Mi hermano
- Opinión
Si la vida es una sorpresa, la muerte es sorprendente. Situados en esta existencia como resultado de un encuentro amoroso entre un hombre y una mujer, lamentamos abandonar el cálido nido del útero, el reino ajeno a la conciencia, la fruición permanente, el aflorar de los tejidos, de los músculos, de los miembros, de los órganos, del ser. De repente, en el transcurso de unos pocos meses, nos encontramos castrados del vínculo placentario y situados en el flujo planetario.
Salimos bajo protesta. Los pulmones se hartan de llorar, el hambre y el desamparo nos impulsan a la búsqueda ansiosa del seno materno. Roto el lazo orgánico, sea bienvenido el abrazo afectuoso. He ahí la vida, la espaciosa vida, la lenta apertura a una aventura que culminará en la muerte.
Tonico, mi hermano mellizo, murió la mañana del 11 de junio del 2009, jueves, fiesta del Corpus Christi. Sufría de una pequeña lesión cerebral causada por un accidente de moto a los 16 años, que le dejó impedido de trabajar y de estudiar.
Si yo hubiera imaginado para él el paso más delicado de esta vida a la otra, ciertamente no hubiera tenido la suficiente fantasía como para imaginar lo que sucedió. Estaba durmiendo cuando se le paró el corazón. Pasó de un sueño a otro, sin dolor ni conciencia de su propio fin, tan silencioso y discreto como vivió sus 47 años de vida. Se quedó con el semblante risueño.
Me presenté aquella mañana en São Paulo, al regresar de Europa. Llegué a las 9 en punto a la casa de mi madre, en Belo Horizonte. Le di la noticia de mi buen viaje, sobre todo porque viajé por Air France, que había tenido hacía menos de dos semanas un terrible desastre en el vuelo Rio-París, que costó la vida a 228 personas. Luego pedí hablar con Tonico. Desde el corredor, donde está el teléfono fijo, mi madre le llamó. No obtuvo respuesta. Los días feriados y festivos tenía por costumbre levantarse más tarde. Mi madre fue hasta su cuarto e insistió en que me atendiese. Entregado al sueño profundo, su brazo derecho caía al lado de la cama. Al regresar de la llamada, mamá dijo que dormía a pierna suelta. Le pedí que no lo molestara, porque era feriado, que esperara a que despertase y que me llamaría luego.
Apenas terminada la llamada, el presentimiento tocó su corazón de madre. Regresó al cuarto y constató que ya no respiraba. El cuerpo, sin embargo, mantenía la temperatura normal, y el semblante expresaba serenidad.
Durante los diez días precedentes la familia había advertido cambios de comportamiento en Tonico. Dejaba de bañarse, siendo como era tan aseado. Todas las mañanas, con una rutina casi mecánica, se encerraba durante dos horas en el cuarto de baño, se recortaba tres veces la barba y, bajo la ducha, gastaba agua, jabón y champú en exceso. Al vestirse se perfumaba cuidadosamente. Ante el espejo se demoraba en peinarse.
De pronto decidió no cuidarse. Algún que otro día le agarraba prisa por salir, ansiedad por dar un paseo, la pereza, el cambio del estado de ánimo. Al tercer día fue objeto de presiones por parte de la familia. Como mucho, entraba en el cuarto de baño, mojaba los cabellos y, sin rasurarse, lo daba por terminado. Ni se cambiaba de ropa. Excepto en la víspera de su partida. Al salir del cuarto de baño tenía el rostro ligeramente afeitado.
A los síntomas manifestados por esos días que antecedieron a su muerte se le añadió la falta de apetito. Era glotón y pesaba más de lo conveniente. Más que en cantidad, tenía la costumbre de digerir sin masticar. Sazonaba los alimentos con ansiedad. Y no solía comer ensaladas. El único vegetal agradable a su paladar era la lechuga. Como no hacía ejercicios físicos y caminaba poco, se volvió obeso. Sin embargo en los últimos días ya no se interesó por la comida. Apenas tomaba agua, ni leche, café para acompañar el cigarro. En pocos días perdió ocho kilos.
Se le nubló la vista. Miraba, catatónico, el paisaje, los objetos de la casa, a los parientes y amigos, sin proferir palabra. Apenas sonreía. Como si fotografiase con la mente cada detalle observado. Y se retiraba a un rincón de la casa para orar. Seguramente Dios le avisó de que aquéllos eran sus últimos días. Como si llevara en la memoria y en el corazón los recuerdos de lo que pudiera captar con la mirada. Y, al igual que las aves del cielo y los lirios del campo, ya no se preocupaba por lo que habría de comer o de vestir. Se despojó de todo cuanto no era esencial. De ese modo su espíritu quedó libre para trascender esta existencia.
Tonico vivió despojado de las cosas. Si se le dejaba a su aire, lo regalaba todo: sonrisas, cigarros, regalos que recibía. Y, sobre todo, nos enseñó a amar, pues era todo afecto.
Es un consuelo saber que no conoció el sufrimiento que acostumbra anteceder a la muerte: la decrepitud de la vejez, la corrosión de la enfermedad, la demencia, el accidente fatal, la agresión del homicida... Transcendió adormecido. Salió del capullo y se convirtió en mariposa...
Epifanía.
- Frei Betto es escritor, autor de “Diario de Fernando. En las cárceles de la dictadura militar brasileña”, entre otros libros. (Traducción de J.L.Burguet)
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