La violencia en contra de los afectos y el cuerpo
- Opinión
La sociedad mexicana se encuentra atravesando por una crisis que si bien es cierto hunde sus raíces en lo más profundo de la cultura política nacional, desde la formación misma del sistema político en los años posteriores a la guerra civil de principios del siglo XX, en las últimas cuatro décadas ésta ha atravesado por momentos de mutación importantes que la han refuncionalizado para cubrir nuevas demandas de los procesos de acumulación y concentración de capital, en escalas nacionales, regionales y globales.
Uno de esos momentos es, por supuesto, el de la irrupción del neoliberalismo (de autoría intelectual estrictamente estadounidense, frente a sus variaciones ordoliberales de las escuelas de economía de la Europa continental), a principios de la década de los años ochenta (aunque en América tiene antecedentes una década antes, con el golpe de Estado a Salvador Allende). Y lo es, en y por sí mismo, debido a la manera en que la racionalidad detrás de sus doctrinas económicas apuntó hacia la aceleración de mutaciones antropológicas que aun hoy día se están resolviendo (y no en el sentido positivo de la palabra) en la modificaron los núcleos más profundos y centrales de la constitución de la subjetividad de los sujetos sociales, individuales y colectivos.
Dos de esos núcleos a los que el neoliberalismo no ha cesado de asediar desde su génesis son, sin duda, los afectos y la corporalidad (el hacer-cuerpo); ejes de la experiencia de vida cotidiana que, contrario a lo que podría parecer, hoy día no sólo no se encuentran en las antípodas de la convivencia colectiva diaria —a pesar de los sistemáticos embates del capitalismo, en general; y del neoliberalismo, en particular; por eliminarlos como elementos sustanciales de la socialización, sino que, por lo contrario, en el momento presente se sitúan como los dos grandes nudos problemáticos en los que una diversidad y un cúmulo de resistencias se están disputando y poniendo en juego la vida de millones de personas, pero también las posibilidades de hacer efectivas alternativas a las formas históricas, políticas, económicas y culturales que en la actualidad legitiman y dan vida a la modernidad capitalista.
Y es que, en efecto, contrario a lo que podría llegar a pensarse —constituido ahora como sentido común a partir de la experiencia que millones de mexicanos y mexicanas han tenido, los últimos tres sexenios, de cara a la guerra irrestricta que se desató en el país, so pretexto de combatir al narcotráfico internacional—, los afectos y el cuerpo no son dos elementos intrascendentes o sin importancia en las disputas, de todos tipos, que hoy se ciernen sobre las sociedades del continente. Es decir, no es —como se llegó a afirmar desde diferentes espacios académicos durante el sexenio de Felipe Calderón—, que los niveles tan atroces a los que se llegó en el tratamiento violento de los cuerpos diera cuenta de su futilidad y/o desvaloración en la existencia humana, sino, antes bien, lo que ocurrió es que justo porque el cuerpo y los afectos comenzaron a adquirir un rol y una potencia mayores (a partir, precisamente, de los crecientes grados de crueldad en el uso de la violencia y el poder en los espacios públicos y privados), su importancia, tanto en la configuración de la resistencia social a la barbarie como en la exigencia de sobrevivir al trauma, se hizo creciente y, en consecuencia, un centro de atracción del poder y la violencia, en sus nuevas y múltiples formas, para aniquilarlos.
En este sentido, ante la necesidad de explicar por qué la violencia en México escaló a niveles tan altos (cuantitativa y cualitativamente), bien valdría comenzar a revertir la lectura que desde los espacios de superespecialización del trabajo intelectual se ha convertido en la respuesta hegemónica a la pregunta en cuestión: si al cuerpo se lo mutiló, se lo torturó, se lo expuso, se lo humilló, se lo desapareció en las formas tan brutales en las que lo experimentaron los mexicanos y mexicanas, ello no fue gracias a una deshumanización del mismo, ni tampoco a una desvaloración de él, sino que cada nueva forma de violentarlo y de sujetarlo se debió a que era necesario aniquilar de tajo, y de las maneras más brutales concebibles, la potencia que la articulación de los afectos con la centralidad del cuerpo son capaces de desplegar como formas de resistencia y de sobrevivencia a la mercantilización progresiva de la vida misma, pero también de resistir y de sobrevivir a los propios ejercicios de poder y de violencia que comenzaban a cernirse, reconfigurados, sobre ellos, bajo el velo de la guerra en contra de un enemigo en común.
Ahora bien, sin duda, lo que sigue estando de fondo en estas muestras de violencia y de poder, de suplicio, sujeción, aniquilación y desaparición es una racionalidad instrumental e instrumentalizante de la vida en sociedad. Sin embargo, el hecho de que esa racionalidad sea, ella misma, el núcleo duro de la concepción del cuerpo y de los afectos, no excluye en nada al hecho de que el uno y los otros sean el centro de atención del capital. Michel Foucault, en sus estudios sobre la historia de la sexualidad, por ejemplo, muestra como racionalidad instrumental y objetivación de nudos problemáticos no son mutuamente excluyentes, sino, antes bien, complementarios. Y es que, en efecto, en la constitución de la sexualidad como núcleo problemático para la sociedad burguesa en ciernes en los siglos XIV y XVII, fue la racionalidad instrumental la que configuró un cierto saber, un régimen de verdad y estrategias de poder para captar a aquella como su objeto.
Hoy día, en esa misma línea de ideas, ocurre algo similar respecto del cuerpo y los afectos. Hay, para expresarlo de alguna manera, una suerte de voluntad de saber respecto de aquel y de estos, derivado de la proliferación de estallidos emocionales que los suplicios, los asesinatos y las desapariciones hicieron estallar en el espacio público, a partir de la expansión e intensificación de la guerra irrestricta en contra de la sociedad mexicana. Por supuesto proliferaron, asimismo, un montón de maneras de lidiar con el sufrimiento que la guerra y la violencia estaban causando en los tejidos más profundos de la socialidad colectiva y de la subjetividad individual (como la imposibilidad de dar cuenta de la magnitud del trauma a través del lenguaje: se decía están desaparecidos/desaparecidas en lugar de denunciar que fueron desaparecidos/desaparecidas; se decía que murieron en lugar de señalar que fueron asesinadas/asesinados, etc.).
No obstante lo anterior, lo que también es un hecho es que la violencia tocó a la vida de tantas personas, de manera tan intensa y sistemática que eso comenzó a introducir mutaciones en las formas de convivencia que, en el mejor de los casos, desembocaron en la normalización de la violencia; en el peor, terminaron por hacer de la violencia un sentido histórico, en y por sí mismo, legítimo y deseable, en el que la violencia misma es reproducida en el contacto cotidiano con los otros y las otras.
Es frente a esas tendencias (invisibilizadoras, anestesiantes, neutralizadoras y/o militantes) que movimientos como los de las mujeres que luchan, por toda América, han reivindicado a los afectos y a la disputa por el cuerpo como dos de los frentes de batalla más importantes que hay que rescatar, reinventar, defender y reivindicar como espacios de resistencia y de sobrevivencia frente a los asedios de la valorización y de la violencia que ésta utiliza como medio para acelerar, mantener, ahondar y ampliar su dinámica.
El cuerpo, por principio de cuentas, porque es, en definitiva, el objeto de deseo más preciado por las estructuras patriarcales del capital, en términos estrictamente sexuales. Pero también, y sobre todo, porque es a través del cuerpo de las mujeres que se realizan algunos de los procesos de acumulación de capital más grandes y difícil de combatir, habida cuenta de que es ahí en donde se juegan las condiciones de reproducción de la vida orgánica, desde la concepción hasta la muerte, pasando por una cadena inmensa de trabajos forzados (denominados cuidados) que tienen por objeto el hacer, por un lado, de la vida de los varones lo más mercantilmente productiva posible; y por el otro, el reproducir otros cuerpos, de otras mujeres, para dar continuidad ininterrumpida a los cuidados del varón, de la familia y del hogar.
La brutalidad con la que los cuerpos de las mujeres son tratados en estos momento, en ese sentido, se presenta como una respuesta sistémica, lógica, por parte de esas estructuras patriarcales que no únicamente están poniendo el acento en el reconocimiento de que el cuerpo de la mujer no es banal, fútil, sino que, antes bien, hoy más que nunca en la historia reciente del capitalismo cobra una importancia y un rol central, toda vez que es la recuperación de la potestad de su sexualidad y de su propio cuidado corporal, de su propio hacerse-cuerpo a sí mismas, lo que las mujeres de América están colocando en el centro de su resistencia: de ahí la restitución de esa suerte de cuidado de sí en los dos frentes, en la reapropiación de su sexualidad y de las maneras en que su cuerpo se construye a partir de nociones específicas, situadas, de género, por un lado; y en la recuperación de su propia fuerza de trabajo para sí.
La huelga general y el rechazo a la financiarización, así como las protestas masivas, coordinadas por todo el orbe, en contra de los feminicidios y las violaciones, y en favor del aborto; por lo anterior, son dos de las respuestas más potentes que han encontrado estas mujeres que luchan por todo el continente para resistir y sobrevivir.
Es ahí en donde se inscribe, además, en paralelo, el rescate de la dimensión afectiva de la vida, no sólo para despojarla del estigma que minimiza y descalifica a los afectos como elementos de la vida cotidiana que no tienen utilidad practica alguna, sino, justamente, para reivindicar que hay algo en ellos que es lo que los posibilita como potencias a partir de las cuales es factible y realizable la configuración de modos de vida centrados en la reproducción de los valores de uso. Acuerpar desde la afectividad, desde el reconocimiento de todos esos saberes corporales y esos sentires (también corporales) que la tendencia civilizatoria de la modernidad capitalista ha despreciado, reprimido y feminizado constantemente es lo que ha permitido, en gran media, que en el movimiento de las mujeres que luchan (con independencia de si son feministas o no, y si lo son, de qué extracción feminista lo son) éstas sean capaces de reconocerse en la diferencia, integrarse en la diversidad y articularse a pesar de todas las oposiciones existentes. Es, en toda la extensión de la palabra, la condición de posibilidad que les ha permitido constituir la única movilización social contemporánea verdaderamente antisistémica (por anticapitalista, anticolonialista y antipatriarcal) de carácter global.
Y es que ahí, en los afectos y los dolores del cuerpo, es en donde se ve de manera más clara que la triada principal a la que se enfrentan está en todas partes en la vida cotidiana, y por lo tanto, a ella se debe responder, en la vieja formulación de Agnes Heller, con revoluciones en la vida cotidiana: mostrando los asedios sistemáticos que en ella se presentan, intentando cerrar todas las porosidades aún abiertas desde la reconfiguración orgánica del capitalismo cultural, durante la segunda mitad del siglo XX. De ahí que si bien es cierto que sus movilizaciones más grandes se han dado en momentos coyunturales (como las acciones globales por el día de la mujer: 8M), también lo es que no es en ese plano, ni espacial ni temporal) en el que se están poniendo en juego las estrategias más efectivas de combate al capital, al colonialismo y al patriarcalismo: hoy, más que nunca antes en la historia del capitalismo contemporáneo, la resistencia a las microfísicas del poder y de la violencia ha tenido un campo de distensión privilegiado en las escalas de las disputas micropolíticas: por la puesta en cuestión de la mirada persistente sobre el cuerpo; por la puesta en cuestión de los intentos masculinos permanentes por hacerse de ese cuerpo; de la insistencia del capital financiero por extraer de la fuerza de trabajo de las mujeres los mayores réditos de los que el crédito, la deuda, son capaces; y del racismo de construir muros y distanciamientos entre aquellas que pertenecen a sociedades colonizadas y aquellas que provienen de sociedades colonizadoras.
Los encadenamientos y los encabalgamientos entre unas dimensiones y otras, por supuesto, son muchos y cuentan con un grado de normalización y reproducción cuyos límites, hasta ahora, aún están por conocerse (la violencia y el poder actuales no han mostrado su cara más brutal). Sin embargo, lo que es un hecho, es que acá, en estas movilizaciones tienen lugar procesos de construcción de saberes y de regímenes de verdad que están fundados en prácticas concretas, situadas, alimentadas por contenidos cualitativos de la vida que se han ido sedimentando por años sobre un principio del saber-hacer que aunque se materializa en agendas políticas específicas, de conformidad con cada contexto en las que se las introduce, en su escala general lo sigue disputando todo porque es la totalidad de la vida la que está en juego.
Ricardo Orozco, Consejero Ejecutivo del Centro Latinoamericano de Estudios Interdisciplinarios,
@r_zco
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