No lo conocí en mi infancia, a pesar del vínculo familiar que nos une. Sin embargo, por los elogiosos comentarios que escuché sobre su vida y obra, siempre lo imaginé como a un hombre excepcional, quizás porque inspiraba un profundo respeto entre los suyos o, quizás, porque entonces era ya un personaje que formaba parte de la historia nacional y universal; destacó como una de las mentes más lúcidas de la intelectualidad latinoamericana y como el líder indiscutible de una de las organizaciones políticas más influyentes en el seno del movimiento obrero del siglo XX.
A mediados de 1975, tras la escisión del Partido Obrero Revolucionario (P.O.R.) y en vísperas de la realización del XXIII Congreso en la ciudad de La Paz, me enfrenté por primera vez a ese personaje legendario, cuyo nombre me pesaba en la mente y que de sólo mirarlo a los ojos me provocó una sensación de inferioridad, a tal extremo que, ante su mirada fija y penetrante, se me desordenaron las ideas y las palabras. Estaba sugestionado por su personalidad que se imponía de manera natural y no salía de mi asombro luego de haberle estrechado la mano y habernos fundido en un abrazo silencioso pero afectivo.
Clausurado el Congreso, aquella frígida mañana de junio, aguardamos el alba para ganar la calle y desaparecer de la vigilancia policial. Todos tomaron su rumbo y yo el rumbo que tomó Guillermo. Mientras recorrimos por las calles empinadas de la ciudad, hacia la casa donde estaba clandestino, no volví a mirarle a los ojos, me limité a escuchar su voz que desprendía vahos al salir de su boca. No recuerdo con exactitud lo que me dijo, pero sí el instante en que un peso descomunal se me instaló en el cuerpo y descendió vertiginosamente hacia mis pies, como si por primera vez estuviese experimentando la ley de la gravedad.
Desde ese momento, que para mí se hizo eterno, caminé con pies de plomo, no por el cansancio ni el desvelo, sino porque estaba al lado de un hombre en el que uno podía hallar toda la seguridad del mundo; esa seguridad que viene acompañada por las convicciones ideológicas, los avatares de la vida y la experiencia de quien aprendió a foguearse en los períodos más álgidos de los regímenes dictatoriales y la represión política.
Cuando llegamos a la casa, luego de trepar por una calle angosta desde donde se podía dominar una parte de la ciudad, ascendimos por unas gradas hacia un patio en el que había un cuartucho del tamaño de una celda, y por cuya puerta, de algo más de un metro de alto, se deslizó Guillermo agachando la cabeza. En el interior no había más que lo indispensable: una cama, una máquina de escribir y una caja sobre la cual estaba la estufa para cocinar. No podían faltar los libros, folletos, periódicos y, debajo de la cama, un orificio donde se escondía el mimeógrafo cubierto por un cartón camuflado con una capa de tierra escarbada del mismo piso.
En ese cuartucho donde apenas cabíamos los dos, pero que en mi imaginación se tornaba en un maravilloso castillo de sólo pensar que estaba al lado de una biblioteca viva y un analista político de primera línea, aprendí a conocer el mundo fascinante del panfletista. Allí pasé varios días como en estado de levitación y dormí varias noches acurrucado a los pies de Guillermo, observando de soslayo todo lo que hacía y escuchando con atención todo lo que decía. Tanto sus acciones como sus palabras dignificaban una vida dedicada a la investigación, la polémica y la crítica implacable contra los gobiernos oligárquicos, nacionalistas, dictatoriales, neoliberales y pro-imperialistas.
No es exagerado afirmar que su persona, desde la alborada hasta el ocaso, encarnaba una disciplina admirable y era un ejemplo del revolucionario que no escatima esfuerzos en el cumplimiento de su deber, a pesar de las privaciones impuestas por la dura vida clandestina. Escribía desde las primeras horas de la mañana y leía hasta muy entrada la noche, casi siempre con un bolígrafo al alcance de la mano.
De aquello días que pasé con ese hombre que hizo de la pasión revolucionaria el eje de su vida y obra, recuerdo dos anécdotas: la primera, la tarde en que olvidé comprárselo el periódico, sin sospechar que para él era como el pan de cada día y, la segunda, aquella mañana en que, sentado en el borde de la cama y con la máquina de escribir sobre las rodillas, redactaba un artículo directamente en el esténcil mientras conversaba conmigo.
A tiempo de despedirnos, me prometí a mí mismo que, de repetirse la experiencia de pasar unos días junto al máximo exponente del marxismo boliviano, se lo compraría el periódico sin falta y no volvería a incurrir en el error de discutirle con argumentos propios de la estupidez humana.
Dos años más tarde, a principios de junio de 1977, cuando ya me encontraba en el exilio, nos vimos en una conferencia organizada por el CORCI en París, donde asistí con la firme decisión de plantearle mi retorno a Bolivia; más todavía, quería retornar junto con él, quien tenía pensado ingresar clandestinamente por la frontera del Perú. Mi sueño no se concretizó; por el contrario, un cruce de palabras y un malentendido nos distanció de una manera por demás extraña.
Desde entonces no volví a conversar a solas con Guillermo, pero su imagen, de hombre pulcro e inteligente, permaneció viva e intacta en mi memoria. Cuando me llegó la fatal noticia de su deceso, sentí que se nos fue el mejor bolchevique boliviano. No obstante, así sus enemigos batan palmas y se regocijen por su partida, tengo la certeza de que su obra, reunida en casi setenta volúmenes, le sobrevivirá en el tiempo y el espacio, debido a que constituye un invalorable legado en manos de los revolucionarios y estudiosos de la historia del movimiento obrero boliviano.
A mí me tocará leer y releer sus escritos relacionados con el arte y la literatura; una temática que conocía a fondo y a la cual dedicó buena parte de su talento y energía, consciente de que la realidad social se refleja en las distintas facetas de la creación humana; una tesis que no dudó en sostener a lo largo de su vida, desde cuando fue cautivado en su juventud por el libro “Literatura y revolución”, de León Trotsky.
No sé si algún día, siguiendo al pie de la letra sus consejos, me anime a escribir eso que él denominaba “la gran novela minera”, pero de una cosa sí estoy seguro: jamás aprenderé a escribir mientras converso, porque esa destreza natural de hablar y escribir al mismo tiempo, era un don que sólo tenía Guillermo, un hombre que definió su conciencia y vocación revolucionaria desde el día en que su padre, que ocasionalmente se encontraba en Oruro, le enseñó una fotografía en el taller de peluquería de Gumercindo Rivera, sobreviviente de la masacre de Uncía.
Allí -recuerda Guillermo-, su padre, don Enrique Lora, puso la fotografía ante sus ojos azorados y preguntó: “¿Dónde estoy?”. “Ahí, casi al centro, estaba Enrique Lora, lleno de carnes, de mediana estatura, en plena juventud y ostentando espesos bigotes y sombrero embarquillado”; es más, en la fotografía “se veía el suelo cubierto de toscas frazadas tejidas por manos indias, que cubrían varios cadáveres, rodeados por un grupo de personas de aire desafiante, aunque melancólico y que sostenían un estandarte que llevaba la inscripción de ´Federación Obrera´. La escena trasudaba tragedia”.
Las palabras citadas, que forman parte del prólogo de “La historia del movimiento obrero”, su obra cumbre recogida en varios tomos, nos dan la pauta para entender mejor el porqué Guillermo Lora se hizo revolucionario profesional y dedicó su vida a la causa de la dirección política del proletariado; una causa sustentada por sólidos principios ideológicos que no abandonó hasta la hora de su muerte, acaecida en la ciudad de La Paz, el 17 de mayo de 2009.
Víctor Montoya es escritor boliviano.