La guerra por los jueces

24/09/2020
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  • Opinión
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La muerte de la jueza Ruth Bader Ginsburg ocurre en un momento crítico en la historia de Estados Unidos, generando alta tensión política cuando faltan solo pocas semanas para las elecciones presidenciales. 

 

La sustitución de la jueza Ginsburg por una jueza conservadora crearía un desbalance aún mayor del que ya existe en la Corte Suprema, que podría perdurar durante décadas, ya que los jueces de esta institución son inamovibles hasta su muerte o su renuncia. Este desbalance pone en grave peligro programas sociales de vital importancia como el llamado Obamacare mediante el cual decenas de millones de personas logran acceso a los servicios de salud. 

 

Es de esperar, por tanto, que los demócratas y todas las fuerzas progresistas de Estados Unidos harán lo que sea necesario para que la nominación del juez o la jueza que sustituya a Ginsburg tenga lugar después de las elecciones del 3 de noviembre próximo, con una nueva administración. 

 

Este nombramiento de un nuevo magistrado de la Corte Suprema es solamente el último capítulo de lo que llamo “la guerra por los jueces” que durante muchos años ha enfrentado no solo a los dos partidos tradicionales sino a sectores de la población que mantienen ideologías opuestas, incluso con fuertes implicaciones de carácter religioso, como en las decisiones de la Corte sobre el aborto, el matrimonio homosexual, etc. 

 

En estas circunstancias, considero que es útil un breve repaso de los principales incidentes que han tenido lugar en la guerra por los jueces durante las últimas administraciones, guerra que alcanzará muy probablemente esta vez uno de sus picos más altos de confrontación. 

 

Al comenzar el segundo término presidencial de Ronald Reagan, las edades de los únicos jueces liberales de la Corte Suprema de Justicia (Blackmun, Brennan y Marshall) rondaban los ochenta años. Con la reelección de Reagan y el control republicano del Senado, los ultraconservadores tuvieron la oportunidad que esperaban para llevar a cabo un cambio radical en la composición y en la ideología del sistema judicial de Estados Unidos. Estos cambios tendrían lugar no solo en la Corte Suprema sino a todos los niveles del sistema judicial. 

 

De acuerdo con la constitución, los jueces federales son nombrados por el presidente de Estados Unidos, pero con la aprobación del Senado. Tradicionalmente, el primer mandatario designaba los jueces basándose en las recomendaciones de los senadores de los estados donde aquellos ejercerían su oficio. Sin embargo, el balance que ofrecía este sistema se vino abajo con la creciente influencia en el gobierno del extremismo radical de derecha decidido a tomar el control del poder judicial. 

 

El documento que sirvió como fuente ideológica para estos propósitos fue el informe emitido en 1988 por la Oficina de Política Legal (1) del Departamento de Justicia, titulado “La Constitución en el Año 2000: Anticipos en la Interpretación Constitucional” (2), que se basaba a su vez en las teorías del profesor de derecho de la Universidad de Chicago, Richard Epstein, jurista favorito del tanque de pensar ultraconservador “Heritage Foundation”, y en su libro publicado en 1985 (3). El documento, de 199 páginas, revela muy claramente la intención de seleccionar los jueces federales como herramientas para influir en la interpretación por las cortes de la Constitución y trazar de este modo las políticas del futuro. El informe subrayaba la importancia de nombrar jueces con los principios y la filosofía conservadores. 

 

Para cumplir con esta agenda, Reagan nombró en calidad de consejero a Lee Liberman, cofundador de la reaccionaria “Federalist Society” y le asignó la misión de evaluar la pureza ideológica de todos los candidatos a jueces federales. Figura notable en este viraje hacia la extrema derecha fue el fiscal general Edwin Meese, autor de la famosa frase en la American Bar Association:  “No se equivoquen, el poder judicial es el poder del gobierno” (4). 

 

Aunque abundan los ejemplos de nominaciones de jueces por razones políticas, sobre todo a la Corte Suprema, en anteriores administraciones, nunca tuvieron lugar en tan grandes proporciones como a partir del gobierno de Reagan, por lo que podemos tomar su mandato, y en especial 1988, fecha del documento referido, como punto de partida de la guerra por los jueces, que dura ya treinta y dos años y ha destruído casi completamente el balance necesario y los fundamentos éticos del sistema de justicia de Estados Unidos. 

 

 Cinco años más tarde, en 1993, los republicanos ocupaban ya el 64 % de los 179 cargos de jueces de las cortes de apelaciones y una proporción semejante en las cortes de distrito. Los demócratas ocupaban solo el 21 % (tres veces menos) y el 16 % permanecía vacante (5). 

 

El triunfo electoral de Bill Clinton constituyó un serio obstáculo en las aspiraciones de la ultraderecha estadounidense. Clinton trató de regresar a la tradición de consultar con los senadores regionales para encontrar candidatos aceptables por ambos partidos, pero no tuvo éxito y, por primera vez en la historia de los procesos de confirmación, los republicanos bloquearon sistemáticamente a una gran parte de los nominados por Clinton sin tener en cuenta sus calificaciones. Aprovechando su mayoría en el Senado, negaron incluso la posibilidad de audiencias a la increíble cifra de 63 nominados. 

 

En los casos que confirmó, la mayoría republicana dilató los procesos de audiencia con períodos de tiempo sin precedentes, sobre todo cuando los nominados eran mujeres o integrantes de las minorías, como reveló en 1997 “Alliance for Justice”, una organización centrista. No obstante, aunque en el segundo término de su mandato los republicanos mantuvieron el control del Senado, Clinton fue capaz de aumentar el porcentaje de jueces de circuito demócratas a 42 % y de disminuir el de republicanos también al 42 % (con un 15 % de asientos vacantes), debido principalmente a que un gran número de jueces republicanos pasaron a retiro (más del doble que los demócratas) y a que Clinton tuvo oportunidad de nombrar a 6 jueces para nuevos cargos. 

 

Con George W. Bush en la presidencia (2001-2009) la extrema derecha republicana pudo continuar con su agenda de controlar el sistema judicial de Estados Unidos. Al concluir su administración, los jueces republicanos sumaban un 56 % y los demócratas 36 % (con 8 % de vacantes), y la ultraderecha controlaba la casi totalidad de las cortes de circuito. Bush nombró a verdaderos dinosaurios desde el punto de vista ideológico, como William Pryor, fiscal general de Alabama, nombrado como juez del Onceno Circuito en 2004, donde desempeñó un papel protagónico en el rechazo de la apelación de los Cinco cubanos condenados injustamente por monitorear las actividades terroristas contra Cuba. Pryor –y la cita es solo como muestra de su fanatismo de ultraderecha- defendía y consideraba un castigo razonable el uso de los “hitching posts”, método de tortura que fue muy utilizado en unidades penitenciarias estadounidenses, que consistía en atar a los convictos a un poste, expuestos al sol, sin agua ni alimentos, durante largos períodos de tiempo. La presencia de Pryor en el tribunal –aviesa maniobra del gobierno de Bush en mi opinión- cerraba las puertas al más elemental sentido de justicia para los Cinco héroes cubanos. 

 

El ascenso a la presidencia de Barak Obama parecía un golpe devastador contra las aspiraciones de la ultraderecha de transformar a su conveniencia el sistema judicial. Sin embargo, durante casi todo el primer año de su mandato, Obama no prestó atención alguna al proceso de nominación de los jueces. Diez meses después de jurar el cargo tuvo lugar su primera nominación. Este tiempo perdido en la guerra por los jueces podría ser, como veremos, irrecuperable (6) (7). 

 

Posteriormente, Obama puso el acento de las nominaciones no en la ideología sino en la diversidad, una especie de “acción afirmativa” para el sistema judicial. Nombró como jueza de la Corte Suprema a Sonia Sotomayor, la primera mujer hispana, y luego a Elena Kagan, elevando a tres el número de mujeres en el más alto tribunal. La administración Obama nombró a muchas más mujeres e integrantes de las minorías como jueces federales que ninguna otra administración. Nombró también como jueces a varios candidatos abiertamente homosexuales (8). Sin embargo, el hecho de ser mujer, pertenecer a una minoría étnica o racial o mostrar determinado tipo de predilección sexual, no coincide necesariamente con un pensamiento progresista. El mejor ejemplo es tal vez el de Janice Rogers Brown, afronorteamericana, nombrada por George W. Bush, quien es considerada una de las juezas de la derecha más radical. 

 

Si bien fue meritorio el esfuerzo de Obama por cambiar la composición del sistema judicial en favor de las minorías, ayudando así a subsanar injusticias del pasado, el hecho es que se dejó ganar la partida en cuanto a la esfera ideológica. Nunca fueron más prolongados los procesos de confirmación por el Senado ni el número de vacantes fue tan alto. 

 

Al acceder a la presidencia el Partido Republicano en 2017 la derecha aumentó considerablemente su ventaja. En los últimos tres años Donald Trump ha nombrado ya a dos jueces conservadores en la Corte Suprema de Justicia y a más de 170 jueces conservadores en otras cortes federales. No obstante, el Partido Republicano y Donald Trump no tienen siempre la misma agenda. Sobre todo, en esta ocasión, tan cercana a las elecciones, Trump escogerá seguramente a la sustituta de Ginsburg no tanto por su ideología conservadora sino por ser la que convenga más a sus intereses electorales, aunque, desde luego, tratará de que ambas cosas coincidan. 

 

Creo que la amenaza actual reside, tanto o más que en Trump, en la posibilidad de conformación de un Congreso que continúe en manos de la ultraderecha. Esto sería altamente peligroso pues el Congreso tiene el poder para crear o eliminar cualquier corte federal con excepción de la Corte Suprema y justificar estas acciones no sería difícil pues no hay nada más absurdo que la distribución de los 94 distritos federales y de los 12 circuitos regionales. Por ejemplo, el Circuito número 9 abarca los estados de Washington, Oregon, California, Arizona, Nevada, Idaho, Montana, Alaska, Hawai, Guam e Islas Marianas del Norte, inmenso territorio con 3,790,000 kilómetros cuadrados y 62,535,000 habitantes, mientras que el Circuito número 1 comprende Puerto Rico y los estados de Maine, New Hampshire y Massachusetts, con solamente 152,000 kilómetros cuadrados y 12,940,000 habitantes. Nada justifica ésta y otras muchas desproporciones. Todo el sistema judicial de Estados Unidos es un colosal disparate que pide a gritos una reforma profunda pero no, por supuesto, la que intenta la derecha radical.  

 

Recordemos que el 17 de marzo de 2005, en el histórico edificio del Willard Intercontinental Hotel, en Washington, D.C. se reunieron el líder de la mayoría de la Cámara Tom DeLay y el líder de la mayoría del Senado, Bill Frist, con lo más selecto de la ultraderecha republicana y del fundamentalismo religioso. Su agenda era el análisis de la estrategia a seguir para lograr el control de los jueces federales. La agenda del Willard Hotel se mantiene vigente. 

 

Pero la derecha tiene su talón de Aquiles en una gran contradicción: cuando se manifiesta demasiado a la derecha, el sector no radical y mayoritario del Gran Viejo Partido (GOP) se asusta y le retira su apoyo. Lo hemos visto ya con el fracaso del movimiento “Tea Party”. 

 

Por último, una advertencia. ¡No nos engañemos! Como clase, a la verdadera ultraderecha, la de las corporaciones, la del complejo militar-industrial, la del poder financiero, la élite dominante, la que detenta el poder real, le importa un bledo el aborto, el matrimonio entre personas del mismo sexo, el rezo en las escuelas u otros temas polémicos de carácter moral, aunque los utiliza como corceles de batalla para mantener el apoyo en las urnas de los millones de votantes cristianos evangélicos, principalmente del Cinturón de la Biblia, que sueñan con un mundo regido por las Sagradas Escrituras. Los genuinos intereses de la ultraderecha son, no lo olvidemos, de índole económico y político, no ético ni religioso. 

 

Notas 

 

(1) “Office of Legal Policy”. 

 

(2) “The Constitution in the Year 2000: Choices Ahead in Constitutional Interpretation. 

 

(3) R. Epstein: “Takings: Private Property and the Power of Eminent Domain”, Harvard, 1985. 

 

(4) “Make no nistake, judicial power is governmental power”. 

 

(5) Los porcentajes utilizados en este artículo fueron tomados de: Russell Wheeler: “What will the Presidential Election Mean for the U.S. Courts of Appeals?”, The Brooking Institution, Oct. 21, 2008. 

 

(6) Tom Leonard: “Obama unlikely to reverse US judiciary’s drift to the right”, The Telegraph, Nov. 14, 2008. 

 

(7) James Oliphant: “Obama losing chance to reshape judiciary”, Los AngelesTimes, March 15, 2010. 

 

(8) John Schwartz: “For Obama, a Record on Diversity but Delays on Judicial Confirmations”, The New York Times, Aug. 6, 2011. 

 

(9) Ashley Killoug: “Romney blasts Gingrich over judiciary”, CNN, Dec. 19, 2011. 

 

 

 

 

https://www.alainet.org/es/articulo/209040
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