¡Ay de nosotros..., la guerra!

17/03/2003
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Parece que todavía no nos hemos dado cuenta de que la guerra ya no es la guerra. Las geniales reflexiones de Karl von Clausewitz en su tratado Vom Kriege, publicado en 1833, dos años después de su muerte, que hasta hace muy poco eran referencia insuperable más allá de la ciencia militar, hoy son cuestionadas por una brutal mutación. De repente la guerra no se nos presenta como la confrontación armada, siempre terrible, en la que se gana o se pierde, con saldos de muertes y perdidas materiales de una y otra parte, y a veces a contrapelo de la superioridad militar a cuenta de otros valores sociales. Como la victoria de las tropas soviéticas sobre la aparentemente invencible superioridad nazi, que definió la II Guerra Mundial. Hoy, desde el ángulo militar se hace evidente, desde mucho antes que comiencen a subir los decibeles de la metralla, quien va a vencer, quien es el único que militarmente puede vencer. El viejo refrán de que "guerra avisada no mata soldados" quedó atrás. Avisada con mucho tiempo, ratificada día a día durante años por todos los medios, inconfundible en su siniestra aparición, como para ahogar al otro en la angustia, mata soldados, arrasa con la población civil, devasta paisajes, borra a naciones del mapa, cambia equilibrios regionales, siembra una escalada de pánicos. En las condiciones actuales la tesis de Clausewitz de que la derrota comienza con la pérdida de la voluntad de luchar, pierde valor, a menos que los pueblos la logren recuperar en una dimensión mayor, con un sentido tan global como el que aplican los poderosos en su proyecto hegemónico. Pero en el plano logístico la capacidad de aplastamiento, vaticinada hace más de medio siglo por los hongos de Hiroshima y Nagasaki, le ha cerrado todas las posibilidades bélicas a la voluntad de luchar del otro. Aquella magistral – y siempre recordada – afirmación filosófica que identificaba a la guerra como una extensión de la política con otros medios resulta hoy incompleta. No es ya sólo una extensión de la política, sino del mercado, en el cual el rubro "armamento" tiene un peso superlativo, segundo sólo al rubro "petróleo"; de la acumulación de capital en un mundo en que el complejo militar industrial pugna en la competencia transnacional; de los balances de las finanzas de los poderosos, en un cuadro más provechoso para los dominios transnacionales que los esquemas de gastos aportados por otros contrapesos. Hace nada más que unas cuantas horas el Sr. Hans Blix, digno jefe de los inspectores de armas de la ONU que se supone tienen sobre sus hombros la enigmática misión de legitimar o deslegitimar el próximo conflicto, el que se anuncia todos los días, ha pronunciado una frase lapidaria e inquietante: "El mundo no va a esperar ocho años a que Irak se desarme". ¿Cuánto tienen que esperar los 30 millones de irakíes para saber si van a seguir viviendo? ¿Cuánto habrá que esperar para que se desarme la mayor potencia mundial? ¿Cuál va a ser su verdadera contribución, si es que va a hacer alguna, al equilibrio y la supervivencia de la humanidad? La comisión y Blix, cuya misión considero muy respetable, están entrampados también en un enigma. No dije gratuitamente que era enigmática. Les han hecho creer que tienen que probar lo contrario de lo que tendrían que probar. Habría que probar que Irak tiene los medios de destrucción de que se le acusa y si no se prueba que los tiene, la invasión – que en ningún caso puede aceptarse como legítima, viniendo de quienes detentan impunemente todos los medios de destrucción imaginables – no puede ser legitimada ni a partir de los parámetros de los invasores. Probar que no los tienen no es otra cosa que no probar que los tienen. No es un juego de palabras, sino saber que es exactamente lo que es posible someter a probación. El hecho es que parecería imposible ya que no se consume hasta el fin la aventura guerrera de los poderosos, que solo esperan por el más mínimo desliz de la comisión para dar cuerpo a su coartada. Esta guerra no va a ser, sin embargo, una guerra más. No se reduce la extensión de Afganistán, donde el fracaso en exterminar a Bin Laden y desmembrar a Al Qaeda debiera haber servido de revelación a la opinión publica estadounidense de las falacias de las cruzadas antiterroristas del Presidente. Tampoco se compara a la que se desató hace doce años, cuando en Berlín las piedras de las ruinas del muro todavía no habían terminado de barrerse. Si esta guerra se desata, como ya parece inevitable, y si tiene el resultado previsible, muchos de los desastres del mundo actual, contra los que todavía creemos poder luchar, desde muy distintas vías y con medios diferentes, van a cobrar un significado fatal sobre el futuro de la humanidad. Apenas queda un instante para que se levante la voz de la cordura. ¿Seremos capaces de pensar en ese instante en nuestros hijos y en nuestros nietos? ¿Se logrará? * Aurelio Alonso es investigador y ensayista cubano
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