Imperialismo y libre comercio
20/08/2006
- Opinión
En el Frente Amplio parece estar abriéndose paso la idea que es
necesario iniciar una amplia discusión interna sobre el
significado y la conveniencia para Uruguay de suscribir un
tratado de libre comercio con EE.UU.
Discutirlo es imprescindible para la salud psíquica de todos los
que se han interesado en el tema y hasta ahora apenas han tomado
contacto con las sombras en la pared de los rubros y normativas
que abarcaría el referido TLC y los argumentos que se esgrimen
acerca de su urgente conveniencia. Muchas cosas importantes para
el país están en juego en este debate como para pensar en
resolverlo con slogan, juegos de palabras o simplificaciones
triviales.
Para empezar no se trata que un TLC con EE.UU. sea necesidad
inevitable de nuestra inserción internacional, la insoslayable
forma de incorporarnos al mundo ‘globalizado’. Siempre se ha
dicho que la opción preferencial del país era a través del
MERCOSUR. Algunos pasos dados en estos días muestran que la
batalla por mejorar nuestra inserción aquí no está perdida.
Tampoco se puede negar que un TLC con los EE.UU. es de un
carácter sustancialmente distinto al que se tiene con México. O
incluso la posible suscripción de un tratado con alguna de las
grandes potencias emergentes de Asia como China e India. Un
tratado con los EEUU es otra cosa.
Analizar un TLC con EE.UU. requiere ingresar a la cuestión del
imperio y del imperialismo contemporáneo; de la relación entre la
noción de imperio y su bandera más socorrida, el “libre
comercio”. Y situar el imperialismo actual como un momento
específico del capitalismo contemporáneo.
Como ha dicho Carlos Real de Azúa, cuyo pensamiento evolucionó
desde un nacionalismo conservador a un lúcido antiimperialismo,
en nuestros países del Cono Sur, el neocolonialismo y el
imperialismo han revestido formas mucho más sutiles que en los de
Centroamérica, el Caribe y México.
* El libre cambio de los ingleses.
La bandera del libre comercio la levantó, antes que ninguna otra
nación, el imperio británico. El dominio territorial y naval más
extendido de la historia. Dueña de los mares, Inglaterra se
apropió de la quinta parte del territorio del planeta. Entre
ellos los enclaves que aseguraban la supremacía de su marina
mercante y la de los navíos de guerra que la protegían. Nuestras
patrias del Sur de América conocieron y enfrentaron la presión de
los mercaderes y los cañones británicos más de una vez, desde
comienzos del siglo XIX.
De ese modo, las planetarias posesiones coloniales fueron un
factor determinante para la industrialización inglesa. La primera
de la historia. El maquinismo se incrementó a ritmo de revolución.
¿Qué lo favorecía? El imperio británico. Las colonias proveían de
materias primas. A las colonias se les vendía las manufacturas.
De las colonias se obtenían beneficios que se acumulaban en los
bancos ingleses. Durante cien años, la acumulación de libras
esterlinas en los bancos de la City hizo bajar el precio del
dinero que se mantuvo estable, al tres por ciento anual, durante
casi un siglo. Había como financiar descubrimientos e invenciones.
En ese sentido, el industrialismo inglés es hijo del Imperio
Británico. A la vez, habiendo arrancado primero en el desarrollo
industrial, consiguiendo la primacía en el desarrollo de la
moderna producción fabril, Inglaterra se apoyó en su imperio para
acelerar la ininterrumpida modernización de su industria.
Financiada ¿por quién? Por las colonias.
Al precio de la permanente descapitalización de las regiones
sometidas, de la ruina de sus incipientes industrias artesanales,
de su estancamiento y su pobreza. “Los huesos de los tejedores
blanquean las llanuras de la India”, dirá Nehrú. A sangre y fuego.
Inyectando droga, cuando era necesario, como en China.
La otra vertiente, la otra sangre con que se gestó la acumulación
capitalista provino de la clase obrera. La acumulación inicial se
plasmó también con la implacable explotación de los trabajadores
en la manufacturas, en los socavones de las minas, en los
astilleros navales. Engels describió minuciosamente las
condiciones de esclavitud a la que, durante decenios, fueron
sometidos los niños en la minería obligados a arrancar carbón
durante 12 o 14 horas en cuevas a las que, por su tamaño, no
podían acceder los adultos.
Cuando las protestas obreras estallaron, las clases poseedoras
dieron una nueva vuelta de tuerca al desarrollo del imperio. Para
evitar el estallido en la metrópolis, había que acentuar las
ganancias en las colonias. Y mejorar el reparto adentro. Y la
fase industrialista del imperio fue aún más predatoria hacia las
colonias y semicolonias que la fase comercial que la antecediera
e hiciera posible.
* El libre comercio y los Estados Unidos
A lo largo de sus más de dos siglos de existencia, los EE.UU. han
librado solo dos guerras en su territorio. Ambas fueron
especialmente sangrientas. La primera fue para emanciparse
políticamente y para defenderse del “libre comercio” de la corona
británica. Para protegerse de la libertad del otro, del otro más
fuerte.
La otra guerra (de Secesión) la libraron los industriales
proteccionistas de los Estados del Norte contra los partidarios
del libre comercio de los Estados del Sur. Un libre comercio este
defendido por unos Estados esclavistas, productores de materias
primas, ligados comercial y financieramente a Inglaterra y
Francia. La segunda victoria del proteccionismo yanqui puso a los
EE.UU. en el camino para convertirse en gran potencia.
Libre comercio sí, habían dicho, sus lideres hacia 1776, pero
cuando seamos fuertes. Fueron proteccionistas hasta alcanzar,
ellos también, el desarrollo de la gran industria. Situado como
el país más fuerte en toda relación bilateral, los EE.UU. tomaron
para sí la bandera del libre comercio.
* El imperialismo norteamericano contra los pueblos de
Latinoamérica
Libertad para ensayarla, obviamente, en cuerpo ajeno. De manera
preferencial en sus vecinos, los americanos del Sur. En esta
parte del mundo, cada intento de ejercer la soberanía recuperando
el control de sus materias primas suscitó la ira y el castigo del
imperio. Así ocurrió en Chile cuando entre 1886 y 1891 el
presidente Balmaceda pretendió recuperar para la nación el
salitre apropiado por los ingleses.
Una conspiración con apoyo en los partidos conservadores, lo
condujo al aislamiento político, a romper con sus aliados del
movimiento popular y finalmente al suicidio. Salvadas las
distancias, todo el siglo XX de nuestra América se podría resumir
en la secuencia inexorable de movimientos nacionalistas y
democráticos, a veces con tono populista, intentando romper o
atenuar las cadenas impuestas desde afuera. Buscando romper el
control sobre las materias primeras, desarrollar la industria,
leyes sociales y a veces, como en Brasil de los 60 con Joao
Goulart, una tímida reforma agraria.
Contra esos movimientos nacional-reformistas más o menos
avanzados, las clases conservadoras levantaron bloqueos e
instigaron al Ejército a los golpes militares que proliferan a lo
largo de la historia.
Cuando después de la segunda guerra mundial, la Unión Soviética
emergió como un contrapeso efectivo de la expansión imperialista
estadounidense, la presión autoritaria y golpista sobre América
Latina se hizo más intensa: a partir de la creación de la OEA y
el Bogotazo, desde los EE.UU. se alentó más intensamente el
militarismo y el golpismo para frenar cualquier tipo de
reivindicación nacional.
* Casi nada de asimetría, aura que me dice
El triunfo de la revolución cubana, exacerbó la pulsión
intervensionista del Estado norteamericano. Se fundaron las bases
de una nueva doctrina de represión apuntada a derrotar al
‘enemigo interior’. Para eso se necesitaba tortura, guerra sucia,
Estados terroristas. Todo eso, que bien conocemos, fue alentado y
apoyado desde los EE.UU.
Como la disputa por la hegemonía mundial no era solo militar, los
EE.UU. ajustaron con precisión sus mecanismos de intervención en
otros campos de la vida de nuestras naciones latinoamericanas: se
suceden las Cartas de Intención, el saboteo a la industria, el
“ajustarse el cinturón” para los salarios, la presión para
privatizar empresas y servicios públicos: hay que abrirle paso a
las transnacionales, a la inversión extranjera y a los intereses
políticos y diplomáticos del Norte.
No se puede pensar en un TLC sin reflexionar sobre estas
conductas y estos antecedentes.
- Hugo Cores- PVP-567 Frente Amplio. La República, lunes 21 de
agosto de 2006
https://www.alainet.org/es/articulo/116635
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