Jóvenes decapitados: vuelve el terror paramilitar
En el marco de la estrategia para aterrorizar a la población y frenar las protestas, la aparición de cabezas cortadas provoca sin duda un tremendo efecto de shock. Conmociona y paraliza.
- Opinión
Durante las últimas semanas han aparecido en Colombia varias cabezas cortadas. En algunos casos se especuló que podrían pertenecer a jóvenes manifestantes vinculados a las protestas sociales y al Paro Nacional. En poco más de dos meses, hay constancia de seis apariciones macabras de estas características, seis cabezas cortadas y dejadas a la vista de todos, apenas envueltas en sábanas o bolsas de plástico, como trofeo criminal de una perversidad sin límites que evoca las peores épocas de los crímenes paramilitares que se creían ya erradicados.
La primera decapitación reciente fue la de una joven cuya identidad no ha sido difundida, probablemente por ser menor de edad, cuya cabeza fue hallada el 21 de mayo en una bolsa de plástico dejada en un contenedor de basura de un colegio, en el barrio Kennedy de Bogotá. Aunque los medios de comunicación informaron del horrendo hallazgo sin profundizar, un medio digital añadió una pista útil para contextualizar el hecho: “Cabe mencionar que la localidad de Kennedy ha sido escenario de fuertes enfrentamientos en los últimos 25 días, por lo que se establecerá si la persona es una de las reportadas como desaparecidas”. Hay que recordar que varias organizaciones de derechos humanos, incluida la Comisión Colombiana de Juristas (CCJ), presentaron una denuncia ante la ONU a fines de junio en la que constataban la desaparición de 327 personas en dos meses de protestas.
El departamento del Valle del Cauca y su capital, Cali, fueron epicentro de las protestas. Varias de las víctimas de decapitaciones son de este departamento, aunque por ahora es difícil comprobar el vínculo de cada caso con la situación social y política. El 15 de junio se produjo un doble asesinato con decapitación de ambas víctimas en el municipio de Tuluá (Valle del Cauca). Se trataba de los jóvenes afrodescendientes Cristian Andrés Mesa, de 25 años, y Edwin Gutiérrez, de 24 años, cuyas cabezas fueron arrojadas en una bolsa de plástico negra a una vía pública desde una motocicleta y a cien metros de un CAI de la policía. Sus cuerpos aparecieron más tarde en una zona boscosa alejada de ese lugar. Las autoridades policiales afirman que el degollamiento habría sido un mensaje enviado por narcotraficantes a otros mafiosos, un ajuste de cuentas entre bandas de delincuentes. La investigación sigue abierta.
La siguiente cabeza cortada apareció el 19 de junio y se identificó como perteneciente a Santiago Ochoa, un joven del municipio de Tuluá (Valle del Cauca). Aunque se dijo que participaba en la primera línea y que había sido capturado por el Esmad mientras se desplazaba en bicicleta, una tía declaró que “ni él hacía parte de la primera línea, ni tuvo nada que ver con las marchas o bloqueos, ni fue detenido por la Policía o amenazado nunca. Él simplemente trabajaba en una ferretería y salió a la hora del almuerzo y desapareció”. La cabeza de Santiago también estaba envuelta en una bolsa de plástico y fue dejada en el antejardín de una vivienda por un sicario que se desplazaba en motocicleta. Justificadamente o no, Santiago se convirtió en un símbolo de las protestas a través de las redes sociales y su cabeza cortada ilustró la sevicia de la represión contra los jóvenes manifestantes.
Tuluá fue una localidad muy golpeada por la violencia policial, militar y paramilitar contra las protestas. Los jóvenes Hernán David Ramírez y Jimmy Hernández no fueron decapitados, pero aparecieron (uno flotando en el río, el otro en un cañaduzal), con evidentes señales de tortura y de haber sido asesinados de manera lenta y despiadada. La familia de Jimmy asegura que él tampoco participaba en las protestas, que el 28 de junio salió de su casa en bicicleta y desapareció. Su cuerpo apareció con las manos y los pies atados, cuatro días más tarde de haber sido asesinado.
La quinta cabeza cercenada corresponde cronológicamente a un líder social del Pacífico colombiano, Luis Picasio Carampaima, dirigente de la comunidad indígena Embera del resguardo Catrú, decapitado el 1 de julio en el municipio de Alto Baudó (Chocó) por las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC), un grupo paramilitar que emergió tras la disolución de las antiguas AUC de los hermanos Castaño.
El impacto de estos hechos no debe ocultar la dimensión total de la tragedia que vive el país: con el asesinato de Luis Picasio se alcanzó la cifra de 84 líderes sociales asesinados sólo en lo que va de 2021, y más de 1.200 desde 2016, cuando se firmó el acuerdo de paz entre la guerrilla de las Farc y el Estado colombiano.
Pero el recurso a esta metodología siniestra nos retrotrae a las épocas salvajes en que los sicarios de las AUC jugaban al fútbol con las cabezas de sus víctimas, como ocurrió en la masacre de El Salado (Bolívar) de febrero de 2000 -hubo una anterior en 1997-, en la que 450 paramilitares al mando de Salvatore Mancuso torturaron y ejecutaron a más de un centenar de campesinos indefensos a lo largo de una semana, despedazándolos y degollándolos con motosierras a la vista de todos, en la plaza, la Iglesia y la cancha de fútbol. En la masacre habría intervenido un capitán de corbeta de la Armada, Héctor Pita, investigado por la Fiscalía. Después de la masacre de 1997 se produjo el desplazamiento forzoso de toda la población, 7.000 habitantes, de la cual regresó poco más de la mitad. Después de la segunda masacre, 4.000 campesinos volvieron a abandonar sus hogares.
En los tiempos del terror paramilitar, las motosierras, decapitaciones y desmembramientos eran moneda corriente. La táctica de decapitar y desmembrar se usaba para enviar un mensaje aterrador a la población rebelde. Una advertencia mafiosa de lo que podía ocurrir si mantenían algún vínculo con la guerrilla, aunque fuera obligado. Esa era la misión de los ‘Mochacabezas’, como se autodenominaban algunos escuadrones paramilitares de las AUC de aquella época. Y que ahora resurgen, misteriosamente con el mismo nombre, como supuestos grupos de “limpieza social”. Así por ejemplo, en el municipio de Coveñas (Sucre), donde el 5 de junio distribuyeron panfletos con amenazas de muerte. En el panfleto advierten a la vecindad: “¿PENSARON QUE ERA UN JUEGO? … FALTAN MÁS MUERTOS … SABEMOS DONDE ESTÁN Y LES LLEGAREMOS”, y señalan a varias personas y familias de seis localidades de la zona rural Bellavista, incluido todo un equipo de fútbol.
Entre tanto, Organizaciones de Derechos Humanos han denunciado que en Colombia “se están desarrollando operaciones de control social y territorial ligadas al narcotráfico, por parte de estructuras paramilitares como las Autodefensas Gaitanistas de Colombia, sin que se desarrollen acciones militares o judiciales para el desmonte de estas estructuras”.
Mientras termino de escribir estas líneas me informan que el 25 de julio apareció otra cabeza cortada en la puerta de una vivienda de la zona de Andalucía (Valle del Cauca). Pertenecía a Yeisson Soto Gutiérrez, de 21 años, y estaba envuelta en una sábana. A los dos días apareció su cuerpo en un cañaduzal. Yeisson fue identificado por la policía como “barrista del Frente Radical Verdiblanco, movimiento en apoyo al Deportivo Cali”. La policía dejó entrever una motivación mafiosa al lanzar sus hipótesis sin pruebas, denigrando la memoria de la víctima, y así lo transmitió la prensa: “Las autoridades manejan como hipótesis del caso un posible ajuste de cuentas producto de las rentas criminales asociadas con el microtráfico”.
Hay que franquear estas cortinas de humo para poder atar cabos. Por los datos que tenemos de estos jóvenes, que eran muy diferentes entre sí, lo único que tendrían en común es que no formaban parte de las marchas, o al menos no se los llevaron en ese contexto. Esto se deduce del testimonio de los familiares. De modo que si hay alguna coincidencia en los hechos, es que todos ellos parecen elegidos al azar por sus captores-asesinos, sin nada que los vincule directamente a las protestas.
¿Y eso con qué finalidad? En el marco de la estrategia para aterrorizar a la población y frenar las protestas, la aparición de cabezas cortadas provoca sin duda un tremendo efecto de shock. Conmociona y paraliza. Muchos dirigentes políticos y sindicales se preguntarán hasta dónde están dispuestos a llevar el pulso contra el gobierno. No importa de quién fueran esas cabezas, si eran de manifestantes o no. Su irrupción en el espacio público es un presagio de futuras masacres. Por desgracia, en el contexto del Paro Nacional y de la brutal represión de las protestas, con el régimen autoritario que aún gobierna Colombia, este país vuelve a internarse en la oscura noche del paramilitarismo y las ejecuciones extrajudiciales.
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