Y ahora ¿qué hacemos con el Frente Amplio?

28/02/2005
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La transición toca a su fin. El plantel que se hará cargo del gobierno está casi terminado, los lineamientos programáticos han sido elaborados con bastante anticipación. En las últimas semanas, tanto en Montevideo como en el Interior, integrantes del nuevo gobierno han realizado reuniones con vecinos para anunciar los lineamientos del Plan de Emergencia Social y escuchar opiniones y sugerencias. Las reuniones que conocemos han dado muestra de un hecho insólito: la cantidad de público que asiste a las reuniones, el entusiasmo reinante y la cantidad de voluntarios desinteresados que ofrecen su participación militante, honoraria, para la realización de tareas del Plan. Estado de gracia El nuevo gobierno popular vive lo que se ha denominado un período de “estado de gracia”. Desde la sociedad hay predisposición para apoyar a lo nuevo, para el aporte destinado a lograr en los resultados que obtenga la nueva administración. ¿Cómo canalizar esta energía potencial? ¿Hacia dónde dirigir los efectos estimulantes del “estado de gracia”? ¿Cómo transformar en acción real esta propensión anímica y colectiva de trabajar junto al gobierno para mejorar la situación del país? Todos sabemos que esta situación es inédita y que, si no se canaliza en forma adecuada, se corre el riesgo de que sea efímera. Es más, si las decisiones políticas fueran erróneas o se advirtieran abusos o aprovechamientos, la disposición favorable podrá en corto plazo convertirse en decepción. Instrumentos ya existentes La izquierda uruguaya ya tiene construidos en el movimiento social real una serie de organismos que actúan, con menor o mayor grado de vitalidad, como fruto de su propia iniciativa, de un proceso de auto organización independiente del Estado: las cooperativas, los sindicatos, las asociaciones barriales, culturales, deportivas, de mujeres, medioambientalistas, etc. El FA dispone de una concepción de la política que no se agota en el accionar del Estado. Una concepción de la democracia que busca sembrar y construir ciudadanía. Y así como el gobierno está obligado a la buena administración, el FA tiene su desafío específico, convergente con el del gobierno, pero que corre por canales separados a él que no puede confundirse ni subordinarse al quehacer de la administración. El FA, y en esta expresión incluimos a todo su sistema de alianzas, en tanto “partido” se regula por otras reglas, que se dio él mismo, distintas a la administración; de otra naturaleza que la Constitución y la Ley que conforman la estructura normativa por donde transcurrirá la acción de gobierno. Esto puede parecer trivial, sin embargo, en algunos procesos de cambio la confusión entre el partido y el gobierno se instaló como una realidad que terminó por debilitar a ambos y llevar los procesos a la frustración y a la derrota. En muchas instancias nos hemos referido a la originalidad del FA, de su diferencia con otras formaciones de izquierda de las tantas que luchan en A.Latina. Contra lo que impulsan las corrientes pragmáticas, es un error teórico y político olvidar que la problemática de la “fuerza política” o, del “partido” es de larga data en el pensamiento transformador y no podemos olvidar la diversidad de experiencias que han mostrado los enormes riesgos que entraña equivocarse sobre cuál es el papel del partido en un proceso de cambios. Despartidización En el pensamiento de la derecha, el partido es apenas una instancia electoral. El partido como herramienta de cambio ha sido demonizado. Para el neoliberalismo, en el libre juego del mercado que todo lo resuelve, estamos “todos contra todos”. De ahí la negación de las clases, el ocultamiento de la existencia de grupos económicos y, en lo político, la descafeinización de la idea de partido. ¿Para qué agrupar una parte de la ciudadanía en torno a un partido si no hay un enemigo, si no hay un enemigo colectivo, si no hay grupos de intereses? El neoliberalismo conduce a la despartidización, a la disolución de los partidos en las aguas turbias de la llamada “opinión pública” que, en el caso de la inmensa mayoría de los países capitalistas, está manejada por grupos cuyos intereses aparecen fuertemente asociados a los del poder económico. Cien años de “¿Qué hacer?” ¿Cómo se ha visto en otros tiempos y en otros países, la idea a la que con tanta frecuencia recurrimos del papel del partido o de la fuerza política? Hace cien años se publicaba por primera vez un libro que habría de tener una profunda influencia en las corrientes marxistas revolucionarias que estaban en pleno desarrollo en Europa: el “Qué Hacer” de V.I. Lenin. Del mismo se han hecho múltiples lecturas. Pero, a partir de octubre de 1917, cuando el partido liderado por Lenin tomó el poder en Rusia, la lectura del “Qué Hacer” se volvió poco menos que un catecismo. Con ella se ponía fin a todo análisis particular de la situación en los distintos países y, muchos partidos, llenos de vigor y fuerza, aplicaron políticas equivocadas a partir de promover una idea de partido que se adecuaba a las condiciones por las que atravesaba Rusia en los primeros años del siglo XX cuando Lenin concibió su obra. Condiciones bien distintas por cierto a las de Inglaterra, Francia, Alemania, Italia, A. Latina donde, a fórceps, el catecismo se intentaba aplicar desconociendo realidades, ignorando tradiciones e idiosincrasias. Los errores se agravaron luego de la muerte de Lenin y la entronización de Stalin. Las ideas de derecha Cuando en 1990 se produce la caída de la Unión Soviética, tanto Lenin como su obra pasaron a tener “mala prensa” en buena parte de los movimientos de izquierda del mundo. En pleno auge de la “revolución conservadora” liderada por M. Thatcher y R. Reagan la derecha actuó con mucha más iniciativa teórica que la izquierda donde prevaleció, salvo excepciones, el “irse al mazo” en el plano ideológico y desconocer los aportes del marxismo como guía para la acción, y del socialismo como doctrina y como horizonte de lucha. Llegó la hora de la miopía disfrazada de preocupación por las “cosas concretas”. Para los detractores del socialismo el análisis de la larga experiencia soviética se reducía a demostrar el carácter perverso e intrínsecamente autoritario de la concepción leninista del partido, contenida en el “Qué Hacer”. Releída la obra, ahora que han pasado quince años del derrumbe, creo que hay elementos de aquella propuesta teórica contenida en el “Qué Hacer” que convendría examinar desde una visión crítica, no dogmática. Frente y no partido Nuestra fuerza política, el FA, no es ni nunca ha pretendido ser, un partido en el sentido leninista, ni en el sentido social democrático propugnado por otros dirigentes, sobre todo europeos, acerca de los que ahora no me voy a referir. Es un frente que agrupa a distintos partidos que sustentando un programa común, representan intereses de distintos sectores sociales. Como hay una tradición común y una visión de futuro con muchos puntos de coincidencia, los límites entre los partidos y los sectores sociales distintos que representan son, a menudo, difusos y cambiantes. En tanto frente, nuestra fuerza política no se propone actuar de manera monolítica sino que acepta y convive en forma estable con la existencia de matices y el libre juego de las opiniones. No obstante al proponernos llevar adelante una tarea de transformación de las estructuras socio-económicas en un sentido popular, nuestra concepción de partido, y en este caso se aplica al FA, está ligada a la idea de lucha por un programa y por lo tanto a la idea de vencer las resistencias de quienes se oponen al cambio. Creo que es válida la idea de lucha y de vencer las resistencias (que en 1971 se sintetizaba diciendo “de un lado el pueblo, del otro la oligarquía”) y que está en la razón de ser misma del FA aunque últimamente tienden a propalarse visiones que presentan nuestra inserción en el país en términos de armonía universal. Hoy aparece oscurecido un concepto clave que proviene de la tradición socialista: la idea de que en la sociedad capitalista hay intereses contrapuestos, antagónicos. * Hugo Cores es dirigente del PVP-567- Frente Amplio. La República, 28 de febrero de 2005.
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