Producción de vulnerabilidades y derechos humanos

28/07/2005
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Presentación Consideramos la ‘vulnerabilidad’ como un lugar social sistémico que atrae o convoca prácticas de violencia en las condiciones latinoamericanas. Una niña o niño de la calle constituyen ejemplos de esta situación. Pero también lo son los indígenas, las mujeres y los ancianos. Nos interesa la acentuación y expansión de la producción de empobrecimientos o vulnerabilidades en la fase de transición que suele denominarse “globalización”. La discusión sobre la producción social de espacios de vulnerabilidad y sobre individuos vulnerables tiene relación con la concepción sociohistórica de derechos humanos. Este trabajo versa, por consiguiente, sobre las determinaciones sociales de la categoría analítica de ‘vulnerabilidad’ y su relación con derechos humanos entendidos sociohistórica y latinoamericanamente en el contexto de la ‘globalización’. El análisis se sitúa en la óptica de los producidos (y autorreproducidos) como empobrecidos o vulnerables. Para América Latina la ‘globalización’ es inducida en tanto es expresión de una dinámica que se sigue de los monopolios que poseen los Estados centrales y sus transnacionales sobre los procedimientos tecnológico-científicos, la capacidad de acceso a los recursos naturales, los medios masivos y la producción de sensibilidad cultural, los instrumentos y procedimientos de la guerra eficaz, que hoy es de aniquilamiento, y los mercados financieros. ‘Inducida’ quiere decir que las poblaciones socialmente populares de los países de la periferia no pueden darle carácter a los procesos e instituciones de la globalización ni comunicar efectivamente sus necesidades al interior de ellos, excepto como reactividad y resistencia. Tampoco pueden hacerlo (ni lo desean) los Estados y gobiernos latinoamericanos que administran la reconfiguración adaptativa de clases que exige la ‘globalización’ e intentan negociar ‘buenos negocios’ y ‘alianzas estratégicas’ con los actores y Estados transnacionales reinantes mientras sostienen un precario equilibrio interno que enseña cada vez más crisis de gobernabilidad que se abren a crisis de ingobernabilidad. Las situaciones de vulnerabilidad constituyen una producción sistémica, no situacional o circunstancial. Se siguen, por consiguiente, de lógicas que manifiestan tendencias discriminatorias que nutren instituciones que condensan y expresan violencia bajo la forma del imperio, la sujeción o la liquidación. En las situaciones de vulnerabilidad, los individuos y sectores producidos como vulnerables son tratados como objetos. Las lógicas de producción de vulnerabilidad pueden alimentar estructuras sexistas, generacionales, económicas, políticas y culturales y sus articulaciones. Para la sensibilidad dominante, la vulnerabilidad o empobrecimiento de sectores o individuos se “explica” por los rasgos inherentes a esos grupos e individuos (como los negros, los indígenas, las mujeres o los inmigrantes, por ejemplo) de modo que solo puede ser resuelta mediante una ‘conversión’ personal, muchas veces valorada imposible, paliada o reprimida. Siguiendo el imaginario neoliberal, los producidos como vulnerables son ‘perdedores’ y ‘culpables’ por su derrota. Antecedentes y situación latinoamericana y caribeña La producción de espacios de vulnerabilidad constituye una constante de la historia social de América Latina. Las lógicas de la propiedad y su reproducción en esta región del capitalismo de la periferia han determinado que estructuralmente se produzcan empobrecidos socioeconómicos, indígenas rurales y urbanos, por ejemplo, ante los que los restantes grupos sociales muestran o indiferencia o irritación (que puede llegar al cerco y aniquilamiento) compensada con medidas paliativas y limosnas a las que se valora como acción social. En el extremo, el habla paramilitar colombiana acuñó el término/categoría “desechable” para designar a quienes debían ser expulsados de las comunidades que constituían su hábitat o, si se resistían a abandonarlas, eliminados (asesinados) para que pudieran realizarse en ellas la Verdad, el Bien y la Belleza. El ‘desechable’ podía ser un anciano recolector de cartones, una prostituta envejecida, un niño drogadicto o de la calle o sencillamente un miserable alcohólico. La eliminación de la degradación extrema y de la molestia que genera entre los ciudadanos ‘decentes’ asumía adecuadamente el sentimiento de indiferencia/irritación de los sectores medios urbanos para los cuales la miseria es basura que debe ser llevada lejos y enterrada. Para estos sectores medios la ‘basura’ humana puede designar travestis callejeros, vagabundos, limosneros, drogadictos o gente ‘rara’ (alguien humilde y servicial que no solicita nada a cambio, por ejemplo). La representación del ‘desechable’ puede aplicarse a la violación, asesinato y descuartizamiento masivo de mujeres obreras en Ciudad Juárez, México. Esas trabajadoras eran transhumantes, pobres, solas y explotadas y su figura remitía tanto el mexicano que huye de su tierra, “como una mujer” (se abre) como a la ‘prostituta hedionda’ que intenta llegar a Estados Unidos (Ciudad Juárez es un sitio fronterizo). Sin ellas, Ciudad Juárez, El Paso y Texas serían mejores (para la industria del turismo, por ejemplo). Tampoco su desaparición implica una pérdida, puesto que son fácilmente reemplazadas. Los pedazos de las mujeres violadas y asesinadas (más cercanas a un mil que a quinientos a esta fecha) son arrojados a los basureros de llantas o neumáticos existentes en la región. Allí son ignorados. Entre los sectores medios de Ciudad Juárez existe el convencimiento de que una masacre de esas proporciones solo puede realizarse con la complicidad de autoridades locales y fronterizas. Pero no les preocupa que su propia seguridad esté en manos de criminales. Las asesinadas son ‘desechables’. Ellos, en cambio, califican como ‘gente bien’. La imagen del ‘desechable’ forma parte del ethos latinoamericano de capas medias y, con variantes, de la sensibilidad señorial oligárquica. Los procesos de globalización refuerzan esta sensibilidad en tanto ellos generan (en las regiones que incorporan poco valor agregado a la riqueza global) procesos de discriminación y exclusión que conforman un sistema polarizado en el cual los ‘excluidos’ son incorporados en tanto excluidos. Quienes carecen de capacidad para insertarse en alguno de los círculos mercantiles funcionales se trasforman en los Bin Laden socioeconómicos y culturales. La pobreza/miseria aparece de esta manera asociada (seguramente más tarde será identificada) con el terrorismo. En el ‘terrorismo’, según el imaginario puesto en circulación por los países centrales en el inicio del siglo XXI, se encuentra culturalmente la referencia al desechable latinoamericano. Sin terroristas, afirman los políticos y la prensa masiva, podrán resplandecer en este mundo la Verdad, el Bien y la Belleza. Terror y terrorismo configuran asimismo un aspecto importante de la subjetividad autocastrante, y por ello vulnerable, de los latinoamericanos. Inducido por el cristianismo clerical católico cada individuo puede sentirse con fluidez cultural, pero con profundo desgarramiento personal, apresado por la tentación, la acción pecaminosa, la culpa y el remordimiento. Cada latinoamericano está en deuda, consciente o inconscientemente, todos los días durante toda su existencia. Para los humildes esta deuda impagable, porque se produce y renueva constantemente en la esfera de los deseos, se traduce en la actitud de plegarse ante los infortunios naturales y sociales (como los huracanes, incendios, atropellos, explotación, maltrato familiar, etc.) porque ellos constituyen “voluntad de Dios”. De alguna manera habría que agradecer a Dios el que conceda atención, aunque sea cruel, a seres tan miserables. Por supuesto el dolor no puede ser saturado por la ideología y el catolicismo popular se llena de santos y santas y costumbres (más o menos profanas) con las que se busca algún resguardo contra esta displicente ‘ira de Dios’. Si se malvive, entonces se agradece a los santos protectores. Como los pecados pueden resolverse con la confesión y donaciones, los sectores poderosos suelen ser más tenazmente clericales. Un cura, un obispo, suelen acompañarlos a sus cenas o asados, bendicen sus propiedades, celebran sus matrimonios y comparten prestigio y prosperidad. La iglesia está ubicada estratégicamente también en la educación privada a la que orienta especialmente hacia los grupos ‘dirigentes’ (la ralea política). El miedo se traduce de esta manera en constancia y fidelidad clerical: se encuentra seguridad porque se asiste al templo o se muestra familiaridad con la autoridad que representa a Dios. La piedad puede desaparecer fuera del templo: allí es legítimo explotar, depredar, reprimir, carecer de misericordia. Los humildes aceptarán este constante azote social (cargado de estereotipos, ignorancia, crueldad) como voluntad divina (es lo que les toca) y la institucionalidad eclesial se los confirmará: con su sufrimiento están ganando el cielo. El monopolio de la culpa y la administración exclusiva de su redención constituyen condiciones culturales de la vulnerabilidad generalizada (en este caso espiritual con efectos sociales) que ha afectado a las poblaciones latinoamericanas y que ha bloqueado con eficacia sus posibilidades de transformación liberadora. Globalización inducida y polarización social El discurso dominante insiste en que sin apertura al ‘libre comercio’ no existe crecimiento económico. No interesa aquí criticar la noción de ‘libre comercio’ ni discutir las diversas posibilidades mediante las que economías/sociedades de la periferia, como las latinoamericanas, pueden abrirse a la economía global transnacionalizada. Lo que interesa es recordar que el crecimiento económico no es idéntico al desarrollo social y cultural de las poblaciones y personas cuyo trabajo o discriminación hace posible ese crecimiento. Puede existir crecimiento sin desarrollo. Es el caso actual, por ejemplo, de la economía y sociedad mexicanas. Y puede darse una mejoría en las condiciones básicas de existencia social (desarrollo) sin crecimiento económico significativo. Esto último podría lograrse mediante una mejor distribución social de la propiedad y la riqueza y la configuración de un área social y solidaria, cooperativa, por ejemplo, de la economía. En las condiciones actuales, la situación ideal está dada por el crecimiento sustentable, sin daño ambiental irreversible, y desarrollo. Este último, que es un parámetro cultural, retornaría sobre la actividad económica reforzando su carácter solidario y sostenible tanto socialmente como en términos de un trato amable con la Naturaleza. Lo que se busca en América Latina, en cambio, es crecimiento sin desarrollo o, mejor, crecimiento con destrucción del tejido social que es la base de la sensibilidad cultural y del desarrollo. En el mediano y largo plazo cultural el crecimiento que destruye el tejido social (la conviabilidad) o refuerza sus caracteres agresivos y destructivos, es insostenible. El crecimiento que entra en conflicto con el desarrollo humano posee determinaciones socio-económicas: las economías latinoamericanas no están en condiciones de agregar significativamente valor a las mercancías generadas para el mercado global, no poseen fuerza para arrebatar riquezas y carecen de peso en la administración de los recursos financieros. Sus inserciones mayoritarias en la economía transnacionalizada siguen siendo la mano de obra barata, las commodities y atractivos turísticos (comercializados por transnacionales del sector), las remesas de emigrantes y la transferencia de recursos monetarios derivados de la dependencia tecnológica y los flujos financieros. En las condiciones anteriores, las formaciones sociales latinoamericanas acentúan su tendencia a la polarización social: un polo minoritario transnacionalizado y afectado por la provisoriedad, y un polo más complejo en el que concurren, en diversas condiciones de precariedad, incluidos y excluidos, trabajadores formales e informales, que se posicionan en relación con el mercado interno o ‘nacional’. De este último polo se dicen las cifras superiores al 50 por ciento de población o familias en situación de pobreza y miseria que arrojan las estimaciones oficiales en el inicio del siglo XXI. Entre los polos se sitúan diversos tipos de sectores medios, unos cayendo hacia el polo mayoritario (los “nuevos pobres”), otros procurando una ‘modernización’ que incluya permanentemente a algunos de sus individuos en el polo transnacionalizado, otros resistiendo tendencias a la extinción social, como los medianos campesinos, o cultural, como los pueblos originarios, algunos intentando salvaguardar sus antiguas conquistas, como los sindicatos del sector público y los maestros, etc. Cada polo y los sectores medios, además de sus tensiones específicas, son atravesados por conflictos estructurales: de clases, de género, generacionales, étnicos, familiares, religiosos, políticos, culturales, ideológicos, y situacionales, como los endeudamientos, migraciones, etc. La polarización social en el marco de estos conflictos estructurales tiene como efectos la configuración tendencial de formaciones sociales altamente fragmentadas y jerarquizadas y, por ello, degradadas y de alta explosividad o centrífugas en tanto la cohesión y la movilidad social vertical (e incluso el reconocimiento social y humano) aparecen sistemáticamente bloqueados, frustrados o azarosos. Para el conjunto de las poblaciones se ha perdido el horizonte de un futuro-de-país y, con ello, su necesidad de sensibilizarse hacia la cosa pública. Este deterioro de la sensibilidad hacia lo público no va acompañado de un refuerzo del cuidado de sí individual, sino que se expresa asimismo como pérdida de autoestima, confusión y crispación personales y abandono de la búsqueda de autonomía. Polarización social y corrupción político-cultural El explosivo y fragmentado marco social recién descrito, opera articulado con un referente estructural de corrupción política que se constituye en matriz de una cultura de venalidad (ilícitos en el ejercicio de la función ‘pública’). La corrupción política consiste en la progresiva independización del ámbito de la cosa pública respecto de la sociedad civil y su usurpación por grupos de poder y presión que la utilizan para su beneficio sectorial o privado y para reproducir las condiciones de su mando. La corrupción del ámbito político acentúa el carácter patrimonial y clientelar, incluso mafioso, del Estado y del gobierno, descompone a los partidos políticos, que se transforman en maquinarias electorales y administradores de la antigua ‘cosa pública’, y desvitaliza las ideologías que son reemplazadas por el pragmatismo inherente a las demandas de la globalización mercantil, militar y cultural y al amafiamiento de la política. Uno de los efectos de este proceso de corrupción (y su recomposición degradada) es el vaciamiento de la responsabilidad ciudadana y la gestación de una cultura política que combina rasgos autoritarios, tecnocráticos y venales. El fenómeno acentúa y generaliza la estimación latinoamericana acerca de que defraudar al Estado (no pagando impuestos, eludiendo multas o irrespetando normas sanitarias, por ejemplo), no es un disvalor ni un delito, sino un mérito. En las condiciones reseñadas se admiten y proclaman legítimas las instituciones y lógicas de las democracias restrictivas que operan en un Estado de derecho aleatorio, sin responsabilidad ciudadana ni social, y que se imponen como procedimiento para designar gobiernos propuestos por una dirigencia que tiende a la autarquía y que, combinada con los medios masivos comerciales y el injerencismo estadounidense, determina monopólicamente la oferta electoral y, posteriormente, el carácter autista o entreguista, anticiudadano y antinacional, de la acción gubernamental. Culturalmente la reproducción de este sistema, y sin considerar aquí la función clerical-religiosa histórica de América Latina, se produce mediante la sanción de la fragmentación y el desencuentro sociales por medio de ideologías de desesperanza e inevitabilidad apenas matizadas por la oferta de una modernización, por la cual habría que sacrificarse y que no se produce o generaliza, y que sectores importantes de la población tienden a traducir como un malmorir, sobrevivir y sálvese quien pueda ya bajo la forma de la agonía y la desesperanza, ya bajo la sensibilidad del ‘valeverga’ o del ‘vivazo’. El referente común es la degradación del sentido colectivo. Algunas tendencias se fortalecen: la desagregación multiplica los espacios de ‘refugio’ clerical, potencia la delincuencia común que avanza hacia la industria del secuestro, el tráfico de niños y órganos y el sicariato, generaliza la cultura epidérmica del espectáculo entontecedor y del fútbol como pasión y reivindicación ‘nacional’, la impunidad de los poderosos y la precariedad ‘natural’ de los empobrecidos… como expresiones diversas y complementarias de la vulnerabilidad, el desamparo y la ausencia de alternativas. En este contexto se generan y expresan inevitables resistencias parlamentarias y sociales. En la primera se insertan las escisiones partidarias derivadas de enfrentamientos entre personalidades (en un período en el que los ‘buenos negocios’ otorgan mejores dividendos pero disminuyen en número), las reivindicaciones morales contra la corrupción y la impunidad o la necesidad de forjar alianzas inéditas que conduzcan a la patrimonial administración gubernamental. Como situación excepcional, emerge, desde las ruinas de la existencia partidaria y ‘política’ anterior, una experiencia como la venezolana (Movimiento V República, Polo Patriótico, socialismo bolivariano) que podría prolongarse, con variantes, en países como Bolivia, Perú y Ecuador que parecen avanzar hacia crisis de ingobernabilidad aun cuando sus sectores populares, mejor o peor organizados, carezcan de apoyo en los aparatos armados y no consigan irradiar un proyecto significativo de conducción para la mayoría de la población. Por ello, en estos países se abre también la posibilidad de golpes de Estado funcionales tanto para la lógica de inserción en la economía global como para la oxigenación oligárquica de la corrupción política o de una recalificación política de la injerencia militar que podría tener como antecedente Colombia o América Central. Las resistencias sociales se expresan principalmente como movilizaciones sociales y movimientos sociales. Entre las primeras destaca recientemente la movilización ciudadana ecuatoriana (principalmente quiteña) que precipitó la fuga del presidente L .Gutiérrez, autodenominada como de “los forajidos”, y la “piquetera” argentina que inauguró el siglo XXI. Entre los segundos, el Movimiento de los Sin Tierra brasileño. En México, movilizaciones sociales ciudadanas abren expectativas para el triunfo electoral inédito de un “outsider”, o que al menos lo parece, de su sistema político (López Obrador). Aunque por el momento sin mayor incidencia se busca gestar una movilización popular (en cada país, centroamericana, latinoamericana) que frene y revierta la aspiración estadounidense de hacer del continente, de sus recursos y poblaciones, un espacio privilegiado y asegurado para sus inversiones y dominio por la vía de tratados de “libre comercio”. Se prolonga, aunque con escasa fuerza fuera de Brasil, el Grito de los Excluidos, una movilización compleja por quienes (y en menor medida desde quienes) son empobrecidos económica, social, sexual o culturalmente y son tratados como objetos. Las luchas de mujeres populares con teoría de género y las de ecologistas radicales parecen haber perdido mordiente por su fragilidad teórica, su cooptación por ONGs incorporadas al sistema, financiamiento insuficiente o inapropiado, casuismo fragmentador y el naufragio generalizado de las esperanzas radicales. Las de creyentes religiosos no parecen en condiciones de revitalizar comunidades eclesiales de base independientes de la sujeción pastoral (estructuras diocesanas) tras los diversas frustraciones y anemias de sus esfuerzos liberadores esbozados antes de la crisis de acabamiento de los socialismos históricos hacia el final del siglo XX. Los sindicalistas no terminan de comprender que deben abrirse hacia los usuarios comprometidos con los productos y servicios que los involucran laboralmente y, como corolario, hacia los frentes social y natural de la lucha ecológica. Con génesis diversas a estas resistencias, que poseen un mayor o menor grado de autonomía, se dan conflictividades principalmente reactivas ligadas a la disolución de las tramas sociales básicas o a determinadas situaciones de apremio (endeudamiento, empleo, vivienda, derechos humanos, etc.) ante las que el sistema político se muestra sin capacidad para enfrentarlas y también sin la voluntad para entregársela. En América Central se da el caso paradigmático de las agrupaciones de jóvenes denominadas “maras”. Las maras resultan de la desagregación de las tramas familiares y barriales, de las migraciones internas e internacionales no deseadas, de un crecimiento económico (en el mejor de los casos) que no va precedido ni por una reforma educativa ni acompañada por empleo de calidad, la degradación municipal y barrial, la accesibilidad del mercado de drogas y armas y la disfuncional cultura clerical hacia la sexualidad y el control de la natalidad. Las maras han sido enfrentadas en América Central (El Salvador, Honduras, Guatemala) mediante una escalada represiva que, obviamente, solo ha conseguido tornarlas más violentas. Un marero tiene claro hoy que no debe caer vivo en manos de la policía o de otros ‘agentes del orden’ porque será ajusticiado como un ‘terrorista’ o un animal. La espiral de violencia (que se articula con las violencias estructurales, institucionales y de la delincuencia común y refleja) ha hecho que los gobiernos centroamericanos y sus fuerzas armadas (que incluyen estructuras paramilitares ilegales) soliciten el apoyo de organismos estadounidenses para reprimir a las maras y avancen hacia una coordinación represiva regional que les retorne un poder político en parte desvanecido tras los acuerdos de paz de inicios de los noventa. La ‘Mano Dura’ (que se reclama orientada contra el narcotráfico y las maras) aparece como sustituta de la Mano Blanca que liquidaba hace dos décadas opositores, campesinos, obreros, dirigentes sindicales y ‘comunistas’. En términos de efecto de demostración internacional, este conglomerado de violencias tiene como referente la ruptura por parte de Estados Unidos, con su invasión unilateral en Irak, del paradigma geopolítico de relaciones internacionales abiertos tras la Segunda Guerra Mundial, su rechazo a la jurisdicción de la Corte Penal Internacional, su declaratoria de una unilateral guerra global preventiva contra un terrorismo definido sin necesidad de pruebas desde su poderío y, especialmente, por su aceptación de que esta guerra se realiza contra no-personas (actitud que ha sido imitada por Rusia y, más recientemente, por el Reino Unido). La ausencia de una política de cooperación estadounidense hacia América Latina se pone de manifiesto en su tendencia a militarizar las situaciones de los productores ancestrales de coca, el tráfico de drogas, las migraciones no deseadas hacia su territorio, la resolución por medio de una “guerra final” del conflicto colombiano, su apoyo a la desestabilización de gobiernos considerados parte de un ‘eje del mal’ como los de Cuba y Venezuela, su empeño, por el momento fallido, para monitorear ‘la’ democracia desde la Organización de Estados Americanos y su abstracta, aunque muy pragmática, propuesta de ‘libre comercio’ con ‘democracia tutelada’ para avanzar hacia el desarrollo y la prosperidad ‘americanos’. Sociedad civil emergente y sociohistoria de derechos humanos Los criterios para discernir y tornar operativos derechos humanos provienen o desde las diversas formas del Derecho natural o desde concepciones históricas y políticas de ellos. El Derecho natural es el fundamento de las asociaciones imaginarias más comunes o generalizadas sobre estos derechos. Su carácter individual, innato e inviolable o sagrado constituyen algunas de estas asociaciones. En realidad, imaginados así, no se trata estrictamente de ‘derechos’, sino de dominios individuales que se prolongan en efectos jurídicos. Un derecho o capacidad jurídica, en sentido estricto, se tiene en las sociedades modernas cuando se lo puede reclamar ante un tribunal o corte de justicia porque existe una norma jurídica que lo reconoce y determina y, al mismo tiempo, sanciona a los responsables por su violación. Un ‘derecho’, además, tipifica alguna relación entre seres humanos como socialmente debida o indebida y no remite por tanto a caracteres individuales que, en tanto tales, no constituyen objeto del derecho. En este texto no interesa discutir la abierta incompatibilidad entre el Derecho natural clásico y derechos humanos modernos (fácil de percibir en el carácter piramidal y absoluto del poder en la institución católica: ante el Papa ningún religioso o fiel tiene derechos, aunque algunos de sus privilegios no le puedan ser arrebatados) o la abierta ideologización que de estos derechos hace el iusnaturalismo o Derecho natural moderno. Lo que se presenta aquí es una forma de lectura política e histórica de derechos humanos: una lectura popular de estos derechos a la que llamamos comprensión sociohistórica de derechos humanos. Todos los elementos de la comprensión sociohistórica de derechos humanos provienen de la historia de estos derechos. Derechos humanos es una invención (o producción) cultural, y política, de las sociedades modernas. Se materializó inicialmente en los reclamos y capacidad constituyente de lo que llamamos sociedad civil emergente, en este caso burguesa, o sea en una que reivindica capacidades o actorías ya sea para mejorar sustancialmente su desempeño autónomo (fijar sus objetivos y darse los medios para alcanzarlos) en una determinada formación social o para constituir otro tipo de organización fundamental de la sociedad. En esta última situación la sociedad civil emergente se determina como fuerza revolucionaria. La insurgencia y movilización zapatista en México (1994 a la fecha) es un ejemplo de sociedad civil emergente rural, indígena, popular. También lo son los sindicatos que combinan sus luchas reivindicativas con el cuestionamiento de la relación salarial. Las luchas de mujeres populares con teoría de género son también otro ejemplo de sociedad civil emergente en las sociedades latinoamericanas actuales. Existen, por tanto, al menos dos maneras de hablar de sociedad civil. La forma más extendida la determina como el campo desde el que se expresan los intereses particulares legítimos (o sea atenidos a derecho). Esta sociedad civil ‘normal’ o ‘bien portada’ interpela a la sociedad política (Estado) para conseguir sus fines. Por ello su accionar supone al Estado y su interpelación confirma el poder y legitimidad de éste. Por el contrario, las movilizaciones propias de una sociedad civil emergente cuestionan el carácter del poder de Estado para lograr (o no lograr) sus fines. Dicho con un alcance: la sociedad civil emergente es antihegemónica, se mueve contra la corriente. Una movilización social que expresa a una sociedad civil emergente busca al menos dos logros centrales: transferencias de poder, con vistas a una mayor autonomía, y la transición desde las identificaciones (inerciales) provistas por el sistema y consistentes con su reproducción, hacia la producción de identidades liberadoras desde las capacidades testimoniadas por la movilización misma. En el segundo relato bíblico sobre la creación de la mujer, Eva es nombrada (determinada por Adán). La mujer es portadora así de la identificación que le concede desde su poderío un no-mujer. En el primer relato bíblico, la mujer es creada al mismo tiempo y con caracteres semejantes al varón, pero ambos son llamados a lo que hoy sería la familia: la sexualidad humana se determinaría por la fecundidad y crianza. En ambos relatos se trata de identificaciones provistas por el sistema (patriarcal y teológico). Las identidades provendrían en cambio de las prácticas que para producirse autónomamente se darían Eva y Adán. Éstas no aparecen en las situaciones que hemos recordado del Génesis, excepto bajo la metáfora del “pecado original” o Caída metafísica. El tránsito desde identificaciones provistas por el sistema (que pueden considerarse inerciales y heterónomas) hacia la producción de identidades ligadas con la autonomía y autoestima domina y determina, en los movimientos sociales (y desde ellos es un factor de las movilizaciones sociales) el proceso de transferencias de poder. De esta manera éstas últimas se constituyen en autotransferencias de poder. No existe efectiva transferencia social de poder sin acrecentamiento de la autonomía y la autoestima de la fuerza social que la exige y busca producirla. De aquí que el testimonio de lucha sea cultural y políticamente incluso más efectivo que los específicos logros materiales institucionales. Derechos humanos se dicen de movilizaciones y movimientos propios de sociedades civiles emergentes. La primera de esta sociedades, en relación con el tema que nos ocupa, tuvo carácter mercantil burgués y expresó las características exigidas por un capitalismo dinerario que no podía prosperar en el marco de un orden político secuestrado por los reyes, los privilegios cortesanos y el dominio de los curas, todos ellos exponentes y representantes, en la ideología, del poder divino y, por ello, sagrados. A esta ‘sacralización’, que dotaba de prestigio, riqueza y poder sobre la vida y la muerte, se oponen los también ‘sagrados’ caracteres individuales, integrales y ‘universalizados’, que configurarán el primer repertorio de derechos humanos. Esta sociedad civil emergente (compleja porque articula comerciantes, banqueros, vasallos, terratenientes y empobrecidos) va a constituir derechos humanos como una articulación entre un individuo pre-político (aunque no pre-social) y un referente metafísico de Humanidad. La primera elección es socialmente obvia: solo un individuo pre-político y con libertad de conciencia podía escapar del control objetivo y subjetivo de señores y curas. La segunda enseña la continuidad e incidencia en esta etapa del imaginario del pensamiento metafísico antiguo y medieval que aquí se expresa como la postulación de existencia de ‘una’ naturaleza humana cuyo concepto abstraído, la Humanidad, resulta socialmente vinculante. La teología es reposicionada por una antropología igualmente metafísica. El resultado es que se proponen ‘derechos innatos’ que anteceden a las relaciones sociales ‘bien ordenadas’ y que se crea un dispositivo para acorralar seres humanos y grupos porque u ofenden a la Humanidad (con alguna forma de resistencia al statu quo) o no consiguen dar su talla (racismo, etnocentrismo, discriminación de género, etc.) en nombre de derechos humanos. En el inicio del siglo XXI este imaginario sostiene tanto las ‘intervenciones humanitarias’ como la guerra global preventiva contra el terrorismo (asumida como la obligación de cambiar culturalmente al Islam) y la declaratoria de los terroristas como no-personas. También la tendencia de las ONGs que se ocupan de derechos humanos como casos jurídicos a reclamar ante las cortes que tendrían la capacidad de ‘restituir’ a las víctimas su dignidad humana. Excursus sobre la dignidad humana La dignidad humana constituye una apreciación o valor. Como tal solo puede seguirse de relaciones humanas o sociales. No es algo que ‘tenga’ cada individuo, sino algo que surge por la forma en que es tratado y se trata a sí mismo. Cuando se tortura a alguien se viola no solo al torturado, sino que se pone en cuestión el carácter (dignidad) del sistema carcelario, judicial o militar en tanto subsistemas y signos de una formación social. La tortura de un individuo no existe en el vacío social. Su vejación posee correlatos en la agresión que sufre en el seno de su familia (por ser mujer o hijo o insuficiente proveedor, o anciano), en la explotación laboral, en el ninguneo ciudadano, en su condición de desplazado, en su posición de laico o civil, etc. La tortura como instrumento ‘de derecho’ condensa en su nivel lógicas de violencia social: se trata de sociedades que en su cotidianidad, familia, empleo, relaciones de género y generacionales, político-culturales, religiosas, funcionan trasgrediendo e impidiendo la autonomía y autoestima de sujetos contenidos en las formas sociales del trabajador, el hijo, la compañera, el indígena, el laico, el opositor político, etc. Existe por tanto al menos un doble alcance cuando se afirma que un tribunal o una sentencia judicial no pueden restituir la dignidad humana a ninguna víctima. Primero, la acción social de maltrato o vejación específica no es reversible porque forma parte de una historia humana personal. Que se castigue a los responsables de los delitos, o se los obligue a una indemnización o ambos, no restituye ni borra de la experiencia de la víctima la violación de su persona. Segundo, la víctima es ‘devuelta’, tras la sentencia que la favorece, a la ‘normalidad’ social en la que se acosa y viola ‘su dignidad’ en cada momento de la existencia y en la que encuentra, asimismo, la posibilidad de arrebatar, menoscabar o acosar la dignidad de otros. La dignidad humana no es algo que exista. Es un referente nominal para una práctica que debe ser socialmente gestada. Es un valor que, de producirse, generaría otro tipo de humanidad, inimaginable en este momento de la historia excepto como experiencia de contraste y resistencia, es decir bajo una forma localizada y negativa. En sociedades con principios de dominación enteramente asimétricos como los de clase, género y generación, o sea en formaciones sociales estructuralmente violentas, no puede manifestarse un valor como el de la dignidad humana, que designa un rango universal o generalizado, sino como contratendencia. La dignidad humana debe ser socialmente producida para todos los individuos. Y por todos o desde todos ellos. Otras sociedades civiles La historia de las formaciones sociales modernas es también la historia de la gestación de otras sociedades civiles emergentes cuyas aspiraciones y racionalidad no pueden ser reducidas a la sociedad civil emergente burguesa y liberal. Interesa aquí ejemplificar estas otras movilizaciones con lo que puede llamarse racionalidad obrera y racionalidad del ‘otro’. Se trata de racionalidades que surgen de una vivencia que constata la falsa universalidad de los derechos humanos fundamentales y ciudadanos proclamados y constitucionalizados en el siglo XVIII. Se configuran, por ello, como racionalidades críticas. La obrera, desplaza su atención desde los individuos a las relaciones económicas, en particular la salarial, y encuentra que esta relación constituye dos tipos particulares de seres humanos de los que no puede predicarse de la misma manera su ‘humanidad’: empresarios y trabajadores. Los primeros acuñan prestigio y concentran riqueza y poder. Entregan su carácter a los procesos sociales y a las sociedades en las que dominan. Los segundos malviven y malmueren, carecen de prestigio, y su empobrecimiento se asocia con su impotencia. Sus maneras de dar carácter a los procesos en que intervienen son reactivos y su prestigio ilusorio. Las relaciones que establecen con sus compañeras e hijos, por ejemplo, no son semejantes a las que se establecen en las familias de la gente con prestigio y poderío social. Al fijarse en las relaciones sociales y no en los individuos, o en las determinaciones que las relaciones sociales confieren a los individuos, la racionalidad obrera recupera un carácter elemental del Derecho: el designar una técnica de coexistencia social. De igual forma, subvierte el imaginario que se representa a los individuos existiendo ‘antes’ o ‘fuera’ de las relaciones sociales (de poder) que los constituyen. El objeto de su crítica no son los individuos que cometen desafueros contra otros individuos (ciudadanos contra otros ciudadanos), sino relaciones sociales cuyas lógicas y asimetrías sistémicas potencian esos desafueros como ‘normalidad’ e incluso como legalidad. Esquemáticamente señalado, sin embargo, esta racionalidad puede dar diferentes alcances a su crítica. En su forma más débil busca paliar la asimetría de poder que constituye diversos bajo lógicas de dominación. Así, el trabajador se organiza para buscar mejores salarios y condiciones de trabajo y descanso, seguridad social, derecho al sufragio, etc. El obrero pretende de esta manera ser ‘ciudadano’ y ‘humano’ tal como el imaginario liberal comprende estos conceptos/valores. En su versión más radical, la racionalidad obrera cuestiona la relación salarial misma (función de la propiedad) y el ‘orden’ (valorado aquí como violencia) que ella funda y reproduce. Para este enfoque, ser reducido y sometido a la condición de trabajador (por la lógica de acumulación de capital y su dispositivo jurídico) resulta incompatible con la capacidad efectiva de incidencia ciudadana y republicana y con la voluntad (antropológica) de producir, en tanto trabajador, humanidad. El obrero, cuya reproducción depende de su sujeción salarial, es un ciudadano de segunda o tercera clase y no es tratado como sujeto ni se espera de él que se comporte como tal. Para esta racionalidad se hace necesario, por tanto, transformar las relaciones sociales que están en la base de la cooperación social con principios clasistas burgueses. Esta transformación permitirá a todos, por vez primera en la historia, producir humanidad. La racionalidad obrera aporta tanto un reposicionamiento del enfoque de derechos humanos desde los individuos abstraídos a las relaciones sociales que los determinan como una crítica de la noción metafísica y cerrada de Humanidad (que ahora debe abrirse a la conflictividad y a la desemejanza). Desde este punto de vista entra en pugna con la racionalidad liberal y propone el examen del fundamento (y sentido) de derechos humanos en términos sociales más complejos y a la vez más eficaces para la comprensión (y práctica) de los caracteres de universalidad e integralidad que ellos suponen. Este acercamiento impide también cercenar derechos humanos utilizándolos como excusa. Sin embargo la racionalidad obrera falla al jerarquizar la relación económica (propiedad, salario, acumulación de capital) como eje exclusivo de todas las discriminaciones estructurales y, con ello, como el principio que, combatido y superado, permitirá no solo una humanidad en proceso de liberación (socialismo), sino la superación de toda práctica de discriminación. En efecto, existen otras prácticas de rebajamiento y sometimiento que no pueden ser reducidas a la dinámica del enfrentamiento de clases, aunque se presenten en las sociedades modernas articuladas con (y tal vez por) ella. Por ejemplo, las discriminaciones de género, generacionales y étnicas o culturales. Las sociedades del socialismo histórico, como URSS, mientras existió, y Cuba actualmente, no avanzaron significativamente en la resolución de estas discriminaciones. La Unión Soviética continuó siendo patriarcal y masculinista aunque las mujeres fueran ‘ascendidas’ a la función de ‘trabajadores’ y ‘soldados’. De parecida forma, Cuba continuó siendo machista y ello se evidencia en el trato a los homosexuales y, por supuesto, a las mujeres. En ninguna de las sociedades del socialismo histórico fue revolucionada la familia conyugal de modo los criterios adultocéntricos y masculinistas se reprodujeron bajo una forma ‘socialista’. Puede reivindicarse en el caso cubano la nueva manera de entender y valorar humana y socialmente la ancianidad. El etnocentrismo soviético prolongó el racismo gran-ruso. En Cuba, después de más de cuatro décadas de revolución educativa, la proporción de afrocubanos en cargos dirigentes decisivos no expresa las proporciones de la población del país (más del 60% es mulata o negra). Aunque existe una voluntad política de no discriminación racial (los cubanos se consideran afrolatinoamericanos), el criterio cultural dirigente no parece haber superado la sospecha ‘de color’. La racionalidad del ‘otro’ asume el criterio de que derechos humanos encuentra su fundamento en las tramas de relaciones sociales y en la conflictividad que ellas suponen en las formaciones sociales con principios de dominación. Derechos humanos tiene que ver con transferencias efectivas de poder hacia y por los grupos discriminados estructuralmente. Y la discriminación no es solo, o principalmente, económica, sino también étnica, nacional y de género (no consideraremos aquí la discriminación generacional que afecta centralmente a los jóvenes). El fundamento social de la racionalidad del otro no es puramente económico. Contiene y está organizado por criterios geopolíticos, político-culturales y específicamente de género. Su configuración se sigue de las movilizaciones contra el colonialismo y por la liberación nacional (que hacen presente al ‘otro’ negro o asiático, ‘de color’ desde ellos mismos) y también por los derechos civiles de los ‘distintos’. En esta lucha ciudadana y nacional de liberación o de reivindicación concurren esfuerzos disímiles, como los de Gandhi en India, Martin Luther King en Estados Unidos, Ho Chi Minh en Vietnam, Patrice Lumumba del Movimiento Nacional Congoleño, el imaginario que fundó la Tricontinental (Ernesto Che Guevara) o, más recientemente, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional mexicano. El grupo socio-cultural discriminado más numeroso del planeta es el configurado por las mujeres. Las mujeres son el ‘otro’ por excelencia. Durante el siglo XX, y en el marco material de la separación entre sexualidad reproductiva y sexualidad personal (década de los sesenta), se reafirma un feminismo de la diferencia (para América Latina, luchas de mujeres con teoría de género) que cuestiona tanto el patriarcado y el masculinismo como su enlace con la racionalidad liberal. Esta racionalidad ligada a una teoría de género en perspectiva de una liberación femenina es también componente de la racionalidad ‘del otro’. Pone atención, como la racionalidad obrera, en las relaciones sociales y no en los individuos o, si se lo desea, en las instituciones y sus lógicas. Al hacerlo, determina las lógicas de sujeción (sometimiento) que caracterizan a esas relaciones, lógicas e institucionalizaciones que, en el caso del imperio patriarcal, afectan tanto a mujeres como a varones. Junto a los ejes económico, étnico y geopolítico, aparece un referente axial que cuestiona la administración social de la libido con principio de dominación patriarcal. Este eje impugna el imaginario liberal que ve en la familia y la relación de pareja (e incluso en la normativa laboral) instituciones a-políticas, o sea sin relaciones estructurales de poder/sujeción, y redimensiona la tesis de la omnipresencia de lo político (criterios y prácticas de convivencia básica) en todas las instancias de la existencia social. De esta manera las prácticas para la necesaria transformación de sociedades en las que los individuos no son ni integral ni universalmente posibles, que es la situación de las sociedades modernas con principios de dominación económica, cultural, geopolítica, libidinal, generacional, etc., pueden instalarse (aunque no confinarse) en las relaciones de pareja y entre generaciones. La racionalidad ‘del otro’ encarnada por las luchas sociales de la mujer con teoría de género (luchas en las que pueden participar varones) enriquece la perspectiva obrera en al menos tres sentidos: identifica las relaciones de dominación como violencia (discriminación socio-humana radical) en todos los espacios de la existencia social y exige con mayor precisión una calificación social de la ciudadanía. Realizando este reposicionamiento, denuncia y rechaza el imaginario liberal que ‘piensa’ la sociedad desde ámbitos sociales diferenciados y autónomos porque en ellos dominarían criterios de asociación o vinculación no-violentos enteramente distintos. En el político, el bien común o la mayor felicidad para el mayor número, en el laboral o civil, los intereses particulares legítimos, en el familiar y personal, las decisiones privadas o individuales íntimas. El criterio de la teoría de género es que todos estos espacios son políticos y en todos ellos resulta legítima la demanda de decisión colegiada (o democrática) desde la autonomía de sus componentes (personas) porque a todos los recorre en la actualidad una (o varias) violencia estructural y situacional. Cada espacio social convoca, por tanto, a una organización y acción política que se proponga una transformación radical. Este proceso recalifica el combate político de las mujeres como una lucha por derechos de las humanas. El desplazamiento del combate político desde su focalización en el Estado, el Gobierno, los partidos políticos parlamentarios y las estructuras político-militares, hacia todos los espacios de coexistencia social determinados por principios de dominación, transforma asimismo la imagen tradicional de la política revolucionaria como “asalto al poder”, donde éste (como resultado de una desviación) aparece objetivado, como una cosa, tensionándolo ahora por su carácter: lo que se disputa es el carácter del poder (opresor/liberador) tal como él se condensa y expresa en cada situación social. No basta con asaltar el Estado o ganar el Gobierno: lo que hay que transformar (y hay que dar testimonio de ello durante la lucha) es el carácter de las prácticas de poder y sus instituciones: pasarlo desde la opresión/sujeción contenida, en lo que aquí interesa, en las lógicas de discriminación de clase o género, a prácticas de autonomía y liberación integrales y universales. La lucha política recupera de esta manera su carácter subjetivo: compromete las identidades y la condición de sujetos de sus actores y protagonistas. Una observación: no se trata de separar y oponer las luchas por el poder y las luchas por el carácter del poder, sino de articularlas para que puedan existir revoluciones efectivas. El reposicionamiento de la lucha por asaltar el poder mediante su tensión con la lucha popular (o sea liberadora) por transformar objetiva y subjetivamente su carácter, redimensiona asimismo el desafío planteado por las identidades sociales. Lo que está en juego también en la transformación política es el paso, posibilitado por la lucha, desde las identificaciones sociales inerciales propuestas para cada grupo e individuo por las lógicas institucionales (de clase, de género, generacionales, étnicas, etc.) hacia las identidades constituidas en la resistencia a toda inercialidad: es la voluntad de ser mujer desde sí misma y la capacidad de comunicarlo, o de ser productor económico (trabajador), un creador objetivo y subjetivo, y comunicarlo. “Comunicar” supone aquí autonomía y autoestima como caracteres personales y sociales. Este último es el tema, aquí solo enunciado, de la ciudadanía calificada. Las personas mujeres no son humanas por ser ciudadanas, sino que lo son por ser mujeres y ciudadanas. Todavía un último aspecto en este apartado. La focalización excluyente de la racionalidad obrera o de los trabajadores en un único eje de relacionalidad social fundamental, el económico, ha tenido históricamente, por diversas razones, el efecto de una pérdida de capacidad de convocatoria cultural y social en tanto muchos otros sectores de la población han imaginado no estar centralmente determinados por ese eje o estarlo con caracteres diversos a los de los trabajadores asalariados sindicalizados. Al aparecer otros ejes, como el libidinal, el generacional, el étnico (y nacional) o el referido a la reproducción de la Naturaleza (ecológico), y las referencias a la discriminación/sometimiento ejercidos por varios imperios, las posibilidades de convocatoria social y político-cultural populares se expanden y acrecientan. La acrecentada capacidad de convocar a muchos y variados a luchas por derechos humanos, y de asociar toda lucha popular con derechos humanos, se liga, sin embargo, con el desafío de criticar y abandonar las tesis sobre la unidad de las luchas sociales y de trabajar políticamente, en cambio, para construir su articulación. A modo de conclusión Vistas desde el punto de vista de las luchas populares la intensificación y acrecentamiento de la producción de espacios de vulnerabilidad en esta fase de la mundialización inducida tiene su correlato en la posibilidad de acrecentar las resistencias sociales y ampliar el carácter de las experiencias populares de contraste desde las cuales se pueden configurar espacios de encuentro, organización, articulación y movilizaciones y movimientos sociales. Si se recuerda que estos movimientos populares, como el campesino, el obrero, el de mujeres o el ciudadano, se constituyen, en tanto comprometen identidades, ‘desde abajo y adentro’, resulta pertinente imaginar políticamente y construir un movimiento popular de derechos humanos. Como movimiento popular deberá darse una teoría que critique los discursos de Derecho natural (clásico y moderno) que dominan en este ámbito y se abra a la comprensión de la necesidad de construir sociohistóricamente una cultura de derechos humanos anunciada por las sociedades occidentales modernas en el siglo XVII e ideologizada y bloqueada desde entonces por las lógicas estratificadoras y fragmentadoras de su organización económica, geopolítica, político-jurídica, de género, generacional y falsa o abstractamente universal. En el mismo proceso, cada lucha particular, como la obrera o la campesina o la de ecologistas, deberá abrirse hacia la comprensión de que su empeño condensa también un combate político por derechos humanos. El punto central es aquí que la lucha por derechos humanos es una lucha por el sujeto humano integral y con capacidad para producir humanidad (universalidad de la experiencia humana liberadora), pero que este sujeto está siempre socialmente situado de modo que sus reivindicaciones sociales específicas constituyen la forma como se expresa su necesidad de humanidad negada y bloqueada por los imperios reinantes. Social y culturalmente un movimiento popular de derechos humanos enfrenta, en esta fase de globalización inducida, las diversas formas de degradación del sentido colectivo y postula su recomposición liberadora. Bibliografía: Amin, Samir: El capitalismo en la era de la globalización, Paidós, Barcelona, España 1999. Gallardo, Helio: Política y transformación social. Discusión sobre derechos humanos, Tierra Nueva, Quito, Ecuador, 2000. Gallardo, Helio: Siglo XXI: Militar en la izquierda, Arlekín, San José de Costa Rica 2005. Ignatieff, Michael: Los derechos humanos como política e idolatría, Paidós, Barcelona, España, 2003. Quito, junio 2005.
https://www.alainet.org/es/articulo/112558?language=en
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