El talibán y el principio del poder
11/12/2001
- Opinión
Siempre hubo algo claramente extraño -y estremecedor- respecto del
régimen talibán. Recuerdo al joven oficial de inmigración que me selló
el pasaporte en Jalalabad en 1997. Me preguntó por qué no había
tramitado una visa de salida. Debe haber tenido unos 14 años de edad y
lucía una especie de máscara bajo los ojos, un maquillaje como el que
supongo que creía que el profeta había llevado alguna vez. Cuando le
contesté que no encontré a nadie en su cuartel del siglo VIII que me
diera una visa adicional, alzó la cara hacia mí e hizo un chasquido de
desaprobación con la lengua. Así siguió largo rato, meneando la
cabeza. Yo era un escolar sorprendido yéndose de pinta y él -el niño-
el adulto islámico que amonestaba al ignorante occidental.
En cierto sentido la amonestación era la esencia del talibán. Evitar
la alegría y el placer encajaba a la perfección con su interpretación
literal del Islam. El ministro de Justicia pasaba buena parte de su
tiempo de gira por Afganistán revisando la longitud de las barbas:
tenían que ser de "dos puños" de largo. El lado más oscuro de esta
tontería, por supuesto, se llevaba a cabo en el estadio deportivo de
Kabul: la ejecución pública de hombres y mujeres, la amputación de
manos. Si Dios era misericordioso, la interpretación de esa
misericordia en el régimen talibán era algo más que restringida.
Y sin embargo -siempre debe haber un "sin embargo"- los talibanes eran
un producto perfecto de la rapiña y el pillaje de los años de terror de
la Alianza del Norte. Sí, los talibanes eran en muchas formas la
creación de sus propios amigos aliancistas. Después del asesinato en
Kabul de 50 mil hombres y mujeres entre 1992 y 1996, acompañado de la
creación de una mafia de la prostitución y las drogas, los afganos de
cualquier grupo étnico buscaban la paz a cualquier precio. Y cuando
llegaron los talibanes, se les dio la bienvenida en forma oscura y
temerosa. Quizá les cortaban la mano a los ladrones, pero al menos ya
no había robos. Se podía viajar de Jalalabad a Kandahar con la
seguridad de llegar sano y salvo. Como bien saben los periodistas, ya
no se puede hacer eso ahora.
Y la producción de drogas fue erradicada. Naciones Unidas elogió al
régimen talibán por prohibir la producción de hachís y heroína -surtir
a los fumadores de Occidente quedó a cargo de la Alianza del Norte- y
el mullah Omar recorrió Kandahar para advertir a las tribus pashtunes
de las consecuencias de desobedecer sus órdenes. Las reglas eran las
mismas de los campos de refugiados en Pakistán, en los que muchos
talibanes crecieron.
Nada de drogas. Aprenderse de memoria el Corán. Recluir a las mujeres
en las tiendas, sin ser vistas ni recibir educación, para que sirvieran
a sus hombres. Así era la vida en esos campos y los talibanes la
reprodujeron en Afganistán en 1996: convirtieron el país en un campo de
refugiados, con las reglas de penuria que habían aprendido en el exilio
durante la guerra entre soviéticos y afganos.
Eran reglas que contenían una especie de obscenidad. Un escandinavo,
amigo mío -un diplomático de visita en Kabul-, recibió en su habitación
de hotel la llamada de un funcionario talibán. "Vamos a fusilar a un
asesino, ¿quiere verlo?" El diplomático explicó con tacto que su país
se oponía a la pena de muerte, fuera cual fuere el delito. Horas
después el funcionario volvió a llamar. Ya no fusilarían al condenado,
explicó, sino que lo matarían derribando un muro sobre él. Y en todo
caso, agregó, la ejecución se había pospuesto varios días.
Y así por el estilo. Nada de música, papalotes, televisión ni
películas, ni de educación o trabajos para mujeres. Los talibanes
decían respetar a las mujeres pero, como ocurre con muchos
oscurantistas, siempre se sospechó que les temían. Por consiguiente,
el Ministerio para la Prevención del Vicio y la Promoción de la Virtud
apaleaba a toda mujer que salía de su casa sin un pariente varón o
vestida con la modestia apropiada y burka completa. Los occidentales
chasqueamos nuestros labios liberales con la misma desaprobación con
que ese oficial de inmigración reprendió mi falta en el aeropuerto de
Jalalabad.
Naturalmente preferimos pasar por alto a los oscurantistas wahabitas de
Arabia Saudita, cuyas reglas eran casi igual de crueles e insensibles
hacia el mundo exterior. Nuestros aliados de Saudiarabia podían cubrir
a sus mujeres con mantos negros, prohibirles conducir automóviles y
cortar cabezas cada viernes fuera de las mezquitas ante muchedumbres
vociferantes. Y nada pasaba; apenas un murmullo de Occidente. Y así,
mientras celebran la caída del talibán, los estadounidenses han evitado
cuidadosamente cualquier referencia a los tutores de los talibanes en
Saudiarabia, donde la teología es igualmente literal y cuya policía
religiosa, la mutawa, fue la inspiración precisa de los agentes
ministeriales del Vicio y la Virtud del talibán. Claro que podemos
olvidar que la mayoría de los pilotos asesinos del 11 de septiembre
eran sauditas; ninguno era talibán, aunque se nos puede disculpar por
creer -dado el rencor que expresamos- que era exactamente al revés.
Y es que no fuimos a la guerra en Afganistán a fin de que el mundo
fuera libre para los que gustan de volar papalotes o de ir al cine, o
para que las mujeres dejen de usar velo. Fuimos contra el talibán
porque protegía a Osama Bin Laden. ¿Significa esto el fin del
islamismo militante? ¿Se volverán ahora los estadounidenses contra
Hamas y Jihad Islámica -por medio de sus amigos israelíes-, contra el
Hezbollah libanés y contra todo hombre barbado que se oponga a Estados
Unidos? Me parece que el extremismo islámico tiene mucho más tenacidad
que eso; de hecho, más tenacidad que el propio talibán. Porque el
régimen talibán fue siempre una versión poco mundana de sus demás
correligionarios del mundo islámico, más interesados en aplicar la ley
sharia que en resistir las manifestaciones más obvias de la opresión
occidental. El talibán nunca se ofreció a luchar por Irak o por los
palestinos o los libaneses.
Por lo tanto olvidó el principio del poder: uno debe por lo menos
fingir proteger y alimentar a su pueblo y mostrar compasión por él. El
régimen talibán desapareció porque se preocupaba por la moralidad, pero
no por la vida, por el absolutismo más que por la dignidad humana, por
las reglas más que por la lógica, en un mundo en que la crítica era
siempre traición.
Hace unos días, en su territorio, otro jovencito oficial de inmigración
estudió mi más reciente visa de entrada al Emirato Islámico de
Afganistán, el último que emitió el talibán, sellado en mi pasaporte
por sus funcionarios en Islamabad después de que la embajada había sido
oficialmente cerrada. El adolescente puso su sello de inmigración en
mi visa de entrada. "Salida", decía. Se equivocó de sello, pero era
un símbolo bastante apropiado del talibán.
Traducción: Jorge Anaya
https://www.alainet.org/es/articulo/105557
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