal afecto y convertido en su confidente. Pero acaso el motivo más importante fue la pasión compartida por los caballos de paso. La única herencia que recibió de su padre fue un caballo, Príncipe Negro, descendiente de los faraones –los legendarios Caramelo y Dulce Sueño – de Puerto Rico, resultado del cruce de padrotes andaluces, con yeguas berberiscas. El Coronel Espinoza era oficial de caballería y Príncipe Negro había ganado varias competencias nacionales y una internacional. El momento decisivo del afecto del jefe de Estado se dio cuando le mostró Príncipe Negro -capaz de manejar todas las formas: las dos delanteras primero y traseras después; las izquierdas y derechas; en zigzag; un paso uno por uno…. todo de manera rítmica en cuatro tiempos iguales - y le permitió llevarlo a sus caballerizas en Guayaquil para cruzarlo con alguna de sus yeguas y obtener varias crías.
Hasta ahora no imaginó por qué te hiciste militar le decía la Primera Dama cuando lo invitaba a su casa. Los suyos despreciaban a los "soldados por cholos, ignorantes y estúpidos", como le repitió su madre cuando le confesó su decisión. Pero, los malos negocios del padre, que lo llevaron a la heroína, los hundieron en la pobreza. El ejército era su única salida.
El Coronel Espinoza apenas tenía 13 años cuando el padre perdió la fortuna familiar y lo declararon insolvente: lo vio enflaquecer hasta convertirse en una figura espectral de grandes ojos hundidos en unas grutas profundas y que no lo miraban nunca, circunvalándolo siempre, circunvalando la vida, el universo. Un buen día oyó el disparo tan temido -y tal vez ansiado- y lo descubrió yacente, en el gran sillón familiar, no con un fino hilillo de sangre en el pecho, al modo del suicidio de José Asunción Silva, el poeta amado por su padre, tal como el lo imagino al oír el disparo, sino con un tiro en la sien que le había desfigurado el rostro. Junto a su madre fueron llevados a la casa de sus abuelos maternos que vivían glorías demasiado antiguas para la vida. Fue en ese momento que decidió enrolarse en el ejército. La madre se negó a recibirlo durante muchos años.
La actual Primera Dama, entonces aún soltera, le había prestado el dinero para el equipamiento y la garantía de permanencia en el Ejército; a su pesar le dijo, porque sabía que no soportaría los malos tratos de esas bestias y perdería su dinero.
Pero resistió: los trotes extenuantes, los ejercicios gimnásticos exagerados, los castigos en calabozos de un metro cuadrado, los plantones de sol a sol, los desplazamientos por terrenos pantanosos, riscos y precipicios, ríos turbulentos, zonas alambradas a medio metro del suelo, la prueba final en que lo soltaron en algún lugar de la Amazonia del cual debía dirigirse al destacamento próximo a casi cien kilómetros, provisto sólo de una brújula, un cuchillo, una soga y un trozo de panela. Su extrema discreción, el diestro manejo de sus expresiones y gestos corporales, contribuyeron a crearle una atmósfera favorable entre sus jefes y compañeros. Por las noches, un poco a escondidas, leía aquellos libros que amaba - Los hermanos Karamazov, Madame Bovary, La nausea…- y aquellos que había conseguido para mejor adaptarse a la vida castrense dotándole de cierta aura imaginaria y con los que había armado un pequeño estante: algunos ya clásicos - De aquí a la eternidad, Los desnudos y los muertos, Adiós a las armas, Sin novedad en el Frente, el ciclo de Max Aub, El laberinto mágico - y algunos novedades como Los últimos días de la humanidad, del escritor austriaco Karl Kraus, armada con comunicados de guerra y conversaciones callejeras, sobre la vida desgarrada de la Viena de la Primera Guerra mundial, una verdadera reliquia. Pero, la gran novela de la guerra, era para él, Guerra y Paz que pasó a convertirse en su libro de cabecera: amaba no tanto las aventuras del Príncipe Andrés, Natalia o Pedro Besukov, sino aquellas vastas panorámicas de la guerra en que la vida desorganizaba las formas y el caos sustituía al orden que intentaban imponer los reglamentos y los jefes.
Había logrado un secreto pacto consigo mismo que le permitió resistir la vida militar y ascender sin contratiempos en la jerarquía. Asumía sin resistencia ni desagrado la disciplina y las obligaciones del código militar, a cambio de una esfera interior de gran libertad personal. No rehuía, ni ejercía influencia alguna para hacerlo, los pases a destacamentostemidos, sobre todo en la región amazónica. Asistía a las reuniones sociales, bebía con sus compañeros en el Casino, a veces iba con ellos a los prostíbulos... Pero, preservaba su vida privada que se convirtió en un enigma para sus compañeros. En los repartos alejados le visitaban las mujeres de la región fascinadas por su elegancia, el delicado trato, los quesos y vinos que conseguía de diferentes formas.Todos los domingos por la mañana iba a las cuadras de los regimientos a ejercitar a Príncipe Negro. Y cuando se quedaba solo, leía sus libros amados sumergido en la música que lo llevaba a una suerte de ampliación de los sentidos: el Concierto de Aranjuez, el Bolero de Ravel, el Carmina Burana, el jazz de Charilie Parker, los tangos de Piazola, algún bolero de Los Panchos, el Reloj o la Barca, que le recordaban a su madre. Cuando residía en Quito, lo visitaba aquella lejana pariente suya, pintora y una suerte de leyenda en los círculos intelectuales, quien compartía además su pasión por la música y lo llevó a ampliar su horizonte a la música contemporánea -La consagración de la Primavera, el Mar,Vingt Regars sur l'Enfant-Jesús, L'Ascension, Transports de joie, Mikrophonie I-II-III- y lo condujo, a pesar de su resistencia por el recuerdo de su padre, a experimentar los efluvios de la marihuana. Había sido la relación de toda su vida, con grandes interrupciones como la estadía de ella en París y los diversos esposos o amantes con los cuales había convivido por períodos que nunca pasaron del año. Al final de sus aventuras retornaba a él. Cuando le ascendieron a Coronel se fueron a vivir juntos.
Todo iba bien, la Primera Dama consiguió que le nombraran edecán de la Presidencia; aumentó sus ingresos y se permitió refinar más sus gustos, realizar viajes frecuentes en algunos de los cuales llevaba a su esposa, comprar vestidos elegantes, alguna diadema. Ni el ni Claudia deseaban riquezas sino una vida agradable y elegante. Todo iba bien: visitó a su madre con Claudia; la madre le perdonó y la imagen del suicidio del padre pareció esfumarse de su memoria.
Sin embargo, un buen día, después de que los subversivos se fugaron del Penal García Moreno, el vocero del Gobierno anunció que al "pavo se lo mata la víspera" y el jefe de Estado se entregó con un frenesí contumaz a la llamada lucha contra la subversión y el terrorismo. Claudia que lo detestaba emprendió uno de sus largos viajes a París.
La invitación a que participara en los “interrogatorios le vino, por extraña coincidencia, el día que Claudia viajó a París. No intentó rehusarse.
Empezaron las escenas de torturas, el vómito, el horror en los nervios y los huesos. Aquel pacto consigo mismo lo volvió a ayudar esta vez: imperturbable por fuera lograba ocultar el horror que vivía por dentro. Y cuando iba a su casa, lo olvidaba todo dejando que su cuerpo fluya al ritmo de la música.
El vómito fue acreciendo, sin embargo. En cierta ocasión fue mucho más violento y casi no pudo contenerlo y silenciarlo. Una vez en el inodoro, le dieron calambres intensos que sacudían todo su cuerpo amenazando descalabrarlo y lo ahogaban largos minutos sumergiéndolo en el pánico de no volver a respirar, la mandíbula entreabierta en su máxima tensión. Al retornar, las piernas le temblaban y apenas podía sostenerse... Lo peor fue que la tortura había ascendido a su mayor violencia. Las dos detenidas habían sido colgadas de los pies, las manos atadas a la espalda y la cabeza encapuchada, en tanto los torturadores les propinaban golpes en pies y manos y descargas eléctricas en los genitales. Al día siguiente, las supliciadas luego de haber permanecido de plantón veinticuatro horas seguidas, fueron colgadas de las manos mientras oían el chillido de un niño a quien no veían -era de hecho, una grabación- mientras el torturador les gritaba es Ernestito, el muy hijo de puta, y aquí lo vamos a destripar...
Una vez en su celda, cada una de las detenidas, separada de la otra, vivía el horror de lo sucedido y los dolores que se extendían por todo el cuerpo y repiqueteaban en las zonas vulnerables, en la imagen de su compañera y en su cuerpo biforme y bifronte; oían el chillido del niño, un chillido in crescendo como si el torturado fuera el niño que recibía los golpes, las asfixias, las descargas eléctricas en sus pequeños genitales. Y la una escuchaba el clamor de su hijo real, Ernesto, Ernestito, y la otra, desdibujadas las fronteras entre la vida y la pesadilla, oía el chillido del hijo nonato, y el niño volvía a morir en su vientre. Pronto, empero, descubrieron la manera de hablarse. Cada una hablaba para la otra. En la tortura, apenas alcanzaban a decirse, resiste, por dios, resiste, acuérdate del Nato, resiste, acuérdate de Ramón, resiste, acuérdate del Facineroso, resiste, acuérdate del Pequeño, resiste, acuérdate de Hernán, resiste. Lo decían casi con el tono de las jaculatorias, descargas intensas y reiterativas que no se interrumpían ni siquiera en los momentos de mayor dolor en que ora las decían a toda rapidez antes de que comience el increscendo, ora en una suerte de diapasón congelado que se disparaba al final, en el descenso. En los descansos, cada una en su celda, se hacían confidencias. Solo te lo cuento a ti, es un secreto, no se lo digas a nadie... el día en que salió de la cárcel, el Pequeño me visitó, estaba todo mojado, empapado y chorreante, calado hasta los huesos. Lo ayude a desnudarse y secarse y le di unos pantalones bombachos que le quedaron enormes y entonces fue inevitable: lo desnudé como a una muñeca y le hice el amor; si fui yo la que le hizo el amor. El Ñato incluso en el momento del orgasmo, respondía la otra en otra celda, no deja de decirme compañera. Ramón parece un adolescente del Siglo XIX, decía la primera, durante casi dos años no se atrevió a tomarme de la mano. Fue en el Campamento Camilo Cienfuegos que nos hicimos el amor la primera vez, es decir, fui yo quien lo violé... Me di cuenta enseguida, no creas que me engañaste, reconoció la otra. Ernesto está muy bello, insistió la primera. ¿Es cierto que los tres se reunieron para ponerle el nombre?. Si, si, fue muy divertido, yo sugerí Abel como el hermano de Haydee Santamaría, el Ñato, el nombre de su padre, Severo, pero repliqué al instante ese es nombre de viejo, y Hernán volvió a la carga Fedor, Lenin, César. Fidel, Nazim... y el Ñato, porque no simplemente Juan o Julián como Julián Quito hasta que Hernán dijo Ernesto, ella iba a decir que era un nombre duro para un bebé, un nombre de hombre maduro, pero el Ñato lo aprobó enseguida y ya no hubo vuelta atrás. Pero, a la chiquita, insistió sola en su calabozo, le puse el nombre yo; un nombre montubio, Francisca, la Pancha, la Tigra. En cambio, declaró la primera, a veces me paso poniéndole nombre al hijo que se me murió en el vientre y son siempre nombres comunes Pepe, Carlitos, Juan, Nicolás, Alejo, Alejandro... Ernestito tiene tantos padres... hasta el Facineroso, tan lejano y solitario, se puso a jugar con él e incluso le hizo el caballo. ¿El Facineroso?... Me solía hacer confidencias no sé por qué, el que era tan reacio a hablar de su vida personal. A poco de conocernos, me contó parte de su vida en Puerto Bolívar y me confió que estaba viviendo con una de las chicas que conoció allá, Miosotis, que nombre tan bello.
Cuando se aproximaba la hora de las torturas, las confidencias se tornaban historias, relato, cada una en su celda. Con el Ñato nos suceden cosas increíbles, dijo la segunda, fuimos a visitar a Juan Quito y su madre. El Ñato me dijo que eran descendientes de Julián Quito, el legendario dirigente del levantamiento de 1802 que nunca fue detenido por las autoridades españolas. Dijeron que disfrazado unas veces de Francisco Sigla y otras de Fulano Sagñay logró escabullírsele y perderse en la leyenda. Hay quien dice que eligió la vía del éxodo al Oriente.. Les preguntamos sobre la historia pero no nos respondieron directamente, un bisbiseo impenetrable se extendió en la choza, no se si a manera de respuesta o de relato mítico. De pronto la vieja Juana Quito se levantó y salió a la noche, al viento, a la abrumadora paz del páramo. Una vez afuera se arrodilló, pegó la oreja a la tierra y susurró -no; no era su imaginación, yo la escuché-: los oigo, los siento, están volviendo. Vuelven a morir, siempre muriendo. ¿Vuelven a morir, siempre muriendo? Algo parecido le escuché a la madre de Ramón, intervino la primera. Después de que Ramón salió de la prisión viajamos con su madre en tren. Era una suerte de rito con las mismas estaciones: el andén donde comenzara la huelga, el abra de la cordillera donde el padre se lanzó al abismo, las ruinas de la antigua mina de Portovelo donde murieron el padre y el hermano de la madre de Ramón. Vuelven a morir en mi, repetía la madre….
El Coronel Espinoza las vio dos o tres veces más, oyó los chillidos del niño, las vio estremecerse con las descargas eléctricas -sentía enfriarse y acaracolarse sus testículos- y sintió ensoparse su corazón cuando las vio trastornarse al oír los clamores del niño y alcanzó a visualizar la modulación de la voz de una de ellas que le decía a la otra, resiste por dios, resiste. Al día siguiente se enteró de que, gracias a las presiones, debieron ser trasladadas a la Cárcel de Mujeres, incomunicadas hasta que desaparezcan las huellas más visibles. Ese día, el Coronel Espinoza se sintió aliviado, alborozado inclusive.
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Intentó plantear que no quería asistir a los “interrogatorios.Empero, al otro día, el jefe de Estado le entregó una lista pequeña, escrita con una letra nerviosa y grandilocuente, con varios nombres, pidiéndole que indague en que consistían. No se atrevió a pedirle su alejamiento: se había acostumbrado tanto a la obediencia. Y Claudia no estaba; quizá con la fuerza, incluso la soberbia de Claudia, lo hubiera hecho.
El Coronel Espinoza aprovechó una de las pocas ocasiones en que se quedó solo, y comparó la pequeña lista con otra de varias páginas que descubrió en el escritorio presidencial y que enumeraba tipos e instrumentos de tortura. La lista pequeña recogía los nombres que estaban subrayados en la mayor. La tarea mas que ardua le llenaba de miedo. Hasta entonces su imaginación había logrado mantenerse inmune a los horrores que contemplaba. Pero aquella exigencia lo obligaba a imaginar los suplicios.Algunas de ellas ya las había contemplado en las sesiones de tormentos. El pau de arará o la periquera, por ejemplo. Leía en el Manual de Instrucciones que le había proporcionado el Tnte. González: "Las manos rodean las piernas introduciendo una vara en la abertura formada entre las rodillas y los codos. El prisionero queda suspendido cabeza abajo y enseguida se aplica corriente en el pene, vagina, ano, pechos, las partes más sensibles". La había visto utilizar varias veces, en particular con las dos detenidas.
Pero, había otras que desconocía y eran las que mas interesaban al Presidente, y a él le asustaban pues tenía que imaginarlas sin haberlas visto antes. Mas aún , el contraste entre la fría y mecánica descripción y las terribles imágenes que venían a su imaginación, le provocaban intensos estremecimientos.
La bota malaya no presentaba mayores problemas pues no exigía mayor trabajo de la imaginación. Transcribió la explicación: "artilugio con forma de bota de madera con un mecanismo de prensado. Al girar la palanca, la bota se va encogiendo por dentro. El resultado final es como si a una persona que calza el 42 se le pone una bota de madera del 30". Solo al final se estremeció al leer: "huesos del pie rotos y terribles dolores". El Aplastacabezas, instrumento medieval de tortura, en cambio le producía pavor al concebirlo sobre todo cuando, la enciclopedia luego de referir el mecanismo -"La barbilla de la víctima se colocaba en la barra inferior, y el casquete era empujado hacia abajo por el tornillo-, describía los efectos en secuencia: "se destrozan los alvéolos dentarios, después las mandíbulas, y luego el cerebro se escurre por la cavidad de los ojos y entre los fragmentos del cráneo". El carácter medieval del instrumento no era un consuelo. La enciclopedia decía que "Hoy en día ya no se utiliza como pena capital, pero goza de gran estima para su uso como interrogatorio en buena parte del mundo. En la actualidad, el casquete y la barra inferior están recubiertos de un material blando que no deja marcas sobre la víctima"
La nueva fase se le convirtió en pesadilla y durante algunas noches soñó que un líquido negro brotaba por los grandes ojos alucinados de su padre, yacente en el gran sillón de la casa paterna.
Alguna de las torturas, la llamada el escorpión, fue utilizada poco después de que diera la información al jefe de Estado. La emplearon con uno de los prisioneros que concitaban su interés y el del Teniente González, su lugarteniente, su brazo derecho, su ejecutor, su bestia. Le ataron las manos hacia atrás y los pies con sogas que pendían del techo, luego lo echaron de cara al pavimento y pusieron sus botas en la cintura y la parte baja de la espalda y tensaron aprisa las sogas. El grito del supliciado le cimbró en el cuerpo y le provocó las arcadas tan conocidas. Cuando retornó, el detenido yacía en el suelo, contraído en posición fetal. Suspiró aliviado: no le habían roto el espinazo tal como el Manual advertía.
Probó otra vez ser eximido de asistir a los “interrogatorios”. Incluso empezó a sentir culpa ¿Era acaso cómplice? ¿Qué debía hacer dios mío?. Nada, sabia que no haría nada: su vida había sido una completa adaptación a la disciplina militar, de la que pretendía refugiarse en la música. Todos los fines de semana y los descanso se entregaba a oír música con un frenesí que lo sumía en una suerte de sopor helado, de abotagamiento…
Amén de las escenas de las torturas, el Coronel Espinoza debía soportar los crecientes delirios bélicos del Presidente, quien había asumido directamente la dirección de la llamada guerra contra el terrorismo. En alguna ocasión le oyó decir por teléfono que había que esperar a que entren todos los subversivos para explotar la bomba, y al día siguiente le hizo leer en voz alta el parte militar que informaba de modo escueto que habían muerto ocho delincuentes sin que haya habido ningún sobreviviente. Vamos bien, Espinoza, muy bien, comentó.
En otra ocasión, uno de los detenidos murió en la celda luego de una prolongada sesión de tortura en que luego de los golpes de ablandamiento le habían aplicado la técnica de la tina en la que el supliciado era hundido en una tina de baño con abundante agua a la que estaban conectados diodos para descargar electricidad en dedos de pies y manos, tobillos, genitales, pecho, cabeza y estómago.
Acudieron a la celda en la que el detenido yacía derrengado en el pavimento, descoyuntado, la carne quemada, sobre un gran charco de sangre negra coagulada. El Coronel Espinoza debió hacer un esfuerzo sobrehumano para contener el vómito y se desvaneció. Fue solo un instante y se levantó con gran agilidad fingiendo un tropezón. El jefe de Estado, demasiado absorto en la reflexión sobre lo que debía hacer, no lo advirtió. Ordenó que sacaran el cadáver al patio y le tomaran varias fotos tratando de que no se vea el lugar.
Durante el trayecto de retorno al Palacio de Gobierno, el Presidente se mantuvo en silencio. Una vez en la silla presidencial, llamó al jefe de operaciones y le ordenó que montaran el simulacro de combate en algunas de las casas de los subversivos. Al otro día, al leer en la prensa la noticia clamó "todo está saliendo bien, Espinoza". El Edecán miró largamente y sorprendido una foto entregada por la familia del subversivo, en que aparecía un muchacho joven de mirada triste y expresión inocente, tan distinto de la masa sanguinolenta y desfigurada que había columbrado en la celda.
No siempre el jefe de Estado estaba contento. A veces, cuando por presiones de diversos sectores salían libres algunos de los detenidos, montaba en una cólera que le sacaba chispas de los ojos. La ocasión en que la ira llegó a su mayor intensidad -desmelenado, la expresión desaforada, desmesurado uno de los ojos mientras el otro, inexpresivo, parecía petrificado en su inmovilidad de cuarzo– fue cuando el Papa, en su homilía semanal en la Plaza de San Pedro, se refirió a los derechos humanos de los presos en el Ecuador y le pidió misericordia. Debió trasladar algunos presos al Penal, aun incomunicados hasta que desparezca toda huella, permitir en su momento debido visitas de la Cruz Roja y de familiares.
Carajo, Espinoza, la presión de estos desgraciados nos limita el tiempo, le dijo por esos días. Los indios y los montubios que los apoyan son por ahora nuestro objetivo central. Ellos no tienen un perro que les ladre. Convertido en experto en guerra de guerrillas, había acuñado otra frase de efecto: hay que quitarle el agua al pez. Y, a la vez pronunciaba una sentencia originada en una suerte de estadística macabra: de cada diez sospechosos uno es inexorablemente guerrillero, hay que masificar la represión.
El Coronel Espinoza descubrió en el escritorio presidencial, un registro de los centros de detención ubicados en distintos lugares del país, alejados de los núcleos urbanos, y de los detenidos que llegaban a ellos. El jefe de Estado pedía un resumen semanal y leía y releía los cuadros clasificados por provincia y cantón. A las ocho semanas, las personas constantes en los registros superaban los mil, mas de una docena de muertos.
No obstante su curiosidad estadística, al Presidente le interesaba el centro dirigido por el Tnte. González y al que iban los principales cuadros subversivos. La disminución del tiempo de torturas las hizo más brutales e intensivas. Fue en ese período, que al jefe de Estado le dio la pasión por la anatomía y el descubrimiento de las zonas vulnerables, de aquellas en que se podía ejercer el mayor dolor posible: las mayores concentraciones de nervios, los genitales, las articulaciones principales, las uñas, las arterias fundamentales -la carótida y la femoral del muslo- y aquellas sensaciones más temidas: el horror por la asfixia, el ahogamiento, la penetración anal con cuerpos filudos y que se parten como el vidrio en mil aristas puntiagudas, los animales -ratas y alimañas- que crecen a una tasa mayor que el hombre y están asociadas a mordeduras letales y a la acción de roer sin descanso, horas y horas seguidas, sin pausas. Con su letra nerviosa y ampulosa, había escrito una lista de verbos: trozar, destripar, desmenuzar, deformar, desfigurar, disgregar, desmoronar, estropear, maltratar, lisiar, desintegrar, desmigajar, desintegrar, aplastar, estrujar, remachar, pulverizar romper, moler, trizar, dividir, abrumar, hacer añicos, descoyuntar, dislocar, torcer, trastornar, rebanar, cortar, partir, reventar, hundir, disociar, desmembrar, machacar, quebrar, fracturar, destrozar, desnucar, apabullar anonadar, fragmentar, reventar, exprimir, arruinar, arrasar, demoler. Y obligó al Coronel Espinoza a leerla varias veces como quien recita un poema y debe alcanzar la melodía, el tono, y los ritmos precisos y justos.
¿El cuerpo, se preguntaba el Coronel Espinoza, era entonces una unidad endeble que apenas alcanzaba a sujetar fuerzas internas y externas que tendían a deshacerlo, a desbocar sus flujos energéticos, a convertirle en una sola de sus partes tal como las descargas eléctricas o el artificio de la cuna de Judas –un banco con la cúpula puntiaguda sobre la cual se alza al torturado de modo que los genitales pendan sobre la punta-llevaban la conciencia y la sensoriedad a la concentración absolutaen el sexo?. ¿La tortura solo evidenciaba la verdad del cuerpo en extremo frágil y que tendía fácilmente a la fragmentación, el derrame de sus flujos, la evaporación imaginaria y, a la par, a la materialidad ilimitada y excesiva?. ¿La vida era solo esa película esquizoide que parece yacer en las profundidades del soma, anterior a la formación de sus órganos, a toda diferenciación funcional?
Fue en Guayaquil que el Coronel Espinoza experimentó la mayor extrañeza. Los dos supliciados, luego de diversas torturas, en particular la del submarino en que eran sumergidos por varios minutos en toneles de agua caliente y excrementos, en lugar de contraerse buscando recomponer la posición fetal en un afán desesperado de mantener la unidad, se habían desmadejado sobre el piso de tierra. Los cuerpos llenos de tumefacciones, dislocadas algunas de sus articulaciones, hinchados los rostros hasta desdibujar los rasgos, habían perdido toda forma, toda identidad. Formaban una masa pulposa, oscilante, indeterminada, sin bordes y que daba la impresión de no contener ningún órgano, tal vez un líquido en fermentación que se cocinaba en el calor agobiante, reforzado por las emanaciones provenientes de una estufa. El Gobernador que los acompañaba, y que, ajeno a las obsesiones del jefe de Estado, mostraba una decidida actitud pragmática, se adentró en el cuarto de torturas para exigir que retomen el tormento. Cuando los agentes intentaron alzar a los detenidos, la carne de sus cuerpos se chorreó y desparramó por todo lado sin que pudieran sostenerla ni erguirla. El Coronel Espinoza, muy vulnerable al calor, sintió que su cuerpo perdía consistencia y forma, una carne fofa y somnolienta. ¿Dónde está la vida?, se preguntó. ¿No era la vida una forma compleja y no esa suerte de grado absoluto de entropía?
Cada vez se imponía la necesidad de evitar las huellas sobre el cuerpo. El Presidente había hecho una lista: tumefacción y turgencias en la espalda, vientre, muslos, pantorrillas, quebraduras de los huesos, quemaduras, lesiones de las coyunturas, heridas en el oído externo o membrana de los tímpanos rotas o con cicatrices, lividez prominente en las extremidades inferiores, tumoraciones o edemas en los tobillos y las muñecas, petequias intra torácica en las extremidades inferiores o en cualquier otra región, magulladuras de los pechos o genitales externos, hematomas perineales o escrotales, mordeduras en el cuello o en los senos, fracturas del cráneo, contusiones, laceraciones, fracturas múltiples, luxaciones o esguinces de codos, muñecas o rodillas,
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El jefe de Estado no creía al principio en la tortura psicológica. Sin embargo, en esa fase de la represión, empezó a interesarle. Le envió a indagar sobre algunas de las técnicas psicológicas, alguna de ellas llamadas torturas sin contacto, y que eran fruto de la investigación militar norteamericana para la Guerra fría: posiciones de "estrés", exposición a frío y calor extremos, privación sensorial y del sueño, el aislamiento, la humillación sexual y cultural, la exposición a la luz por largos períodos de tiempo, el waterboarding, y el bombardeo acústico.
Las altas y bajas temperaturas requerían de condiciones técnicas que no existían no así las posiciones de "estrés" que podían ir de un prolongado plantón de más de 24 horas seguidas, el cuerpo y la cabeza envarados, provocándose así potentes calambres en los músculos abdominales y rectales seguidos por otros en el pecho, cuello y extremidades, al amontonamiento de cuerpos desnudos o al encierro en pequeñas celdas de menos de un metro cuadrado en las cuales el detenido no podría estar ni parado ni sentado ni arrimado. Las otras técnicas habían sido utilizadas por el Tnte. González pero subordinadas a las torturas físicas. El Coronel Espinoza se percató de que comenzaron a usarse algunas de ellas de manera prioritaria, en particular la de la privación prolongada del sueño, la exposición a la luz y al sol continuada luego por potentes reflectores, los ruidos extremos...
A uno de los prisioneros, uno de los cabecillas, le sometieron a buena parte de las torturas psicológicas, una vez que había logrado resistir las torturas físicas durante un largo período. Le siguieron aplicándolas aún después de que se vieron obligados a llevarlo al Penal García Moreno y lo mantuvieron incomunicado varias semanas.
Con la autorización presidencial , el Tnte. González, una vez que el detenido fue enviado al Penal, ordenó que lo mantuvieran incomunicado y bajo sus órdenes. Se empeñó en una ofensiva implacable: desorganizarle no solo las nociones de tiempo y espacio sino el propio ritmo biológico, las sensaciones primarias de frío o dolor, la libertad de elegir el momento de sus propias defecaciones, invadir la zona de la memoria o de la imaginación. Ordenaba incursiones bruscas en su celda de incomunicado, interrogatorios continuos y, sobre todo, la permanente y dosificada información de los avances de la represión, los nombres de los nuevos presos, la ubicación de las casas de seguridad allanadas, los lotes de armas descubiertos.
En alguna ocasión, irrumpieron en su celda y "encontraron" una carga de marihuana. En otra, varios revólveres, pequeñas bolsas de cocaína. La tenacidad del teniente González parecía no tener límites; pero el detenido parecía haberse refugiado en una zona incontaminada e inalcanzable, en el puro hueso humano. Afuera, es decir en la piel, el rostro, la mirada, los gestos, la inexpugnable indiferencia. El teniente González, que se mantenía lejos de la mirada del detenido, se presentaba con frecuencia a observarlo por la rejilla del calabozo, y se pasaba largos instantes embelesado por esa presencia inconmovible. Le bastaba entonces mirar su mirada, su rostro imperturbable para saber que todos sus recursos habían fracasado. ¿Qué era lo que daba fuerzas a aquel hombre?. Ni el jefe de Estado ni el teniente González nunca lo sabrían.
Era imposible que llegaran a descubrir que al detenido le bastaba, por ejemplo, el vaso y el plato de loza de la magra comida para simular un banquete con sus compañeros, las anécdotas de cajón, las inevitables discusiones políticas. A veces, la música, que le llegaba de la radio que uno de los guardias oía por las noches en el corredor, era suficiente para organizar una noche entera de tragos y de fiesta. Eres un bombo, una matraca ambulante, le habría carcajeado el Facineroso, la música te sale de las tripas. La farra se armaba allí en las propias barbas de la guardias y el no paraba de tocar la guitarra, cantar, bailar. Al final había que borrar las huellas, limpiar el piso, recoger los desperdicios, esconder las botellas y los vasos para evitar que los guardias lo descubran e inicien una nueva ronda de interrogatorios. Y, mientras el teniente González se empeñaba en incrementar la lista de los presos, el detenido elaboraba otra -la de los rostros y nombres que no constaban en el inventario policial- y participaba en las acciones y operativos. Era bien fácil, después de todo, abandonar el calabozo y acompañar a sus compañeros por la ciudad nocturna. Llegó a conocer los más ocultos sistemas --vascular, nervioso, sanguíneo, óseo- de la vieja ciudad. Cada barrio, rincón, escondrijo era un olor, un juego de claroscuros, un pálpito de la sangre, un ronroneo sexual. Los signos de la ciudad real- las calles por donde caminaba a la madrugada, las esquinas y lugares en que yacían o deambulaban aquellos hombres que no constaban en las estadísticas- adquirían en esa ciudad de sus sueños una mayor consistencia, porque eran el aroma y el sabor esenciales, eliminadas las formas circunstanciales, las adiposidades y las excrecencias. Y, al final de esas correrías y operativos nocturnos, regresaba con los suyos a aquel pequeño rectángulo que se había convertido en el nuevo Santuario. Allí estaban los carteles, el retrato central con la leyenda "¡Comandante ordene!", el mimeógrafo, la mesa de los explosivos, la alacena de las armas. Era para reírse a carcajadas eso de que, en las mismas barbas de los verdugos, pudieran reunirse, hacer el balance de las acciones realizadas, preparar nuevos operativos. Había por supuesto que borrar todas las huellas antes del alba, desnudar las paredes, vaciar el piso, transformar otra vez el rectángulo en ese cubil vacío, frío, maloliente, lleno de murciélagos en que se escondía. En alguna ocasión no alcanzó por completo a eliminar los vestigios cuando ellos entraron. Fue una suerte que no miraran las paredes o abrieran la alacena. Quizás algunos de los policías que lo ayudaban a escondidas cubrió con su cuerpo las huellas. Tal vez el mutismo de su rostro los confundió. Ni siquiera lo llevaron al calabozo de los interrogatorios; se limitaron a las amenazas y a los golpes de costumbre. Después de todo ellos solo llegaban a la máscara inconmovible que los enfurecía. Adentro, él reía, silbaba, continuaba el secreto diálogo de las conspiraciones. En cierta ocasión se fue todo un fin de semana donde su padre: farrearon toda la noche, cantaron, zapatearon, la mañana y la tarde se atiborraron de cerveza. No, el teniente González tal vez podría haber llegado a descubrir las trampas del detenido, pero no a comprender su sentido porque esas escenas no eran un sustituto o un sucedáneo del calabozo y las torturas sino otra realidad, más profunda y aérea a la vez, otro tiempo, el que une el pasado con el futuro escabullendo el presente, otra dimensión de la vida, y a la cual escapaba con su puro hueso humano para que esa carne y esa piel que quedaban en el presente y en manos de los verdugos continuaran inalcanzables e imbatibles.
El Coronel Espinoza suspiró con algo de alivio cuando el Presidente anunció el desplazamiento de las torturas físicas a las psicológicas. Le horrorizaba la violencia ejercida sobre el cuerpo, el dolor, los gritos, la destrucción de los órganos. Las descargas eléctricas le producían cimbrones en el cuello y los gritos del supliciado herían sus nervios y la sensación de horror se había acumulado hasta embotar su cerebro y aproximarlo al desquiciamiento.
Sin embargo, a la postre las torturas sin contacto le produjeron efectos muchos más corrosivos. Quizá el momento de inflexión se dio cuando al detenido de rostro impasible antes de enviarle al penal le aplicaron el tormento del "bombardeo acústico". Luego de una sesión de brutal amedrentamiento y cuando el detenido yacía casi inconsciente, una masa amorfa de músculos, ganglios y nervios al rojo vivo, comenzó a oírse en tono muy bajo la Appassionata. Se podía ver los efectos orgánicos de la música: el detenido comenzó a distenderse y relajarse, a apaciguársele la respiración y a regársele entre las costillas y los músculos, una sensación tibia y sensual que se intensificaba conforme la melodía subía de tono lenta, muy lentamente. En determinado momento la música se desplazó a El vuelo del moscardón (de la ópera "Leyenda del zar Saltán" de Nicolai Rimski-Korsakov.....), tocado en distintos timbres, arreglos en acordeón, guitarra, a ocho pianos, orquesta sinfónica y guitarra eléctrica con batería: cuando el tono empezaba a tornar estridentes los sonidos, el cuerpo del detenido comenzó a contraerse en convulsiones y espasmos, el deseo desesperado de taponarse los oídos, y un progresivo dolor que encarnaba en su rostro que asumía, conforme el sonido acrecía a muchos más decibeles de los tolerados por el oído humano, un cambiante juego de expresiones: fastidio, desagrado, disgusto, repudio, rencor, aversión, desasosiego, encono, repulsión, consternación, ansiedad, agobio, angustia, aborrecimiento, miedo, terror, pavor, espanto, pánico, horror...
Para el Coronel Espinoza aquella experiencia fue una pesadilla. De hecho, si bien la permanencia en un cuarto distinto atenuaba la violencia de la música tocada a muy alto volumen, la estridencia le llegaba, produciéndole una angustia creciente que no lo condujo al vómito -y al relativo alivio subsiguiente- sino a un temblor general como si sus nervios se hubieran tornado una red electrizada. Amaba la música y la asociaba siempre a sensaciones de bienestar corporal, relajamiento, tibieza sensual incluso en aquellas partes que utilizan la novena menor adicionada y que expresan una gran angustia, tanto en Romeo o Julieta de Zefirelly y la canción de Nino Rota o de la sección final del Agnus Dei de la Misa, de Byrd… El efecto de fascinación no venía por supuesto de los temas sino de la armonía, del juego de combinaciones de la gama sonora que ritmaba con el ritmo orgánico del cuerpo, provocándole caídas, vaivenes, oscilaciones, vuelos, inmersiones, flujos, buceos, acrobacias, planeos, pleamares que devenían en metáforas corporales de las pasiones humanas.
En la tortura se rompía toda armonía y la gama sonora devenía en un amasijo repiqueteante de ruidos hirientes, filudos, estridentes. Había asistido a las torturas del teléfono y de la campana. Tanto cuando se golpeaba ambos oídos con las palmas de las manos o cuando se le introducía al supliciado en una campana y se la aporreaba con fuerza, eran ruidos los que atosigaban al detenido y la producían, a veces, la ruptura del tímpano... En este caso, en cambio, la causa era la transfiguración de la música en ruido- chirrido, rechinamiento, estridencia, estrépito, trueno, detonación, estruendo, explosión….- la transformación de la emoción estética en horror. No era, por supuesto, el llamado "continuum acústico" de la música moderna - de Cage al heavy metal- que tocada a alto volumen copa los escenarios, torna vibrante el aire, provoca la subida de adrenalina, el aumento de la presión sanguínea y del ritmo cardíaco, en una suerte de euforia desenfrenada, de vitalidad en estado puro. Con Claudia había experimentado esa música, destapados los sentidos y la percepción gracias a la marihuana. No; la transfiguración de la Appassionata en una marejada de chirridos y rechinamientos intolerables, por el contrario, producía una baja del tono vital, el horror colindante con la muerte.
Lo peor vino después: el “zumbido” permaneció en sus nervios y huesos horas y horas, días y días, y en un tono menor pareció que se quedaría allí -en los últimos circuitos de las neuronas- para toda la vida. El Coronel Espinoza empezó a encontrar problemas en oír música, su pasión cardinal, el eje de su libertad privada. A la madrugada, después de una sesión de tortura, ponía Las bodas de Fígaro o El Pájaro de Fuego y en el momento de mayor intensidad estética y de regodeo de la sangre, la música se trozaba en un revoltijo de ruidos y el zumbido del fondo de la existencia empezaba a acrecer cada vez más destemplado e irritante y no paraba sino varios minutos después que apagaba el aparato de sonido.
Escribió entonces a Claudia contándole el horror que vivía y pidiéndole consejo. ¿Debía pedir la baja? ¿Debía incluso atreverse a hacer una denuncia pública?. La respuesta de Claudia –en que le pedía que vaya a París a hacer la denuncia allá- llegó demasiado tarde.
Le vino aquella pesadilla que se fue elaborando una escena tras otra, un detalle tras otro, como si el estuviera montando la escena del sueño a voluntad. Primero fue el acaecimiento de las dos mujeres que, amarradas pies y manos, pendían de las vigas del sótano. Al día siguiente, volvió la escena de las dos mujeres a la que se añadieron los gritos de niño y descargas que les aplicaban en sus partes íntimas. En los primeros sueños, la luz no las iluminaba dejándolas en la penumbra de la habitación, pero en los siguientes, la luz las iluminó de pronto de modo frontal, plateando los cuerpos desnudos y mostrando las convulsiones que los atravesaba. Fue en ese momento que en la penumbra se dibujó la silueta de un hombre al que le chorreaba de los ojos un líquido entra amarillento y negruzco. Sueños después la luz se desplazó hacia la figura del hombre mostrándole el cuerpo de su padre, desmadejado en el gran sillón de la sala paterna y al que le brotaban sesos por las órbitas de sus ojos. En sueños ulteriores, mientras la luz se desplazaba un poco esquizoide provocando cambios bruscos de planos, principió a susurrar la Appassionata y todo a distenderse en una atmósfera de extrema vitalidad, apaciguando incluso el chillido del niño, pero el volumen de la música ascendía hasta que un momento devenía en una cascada de ruidos crujientes y destemplados que despertaban los aullidos del niño, provocaban cimbrones en los cuerpos de las mujeres y aceleraba el fluido de los sesos derretidos que amenazaban anegar el escenario.
La pesadilla dio por invadir la vigilia. El Coronel Espinoza tenía miedo dar la mano a alguien porque pensaba que la estrujaría hasta romperle los huesos o le desgajaría el brazo, trizándole las articulaciones de la muñeca y el codo. Buscó a una antigua amante pero una vez juntos se negó a abrazarla, acariciarla o besarla por temor a triturarla y en los momentos en que despertó de su eterna pesadilla y entró en la tenebrosa región del duermevela temió que la ataría a los extremos de la cama y la penetraría con penes electrizados, tal como lo había visto en las sesiones de tortura. Hizo un esfuerzo descomunal y se irguió en la cama y corrió al inodoro en donde le sobrevino el terror de que las ratas de las torturas le arrancarían los ojos.
Al día siguiente, el Presidente le anunció que le devolvía a Príncipe Negro. Le dijo también: estamos por liquidarlos; hay que seguir hasta el fin…. El Coronel Espinoza apenas alcanzó a balbucir el agradecimiento y el jefe de Estado le miró con sorpresa como si lo observara por primera vez. Se miró en el espejo y vio su rostro desencajado, los ojos febriles, grandes ojeras negras, el pelo alborotado. Había llegado el momento inevitable. Pidió una licencia de tres días. Fue a la caballeriza de las FF.AA y degolló a Príncipe Negro. Luego fue a su casa, puso Lohengrin y cuando la música llegaba al volumen peligroso se descerrajó un tiro en la sien.
(Extracto de la novela "El devastado jardín del paraíso", escrita por el autor)
- Alejandro Moreano es sociólogo y escritor ecuatoriano.
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