El 15 de octubre pasado, Noam Chomsky dio una conferencia en la Universidad de Florida titulada “Policy and Media Prism” (“Las políticas y el prisma mediático”). Durante más de una hora, con su voz pausada y su incansable osadía de desarticular narraciones oficiales, Chomsky analizó el uso del lenguaje en la prensa tradicional, la información mutilada con fines políticos por parte de los medios que repiten y ocultan como estrategia para crear o justificar una realidad. “Si el público estuviese realmente informado no toleraría algunas cosas”, comentó. Al menos parte del público.
Si los estudiantes de lingüística lloran por la complejidad de sus teorías, por lo hermético y abstracto de algunas de sus explicaciones, el público general que asiste a sus conferencias no puede decir lo mismo: nada hay en ellas de abstracto; cada una de sus afirmaciones son concretas y precisas. Se puede estar en completo desacuerdo con las interpretaciones que hace Chomsky de la realidad, pero nadie puede acusarlo de ser elusivo, cobarde, complaciente o diplomático.
Rara vez se puede decir lo mismo de un líder mundial. Si sus acciones son bien concretas, sus justificaciones abundan en la vaguedad y la distracción, cuando no son meras construcciones verbales. Lo cual no deja de ser una trágica paradoja: aquellos profesionales de lo concreto son especialistas en crear mundos virtuales, construidos en su casi totalidad de palabras. Son ellos los más importantes autores de ficción de nuestro mundo.
El 16 de octubre, exactamente 24 horas más tarde y a unos pocos kilómetros de distancia, el ex primer ministro del Reino Unido, Tony Blair, dio su conferencia en una sala del Florida Times Union de Jacksonville. El día anterior recibí en mi oficina a alguien (un prodigio europeo al que estimo mucho y que conocía al líder británico) con una invitación especial para asistir.
En una elegante sala, Tony Blair se extendió por casi dos horas. A diferencia de Chomsky, Blair no bombardeó a los presentes con observaciones incómodas sino con frases prefabricadas, complacientes hasta la indigestión, más una plétora de lugares comunes capaces de provocarle pudor hasta a un estudiante de secundaria. Todo sazonado con una dosis tóxica de bromas, algunas muy ingeniosas.
Ni siquiera tuvo un momento de autocrítica cuando alguien le preguntó si no se había sentido humillado por el fiasco de la guerra en Irak. Después de pensar por varios segundos, o fingir que pensaba para la risa de los que estaban allí, repitió el mismo menú de siempre: “hay momentos en que un líder debe tomar decisiones difíciles…” Una y otra vez, con palabras diferentes. En ningún caso consideró que el presidente o el primer ministro de una potencia mundial siempre tienen que tomar decisiones difíciles, que para eso están, pero que el hecho de que la decisión sea difícil no significa que estén escusados de cualquier error.
No obstante, esta fue y ha sido repetidamente la actitud del ex premier británico: ni una sola vez en la noche tuvo una palabra de arrepentimiento, de autocrítica. Por el contrario, la misma soberbia de siempre: nosotros somos los que salvamos y cuidamos al mundo, los que debemos educar a las nuevas masas de jóvenes (los cambios demográficos fue uno de los temas que parecía preocuparlo especialmente) y somos tan buenos que hasta toleramos a los primitivos que no entienden lo que es una democracia. Nunca, jamás, el reconocimiento de toda la brutalidad antidemocrática de la que fueron capaces.
Ni una palabra que aceptara la posibilidad de algún error. El propio George Bush, con todas sus limitaciones intelectuales, llegó a reconocer que la guerra había sido lanzada en base a información errónea. Un error, compadre. El propio José María Aznar, con sus limitaciones intelectuales, llegó a reconocer sus limitaciones intelectuales. “Tengo el problema de no haber sido tan listo de haberlo sabido antes”, dijo en 2007 sobre los argumentos erróneos que se usaron para lanzar al mundo a una guerra de diez años.
El más dotado intelectualmente de la santísima Trinidad que desencadenó el armagedón que costó cientos de miles de vidas y el descalabro económico, Tony Blair, en cambio, nunca tuvo este atisbo de humildad. Por el contrario, más de una vez repitió esa noche que no se arrepentía de nada. Su rostro parecía estar de acuerdo con sus palabras, que nunca alcanzaron el mínimo atisbo de autocritica. Casi me daba la impresión de estar ante el Mesías, de no ser por su vocación de comediante: “Desde que dejé de ser Primer Ministro en 2007 he ido a Jerusalén más de cien veces. Mi esposa me dice que lo que cuenta no es la cantidad de veces que he estado allí sino la cantidad de progreso que haya logrado en el conflicto. A veces ella no me estimula demasiado” (risas).
Ninguna autocrítica. Ninguna palabra de arrepentimiento. Ninguna muestra de imperfección humana. Sólo una broma tras de otra, como si en realidad de eso se tratase su trabajo: hacer reír al público, como en algunos circos del siglo XIX se hacía reír a los asistentes usando anestesia.
Es interesante que a los intelectuales disidentes se los califique invariablemente de radicales por el mero usos de palabras, mientras que a los líderes que sumergen en la guerra a pueblos enteros se los considere responsables y moderados. Seguramente la respuesta es la del comienzo: la realidad está hecha de palabras, aunque otros la sufren con los hechos. El divorcio y la contradicción entre realidad y palabra no solo es una forma de justificar los hechos pasados sino, sobre todo, la mejor forma de preparar los que vienen.
Esto, que debería llamarse dictadura, se llama democracia. El problema, entiendo, está en la democracia, pero no es la democracia. Hay esperanza: todavía se puede estimular la crítica, ese motor original de la democracia, aunque sea con abono. Tiemblo de solo pensar en el día que nos falte Noam Chomsky, ese gran amigo, ese gladiador de nuestro tiempo. Porque los Tony Blair van a sobrar. Eso es seguro.
No, Chomsky y Blair no se cruzaron en el aeropuerto de Jacksonville. Me reservo las palabras del primero sobre ese hipotético encuentro.