La guerra en Afganistán

19/01/2009
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Somos muchos los ciudadanos españoles los que nos interesamos por la Política Exterior que el Gobierno de España trata de realizar. Me refiero a la  presencia de España en Afganistán y al aumento de tropas que, al parecer, piensa efectuar en aquel país.

Cuando se trata de la guerra  hay que ser lúcidos y audaces, pues las guerras de invasión  y ocupación por mucho que quieran justificarse, resultan siempre injustas  y tremendamente crueles y devastadoras. Digo siempre injustas, consciente de que tal aserto no será compartido por quienes, de una manera u otra, se colocan  de entrada en la perspectiva imperialista de las potencias que practican una política de expansión y dominadora.

Esto, lo primero. El mundo no está para imperialismos ni liderazgos basados en la fuerza de las armas. Ya es sintomático que   EE.UU. consuma  anualmente  en gastos militares más que el resto del mundo, unos setecientos mil  millones de dólares. Y es sintomático que, a mantener esa su hegemonía actual, contribuyan las más de 140 bases militares extendidas por el mundo.

Esa superioridad económico-militar no se ha construido por sí misma, sino a  costa de sacrificar la dignidad e igualdad de otras naciones, invadidas, sometidas, expropiadas de sus bienes y administradas foráneamente por el poder e influencia de  EE. UU. Y, si esas naciones, amparadas en el Derecho Internacional, invocan su derecho a ser soberanas, experimentan entonces  la represión y la condición de ser  naciones sometidas al yugo de un poder extranjero. No es ésta la letra ni el espíritu de la Carta de las Naciones Unidas  que, aleccionadas  por las reiteradas y espantosas  experiencias del pasado,  decidieron no volver nunca más a esta barbarie y resolver pacíficamente, según Derecho y a través del diálogo y negociación, los conflictos entre las naciones.

No vale, por tanto, tratándose de la vida de pueblos enteros, disfrazar la razón de la guerra con la  alianza de grupos regionales o continentales, ideológicos o raciales,  económicos o geoestratégicos, porque nunca tales alianzas  pueden sobreponerse al sagrado  valor de la  vida, de la cultura, de la historia y de  la soberanía de los pueblos. Nadie, a nivel individual, puede edificar su vida a costa del desprecio y explotación de   la vida de los otros. Es la regla de oro: lo que no quieras parta ti, no lo quieras para los demás. Sería esa una realización equivocada, obviamente  anti-ética. La ética de la convivencia humana no es disyuntiva y excluyente: yo
o tú, nosotros o ellos, sino  conjuntiva e incluyente: yo y tú, nosotros y ellos.

La vida e historia de las naciones deben construirse sobre esa ética conjuntiva y alzarse sobre el pilar de la igualdad, del respeto, del diálogo y de la cooperación, sustentado siempre en la convicción de la igualdad e idénticos derechos que cohesionan   a todas las naciones. La ética de la convivencia humana no puede ser disyuntiva: nosotros o ellos, sino conjuntiva: nosotros y ellos.

Me parece una monstruosidad que se siga alentando la división de los pueblos bajo el mentecato dualismo de  buenos y malos (los del eje del mal),  civilizados y terroristas (los que no aceptan la dominación), y que tal división sea establecida por quien más responsabilidad tiene en el quebranto y sufrimiento de una política de sometimiento. Y a  quienes, con toda legitimidad, tratan de defender su propia libertad e independencia, se les denomina  -sin definir previamente qué es el terrorismo- terroristas. Y así  se da carta blanca a  acciones de invasión, humillación y depredación.

Son cosas elementales  desde las que cualquier ciudadano normal, un poco informado,  considera  errada e interesada la actual guerra de EE. UU. en Afganistán. Pero son las cosas elementales para las que los políticos muchas veces parecen no tener ni inteligencia ni corazón. Esa es una guerra imperialista, de ocupación, contra todo Derecho, injustificada  e hipócritamente  presentada como medio para “asegurar” la democracia, las libertades, la reconciliación y el bienestar del pueblo.  Una “democracia”, que al ritmo de la refinada y sistemática destrucción bélica aplicada, pronto dejará de tener sujeto con qué construirse, pues la indomable voluntad de independencia de sus habitantes la están pagando con un deliberado y frío exterminio: genocidio.

Antes de ponerse a revisar si la guerra está bien planteada y coordinada y  si  es estratégicamente la adecuada y logra o no la “reconstrucción” del país, hay que preguntarse si es necesaria y justa y tiene razón de ser:  origen,  causas y   razones reales  de su existencia.  Bajo esa luz, son muchos los que piensan que deja de tener justificación nuestra presencia en Afganistán cuando se argumenta que estamos allí por cuestión de asistencia humanitaria,  contención del terrorismo,  seguridad de unos y de otros y  para evitar las catastróficas hostilidades internas.   Un argumento  éste  difícil de creer y que hace que el clamor de los españoles crezca cada vez más en contra de nuestra complicidad  en esa guerra, pues para  evitar  los efectos devastadores, a los que decimos estar atendiendo en parte,  no hay como negar  la guerra misma y a quien la apadrina. Los riesgos de las  hostilidades internas -innegables- habrá que ver en su momento cómo se afrontan desde el Derecho Internacional y desde la Carta de las Naciones Unidas, sin caer en el abismo de la actual crueldad.

  Resulta claro que, en este caso  EE. UU.,  no soporta afrontar en soledad la vergüenza de una guerra tan loca y  desalmada y busca la manera de aliviarse aduciendo cómo justificación el apoyo  de otras naciones. Pero, lo que está mal, está mal  y no hay “sinrazones” que puedan justificarlo.

  La complicidad  de otros gobiernos, que no pueblos, indica hasta qué punto las llamadas democracias occidentales han procedido en su política con miedo y no con libertad y según Derecho. Un político normal, coherente, tiene que serlo a pesar de las consecuencias negativas que  una actitud suya independiente, pero justa, puede reportarle. Porque medrar y recabar favores  a base de dimitir de los principios, es deshonor y servidumbre. Y un “mayor” progreso y éxito políticos  con servidumbre es maldito y  es  preferible y está por encima un progreso ético  con libertad, aunque sea “menor”.

 Se puede seguir con reconocimiento en no pocas cosas la tarea del Gobierno actual  y alentarle  a proseguir en ella. Pero, en este punto, duro y complejo, va a  necesitar un plus de coraje y radicalidad, para tender a la meta que se debe, logrando  que de una vez nos liberemos de la locura de la  guerra. Es la forma de que sus palabras suenen a verdad y contribuyan a dar un paso que la mayoría de gobernantes no va a dar. Y el Gobierno sabe por qué.

El amor a la humanidad y el respeto al  Derecho Internacional comprime moralmente a apostar por salidas solidarias y pacíficas a ese callejón siniestro de la guerra,  que muchos consideran fatalismo irremediable. Si se cree en la igual dignidad de todo ser humano y  en la soberanía de las naciones, no es posible resignarse a que grupos idólatras del dinero y del clasismo dominen el rumbo de la humanidad y la sometan a aventuras suicidas. Un principio básico de la convivencia es la hermandad universal, que humaniza,  libera y jamás somete ni explota. 

- Benjamín Forcano es sacerdote y teólogo.

https://www.alainet.org/es/articulo/131901
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