Carnaval y cenizas
05/03/2003
- Opinión
Carnaval significa "fiesta de la carne" y en sus orígenes era una fiesta
religiosa. En vísperas de la Cuaresma, y ante la perspectiva de pasar
cuarenta días en abstinencia de carne, los cristianos se hartaban de
asados y frituras entre el domingo y el martes. El miércoles se ponían
ceniza, evocando que venimos del polvo y al polvo regresaremos, e
ingresaban en el período en que la Iglesia celebra la pasión, la muerte y
la resurrección de Jesucristo.
La modernidad secularizó la cultura y, en cierto modo, vació el
significado de las fiestas religiosas, hoy conocido apenas por los
cristianos que están vinculados a alguna comunidad eclesial. Ciertamente
ganó la autonomía de la razón y perdió la consistencia de la
subjetividad. Se cambió San Nicolás, que en el siglo 5º distribuyó su
herencia a los pobres, por la figura consumista de Papá Noel; el carnaval
se transformó en fiesta de la carne en otro sentido; y se hizo de la
Semana Santa un período extra de vacaciones.
Esa reificación de los ritos de paso se hace más evidente en este
momento, en que la humanidad enfrenta una crisis de paradigmas.
Destituido el leninismo de la condición de ciencia de la historia, y
constatado el fracaso crónico del neoliberalismo en los países de América
Latina, de Asia y de África, se da una emergencia espiritual en todo el
mundo.
Parafraseando a Rimbaud, hay una "gula de Dios" que favorece el encuentro
de la mística oriental con la doctrina cristiana occidental, introduce la
new age y la gnosis de Princeton, pero también abre el campo a los
mercenarios de la salvación, que predican sin quitar el ojo de la
ambición, convencidos de que "al principio era el dinero" y si Jesús es
el Camino, debe pagárseles a ellos el peaje...
El Miércoles de Ceniza nos motiva a reflexionar sobre esta experiencia
inevitable: la muerte. El proceso reificador de la modernidad tiende a
considerar descartables también los ritos de paso que se sobreponen a las
esferas religiosas, como el nacimiento, el matrimonio y la muerte. Antes
se moría en casa y, contra la voluntad del poeta, había llanto, velas y
cintas amarillas.
Cuando era niño en Minas Gerais asistí a entierros que eran una verdadera
fiesta, con toda la fuerza paradojal de la expresión. Había velorio y
lloronas, licores y empanadas, coronas de flores y procesión fúnebre,
misa de cuerpo presente y recomendación del alma en el cementerio. Hoy se
muere casi clandestinamente, y el entierro se hace antes de que puedan
ser avisados los amigos, como si nos resistiésemos a la idea de que esta
vida escapa a nuestro absoluto control.
La evocación de la muerte incomoda porque remite al sentido de la vida.
Sólo asume su muerte quien imprime a la vida un sentido altruista, capaz
de trascender la existencia individual. Aparte de eso, la muerte es
brutal ocultamiento de la vida. Sin embargo, ya no se enfatiza la
cuestión del sentido de la vida. En la escuela se aprende a competir, a
tener éxito, a dominar la ciencia, la técnica y el patrimonio cultural
del que somos herederos. Pero no hay ninguna disciplina que prepare a los
alumnos para las crisis casi inevitables de la existencia: el fracaso
profesional, la ruptura afectiva, la enfermedad, la pobreza, la muerte.
Socializada la ambición, cuantas veces el deseo tropieza en la
frustración, se privatiza el consuelo: el alcoholismo, las drogas, el
resentimiento, el lobo que nos devora el corazón.
Cada Miércoles de Ceniza la Conferencia de Obispos del Brasil lanza en
todo el país la Campaña de la Fraternidad. Dedicada este año al anciano.
Se alarga el período de vida de las personas pero no siempre se
profundiza la atención que ellas merecen. Los mayores son marginados,
abandonados por sus mismos parientes, descartados por los servicios
sociales, vistos como incapaces o inútiles. Aunque la fe cristiana no
hace el panegírico de la muerte, sí proclama su fracaso al colocar su eje
en la resurrección de la carne, lo que significa el rechazo de todas las
situaciones de muerte, desde el pecado individual hasta las estructuras
sociales que exaltan el capital y humillan a la persona, incapaces de
asegurar a tantos mayores una vida diga y feliz.
Proclamar que la vida tiene la palabra final, incluso sobre la muerte,
implica también comprometerse para que nuestros ancianos no sean
precozmente condenados a la muerte cívica y moral.
https://www.alainet.org/es/articulo/107063
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