¿Hacia qué “Sociedad global de la información”?
11/09/2005
- Opinión
Geopolítica del ciberespacio
En los anos noventa, la caída del muro de Berlín y el auge de Internet, como red de acceso público, han proyectado las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación al centro de la redefinición de las doctrinas sobre la construcción de la hegemonía mundial.
El primer acontecimiento acaba con la estrategia del containment del tiempo de la bipolaridad e instaura aquella del enlargement, el ensanchamiento pacifico a través de la integración de cada vez más países a la global democratic marketplace. Dicha nueva doctrina geopolítica de la “hiperpotencia solitaria”, según la expresión de Samuel Huntington, supone sacar provecho de las inversiones simbólicas acumuladas desde casi medio siglo a través de los vectores de la cultura de masa y otros signos de la american way of life. Estas inversiones, se presupone, la red de las redes les puede potencializar al máximo. La hegemonía cultural se confunde con el ejercicio del softpower, el poder blando, el poder de seducción y el rechazo de las estrategias que recurren a la fuerza y a la coerción. Tal doctrina no deja de recordar la “diplomacia de las redes”, substitutiva de la “diplomacia de la cañonera”, elaborada a fines de los anos sesenta por el consejero en materia de seguridad nacional de Jimmy Carter, Zbigniew Brzezinski, en su libro sobre la sociedad tecnotrónica. De lo que se trata es fijar la agenda de tal manera que las prioridades de la superpotencia se vuelvan prioridades de todos. Llevarles a aceptar normas e instituciones que producen el comportamiento deseado. De allí la importancia crucial que reviste la global informacion dominance, la hegemonía reticular.
Esta búsqueda por afianzar la hegemonía informacional comporta también su vertiente “Defensa”. El díptico Netwar y Cyberwar expresa los dos componentes de la llamada guerra del conocimiento, la “noopolítica”. Este neologismo, acuñado por los investigadores del think tank, la Rand Corp., es derivado explícitamente de la noción de noosfera elaborada por el padre jesuita Teilhard de Chardin, paleontólogo, cuyo pensamiento sobre la “planetizacion ” había previamente inspirado a McLuhan su cliché “aldea global ”. La primera es en contra de los nuevos enemigos que recurren a las redes (carteles de la droga, terroristas, activistas, etc.). La segunda se aplica a los conflictos de tipo militar, a gran escala, pero modificados en sus formas por las tecnologías de la inteligencia, conocidas en la jerga militar bajo el acrónimo C4ISR (Comando / Control / Comunicaciones / Computación / Inteligencia / Vigilancia / Reconocimiento). La information dominance va a moldear, durante la primera guerra del golfo y las intervenciones en la ex-Yugoslavia, el discurso sobre la figura ideal e idealizada de la guerra perfecta, limpia, la guerra de “intervenciones quirúrgicas” de “años colaterales”.
Por otra parte, los primeros pasos de la red de las redes desencadenan los grandes proyectos de infraestructura mundial. Basta recordar algunos hitos de esta carrera de Estados Unidos en abierta competición con la Unión Europea. En 1995, en la Cumbre de Bruselas, el G-7 (el grupo de los países más industrializados), por primera vez, se reúne para tratar del problema de la “sociedad global de la información” (allí se acuña la noción), en presencia de unos cuarenta representantes de la industria informática y aerospacial y en ausencia de representantes de la sociedad civil. En su conferencia inaugural, Al Gore, entonces vicepresidente de Estados Unidos, habla de un “Nuevo orden mundial de la información”. El año anterior, desde Buenos Aires, en la conferencia plenaria de la Unión Internacional de Telecomunicaciones, cuyo tema central era “Desarrollo y telecomunicaciones”, el mismo Gore había anunciado al mundo su proyecto de autopistas de la información (Global Information Infrastructure), extrapolación al nivel planetario de su proyecto domestico (National Information Infrastructure) publicitado el año anterior. Incluso Gore había dado como ejemplo las políticas neoliberales de desregulación de las telecomunicaciones en Argentina, Chile y México. En su discurso, Gore reanuda con las tecno-utopias del ágora universal que desde el siglo diecinueve no han dejado de acompañar las tecnologías de comunicación a gran distancia. Pero supedita la realización de sus promesas a la liberalización de las redes. En julio 2000, el G-8 reunido en Okinawa, siempre en presencia de altos dirigentes de las grandes empresas, proclama una “Carta sobre la sociedad global de la información”. De hecho, es la primera vez que el grupo de los países mas industrializados toma acto de la existencia de una “brecha digital”. En la Cumbre del G-7 en Bruselas, el tema de las desigualdades no había siquiera sido abordado. Claro que entre ambas fechas ha irrumpido en la escena mundial el movimiento social (entre otros en Seattle en contra del nuevo ciclo de negociaciones en la OMC) con su crítica al peso desmesurado de los grandes países industrializados en todas las instituciones internacionales.
Tecno-utopias en crisis
Con la entrada en el nuevo milenio, se ha fisurado la legitimidad del discurso tecno-utópico. El atentado del 11 de septiembre de 2001 cuestiona al “todo-tecnológico”, por la incapacidad de los dispositivos de la intelligencia civil y militar de anticipar el acto terrorista. La entrada en la cruzada en contra del “eje del mal” va a la par con la visibilidad de la cara oculta de la sociedad global de la información: la “sociedad de control”. A prueba, la respuesta a cada ola posterior de atentados donde se asiste a la agudización de la tensión al nivel de todas las instituciones entre libertades civiles y seguridad nacional e mundial.
La guerra de Irak acaba de fragmentar los mitos que están en la raíz de la llamada “revolución de la información”, otro de los clichés en vigor desde hace más de tres decenios. Primero, el mito del softpower refutado por las maniobras de captación de los miembros indecisos del Consejo de Seguridad por parte de los partidarios de la guerra. Se puede decir que hay una contradicción entre la noción de “poder blando” y el chantaje a los acuerdos bilaterales u otras expresiones del hard power, de relaciones de fuerza. Luego, el mito del fin de las ideologías, que, desde los primeros tiempos de la guerra fría, estructura el proyecto de “sociedad de la información” como condición de perpetuación del régimen de acumulación del capital, disuelto en el mesianismo teñido de espíritu religioso y en la implosión del ideal de una cultura que se ambicionaba emblemática de un nuevo universalismo.
En este inventario de los factores que desinflaron el mito salvífico de la “revolución de la información”, agregaría un último: las desilusiones ocasionadas por la quiebra de la “nueva economía” y las contradicciones de la construcción de la sociedad guiado por el recurso cognitivo. A la creencia en el advenimiento de la “inteligencia colectiva”, de un nuevo modo de producción denominado ‘informacionalista” donde la separación entre el empresario y el empleado se esfuma por encanto en un mercado vuelto transparente, sucedió la cruda realidad de la precariedad de los nuevos productores de lo immaterial. A tal punto que los propios ciberactivistas de los países anglo-sajones, seducidos en los años noventa por este mito, hablan hoy de formación de un “cognitariado”, palabra acuñada a partir de aquella de proletariado.
Lo que se vislumbra también es la ambigüedad de las tesis que llevan a celebrar el fin del Estado-Nación. Tesis que comparten tanto los ideólogos de la globalización ultraliberal como por los teóricos del postmodernismo. El Estado sigue siguiendo el mecanismo indispensable de la traducción de las ideas en normas aplicables y aplicadas, y el territorio nacional, el lugar del contrato social. El Estado solo puede pensarse en su articulación con la sociedad civil y recíprocamente. La misión de la sociedad civil es también presionar para que el Estado no se despoje de sus propias funciones.
Nuevos sujetos y proyectos contrastados
En este contexto multidimensional, nuevos sujetos hacen oír su voz. Y el sistema de las Naciones Unidas, les convida a hacerlo. Las organizaciones de la sociedad civil dan a conocer su visión del devenir tecnológico en las conferencias preparatorias a la primera fase de la Cumbre mundial sobre la Sociedad de la Información, que se desarrolló en diciembre 2003 en Ginebra, bajo los auspicios de la Unión Internacional de Telecomunicaciones. Las posiciones contrastadas sobre los proyectos de sociedad contribuyen, a su vez, a socavar los discursos tecno-utópicos. Ponen en evidencia que la construcción de la llamada sociedad de la información se inscribe forzosamente en un campo de fuerzas políticas de las cuales es difícil abstraerse y que la construcción de los usos sociales de las tecnologías es también asunto de los ciudadanos y no solo del determinismo del mercado y de la técnica. Obligan a interrogarse sobre la finalidad de la innovación tecnológica y los modelos de desarrollo, la gobernanza de la arquitectura reticular, el régimen de propiedad intelectual que patrimonializa el recurso immaterial en provecho de intereses particulares, la obsesión por la seguridad que deja cada vez mas su impronta sobre el modelamiento de los usos institucionales de las tecnologías, etc.
Más allá de las ambigüedades e inconsistencias de las conclusiones que emanan de estas misas solemnes, queda de pie enseñanzas. Por una parte, a pesar de la heterogeneidad de sus componentes, el tercer sector ha logrado expresarse en una sola voz, sin por ello aplanar las múltiples diferencias y sin negarlas, cuando se trató de asentar los principios del derecho a la comunicación. Por otra, el movimiento social ha comprobado los límites de esta oferta de participación y, paralelamente, busca mas que nunca dotarse de sus propios lugares de reflexión y formular sus propios programas de acción. Como lo prueba la apertura, en los foros sociales mundiales, continentales o locales, de espacios de debate y de propuesta sobre las nuevas formas de hegemonía y contra-hegemonía cultural. El ensanchamiento de los ejes temáticos alrededor de la comunicación, la cultura, las artes y los saberes en la última edición del Foro Social Mundial de Porto Alegre es muy instructivo al respecto.
La Declaración final de la Cumbre dejó insatisfechos a los representantes de la sociedad civil que expresaron su descontento por la forma con que la cumbre tomaba en consideración sus propuestas. Acordaron presentar su propia Declaración común sobre el derecho a la comunicación. Entre los componentes de los “ derechos a la comunicación ”, destaquemos uno: “La diversidad es necesaria a todos los niveles, incluso aquella de la disponibilidad de una gama de fuentes diferentes de información, diversidad de la propiedad de los medios y de los modos de acceso a los medios que asegure que los puntos de vista de todos los sectores y grupos de la sociedad pueden hacerse entender ”.En un mundo en que, bajo todas las latitudes, los poderes nacionales e internacionales temen de abordar el problema de la concentración y de los monopolios, tanto cognitivos como informacionales, como traba a las expresiones de lo público, esta mención es importante ya que acerca el debate sobre la noción tecnicista de “sociedad de la información” a lo cotidiano, a lo que puede experimentar el individuo común : el régimen imperante en los medios de comunicación.
La libertad del consumidor, del usuario, no es algo que viene dada. Se construye a través de contrapesos a través de organización de mecanismos de participación perennes. El lanzamiento del Observatorio internacional de los medios (Media Global Watch) en el Foro Mundial de 2003, por iniciativa de Le Monde Diplomatique, periodistas latinoamericanos e Inter Press Service (IPS) es un buen punto de partida. La idea es que hacia el observatorio internacional converja una red de observatorios nacionales. Cada observatorio comporta tres tipos de representantes: investigadores, periodistas y asociaciones de usuarios. Una fórmula que trata de superar la tendencia a los enclaustramientos y corporatismos recíprocos. Llegar a acuerdos consensuados entre las distintas posiciones se revela dificultoso. Lo es tanto más si se quiere alcanzar una amplia participación de la ciudadanía en esta construcción de una herramienta democrática. Difícil negar en efecto que existe en el lento proceso de ciudadanizacion de los problemas de comunicación una distancia entre la toma de conciencia sobre la centralidad de la cuestión de los medios como reto constitutivo del espacio publico y el deseo efectivo de movilizarse y de participar en reflexiones y acciones para cambiar el estado de cosas. Pero, de todos modos, la formación de un observatorio no parte de la nada. Su función es de federar los múltiples lugares y actores que, a veces desde hace años, realizan una labor de educación popular alrededor de los medios. Sin olvidar que un observatorio se articula naturalmente con la red de medios libres e independientes.
Reunir lo disperso
Sería un error focalizar sobre las lecciones que deja la cumbre. La originalidad del momento actual a nivel del sistema comunicacional mundial es que se han abierto varios frentes y que todos convergen de hecho hacia la construcción de un “nuevo orden informacional”. Las negociaciones sobre las vías de acceso y los proyectos de la mal llamada sociedad de la Información están llamados a cruzarse más y más en otros debates que se desarrollan en otros organismos de la comunidad internacional que tocan frontalmente u oblicuamente el estatuto de la cultura y de las culturas frente al auge de la concepción mercantil del orden mundial. Organización Mundial de la Propiedad Intelectual, UNESCO, Unión Internacional de Telecomunicaciones, OMC, allí se juega la suerte de este estatuto. Que se llamen “excepción cultural”, “diversidad cultural” o “sociedad de la información”, todos estos conceptos performativos tienen que ver entre si. Hay que captar cuan orgánicas, interdependientes, son las diferentes facetas que adoptan las luchas y reivindicaciones contemporáneas en el campo cultural. Las redes de asociaciones y coaliciones nacionales de profesionales de la cultura constituidas desde 2001 para apoyar el proyecto de Convención para la protección de la diversidad cultural propuesto por la UNESCO muestran este entretejido de envites. La experiencia que se puede sacar de las campañas de la red CRIS (Derechos a la comunicación en la sociedad de la información) va en la misma dirección.
¿Que sociedad queremos? Allí reside la pregunta fundadora que, de ninguna manera, ayudan a contestar los neologismos que solo hablan de “sociedad” cuando le asocian un cualitativo o un complemento. Instrumental, procedente del pensamiento ingenieril, la noción de “información” que subyace en la expresión “sociedad de la información” está cortada de la memoria y de la cultura. El hecho es que sigue, más que nunca, hegemónica. La UNESCO trata de reemplazarla por aquella de “sociedades del saber”. El uso del plural significaría reconocer que no hay una sociedad global de la información sino sociedades que se apropian las nuevas y viejas tecnologías en función de su historia cultural e institucional. Ahora bien, si uno quiere ser coherente con dicha denominación plural, diría que lo que necesitamos no es tanto cumbres sobre la sociedad de la información sino “Estados generales sobre los saberes”. Y aquí asumo la expresión, cargada de sentido, de “Estados generales”, ya que fue inaugurada por los revolucionarios franceses en el periodo que ha precipitado en 1789 la caída del régimen feudal. Todo lo cual nos remite al viejo debate eje sobre la filosofía de los bienes públicos comunes. Bienes que como nos explica el movimiento social: “son cosas a las cuales las gentes y los pueblos tienen derechos, son producidas y repartidas en las condiciones de equidad y de libertad que son la definición misma del servicio público, cualquiera sea el estatuto de las empresas que aseguran esta misión”. Los derechos a la comunicación no hacen sino profundizar los derechos universales humanos a la era de las sociedades complejas.
Armand Mattelart, comunicólogo belga, es docente de la Universidad de París VIII y autor de numerosos libros. Conferencia dictada en el marco del Coloquio internacional “Democracia y ciudadanía en la sociedad de la información: Desafíos y articulaciones regionales”, Escuela de Ciencias de la Información, Universidad Nacional de Córdoba, Argentina, junio 2004).
En los anos noventa, la caída del muro de Berlín y el auge de Internet, como red de acceso público, han proyectado las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación al centro de la redefinición de las doctrinas sobre la construcción de la hegemonía mundial.
El primer acontecimiento acaba con la estrategia del containment del tiempo de la bipolaridad e instaura aquella del enlargement, el ensanchamiento pacifico a través de la integración de cada vez más países a la global democratic marketplace. Dicha nueva doctrina geopolítica de la “hiperpotencia solitaria”, según la expresión de Samuel Huntington, supone sacar provecho de las inversiones simbólicas acumuladas desde casi medio siglo a través de los vectores de la cultura de masa y otros signos de la american way of life. Estas inversiones, se presupone, la red de las redes les puede potencializar al máximo. La hegemonía cultural se confunde con el ejercicio del softpower, el poder blando, el poder de seducción y el rechazo de las estrategias que recurren a la fuerza y a la coerción. Tal doctrina no deja de recordar la “diplomacia de las redes”, substitutiva de la “diplomacia de la cañonera”, elaborada a fines de los anos sesenta por el consejero en materia de seguridad nacional de Jimmy Carter, Zbigniew Brzezinski, en su libro sobre la sociedad tecnotrónica. De lo que se trata es fijar la agenda de tal manera que las prioridades de la superpotencia se vuelvan prioridades de todos. Llevarles a aceptar normas e instituciones que producen el comportamiento deseado. De allí la importancia crucial que reviste la global informacion dominance, la hegemonía reticular.
Esta búsqueda por afianzar la hegemonía informacional comporta también su vertiente “Defensa”. El díptico Netwar y Cyberwar expresa los dos componentes de la llamada guerra del conocimiento, la “noopolítica”. Este neologismo, acuñado por los investigadores del think tank, la Rand Corp., es derivado explícitamente de la noción de noosfera elaborada por el padre jesuita Teilhard de Chardin, paleontólogo, cuyo pensamiento sobre la “planetizacion ” había previamente inspirado a McLuhan su cliché “aldea global ”. La primera es en contra de los nuevos enemigos que recurren a las redes (carteles de la droga, terroristas, activistas, etc.). La segunda se aplica a los conflictos de tipo militar, a gran escala, pero modificados en sus formas por las tecnologías de la inteligencia, conocidas en la jerga militar bajo el acrónimo C4ISR (Comando / Control / Comunicaciones / Computación / Inteligencia / Vigilancia / Reconocimiento). La information dominance va a moldear, durante la primera guerra del golfo y las intervenciones en la ex-Yugoslavia, el discurso sobre la figura ideal e idealizada de la guerra perfecta, limpia, la guerra de “intervenciones quirúrgicas” de “años colaterales”.
Por otra parte, los primeros pasos de la red de las redes desencadenan los grandes proyectos de infraestructura mundial. Basta recordar algunos hitos de esta carrera de Estados Unidos en abierta competición con la Unión Europea. En 1995, en la Cumbre de Bruselas, el G-7 (el grupo de los países más industrializados), por primera vez, se reúne para tratar del problema de la “sociedad global de la información” (allí se acuña la noción), en presencia de unos cuarenta representantes de la industria informática y aerospacial y en ausencia de representantes de la sociedad civil. En su conferencia inaugural, Al Gore, entonces vicepresidente de Estados Unidos, habla de un “Nuevo orden mundial de la información”. El año anterior, desde Buenos Aires, en la conferencia plenaria de la Unión Internacional de Telecomunicaciones, cuyo tema central era “Desarrollo y telecomunicaciones”, el mismo Gore había anunciado al mundo su proyecto de autopistas de la información (Global Information Infrastructure), extrapolación al nivel planetario de su proyecto domestico (National Information Infrastructure) publicitado el año anterior. Incluso Gore había dado como ejemplo las políticas neoliberales de desregulación de las telecomunicaciones en Argentina, Chile y México. En su discurso, Gore reanuda con las tecno-utopias del ágora universal que desde el siglo diecinueve no han dejado de acompañar las tecnologías de comunicación a gran distancia. Pero supedita la realización de sus promesas a la liberalización de las redes. En julio 2000, el G-8 reunido en Okinawa, siempre en presencia de altos dirigentes de las grandes empresas, proclama una “Carta sobre la sociedad global de la información”. De hecho, es la primera vez que el grupo de los países mas industrializados toma acto de la existencia de una “brecha digital”. En la Cumbre del G-7 en Bruselas, el tema de las desigualdades no había siquiera sido abordado. Claro que entre ambas fechas ha irrumpido en la escena mundial el movimiento social (entre otros en Seattle en contra del nuevo ciclo de negociaciones en la OMC) con su crítica al peso desmesurado de los grandes países industrializados en todas las instituciones internacionales.
Tecno-utopias en crisis
Con la entrada en el nuevo milenio, se ha fisurado la legitimidad del discurso tecno-utópico. El atentado del 11 de septiembre de 2001 cuestiona al “todo-tecnológico”, por la incapacidad de los dispositivos de la intelligencia civil y militar de anticipar el acto terrorista. La entrada en la cruzada en contra del “eje del mal” va a la par con la visibilidad de la cara oculta de la sociedad global de la información: la “sociedad de control”. A prueba, la respuesta a cada ola posterior de atentados donde se asiste a la agudización de la tensión al nivel de todas las instituciones entre libertades civiles y seguridad nacional e mundial.
La guerra de Irak acaba de fragmentar los mitos que están en la raíz de la llamada “revolución de la información”, otro de los clichés en vigor desde hace más de tres decenios. Primero, el mito del softpower refutado por las maniobras de captación de los miembros indecisos del Consejo de Seguridad por parte de los partidarios de la guerra. Se puede decir que hay una contradicción entre la noción de “poder blando” y el chantaje a los acuerdos bilaterales u otras expresiones del hard power, de relaciones de fuerza. Luego, el mito del fin de las ideologías, que, desde los primeros tiempos de la guerra fría, estructura el proyecto de “sociedad de la información” como condición de perpetuación del régimen de acumulación del capital, disuelto en el mesianismo teñido de espíritu religioso y en la implosión del ideal de una cultura que se ambicionaba emblemática de un nuevo universalismo.
En este inventario de los factores que desinflaron el mito salvífico de la “revolución de la información”, agregaría un último: las desilusiones ocasionadas por la quiebra de la “nueva economía” y las contradicciones de la construcción de la sociedad guiado por el recurso cognitivo. A la creencia en el advenimiento de la “inteligencia colectiva”, de un nuevo modo de producción denominado ‘informacionalista” donde la separación entre el empresario y el empleado se esfuma por encanto en un mercado vuelto transparente, sucedió la cruda realidad de la precariedad de los nuevos productores de lo immaterial. A tal punto que los propios ciberactivistas de los países anglo-sajones, seducidos en los años noventa por este mito, hablan hoy de formación de un “cognitariado”, palabra acuñada a partir de aquella de proletariado.
Lo que se vislumbra también es la ambigüedad de las tesis que llevan a celebrar el fin del Estado-Nación. Tesis que comparten tanto los ideólogos de la globalización ultraliberal como por los teóricos del postmodernismo. El Estado sigue siguiendo el mecanismo indispensable de la traducción de las ideas en normas aplicables y aplicadas, y el territorio nacional, el lugar del contrato social. El Estado solo puede pensarse en su articulación con la sociedad civil y recíprocamente. La misión de la sociedad civil es también presionar para que el Estado no se despoje de sus propias funciones.
Nuevos sujetos y proyectos contrastados
En este contexto multidimensional, nuevos sujetos hacen oír su voz. Y el sistema de las Naciones Unidas, les convida a hacerlo. Las organizaciones de la sociedad civil dan a conocer su visión del devenir tecnológico en las conferencias preparatorias a la primera fase de la Cumbre mundial sobre la Sociedad de la Información, que se desarrolló en diciembre 2003 en Ginebra, bajo los auspicios de la Unión Internacional de Telecomunicaciones. Las posiciones contrastadas sobre los proyectos de sociedad contribuyen, a su vez, a socavar los discursos tecno-utópicos. Ponen en evidencia que la construcción de la llamada sociedad de la información se inscribe forzosamente en un campo de fuerzas políticas de las cuales es difícil abstraerse y que la construcción de los usos sociales de las tecnologías es también asunto de los ciudadanos y no solo del determinismo del mercado y de la técnica. Obligan a interrogarse sobre la finalidad de la innovación tecnológica y los modelos de desarrollo, la gobernanza de la arquitectura reticular, el régimen de propiedad intelectual que patrimonializa el recurso immaterial en provecho de intereses particulares, la obsesión por la seguridad que deja cada vez mas su impronta sobre el modelamiento de los usos institucionales de las tecnologías, etc.
Más allá de las ambigüedades e inconsistencias de las conclusiones que emanan de estas misas solemnes, queda de pie enseñanzas. Por una parte, a pesar de la heterogeneidad de sus componentes, el tercer sector ha logrado expresarse en una sola voz, sin por ello aplanar las múltiples diferencias y sin negarlas, cuando se trató de asentar los principios del derecho a la comunicación. Por otra, el movimiento social ha comprobado los límites de esta oferta de participación y, paralelamente, busca mas que nunca dotarse de sus propios lugares de reflexión y formular sus propios programas de acción. Como lo prueba la apertura, en los foros sociales mundiales, continentales o locales, de espacios de debate y de propuesta sobre las nuevas formas de hegemonía y contra-hegemonía cultural. El ensanchamiento de los ejes temáticos alrededor de la comunicación, la cultura, las artes y los saberes en la última edición del Foro Social Mundial de Porto Alegre es muy instructivo al respecto.
La Declaración final de la Cumbre dejó insatisfechos a los representantes de la sociedad civil que expresaron su descontento por la forma con que la cumbre tomaba en consideración sus propuestas. Acordaron presentar su propia Declaración común sobre el derecho a la comunicación. Entre los componentes de los “ derechos a la comunicación ”, destaquemos uno: “La diversidad es necesaria a todos los niveles, incluso aquella de la disponibilidad de una gama de fuentes diferentes de información, diversidad de la propiedad de los medios y de los modos de acceso a los medios que asegure que los puntos de vista de todos los sectores y grupos de la sociedad pueden hacerse entender ”.En un mundo en que, bajo todas las latitudes, los poderes nacionales e internacionales temen de abordar el problema de la concentración y de los monopolios, tanto cognitivos como informacionales, como traba a las expresiones de lo público, esta mención es importante ya que acerca el debate sobre la noción tecnicista de “sociedad de la información” a lo cotidiano, a lo que puede experimentar el individuo común : el régimen imperante en los medios de comunicación.
La libertad del consumidor, del usuario, no es algo que viene dada. Se construye a través de contrapesos a través de organización de mecanismos de participación perennes. El lanzamiento del Observatorio internacional de los medios (Media Global Watch) en el Foro Mundial de 2003, por iniciativa de Le Monde Diplomatique, periodistas latinoamericanos e Inter Press Service (IPS) es un buen punto de partida. La idea es que hacia el observatorio internacional converja una red de observatorios nacionales. Cada observatorio comporta tres tipos de representantes: investigadores, periodistas y asociaciones de usuarios. Una fórmula que trata de superar la tendencia a los enclaustramientos y corporatismos recíprocos. Llegar a acuerdos consensuados entre las distintas posiciones se revela dificultoso. Lo es tanto más si se quiere alcanzar una amplia participación de la ciudadanía en esta construcción de una herramienta democrática. Difícil negar en efecto que existe en el lento proceso de ciudadanizacion de los problemas de comunicación una distancia entre la toma de conciencia sobre la centralidad de la cuestión de los medios como reto constitutivo del espacio publico y el deseo efectivo de movilizarse y de participar en reflexiones y acciones para cambiar el estado de cosas. Pero, de todos modos, la formación de un observatorio no parte de la nada. Su función es de federar los múltiples lugares y actores que, a veces desde hace años, realizan una labor de educación popular alrededor de los medios. Sin olvidar que un observatorio se articula naturalmente con la red de medios libres e independientes.
Reunir lo disperso
Sería un error focalizar sobre las lecciones que deja la cumbre. La originalidad del momento actual a nivel del sistema comunicacional mundial es que se han abierto varios frentes y que todos convergen de hecho hacia la construcción de un “nuevo orden informacional”. Las negociaciones sobre las vías de acceso y los proyectos de la mal llamada sociedad de la Información están llamados a cruzarse más y más en otros debates que se desarrollan en otros organismos de la comunidad internacional que tocan frontalmente u oblicuamente el estatuto de la cultura y de las culturas frente al auge de la concepción mercantil del orden mundial. Organización Mundial de la Propiedad Intelectual, UNESCO, Unión Internacional de Telecomunicaciones, OMC, allí se juega la suerte de este estatuto. Que se llamen “excepción cultural”, “diversidad cultural” o “sociedad de la información”, todos estos conceptos performativos tienen que ver entre si. Hay que captar cuan orgánicas, interdependientes, son las diferentes facetas que adoptan las luchas y reivindicaciones contemporáneas en el campo cultural. Las redes de asociaciones y coaliciones nacionales de profesionales de la cultura constituidas desde 2001 para apoyar el proyecto de Convención para la protección de la diversidad cultural propuesto por la UNESCO muestran este entretejido de envites. La experiencia que se puede sacar de las campañas de la red CRIS (Derechos a la comunicación en la sociedad de la información) va en la misma dirección.
¿Que sociedad queremos? Allí reside la pregunta fundadora que, de ninguna manera, ayudan a contestar los neologismos que solo hablan de “sociedad” cuando le asocian un cualitativo o un complemento. Instrumental, procedente del pensamiento ingenieril, la noción de “información” que subyace en la expresión “sociedad de la información” está cortada de la memoria y de la cultura. El hecho es que sigue, más que nunca, hegemónica. La UNESCO trata de reemplazarla por aquella de “sociedades del saber”. El uso del plural significaría reconocer que no hay una sociedad global de la información sino sociedades que se apropian las nuevas y viejas tecnologías en función de su historia cultural e institucional. Ahora bien, si uno quiere ser coherente con dicha denominación plural, diría que lo que necesitamos no es tanto cumbres sobre la sociedad de la información sino “Estados generales sobre los saberes”. Y aquí asumo la expresión, cargada de sentido, de “Estados generales”, ya que fue inaugurada por los revolucionarios franceses en el periodo que ha precipitado en 1789 la caída del régimen feudal. Todo lo cual nos remite al viejo debate eje sobre la filosofía de los bienes públicos comunes. Bienes que como nos explica el movimiento social: “son cosas a las cuales las gentes y los pueblos tienen derechos, son producidas y repartidas en las condiciones de equidad y de libertad que son la definición misma del servicio público, cualquiera sea el estatuto de las empresas que aseguran esta misión”. Los derechos a la comunicación no hacen sino profundizar los derechos universales humanos a la era de las sociedades complejas.
Armand Mattelart, comunicólogo belga, es docente de la Universidad de París VIII y autor de numerosos libros. Conferencia dictada en el marco del Coloquio internacional “Democracia y ciudadanía en la sociedad de la información: Desafíos y articulaciones regionales”, Escuela de Ciencias de la Información, Universidad Nacional de Córdoba, Argentina, junio 2004).
https://www.alainet.org/es/articulo/123189
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