Racismo: banalidad del mal
17/01/2007
- Opinión
Xenofobia es el nombre del racismo. Y el racismo es la expresión de toda forma de intolerancia, es el cierre discursivo de una visión a un fundamento último (el color de la piel, la situación social, el sexo, la religión, cualquier cosa) y la exclusión violenta del otro. El racismo es la más aberrante expresión del antagonismo que traspasa a toda condición social, pues es el extremo de la negación absoluta del otro; es, lamentablemente, la generación, por parte de un grupo, de una conciencia enferma y distorsionada que se extiende como un manto invisible en nuestra vida social. La xenofobia devela lo que esta detrás de las relaciones sociales, descubre lo que no decimos y casi siempre negamos a viva voz, pero que practicamos con vehemencia en la oscuridad de nuestras vidas privadas.
No hay más violencia desmedida cuando ella es encubierta y traslapada en nociones vagas e imprecisas, o bien en actitudes cotidianas y prácticas formales que tan sólo son máscaras para ocultar una realidad de asimetría y exclusión en las relaciones sociales; que, en algún momento, se expresa como una búsqueda radical y desesperada de brindar escarmiento. El otro, la víctima, es normalmente el más débil. Es decir el que no tiene poder y que por alguna situación se encuentra en desventaja respecto a uno. Y aquí, esta claro que el ejercicio de la violencia es el fracaso de una relación, sea de mando, hegemonía, amistad o de amor. El maltrato y la guerra son sinónimos de la imposibilidad, de los que también por alguna situación se encuentran aventajados, de edificar mediaciones para atemperar el conflicto, el antagonismo, el desacuerdo y, por ende, el logro de la reconciliación.
La xenofobia es imperdonable, pues atenta a la dignidad e inmunidad de las personas. Y no hay explicación o razón que valga para justificar la negación del otro y la brutalidad de la violencia. Como toda realidad imprecisa, pero aquí con mayor contundencia, el racismo es innombrable. Es el límite de nuestra fe, de nuestras creencias y de nuestro lenguaje, pues no hay forma de afirmar, en el plano de las justificaciones y el sentido común, una práctica que pone de cabeza todo lo que aseveramos que somos: seres racionales. Con el racismo, la realidad se hace añicos y disuelve todos los fundamentos de nuestra supuesta civilidad.
Hannah Arendt, una pensadora política singular, en otro contexto histórico, se cuestionaba y sugestionaba frente a la banalidad del mal del totalitarismo, al escuchar y escudriñar las razones de los que de una u otra forma han sido parte del holocausto en la segunda guerra mundial. Para ella, la responsabilidad de la violencia aplicada contra las victimas, sea los contrincantes y los derrotados, no sólo descansa en los que directamente respondían a una cadena de mando de decisiones, sino de todos los que pudiendo hacer algo, para evitar que las cosas ocurrieran como acontecieron, no hicieron absolutamente nada.
La banalidad del mal es la falta de capacidad de emitir juicio frente a una realidad innegable de injusticia; esto es: de ausencia de opinión propia, basada en lo que se denomina “sentido común”, que obligue a actuar a uno en consonancia consigo mismo y, por ello, a evitar que la violencia se ejercite y extienda sobre nuestra condición social y política. Capacidad de juicio no es capacidad de racionalizar, sino de tener sentido común y reconocerse en el contexto que nos toca vivir y convivir.
¿Por qué el mal es banal? Porque los juicios de una gran cantidad de gente son enclenques o inexistentes, en unas palabras: es simple vulgaridad y mediocridad. O bien porque, mucha gente, no asume ninguna responsabilidad frente al contexto social y político en la que se encuentra, y prefiere la comodidad de su fuero privado y el escapismo de todo compromiso colectivo. Por ello, el racismo, la xenofobia, se extiende como una realidad innegable y, la verdad, a estas alturas, peligrosa.
Todo lo dicho, tiene la marca de un fuerte reclamo de sentido común, nunca de perdón, a todos los que han ejercitado y promovido en las calles y en sus hogares el pasado jueves 11 en la ciudad de Cochabamba, la violencia que, desde mi punto de vista, practican en sus vidas privadas contra los más débiles: indígenas, pobres, campesinos, mujeres y otros. Racismo que hasta hace poco era encubierto, pero ahora es una realidad cruda, pública y vergonzosa.
No hay más violencia desmedida cuando ella es encubierta y traslapada en nociones vagas e imprecisas, o bien en actitudes cotidianas y prácticas formales que tan sólo son máscaras para ocultar una realidad de asimetría y exclusión en las relaciones sociales; que, en algún momento, se expresa como una búsqueda radical y desesperada de brindar escarmiento. El otro, la víctima, es normalmente el más débil. Es decir el que no tiene poder y que por alguna situación se encuentra en desventaja respecto a uno. Y aquí, esta claro que el ejercicio de la violencia es el fracaso de una relación, sea de mando, hegemonía, amistad o de amor. El maltrato y la guerra son sinónimos de la imposibilidad, de los que también por alguna situación se encuentran aventajados, de edificar mediaciones para atemperar el conflicto, el antagonismo, el desacuerdo y, por ende, el logro de la reconciliación.
La xenofobia es imperdonable, pues atenta a la dignidad e inmunidad de las personas. Y no hay explicación o razón que valga para justificar la negación del otro y la brutalidad de la violencia. Como toda realidad imprecisa, pero aquí con mayor contundencia, el racismo es innombrable. Es el límite de nuestra fe, de nuestras creencias y de nuestro lenguaje, pues no hay forma de afirmar, en el plano de las justificaciones y el sentido común, una práctica que pone de cabeza todo lo que aseveramos que somos: seres racionales. Con el racismo, la realidad se hace añicos y disuelve todos los fundamentos de nuestra supuesta civilidad.
Hannah Arendt, una pensadora política singular, en otro contexto histórico, se cuestionaba y sugestionaba frente a la banalidad del mal del totalitarismo, al escuchar y escudriñar las razones de los que de una u otra forma han sido parte del holocausto en la segunda guerra mundial. Para ella, la responsabilidad de la violencia aplicada contra las victimas, sea los contrincantes y los derrotados, no sólo descansa en los que directamente respondían a una cadena de mando de decisiones, sino de todos los que pudiendo hacer algo, para evitar que las cosas ocurrieran como acontecieron, no hicieron absolutamente nada.
La banalidad del mal es la falta de capacidad de emitir juicio frente a una realidad innegable de injusticia; esto es: de ausencia de opinión propia, basada en lo que se denomina “sentido común”, que obligue a actuar a uno en consonancia consigo mismo y, por ello, a evitar que la violencia se ejercite y extienda sobre nuestra condición social y política. Capacidad de juicio no es capacidad de racionalizar, sino de tener sentido común y reconocerse en el contexto que nos toca vivir y convivir.
¿Por qué el mal es banal? Porque los juicios de una gran cantidad de gente son enclenques o inexistentes, en unas palabras: es simple vulgaridad y mediocridad. O bien porque, mucha gente, no asume ninguna responsabilidad frente al contexto social y político en la que se encuentra, y prefiere la comodidad de su fuero privado y el escapismo de todo compromiso colectivo. Por ello, el racismo, la xenofobia, se extiende como una realidad innegable y, la verdad, a estas alturas, peligrosa.
Todo lo dicho, tiene la marca de un fuerte reclamo de sentido común, nunca de perdón, a todos los que han ejercitado y promovido en las calles y en sus hogares el pasado jueves 11 en la ciudad de Cochabamba, la violencia que, desde mi punto de vista, practican en sus vidas privadas contra los más débiles: indígenas, pobres, campesinos, mujeres y otros. Racismo que hasta hace poco era encubierto, pero ahora es una realidad cruda, pública y vergonzosa.
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