La derecha no lee... y entiende menos
05/07/2006
- Opinión
En el terreno estrictamente político en América Latina arrastramos un viejo problema con eso del primitivismo intelectual de las élites dominantes. En la medida en que el poder se reproduce merced a la lógica pura y dura de su propia inercia, en esa medida sus beneficiarios pueden hacer la economía de grandes justificaciones ideológicas. No hace falta entonces una cultura muy refinada ni tradiciones intelectuales con algún esplendor. Nuestras burguesías criollas han sido históricamente—como las llamaba André Gunder Frank—simples “lumpen-burguesías” ávidas de acumular lo que sea y al precio que sea (por cierto, qué papelón el del honorable Carlos Fuentes haciendo ese patético prólogo a un libro típicamente fabricado por los encargos del poder económico más descarado)
Una derecha ilustrada no sólo alude a los buenos modales políticos que permiten agenciar la gobernanza y facilitar la negociación de conflictos. Permite también una comprensión de horizontes en la que los grandes dilemas del presente encontrarían algún eco para confrontar proyectos, para contrastar visiones del mundo, para poner en juego las líneas maestras de lo que cada quien piensa y quiere para un país como Venezuela. En ausencia de esta derecha ilustrada tenemos en el país una burguesía ramplona incapaz de aporte intelectual alguno, enteramente vacía en relación a tradiciones de pensamiento, educada en la subcultura de la triquiñuela y con muy pocas posibilidades de articularse a algún debate trascendente.
Esa misma subcultura de los hatajos la vamos a encontrar en el mundo académico, en los círculos intelectuales ultra-conservadores, en los ambientes de una aristocracia decadente que llegó tarde al reparto de los buenos modos y el cultivo exquisito del espíritu.
No contamos pues en el país con una derecha política que de la talla en el terreno intelectual. Tenemos sí intelectuales de derecha que incursionan de vez en cuando en la arena política con resultados poco halagadores. En parte, porque la vida pública tiene sus mañas que no pueden saltarse a la torera; en parte también porque la traducción política de las ideas es algo muy complicado que suele impacientar a colegas que no tienen en su sensibilidad el pulso de lo político, el talante de la vida pública, los entrenamientos en la lidia cotidiana de los conflictos de la sociedad. Eso explica en cierto modo la deriva de muchos intelectuales de nuestra derecha tropical que oscilan entre los aburridos manifiestos por algún candidato presidencial o los no menos aburridos “programas de gobierno” con los que esos mismo candidatos se lavan la mala conciencia frente al país.
El asunto no termina allí. También existe una amplia franja del conservadurismo intelectual que navega en las aguas de la ciencia. Como en otras áreas, también aquí se distingue una pequeña fracción que tiene alguna idea de lo que se discute, es decir, gente que alguna vez oyó hablar de un tal Max Weber o un fulano K. Popper o un mentado E. Morin. Pero un grueso sector de este conservadurismo académico padece el síndrome de la ignorancia enciclopédica. Se pueden pasar veinticinco años de esforzada labor en una cátedra, un departamento o un laboratorio en medio del más radical desconocimiento de los debates epistemológicos que tienen lugar en los propios campos de estos colegas. Ese conservadurismo intelectual va de la mano de un resecamiento de la sensibilidad cultural que hace de las personas un enjambre de dispositivos instrumentales que inhabilita para cualquier ejercicio reflexivo crítico y creativo. Pero además este conservadurismo académico es especialmente propenso a la histerización política. Con lo cual arribamos a un combinado especialmente explosivo: colegas que cultivan la ignorancia con devoción, con una incultura bien macerada y con un voluntarismo histérico de primera línea en lo político. ¿Qué podemos esperar de esta merengada epistémica?
Digamos con mucha franqueza que es poco lo que resulta de un debate donde los interlocutores no quieren debatir. Peor que eso: donde los interlocutores no pueden debatir. Una discusión que valga la pena tiene dos condiciones insoslayables: una, que la voluntad de diálogo sea explícitamente compartida (lo cual supone todo un repertorio de condicionamientos y reglas de juego) Otra, que los interlocutores tengan las competencias teóricas mínimas para la discusión (lo cual supone algo más que títulos y condecoraciones)
En la discusión sobre la Misión Ciencia tenemos bastante de esta clase de debate trucado en el que los colegas no quieren (o no pueden) discutir en serio sino oponerse al gobierno o descargar su rabia contra alguien. Es clarísimo que esas trifulcas no van a ningún lado. Allí no hay ideas, ni voluntad de diálogo, ni competencias teóricas para entender de qué se trata. No es posible intervenir en un debate sino desde un dominio competente de los asuntos en discusión. No es posible hacerse cargo de lo que está en juego sino tomándose la molestia de estar suficientemente enterado de los problemas en debate. No se comparte una agenda internacional de discusión por el simple deseo de estar allí. Las agendas y sus animadores son unos y nos otros en atención a liderazgos intelectuales largamente disputados (¿Creen ustedes que Edgar Morin está donde está por la gracia de la casualidad?) Pero además en el caso de la Misión Ciencia no estamos discutiendo desde “escuelas de pensamiento” o desde trincheras personales. Aquí el asunto es más exigente aún porque se trata de políticas públicas donde se juega un altísimo componente de responsabilidad ética y otro tanto de consecuencias prácticas en el conjunto de la sociedad.
Tenemos hasta hoy un valiosísimo camino recorrido en este debate preciso sobre la Misión Ciencia (hay dos libros colectivos en proceso, por ejemplo) Esa discusión sigue abierta. En ella participan muchísimos colegas venidos de los más disímiles ámbitos y tradiciones. No descuidemos lo central por la camorras menores que entusiasman a las gradas. Echo de menos la fundadas opiniones de la derecha ilustrada que anda por allí engatillada. A los aprendices de la ilustración tardía hay que darles un consejo: pónganse a estudiar muchachos!
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