El acierto americano de la política exterior mexicana en tiempos de la 4T
- Opinión
Para un núcleo importante de la comentocracia mexicana —opositora al gobierno de López Obrador, por supuesto—, una de las principales fuentes de problemas del régimen de la 4T tiene que ver con el desempeño del Estado mexicano en materia de política exterior y relaciones internacionales. Y es que, desde que el titular del poder ejecutivo en turno decidió dedicarse de lleno a resolver las tensiones presentes en la política doméstica, para esos sectores (que se autoafirman como poseedores de un saber en extremo refinado y erudito, por tener a la totalidad del mundo como su objeto de estudio), lo que en realidad se encuentra en juego, en el fondo de la decisión del presidente de privilegiar a la política interna por encima de la externa es, sin duda, la amenaza del aislacionismo y del provincianismo que termine por desconectar a México de las tendencias marcadas por los vaivenes del acontecer internacional y las dinámicas del mercado global. ¡Como si en un mundo globalizado por el capitalismo moderno tal capacidad de autocracia, política, económica o de cualquier índole fuese en realidad posible!
Y es un problema para ese núcleo, en los hechos, porque —afirman— una multiplicidad y una diversidad de acontecimientos de gran relevancia global están sucediendo a cada instante y López Obrador, junto con su gabinete ampliado, en general; y el gabinete de asuntos exteriores, en particular; parecen simplemente no inmutarse ante ellos, o querer incidir en sus definiciones y trayectorias.
En términos muy simples, esa observación se ha traducido en una sistemática denuncia —por la vía de las columnas de opinión en la prensa, los sitios virtuales de noticias y las revistas semiespecializadas en la materia— de que México simplemente no está presente en el tablero internacional, ni como parte activa ni como mero espectador. Existe una falla, no obstante, con esa observación. Y es que a la política exterior de México, durante las gestiones del actual gobierno, se la está midiendo y valorando a través de dos criterios: a) contrastando los lazos que la 4T establece, mantiene o desdeña respecto de aquellos que se tuvieron como prioridades en los sexenios pasados, particularmente en los tres últimos; y, b) considerando la efectividad y el impacto de la política exterior del Estado mexicano en términos estrictamente instrumentales, pero sobre todo, a partir de los réditos que las decisiones tomadas ofrezcan en materia de libre comercio (no de comercio a secas, sino que estrictamente de libre comercio).
Ahora bien ¿por qué esos dos fondos de contraste empleados por la comentocracia opositora son una trampa o, en todo caso, un referente no muy exacto e idóneo para comprender la manera en que se piensa y se hace la política exterior nacional en tiempos de la 4T? El primero de los criterios para hacer un balance de la política exterior mexicana contemporánea, de entrada, lo es porque plantea que el cambio de hegemonía interna; esto es, en la política doméstica y en las tensiones entre fuerzas en disputa por la reconfiguración del Estado, es independiente de los intereses que se pretenden hacia el exterior, como si la política exterior, en y por sí misma, fuese un campo de autonomía o una dimensión trascendental y hasta cierto punto ahistórica cuya planeación y ejecución no debería de sufrir cambios mayores (de orientación), sino simplemente modificaciones menores (programáticas y temporales).
Pensar la política exterior de México (o de cualquier otro Estado), en este sentido, resulta problemático porque al dotar de rigidez a los intereses que se supone se deberían de defender, o promover o contener, etc., en el exterior, en todo momento, con independencia de la correlación de fuerzas interna se pasa por alto que esa síntesis de fuerzas al interior también está conformada por las presiones que se tienen desde el extranjero en la definición de la agenda nacional. México, en esta línea de ideas, sin duda presenta una condición geopolítica (de vecindad con Estados Unidos y puente con América) que rebasa desde diferentes frentes los cambios internos. Sin embargo, hasta en ese punto, algo que debería de primar ahora es el entendimiento de la coyuntura internacional y de las reconfiguraciones que Estados Unidos está realizando en su propia política exterior —hacia México, hacia América, hacia el mundo— para no ser objeto de una mayor degradación de su primacía global frente a la naciente hegemonía china.
El caso en el primer criterio es, pues, que demandar una continuidad presente respecto de las prioridades y las relaciones del Estado mexicano, en materia de política exterior, que dominaron en los sexenios pasados es un sinsentido que no alcanza a comprender la velocidad y la profundidad con las que el contexto internacional se ha reconfigurado a lo largo de una década; y en cómo ese cambio —que aún no está definido, sino que se encuentra atravesando por un momento coyuntural, de crisis de hegemonía y sistémica— se conecta con el cambio interno del contenido y la forma política del Estado. En última instancia, exigir la puesta en práctica de esa supuesta continuidad no hace más que reforzar la posición de subordinación que la condición periférica de México cumple dentro de la economía-mundo capitalista.
Para los efectos del segundo criterio, el problema que radica acá es que el éxito de la política exterior mexicana se sigue estimando, mayormente, por las adhesiones que el Estado hace en mecanismos de integración económica, o por su participación en organismos multilaterales y foros internacionales que en apariencia funcionan como los espacios que en los que se trazan los rumbos de la economía global (y todos sus derivados) pero que en realidad muy pocas veces tienen la capacidad de obtener definiciones y dirigir trayectorias a la manera en que la tienen, por ejemplo, el G7 (Alemania, Canadá, Estados Unidos, Francia, Italia, Japón y Reino Unido); o sin ir mas lejos, a la manera en que en la actualidad las grandes corporaciones transnacionales son capaces de aniquilar economías nacionales enteras a través de la especulación, el acaparamiento, el desabasto, la extracción de capitales, la recolocación de inversiones, el encarecimiento de los precios y el abaratamiento de los salarios, etcétera.
Por eso, cuando aquí también se exige dar continuidad a lo ya hecho se pasan por alto las correcciones que se están imprimiendo al modelo económico interno (para fortalecer al núcleo dirigente del nuevo proyecto hegemónico nacional) y, más grave aún, se decide omitir el hecho de que el único planeta que tienen para habitar la especie humana todas las formas de vida conocidas por la Humanidad ya no aguantan los ritmos de producción, circulación y consumo mercantil que hoy se llevan a cabo. Así pues, lo que es una realidad es que, en definitiva, continuidad es una palabra y una práctica que en la planeación y ejecución de la política exterior de México en la actualidad es mejor no introducir hasta por un ejercicio de autoconciencia de los límites a los que ha llegado el sistema como totalidad y proyecto civilizatorio.
¿En dónde se inscribe, pues, la política exterior vigente de México dentro de todas estas reconfiguraciones y redefiniciones? Los periplos realizados por la diplomacia mexicana en los días recientes, para conseguir el traslado de Evo Morales y Álvaro García Linera a México, desde Bolivia, parece ser un buen ejemplo para señalar el lugar en el que se sitúa el Estado en su proyección regional e internacional. Y es que, en efecto, si de algo da cuenta el logro obtenido por la Cancillería y por el cuerpo diplomático en el exterior para sortear a todo un grupo de gobiernos conservadores, golpistas, militaristas, supremacistas, neoliberales, retrógradas, etc.; y sacar del Sur del continente a los últimos dos jefes de Estado representantes de la resistencia continental al colonialismo y al imperialismo estadounidense y occidental es que lo que está sucediendo en México en realidad no es de tan poca importancia y de tan escasa intrascendencia, por lo menos, para el resto de América —como a la comentocracia le gusta vociferar.
Y es que, si bien es cierto que la presencia corporal del presidente de México en el exterior ha sido nula (y la de su Canciller y otros representantes diplomáticos no tan abundante), la verdad es que también el arrastre que tiene la reconfiguración política al interior del país ofrece una proyección geopolítica importante que se nutre, inclusive sin saberlo, de una ya larga tradición de internacionalismo entre los movimiento progresistas y de resistencia regionales ante los embates del capital y de los Estados colonialistas. No es azaroso ni arbitrario, por ello, que las movilizaciones sociales en la región constantemente estés buscando y apropiándose de referentes locales, regionales, para definir posturas, sumar apoyos, atravesar coyunturas, y hasta para aprender modos diversos de pensar y hacer política frente al neoliberalismo y la política institucional.
López Obrador y su gabinete, sin duda, tendrían que estar impulsando más esa posición privilegiada que el contexto y que su propia presidencia le ofrecen para articular de manera más proactiva, sistemática y enfática proyectos de cooperación regionales, mecanismos de concertación política o instrumentos de integración (económica, política, cultural, etc.,). Sin embargo, incluso y a pesar de que no lo está haciendo, es innegable que lo conseguido para el traslado de Evo y García Linera da cuenta —más allá de lo indeseable de ambas personalidades en el Sur del continente, y de la necesidad de los intereses locales de aislarlo en las lejanías de un México muy próximo al Norte— de que las negociaciones y los emplazamientos a México no son tan fáciles de tramitar y de llevar a cabo. Sobre todo, no lo son teniendo en cuenta la articulación que comienza a restituirse entre el arrastre de un Inacio da Silva excarcelado y un Alberto Fernández (central para ejercer presión sobre Paraguay) que sabe el peso que tiene la Argentina en el cono Sur.
Por supuesto aún queda por ver cuál será la reacción con la que responderá Estados Unidos, en particular, ante lo que desde el establishment de aquella sociedad será concebido como una insolencia del gobierno mexicano y una afrenta abierta ante sus proyecciones geopolíticas en la región. Ya la reacción de aquel, por medio de su representación ante la Organización de los Estados Americanos da cuenta de la magnitud de la ofensa que la administración estadounidense siente haber sido objeto con las reiteradas acusaciones de la parte mexicana del silencio que la OAE guardó ante el golpe de Estado y sobre la inmovilidad reinante para defender la democracia en el país y en la región, en un contexto en el que las autoproclamaciones de presidentes (Guaidó, Venezuela) y presidentas (Añez, Bolivia) legítimas se presenta como la solución ante cualquier conflicto entre partidos y en donde, además, hay un fuerte apoyo institucional, multilateral (de la OEA y otras instancias) a las torturas practicadas con Piñera, en Chile; y con Bolsonaro, en Brasil.
El tema no es menor: luego de los acontecimientos de Culiacán y en contra de la familia LeBarón, y de la posterior intentona de Estados Unidos de declarar a los cárteles del narco como grupos terroristas —en parte para justificar una incursión militar regional bajo el velo de la continuación de la guerra global en contra del terrorismo internacional—; que el gobierno mexicano decidiese marcar distancia de las directrices rectoras reproducidas por los regímenes de derecha en el Sur del continente es un acto que contiene en sí toda la potencia para escalar tensiones entre López Obrador y Donald J. Trump.
De ahí la importancia que tuvo, para blindar a México en el presente, la coincidencia de Alberto Fernández y Rafael Correa, en la Ciudad de México, la misma semana. Y de ahí la trascendencia, también, que tiene hoy la concesión de asilo político a García Linera y Evo Morales. Pues aunque sólo en el primer caso se trata de una personalidad que en breve tomará posesión de un cargo gubernamental, el arrastre que tienen las otras tres figuras es grande y no por encontrarse en el exilio, fuera de sus países, queda nulificada en la articulación de respuestas populares al interior de las sociedades que los expulsaron.
Y es que, de alguna manera, a pesar de que la persona del presidente no sale de su país (y sus representantes no gozan de la movilidad con la que contaron sus antecesores en los sexenios anteriores), lo que es un hecho es que, a pesar ello, el resto de la región sabe que hoy se vive en este territorio colindante con Estados Unidos un proceso político sin precedentes, atípico, dentro del marco de una historia de más de setenta años de continuidad institucional. Por eso, más bien, antes de continuar con la exigencia de continuidad habría que comenzar a pensar qué mecanismos y a partir de qué dinámicas es posible atraer a territorio mexicano toda esa potencia presente en las movilizaciones y las resistencias en el Sur del continente no sólo para hacer de México un polo de radiación de las mismas hacia el resto del mundo, sino, además, para hacer de él una caja de resonancia cuyas ondas regresen reverberando hacia el Sur y al mismo tiempo blindar a la sociedad mexicana de un escenario futuro en el que sus sectores conservadores busquen replicar las fórmulas del golpismo (Estatal o no) hoy ensayadas por toda América.
Ricardo Orozco, Internacionalista por la Universidad Nacional Autónoma de México
@r_zco
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