Educación y felicidad
01/05/2012
- Opinión
La vida no está hecha en blanco y negro, está llena de matices, no hay cosas puras ni perfectas, solo construcciones siempre susceptibles de ser mejoradas o corregidas.
A principios del siglo XIX, cuando ya se podía percibir los efectos indeseables del capitalismo en Europa, los llamados socialistas utópicos, -a pesar de lamentables errores como darle tanto peso a las formas autoritarias, la primacía del igualitarismo mecánico o la estandarización de la vida humana en detrimento de la libertad personal-, en un momento de extraordinaria lucidez también afirmaron que la felicidad supone el saber, y el saber solo equivale a la capacidad de organizar.
La organización debería ser organización popular sustentada en la educación, como el mecanismo que permite modificar la naturaleza humana.
La educación comprendida como la base y el fundamento de un nuevo sistema social y político basado en una suerte de progreso moral, donde los seres humanos adquirirían consciencia de las injustas relaciones económicas de la sociedad del capital, que van distorsionando el espacio social donde básicamente se configura el ser humano, por lo tanto, el objetivo fundamental de la educación seria generar las condiciones para una buena sociedad, entendiendo por ella una estructura creada para que la gente viva feliz.
Para esto hay que recordar que las estructuras e instituciones sociales que en la actualidad organizan la vida colectiva no fueron creadas para garantizar necesariamente el Buen Vivir de la gente, sino el orden y el progreso, lo cual se traduce en exclusión de aquello que atenta contra lo instituido, y la preservación de las estructuras que aseguran la vigencia del sistema.
La sofisticación de estos mecanismos ha sido formidable, pues se ha transformado ese anhelo de “ser feliz” en el principal piñón del progreso, en una marca cuyo precio es directamente proporcional a la imposibilidad del acceso de todos a esa marca.
El plegarse irrestrictamente a los requerimientos del sistema como el único camino para “ser feliz”, si bien implica, como es obvio, la aceptación de esas formas para la resolución de las necesidades, no garantiza el acceso pleno a la satisfacción, con lo cual se produce una doble perversión en cuanto se claudica a otras posibilidades de vida colectiva -y con ello se clausura toda la posibilidad de la política-, y en cuanto se sacrifica la libertad por una seducción que no reconoce ni el exceso ni la escasez artificialmente creada.
“Ser feliz” pasó a ser una mercancía escasa con una altísima demanda, o en otras palabras un excelente negocio. Conectando con lo anterior, deberíamos preguntarnos si nos estamos educando para comprender y contrarrestar estas nuevas lógicas del capital.
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