El mundo en una nuez (I)
06/08/2008
- Opinión
El Poder y la Universidad: una contradicción sin solución
Cierta vez alguien llamó a una radio de Georgia para opinar sobre los problemas más importantes que angustian al mundo. El locutor, como es su costumbre, lo interrumpió —Oh, man; wait-wait-wait! Stop!— diciendo que en menos de quince segundos le definiría qué es el socialismo y en qué consiste el capitalismo. Efectivamente, en quince segundos, o en menos, dio dos definiciones “completas y absolutas” de lo que es uno y lo que es el otro. Entusiasta, agregó: “y todo esto, que le hubiera llevado años en cualquier universidad, lo ha aprendido usted en quince segundos. Y gratis”. No podía faltar esta observación final, ya que se corresponde con la primera, en un mundo formado y deformado por la cultura del consumo rápido y sistemático, además del odio disimulado por las universidades. La anécdota me recuerda cuando alguien en Grecia —se atribuye la anécdota a Platón, pero este dato me parece dudoso y poco significativo— definió al hombre como “un animal bípedo e implume” y Diógenes arrojó entre la multitud un pollo desplumado: “he aquí al hombre”, ironizó.
Este es el nivel de la inteligencia para los ideólogos que se ocultan cobardes detrás del falso disfraz del pragmatismo. Su epistemología equivaldría a decir que uno es capaz de definir qué es el mundo en quince segundos. O en menos: el mundo es una esfera. ¿O miento? Bueno, casi una esfera. Y lo he dicho en menos de diez segundos. Ahora, ¿no será que el mundo es algo más que una esfera? En un mundo donde predomina la mentalidad del consumo —todavía entiendo que es una tara propia de la transición histórica—, ser capaces de simplificar, de no molestar con conceptos complejos es toda una virtud. Al fin y al cabo, como bien entiende N. García Canclini, el comercio ha sustituido a la política al tiempo que los consumidores han sustituido al ciudadano moderno. Siguiendo el ejemplo de nuestro sabio locutor, uno podría tener toda una taxonomía de conceptos, resumida en una sola línea cada una y, al momento de que alguien pregunte por una cosa o por la otra podríamos contestar con gran obviedad: “a es c”. Y punto. Esta seguridad siempre da la sensación de conocimiento. De hecho, es un tipo de conocimiento: es conocimiento chatarra, como las hamburguesas hechas con yeso y carne de lombrices son un tipo de comida. Pero si nuestras sociedades de la información están lejos de algún tipo sustentable de conocimiento, están aún más lejos de cualquier tipo de sabiduría.
Sin la duda no habría libertad y sin libertad no tendríamos academia sino una comité político, una iglesia o una secta, donde necesariamente se deben excluir determinadas propuestas: si uno pertenece a un partido conservador no podría insistir en posiciones liberales; si uno pertenece a la iglesia católica no debería insistir con preceptos budistas, no podría negar o cuestionar la autoridad del Papa, etc. Todo lo contrario se espera de la academia: excepto el principio de “libertad de cátedra”, nada se puede prescribir, nada se debe excluir de sus cuestionamientos: ni la política, ni la religión, ni la economía, ni el arte, ni el sexo, ni nada. No tendría ningún sentido proscribir la teoría de Darwin, el marxismo o el creacionismo bajo argumentos morales, políticos o religiosos. Incluso si advertimos que los académicos tienen una tendencia A o B no podríamos nunca legislar para cambiar esa tendencia —en teoría, producto de la misma libertad intelectual— con la excusa de buscar un “equilibrio”. Un “equilibrio” que siempre es planteado por el poder político cuando advierte que está representado por una minoría en algún sector de la sociedad. Por ejemplo, en Estados Unidos se ha propuesto muchas veces una ley para “equilibrar” el desproporcionado número de profesores liberales, es decir, de “izquierdistas” —tendencia que se repite en la mayoría de las universidades de Occidente. Claro, en algún momento podríamos pensar que la idea de promover el equilibrio, aunque no sea un resultado espontáneo, podría llegar a ser excelente: imaginen las universidades con más empresarios conservadores y las grandes compañías que controlan los países con más intelectuales de izquierda… Es curioso que un grupo numeroso e influyente de partidarios del libre mercado no sea igualmente partidario de la libertad de cátedra: allí donde se prescribe la mano invisible del mercado se prescribe la regulación de la producción intelectual. Donde se proclama la libertad del capital se condena el libre tránsito de los trabajadores y de las ideas.
Una vez alguien me dijo, considerando que nuestra universidad es una isla de “liberales” en medio de un mar de conservadores, que si los contribuyentes supieran cuáles son los temas que se estudian en los departamentos de humanidades, al poco tiempo se quedarían sin recursos. Podríamos pensar que esta es una idea “razonable” que normalmente es aplicada a la enseñanza primaria y hasta en la enseñanza media: el Estado tiene una cierta idea de qué es bueno y qué es malo, qué es “conveniente” ensañar y qué no; no sólo para aumentar la producción de esa sociedad sino para controlarla dentro de un determinado paradigma social, político y moral. Esto depende, claro, de qué tipo de Estado estamos hablando. Lo bueno y lo malo varían si consideramos China o Francia, Cuba o México, el sistema feudal o el sistema capitalista, el capitalismo industrial o el capitalismo posindustrial.
No obstante, cualquier universidad que se precie de un mínimo de dignidad, coherente con su historia milenaria, no puede basarse en la imposición de tabúes ideológicos o prescripciones paradigmáticas —lo cual no significa que la academia no sufra de estas mismas limitaciones, ya que es parte de una sociedad—. La academia desaparece, literalmente, cada vez que el Estado o el mercado de bienes y males, con sus intereses propios, prescriben o proscriben algo, por mínimo que sea. La paradoja de la academia es que no puede (ni debe) ser económicamente autosuficiente al mismo tiempo que no debería ser ideológicamente dependiente de la mano que le provee los recursos necesarios para su existencia, ya sea pública o privada. Claro que la asignación de recursos por parte del Estado a un área o a la otra, que las donaciones privadas a un campo y no al otro, dirigen con frecuencia el rumbo de la actividad intelectual. Pero si eso es lo que realmente ocurre no es por ello que se define históricamente la academia y mucho menos el pensamiento. Claro que un estado, una institución, puede negarle recursos económicos a sus universidades, argumentando que allí se generan ideas contrarias a sus propios intereses. Claro que puede hacerlo. ¿Y por qué no lo hace? Porque desde ese momento el Estado no puede ser considerado un estado democrático que promueve el libre pensamiento y la investigación. Por esta razón, la relación que une al Estado y a la Universidad es una relación mutuamente interesada, basada en una irresoluble contradicción.
Cierta vez alguien llamó a una radio de Georgia para opinar sobre los problemas más importantes que angustian al mundo. El locutor, como es su costumbre, lo interrumpió —Oh, man; wait-wait-wait! Stop!— diciendo que en menos de quince segundos le definiría qué es el socialismo y en qué consiste el capitalismo. Efectivamente, en quince segundos, o en menos, dio dos definiciones “completas y absolutas” de lo que es uno y lo que es el otro. Entusiasta, agregó: “y todo esto, que le hubiera llevado años en cualquier universidad, lo ha aprendido usted en quince segundos. Y gratis”. No podía faltar esta observación final, ya que se corresponde con la primera, en un mundo formado y deformado por la cultura del consumo rápido y sistemático, además del odio disimulado por las universidades. La anécdota me recuerda cuando alguien en Grecia —se atribuye la anécdota a Platón, pero este dato me parece dudoso y poco significativo— definió al hombre como “un animal bípedo e implume” y Diógenes arrojó entre la multitud un pollo desplumado: “he aquí al hombre”, ironizó.
Este es el nivel de la inteligencia para los ideólogos que se ocultan cobardes detrás del falso disfraz del pragmatismo. Su epistemología equivaldría a decir que uno es capaz de definir qué es el mundo en quince segundos. O en menos: el mundo es una esfera. ¿O miento? Bueno, casi una esfera. Y lo he dicho en menos de diez segundos. Ahora, ¿no será que el mundo es algo más que una esfera? En un mundo donde predomina la mentalidad del consumo —todavía entiendo que es una tara propia de la transición histórica—, ser capaces de simplificar, de no molestar con conceptos complejos es toda una virtud. Al fin y al cabo, como bien entiende N. García Canclini, el comercio ha sustituido a la política al tiempo que los consumidores han sustituido al ciudadano moderno. Siguiendo el ejemplo de nuestro sabio locutor, uno podría tener toda una taxonomía de conceptos, resumida en una sola línea cada una y, al momento de que alguien pregunte por una cosa o por la otra podríamos contestar con gran obviedad: “a es c”. Y punto. Esta seguridad siempre da la sensación de conocimiento. De hecho, es un tipo de conocimiento: es conocimiento chatarra, como las hamburguesas hechas con yeso y carne de lombrices son un tipo de comida. Pero si nuestras sociedades de la información están lejos de algún tipo sustentable de conocimiento, están aún más lejos de cualquier tipo de sabiduría.
Sin la duda no habría libertad y sin libertad no tendríamos academia sino una comité político, una iglesia o una secta, donde necesariamente se deben excluir determinadas propuestas: si uno pertenece a un partido conservador no podría insistir en posiciones liberales; si uno pertenece a la iglesia católica no debería insistir con preceptos budistas, no podría negar o cuestionar la autoridad del Papa, etc. Todo lo contrario se espera de la academia: excepto el principio de “libertad de cátedra”, nada se puede prescribir, nada se debe excluir de sus cuestionamientos: ni la política, ni la religión, ni la economía, ni el arte, ni el sexo, ni nada. No tendría ningún sentido proscribir la teoría de Darwin, el marxismo o el creacionismo bajo argumentos morales, políticos o religiosos. Incluso si advertimos que los académicos tienen una tendencia A o B no podríamos nunca legislar para cambiar esa tendencia —en teoría, producto de la misma libertad intelectual— con la excusa de buscar un “equilibrio”. Un “equilibrio” que siempre es planteado por el poder político cuando advierte que está representado por una minoría en algún sector de la sociedad. Por ejemplo, en Estados Unidos se ha propuesto muchas veces una ley para “equilibrar” el desproporcionado número de profesores liberales, es decir, de “izquierdistas” —tendencia que se repite en la mayoría de las universidades de Occidente. Claro, en algún momento podríamos pensar que la idea de promover el equilibrio, aunque no sea un resultado espontáneo, podría llegar a ser excelente: imaginen las universidades con más empresarios conservadores y las grandes compañías que controlan los países con más intelectuales de izquierda… Es curioso que un grupo numeroso e influyente de partidarios del libre mercado no sea igualmente partidario de la libertad de cátedra: allí donde se prescribe la mano invisible del mercado se prescribe la regulación de la producción intelectual. Donde se proclama la libertad del capital se condena el libre tránsito de los trabajadores y de las ideas.
Una vez alguien me dijo, considerando que nuestra universidad es una isla de “liberales” en medio de un mar de conservadores, que si los contribuyentes supieran cuáles son los temas que se estudian en los departamentos de humanidades, al poco tiempo se quedarían sin recursos. Podríamos pensar que esta es una idea “razonable” que normalmente es aplicada a la enseñanza primaria y hasta en la enseñanza media: el Estado tiene una cierta idea de qué es bueno y qué es malo, qué es “conveniente” ensañar y qué no; no sólo para aumentar la producción de esa sociedad sino para controlarla dentro de un determinado paradigma social, político y moral. Esto depende, claro, de qué tipo de Estado estamos hablando. Lo bueno y lo malo varían si consideramos China o Francia, Cuba o México, el sistema feudal o el sistema capitalista, el capitalismo industrial o el capitalismo posindustrial.
No obstante, cualquier universidad que se precie de un mínimo de dignidad, coherente con su historia milenaria, no puede basarse en la imposición de tabúes ideológicos o prescripciones paradigmáticas —lo cual no significa que la academia no sufra de estas mismas limitaciones, ya que es parte de una sociedad—. La academia desaparece, literalmente, cada vez que el Estado o el mercado de bienes y males, con sus intereses propios, prescriben o proscriben algo, por mínimo que sea. La paradoja de la academia es que no puede (ni debe) ser económicamente autosuficiente al mismo tiempo que no debería ser ideológicamente dependiente de la mano que le provee los recursos necesarios para su existencia, ya sea pública o privada. Claro que la asignación de recursos por parte del Estado a un área o a la otra, que las donaciones privadas a un campo y no al otro, dirigen con frecuencia el rumbo de la actividad intelectual. Pero si eso es lo que realmente ocurre no es por ello que se define históricamente la academia y mucho menos el pensamiento. Claro que un estado, una institución, puede negarle recursos económicos a sus universidades, argumentando que allí se generan ideas contrarias a sus propios intereses. Claro que puede hacerlo. ¿Y por qué no lo hace? Porque desde ese momento el Estado no puede ser considerado un estado democrático que promueve el libre pensamiento y la investigación. Por esta razón, la relación que une al Estado y a la Universidad es una relación mutuamente interesada, basada en una irresoluble contradicción.
https://www.alainet.org/es/articulo/129085?language=en
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