Tercera intempestiva

Carta al mundo desde Honduras (III)

02/01/2017
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Pueden encerrar o matar a una persona, pero no pueden ni podrán nunca asesinar o encerrar una idea”

 

Ha ocurrido lo que se temía. El Tribunal Superior Electoral, cuyo presidente David Matamoros Batson, al servicio incondicional del Juan Orlando Hernández, ha comunicado a la nación en función grabada del domingo 17 de diciembre, que Juan Orlando Hernández es el presidente electo.

 

Con esto se ha verificado lo que Edmundo Orellana, jurista hondureño, había sostenido de que el “presidente” espurio en vez de haber dicho como slogan de campaña de su gobierno en el Partido Nacional, “haré lo que deba hacer”, demostrando así el respeto a la responsabilidad jurídica y legal así como la obligación gubernamental y ética lo que ha dicho siempre es: “¡haré lo que tenga que hacer!” no importa si para ello tiene que pasar por encima de las leyes. ¿Por qué? Quizá porque no existe desprendimiento empático en su existencia increíblemente solitaria y autoritaria en la que predominan los intereses mezquinos que llegan a provocar y ocasionar violencia porque implican la imposición de la fuerza para lograrlos ya que no están en curso con la evolución y grandeza heroica de toda la Humanidad, sino sólo con su pequeño mundo de seguidores igualmente interesados de forma mezquina en su persona como “líder máximo”.

 

Bien es sabido, que Juan Orlando Hernández ha creado “escuadrones de la muerte” para ejecutar un plan diabólico de “limpieza social”, como ha denunciado Manuel “Mel” Zelaya, lo que ha hecho que casi todos los días de su gobierno en las ciudades y aldeas de Honduras, aparezcan personas en sacos o costales o sábanas asesinadas y torturadas, o los llamados “encostalados” o “ensabanados”, hechos que quedan, por lo general, en la impunidad y que son simplemente atribuídos al crimen organizado. Cosas que no sucedieron nunca durante el gobierno del presidente Manuel “Mel” Zelaya.

 

Contrario a este extremismo radical de derecha, el filósofo y pensador chileno, José Luis Cea Egaña., explica en su ensayo conferencia, “Poder y Autoridad”, que “para hacer cumplir sus decisiones la autoridad puede recurrir a la coacción o fuerza proporcionada, regulada por el Derecho y éticamente justificada. Empero, la autoridad no hará uso de la coacción porque impere la obediencia o, en casos extremos y por ende excepcionales, acudirá a la fuerza sólo subsidiariamente, por breve lapso y con el propósito de preservar o restaurar la legitimidad amenazada por opositores ilegítimos. La autoridad, en otros términos, no es débil sino vigorosa, atributo que emana del seguimiento leal que ella concita en la comunidad y no del temor que sufran los gobernados de ser víctimas de un poder arbitrario.

 

Análogamente diáfana debe quedar y de consecuencia, la licitud que la autoridad tiene de emplear la fuerza aunque así ocurrirá después de intentar sin éxito la solución o regulación del conflicto por otros medios, verbo y gracia, la negociación y la persuasión” (Véase pág. 99). Como vemos, para que una autoridad sea legítima necesita y tiene el deber de dialogar con los ciudadanos antes de reprimirlos y, por tanto, para que pueda ser reconocida por la comunidad como legítima debe en primer lugar reunir las siguientes condiciones:

 

1. Estar regulada por el Derecho y ser éticamente justificada.

 

2. Pretender usar la fuerza sólo si la legitimidad se encuentra amenazada por opositores ilegítimos.

 

3. Emanar del seguimiento leal que concita en la comunidad debido a que se ha ganado la confianza global de los ciudadanos y no del temor que sufran los gobernados de ser víctimas de un poder arbitrario.

 

Éstas condiciones no se cumplen en Honduras, ni se han cumplido durante los gobiernos conservadores del Partido Nacional. En primer lugar, todas las instituciones desde la Corte Suprema de Justicia, el Ministerio Público, el Tribunal Supremo Electoral, la Policía Militar, etc., han sido cooptadas y secuestradas por miembros del Partido Nacional gobernante que son aliados incondicionales del presidente Juan Orlando Hernández y obedecen literalmente sus órdenes. Esto significa que dichas instituciones no están justificando de forma ética su actuación porque se encuentran parcializadas y en ese sentido, en Honduras los ciudadanos no son iguales ante la ley. De otra parte, los “opositores ilegítimos” son para la dictadura únicamente aquellos que critican su barbarie, defienden o protegen la ley y su aplicación justa para generar seguridad jurídica, social y política en los ciudadanos. De ahí que dicha condición es en Honduras también nula porque no hay garantía de aplicación de la justicia y todo está controlado por una única y totalitarista opinión y voluntad política. Y, por último, el pueblo es intimidado constantemente lo que se demuestra por la creciente militarización de la sociedad así como la criminalización de la protesta social en su conjunto. Al pueblo se le cataloga de violento y carente de Ética, pues, “se trata siempre de acciones de vándalos asociados al crimen organizado”.

 

Lo anterior nos hace pensar con José Luis Cea E., que existe una diferencia esencial entre la fuerza y la violencia y que esa frontera no puede ser cruzada. Sobre esto señala: “la fuerza no puede ser confundida con la violencia. Esta es energía bruta, sin razón ni justicia, aplicada para doblegar psíquica o físicamente al adversario” (Íbidem, pág. 99). De hecho, la verdadera Ética Política nos enseña que la verdadera y justa autoridad da el ejemplo de mandato pacífico sobre sus ciudadanos gobernados, que no son sólo pacíficos receptores de las políticas públicas, sino que poseen activamente criterios para valorar su eficacia global. Cea señala por eso que “nunca la autoridad aplica la violencia porque no cree en ella y le repugna practicarla. La autoridad es, tal vez, la primera dispuesta a gobernar pacíficamente, decidida a preservar su ascendiente no suscitando ni siquiera la duda que puede provocar el uso de la fuerza y, en definitiva, categóricamente resuelta a rechazar y punir cualquier acto de violencia. Podrá incurrirse en violencia por otros, pero la autoridad genuina jamás apelará a ella.

 

La autoridad cree en la razón y supletoriamente a lo más en la fuerza o en la amenaza de emplearla, porque la renuencia y rechazo a sus órdenes son raras, de reducida importancia y, por último, la autoridad tiene confianza en que logrará que los contrarios depongan sus actitudes. Al fin y al cabo, los opositores amenazados por la fuerza legítima no son completamente libres en la obediencia que presten en tales circunstancias, pero al menos tienen un mínimo de voluntad y racionalidad que los lleva a cambiar su actitud, más no sea en mérito de la conveniencia o el temor que inhibe la desobediencia y evita asumir sus consecuencias” (Íbidem, pág. 100). Es decir, los ciudadanos están dispuestos a cambiar su actitud sólo cuando el poder político tiene autoridad de gobernar porque se ha atenido a la ley y no porque mantiene un grupo de corruptos que violan la ley.

 

En este sentido, tiene razón Cea cuando establece que “por el contrario, el poder sin autoridad ejerce la violencia para apuntalar su propia flaqueza y reprimir -sin llegar en ningún evento a suprimir- el creciente y sucesivo nivel de desobediencia, resistencia y rebelión. Ese poder desnudo, autojustificado, posesivo y abusivo no distingue entre la fuerza y la violencia, porque no cree en la diferenciación, ni ésta le interesa menos todavía si la distinción excluye o restringe severamente el margen en que es lícito acudir a la compulsión. Por eso, la Iglesia ha rechazado siempre la violencia en todas sus formas...” (Íbidem, pág. 100). Y continúa explicando Cea, “con la violencia, el poder no modifica la conducta de los opositores sino que altera directa e ilícitamente su estado físico, suprimiéndolos como protagonistas del proceso político a través, por ejemplo, de la muerte y reclusiones. En esas actuaciones, el poder viola la dignidad y los derechos naturales del hombre, los cuales exigen para castigar que se haya con antelación probado en un proceso justo la responsabilidad criminal correspondiente” (Íbidem, pág. 100).

 

El gobernante o funcionario público que aplica la fuerza bruta de la violencia sólo cosecha un profundo aislamiento y soledad. Esto es así porque el verdadero gobernante es un amigo y compañero del pueblo que acompaña su proceso democrático de evolución desde un presente no solamente como un practicismo voluntarista del movimiento que se reduce al “actívate” para brincar de un lado a otro siguiendo shows de propaganda política y cercos mediáticos, sino que acompaña al pueblo insertándose él o ella mismos en una disponibilidad concreta de traslado de futuro que construye socialmente para todos en acciones sociales que no son simples dádivas o repartos cuantitativos de algunos bienes materiales sino profundas transformaciones estructurales del sistema socioeconómico para que no haya unos ciudadanos que están “abajo” muriéndose de hambre y otros que están “arriba” muriéndose de ambición desmedida. Entonces, el mandatario o la mandataria que es voluntarista e irracionalmente desequilibrado o desequilibrada y apela siempre a la violencia como solución se queda sólo o sola porque, como bien ha señalado el político hondureño Carlos O. Montoya, “se aferra al poder para no ser enjuiciado y esa obstinación tiene el costo o el precio de alejarlo de las masas populares ya que se vuelve cada vez más odioso para éstas últimas”.

 

De lo expuesto puede colegirse con el pensador Cea, quien cita la Encíclica “Pacem in Terris”, que “el derecho de mandar constituye una exigencia del orden espiritual y dimana de Dios. Por ello, si los gobernantes promulgan una ley o dictan una disposición cualquiera contraria a ese orden espiritual y, por consiguiente, opuesta a la voluntad de Dios, en tal caso, ni la ley promulgada ni la dispocisión dictada pueden obligar en conciencia al ciudadano, ya que es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres; más aún, en semejante situación la propia autoridad se desmorona por completo y origina una inseguridad espantosa” (Íbidem, pág. 100). Desde esta perspectiva el poder político, continúa Cea citando la Encíclica, “Pacem in Terris”, “que se funda exclusiva o principalmente en la amenaza o en el temor de las penas o en la promesa de premios, no tiene eficacia alguna para mover al hombre a laborar por el bien común y, aun cuando tuviere esa eficacia, no se ajustaría en absoluto a la dignidad del hombre, que es un ser racional y libre...en semejante situación la propia autoridad se desmorona por completo y se origina una inseguridad espantosa porque el derecho de mandar constituye una exigencia del orden espiritual” (Íbidem, pág. 100).

 

En este sentido, corresponde a una autoridad legítima no abusar del poder y definir al pueblo como categoría y conglomerado político activamente participante lo que significa proponente y crítico del gobierno porque para ello se precisa usar la inteligencia y el razonamiento consciente. Por eso la Constitución de la República de Honduras de 1982 señala en su Artículo 5: “El Gobierno debe sustentarse en el principio de la democracia participativa, del cual se deriva la integración nacional, que implica participación de todos los sectores políticos en la administración pública, a fin de asegurar y fortalecer el progreso de Honduras basado en la estabilidad y en la conciliación nacional”. De lo que se deriva que el Artículo 3 precedente nos indique que “nadie debe obediencia a un gobierno usurpador, ni a quienes asuman funciones o empleos públicos por la fuerza de las armas o usando medios o procedimientos que quebranten o desconozcan lo que ésta Constitución y las leyes establecen”. PORQUE SON LOS PUEBLOS LOS QUE PONEN LOS MUERTOS POR LO QUE SE MERECEN UN SOLEMNE RESPETO MUTUO. Pero los pueblos no pueden simplemente poner indefinidamente los muertos, se necesita, como señala Edmundo Orellana, un juicio político a los miembros del Tribunal Supremo Electoral, especialmente a David Matamoros Batson, porque con pocas excepciones, son criminales que han violado la Constitución y, en consecuencia traidores a la patria, y junto a la continua y permanente manifestación y movilización popular, es necesario que los Observadores Internacionales sean contundentes en sus posiciones de denuncia ante el fraude; así como que el Departamento de Estado de Estados Unidos de Norteamérica, no avale la situación de ilegalidad en Honduras. De lo contrario, vamos hacia una rebelión ciudadana autónoma y espontánea que puede adquirir mayores enbergaduras. ¡Ya van 39 los asesinados y el pueblo hondureño se indigna cada vez más! ¡PORQUE TODOS LOS PUEBLOS SON GRANDES Y SE AUTODEFIENDEN!

 

Tegucigalpa, 21 de Diciembre de 2017.

https://www.alainet.org/es/articulo/190191?language=en
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