Cuando la emergencia es la normalidad
03/07/2012
- Opinión
Si hay un símbolo de la continuidad esencial entre el actual gobierno peruano y los precedentes es el estado de emergencia. Hoy decretado en Cajamarca, Celendín, Hualcayoc y Contumazá, y antes decretado en varias ocasiones en apenas menos de un año.
Aun cuando la Constitución lo establece como una medida excepcional, “graves circunstancias que afecten la vida de la Nación” (art. 137), en el Perú aparece crecientemente como cotidiano y ha sido el distintivo de gobiernos que, más allá de diferencias en temas secundarios muestran una fundamental coincidencia en dos aspectos: la cerrada defensa del modelo económico neoliberal heredado de la dictadura fujimorista, concentrada en toda clase de facilidades a los grandes negocios, y una cara represiva y autoritaria hacia todo descontento y rechazo popular hacia los mismos.
Como el Perú es un país cuya elite dirigente ha asumido como primario exportador, la primera y más notaria línea de choque de este proyecto de país es en las regiones donde se realizan los grandes proyectos trasnacionales extractivos. Curiosamente, a pesar de ser las zonas donde llevan una década estas inversiones, propagandizadas como imprescindibles para el desarrollo, son las zonas más pobres y contaminadas del país.
Pero el estado de emergencia, que suspende los derechos de los ciudadanos y militariza el orden, es también el símbolo de la feroz ceguera de una elite centralista limeña que no está dispuesta a variar ni en lo más mínimo su vieja relación de gobernar sin y en contra del resto del país, andino y amazónico, al que desprecia con un racismo apenas disimulado, considerando su descontento como fruto del atraso, la ignorancia, la manipulación de terceros o simple mala intención, no caben más posibilidades. Su incapacidad invencible de comprender y dialogar se basa en el hecho de que se trata de una elite cuya principal motivación es la ganancia y el lucro, entendido como desarrollo, por eso su único argumento para convencer a poblaciones que rechazan ser contaminadas o dejadas sin recursos vitales mínimos para subsistir, es que habrá más dinero para ellos.
Sin embargo, hay una diferencia entre este gobierno y los anteriores. A éste lo levantaron como alternativa y lo hicieron ganar las elecciones los mismos que ahora sufren sus estados de sitio y los asesinatos impunes de la policía. Y fue a pesar y en contra de los perdedores, quienes ahora le enseñan economía al gobierno, le escriben sus discursos sin brillo, y le dicen públicamente que debe olvidarse ya de sus promesas electorales. Y esa diferencia, hace toda la diferencia.
Las poblaciones que se saben ganadoras de la elección no aceptan de buen grado y pasivamente que se pretenda convertir la democracia en un mero mecanismo de disputa del botín del estado, en el que los compromisos programáticos pueden ser burlados con el desgastado andamiaje del psicosocial en los monopolios mediáticos, el marketing novelero, y el cada vez más intrascendente tweet, que parece ser el estándar intelectual de gobernantes y ministros que no logran articular más de 140 caracteres con un mínimo de coherencia. Superada toda ilusión, queda claro que esos artificios son más que insuficientes para superar los profundos problemas estructurales del Perú.
La resistencia y la indignación son objetivamente más fuertes ahora que antes. Circulan en internet las imágenes de la policía disparando indiscriminadamente desde camionetas por las calles de Celendin ocupado
Rápidamente, surgen llamados a movilización en todo el país, incluyendo crecientes sectores de la población limeña que ve con preocupación o indignación esta deriva de violencia y comprenden insostenible en el tiempo esta forma anti democrática de la democracia, deslegitimada y en crisis.
El margen de maniobra se estrecha irremediablemente con cada matanza y cada nuevo estado de emergencia, a pesar y en contra de los festejos del alto empresariado, sus medios y sus mentores de los poderes fácticos económicos trasnacionales. El descontento en las filas más honestas del gobierno es inevitablemente creciente y, más allá de las importantes rupturas ya sufridas, está lejos de mostrar toda su magnitud. Complementariamente, a quienes deciden permanecer como defensores de esta política, sólo les queda alinearse por completo con ella, y asumir el discurso criminalizador y represivo que esta vieja y desgastada elite viene repitiendo desde hace una década y el actual gobierno ha hecho suyo. La realidad no tiene piedad y simplemente no hay espacio para más.
El largo parto de un nuevo y necesario Perú muestra sus dolores. Los pueblos reclaman la democracia que han hecho y harán valer, obligando a la vieja elite a hacer de la emergencia la normalidad. ¿No es ésa la exacta definición de crisis?
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