La pelota se mancha
11/01/2013
- Opinión
La FIFA, máximo organismo del fútbol mundial, entregó a Lionel Messi su cuarto Balón de Oro, hecho inédito en la historia en un acto celebrado en Suiza. El césped y las porterías dejaron sitio a la alfombra roja, a esmóquines de todo tipo, a Gerard Depardieu, huido de Francia por su tratamiento fiscal a las grandes fortunas, y a una pasarela de derroche y lujo que nada tienen que ver con un deporte que cada año esconde sus miserias tras el pretendido glamour de sus protagonistas.
Que el mundo del fútbol se ha convertido en una máquina de generación de dinero no es una novedad. Lo que un día fue un vínculo que unía a todos los estratos de la sociedad es hoy un nicho de negocio para fondos de inversión, empresarios multimillonarios y para sus órganos rectores. Entre 2007 y 2010, año del mundial de Sudáfrica, la FIFA generó más de 4.000 millones de dólares de ingresos, con un beneficio total de 631 millones. Sin embargo, el país sudafricano, que invirtió esa misma cantidad en infraestructuras para albergar la competición, vio crecer su PIB en un 3,1% en 2011, apenas 0,2 puntos porcentuales más que el año anterior, y por debajo de sus vecinas Zimbabue (9,1%), Botsuana (5,7%) o Namibia (3,8%).
El fútbol ruso, con cada vez mayor presencia de sus equipos en las competiciones europeas gracias a las millonarias inversiones de los oligarcas del petróleo y el gas, tendrá su mundial en 2018. Catar, país de nula tradición futbolística, tendrá la misma recompensa en 2022. Allí los inmigrantes, que representan el 94% de la población trabajadora y más del 70% del total, viven con sueldos inferiores a 300 dólares mensuales y en condiciones de miseria. Sin embargo, las preocupaciones del organizador no se centran tanto en si la de la mano de obra, que levantará los multimillonarios estadios, mejorará su situación como en si la competición deberá celebrarse en invierno por el excesivo calor estival en la zona. La edición de 2014 tendrá lugar en Brasil, donde el 20% de la población vive bajo el umbral de la pobreza.
La FIFA, como buena parte de los organismos deportivos, tiene su sede en Suiza, país con un especial régimen fiscal y legal. No es una empresa privada, sino una asociación que controla todo el fútbol mundial y que posee, en exclusiva, los derechos televisivos y comerciales de todos sus torneos, los cuales vende a todo el mundo. El gasto para la organización de estos, eso sí, corresponde a los países que los acogen. Además rige su deporte bajo una jurisdicción propia, y penaliza a aquellos futbolistas o equipos que acudan a la justicia ordinaria para apelar sanciones deportivas. Tal poder es, por tanto, un caldo de cultivo para la corrupción. Según ha reconocido la propia FIFA, su anterior presidente, Joao Havelange, aceptó sobornos millonarios relacionados por la comercialización de los derechos televisivos de los mundiales. Además, se ha acusado a varios miembros de su órgano de gobierno, el comité ejecutivo, de vender sus votos en la elección de los mundiales de 2018 y 2022. Todo pese a contar con una comisión ética que, en teoría, vela por las buenas prácticas en la asociación.
El fútbol de España ha salido victorioso de la gala de la FIFA, con un once ideal completado por futbolistas de su liga, el seleccionador español como entrenador del año y un Balón de Oro que juega en la competición española. Un fútbol en el que más de la mitad de sus clubes profesionales tienen intervenidas sus cuentas por las deudas. Entre ellas con el Estado, al que adeudan unos 700 millones de euros. Y un fútbol que ve vaciarse sus estadios por unos precios abusivos en un entorno de recesión económica y grave crisis social.
El fútbol, vía de escape para buena parte de una sociedad acorralada por los recortes de derechos en nombre de la reducción del déficit, se aleja sin freno de sus raíces más profundas. “La pelota no se mancha”, dijo Diego Maradona. Pero sólo porque no dejarán de existir niños con una balón entre los pies.
Javier García Ropero es periodista
Twitter: @javigropero
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