Reinventar la política
08/05/2002
- Opinión
El fenómeno electoral francés es de enorme interés para gran parte del
mundo, no sólo por lo que representa Francia política y culturalmente
sino también porque en estas elecciones se pusieron de manifiesto varias
evidencias. La primera de éstas es que la izquierda tradicional
(comunista y socialdemócrata) está en quiebra. La segunda, que la
derecha también tradicional --y defensora por definición del statu quo--
convence cada vez menos. La tercera, que las posiciones extremas (de
izquierda y de derecha) han ganado simpatías, por distintas razones. La
cuarta, que los partidos políticos en general ya no son tan creíbles como
lo fueron hasta hace unos 20 años.
Una de las principales razones de la pérdida de credibilidad de los
partidos es su fracaso como representación política, tanto en el gobierno
como en los órganos legislativos. Antes los gobiernos representaban
naciones y éstas eran o tendían a ser soberanas; por lo menos esa era la
imagen para la gente común. Ahora los gobernantes son gerentes que
administran en las naciones los intereses de los grandes capitalistas
sean estos de donde sean. Este cambio no es secundario. La
representación de la nación quería decir muchas cosas: protección
relativa de los capitalistas nacionales y fortalecimiento del mercado
interno por la vía del empleo, de aumentos salariales y del mejoramiento
del nivel de vida de la población mediante prestaciones sociales tales
como educación, salud, vivienda, etcétera. Ahora la idea de nación sólo
sirve en casos de guerras y para preservar la estabilidad social
necesaria para incentivar inversiones. Los ciudadanos son vistos como
productores y consumidores, y si no producen ni consumen son
prescindibles. De aquí que la política (que incluye a los partidos) sea
vista como un ámbito al servicio descarnado de la economía y ésta, a su
vez, al servicio de quienes la dominan mundialmente. No es casual que se
haya revivido la dicotomía sociedad política-sociedad civil que durante
más de medio siglo estuvo empolvándose en las bibliotecas.
Si a lo anterior se agrega que cuando los gobiernos (y los parlamentos)
han estado en manos de las izquierdas tradicionales (separadas o en
coalición) sus políticas no han sido muy diferentes de las de los
gobiernos de derecha, resulta lógico que esas izquierdas pierdan
atractivo para los ciudadanos comunes, especialmente para quienes han
sido las principales víctimas de la más grande concentración de capital
que se haya conocido en la historia.
Las posiciones extremas, que antes sólo convocaban a estudiantes e
intelectuales, se han convertido, por otro lado, en opciones para muchos
pobres y sectores de clase media baja. La ultraderecha resulta atractiva
para quienes han sido víctimas de la llamada modernización económica y
tecnológica (defendida tanto por las izquierdas tradicionales como por
las derechas) y que, además, ven en los inmigrantes (normalmente en los
países desarrollados) una competencia laboral. Culpan a los gobiernos
(de derecha o de seudoizquierda) de ser demasiado flexibles en este
aspecto. La ultraizquierda, en cambio, es atractiva para quienes, además
de no confiar en la política y los políticos, están convencidos de que la
única alternativa es la autogestión y, en el último de los casos, la
combinación de la democracia participativa con la representativa. Los
partidarios de la ultraderecha tienden a defender el sentido de nación,
más por racismo que por nacionalismo, mientras que los simpatizantes de
la ultraizquierda tienden más bien a las soluciones locales, incluso de
barrio, para resistir mejor la ofensiva tanto del capital trasnacional
como de los gobiernos desnacionalizados y al servicio de este capital.
Ambas corrientes tienen un común denominador: la desconfianza en la
política y en los políticos, especialmente en los que, con diversos
matices, no proponen alternativa al statu quo sino más de lo mismo.
Con el anterior esquema interpretativo (que como todo esquema simplifica
la realidad) intento demostrar que si no hubiera sido por los votos de Le
Pen y el temor a que ganara, el desprestigio de la política y de los
partidos en Francia hubiera sido más evidente de lo que ahora parece. Y
no me parece descabellado sugerir que Francia ha sido el primer
laboratorio político de lo que está por ocurrir en otros países. Por lo
pronto, tendrá un presidente sin legitimidad, pues obviamente no ganó por
sí mismo ni por su partido. En Francia se ha revelado, como en ninguna
otra parte, la quiebra de la política, incluso de la política determinada
por los medios como ocurrió en Italia. Habrá que reinventar la política,
y pronto, porque de otra manera ésta y los partidos continuarán
subordinados a la economía globalizada y, más que a ésta, a los muy pocos
que la dominan. Y así, ¿para qué la política, los partidos y las
elecciones?
https://www.alainet.org/es/articulo/105890
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