Ni partido, ni único
09/10/2006
- Opinión
Hay una preocupación muy extendida en todos los ámbitos de la izquierda por encontrar fórmulas que le den consistencia a una enorme diversidad de agrupamientos que militan en el proceso revolucionario. Aspirar a una mayor eficacia del trabajo política y a plataformas unitarias para acometer proyectos de distinta naturaleza es desde luego una razonable aspiración. Pero una cuestión tan evidente no tiene por que suscitar grandes debates ni ocupar la atención prioritaria de la dirigencia. Algo más de fondo se juega en esta formulación y es justamente sobre esos contenidos sobre los que vale la pena hurgar con más detenimiento.
La idea de “partido” (de izquierda o de derecha) es una reminiscencia de la Modernidad que hace rato hizo aguas en todas experiencias históricas de Occidente. La crisis de la forma partido es consustancial a la debacle de la Modernidad política, al desvanecimiento de la idea de “representación”, a la evaporación de un espacio público concebido como intermediación de intereses en el marco de un “contrato social” culturalmente asentado. Asistimos a l fin de la política moderna. Ello se traduce en la inviabilidad de las plataformas institucionales de la democracia burguesa, (Estado, parlamento, gremios, sindicatos, partidos)
Una transformación radical de la sociedad supone una completa reformulación de los sistemas de representación, de los mecanismos de participación, de las formas orgánicas mediante las cuales se expresa la voluntad de la gente. Supone desde luego una demolición del Estado burgués y su entramado organizacional. Supone la suplantación del viejo “contrato social” que nos trajo hasta aquí en estos tres siglos de Modernidad. Pretender transitar el camino de una revolución con los mismos dispositivos heredados de la Modernidad revela una candidez imperdonable. Creer que un “partido revolucionario” es algo que se resuelve con la condición revolucionaria de los militantes es otra ingenuidad que conmueve. El desafío verdadero del proceso venezolano actual es la generación de nuevas formas de gestión política. Esta es una materia pendiente en la que poco o nada se ha avanzado en estos años. El camino fácil de rellenar viejas estructuras del Estado moribundo o el expediente socorrido de copar los espacios sindicales y gremiales son todas estrategias circunstanciales acotadas por la coyuntura. De allí no surgirá nada que valga la pena. La revolución no pasa por allí. Los retos están en otro lado: en la construcción de nuevas formas de gestión política (los “Consejos Comunales” pueden ser un importante embrión) capaces de fundar otra idea de la participación. Los aparatos partidistas son reaccionarios por definición. Ese formato está colapsado. Es preciso una alta dosis de imaginación para inventar otras modalidades de articulación de la gente. Parece una insoportable incongruencia este conformismo respecto a los aparatos y prácticas heredadas. Está planteado un supremo esfuerzo por repensar otra teoría de la organización popular que se haga cargo de las nuevas realidades que este tiempo está demandando. Al mismo tiempo, de lo que se trata es de impulsar los procesos de nuevo tipo en los que la autonomía de los actores refundan los tejidos de la socialidad que emerge. Allí no cabe la vieja figura del “partido” porque esta época reclama otras figuras de la política.
Por el lado de lo “único” me parece que hay más problemas aún. Nada es tan vital en este plano que la idea de diversidad. El nuevo espacio público que está constituyéndose ha de albergar la multiplicidad de actores, de formas políticas y sensibilidades que un proceso tan rico como este es capaz de propulsar. La diversidad política hay que asumirla como un dato constitutivo de la propia calidad revolucionaria del proceso. Ese no es un hecho adjetivo que dependa del estilo o las buenas maneras. Sin esa diversidad política no es posible enganchar con la complejidad de la vida social, con la sana diferencialidad de la experiencia individual, con la infinita variedad de prácticas que son susceptibles en una espacio público radicalmente emancipado de la brutalidad del Estado (de todo Estado) Allí nada es “único”. Allí nada es homogéneo. Allí nada es plano. Complejidad del pensamiento, complejidad de la subjetividad, complejidad de los procesos: he allí la verdadera vacuna contra toda representación simbólica de lo “único”. Ya sabemos que el “pensamiento único” es la más elaborada expresión de la barbarie en el campo epistémico y cultural. Esta lógica se desliza en otros campos y puede tener los mismo efectos letales.
Hay un debate abierto. Lo importante es poder discutir estos asuntos sin ninguna restricción. Es preciso que los análisis y argumentos puedan ser compartidos por todos los actores involucrados. De las cuestiones operacionales no vale la pena ocuparse puesto que esos asuntos tienen espacios de pertinencia bien definidos. Conviene volver la mirada a lo que está subyacente, a las implicaciones de más largo plazo, a los contextos teóricos e históricos donde este debate cobra su real significación. Como todo debate de fondo, encontraremos aquí matizaciones y contrapuntos que hablan de la diversidad política que puebla hoy los distintos territorios de la revolución (en Venezuela y el mundo) La discusión política permanente es el mejor recurso con el que contamos para combatir el pragmatismo, para atajar las prácticas subordinadas que se asumen sin espíritu crítico (la crítica no es negociable)
Como parece claro en el análisis que precede, la sola imagen de un “partido único” suscita toda clase de cortocircuitos con supuestos muy caros a una concepción libertaria del socialismo, a una visión radical de la crisis de la Modernidad política, a una óptica diferente de la democracia occidental. La palanca de la diversidad política –a contrapelo—funciona como una fuente constante de enriquecimiento de la experiencia y como aliciente vital para la fecundización de la reflexión.
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