La paz del lobo feroz
13/03/2008
- Opinión
A la vuelta de la esquina de cualquier barrio de Costa Rica, cuando nos sorprenda un hijo de la pobreza costarricense convertido en delincuente o un mafioso extranjero, le mostraremos las exitosas estadísticas de exportación a terceros mercados y además, con postura ghandiana, los estudios de los expertos, quienes nos dicen que el uso de las armas no son recomendables porque aumentan la violencia social. Todo eso diremos, mientras despluman a un anciano de los muchos que transitan por las calles del país o a un niño cuando camina a las siete de la mañana hacia la escuela y es desvalijado de sus pertenencias escolares.
No se trata de loar el uso de la violencia como forma de resolver los conflictos o de negar los mecanismos legales que existen para combatirla civilizadamente. Se trata de decir que ser civilizado, en un país como Costa Rica, se nos escapó de las manos hace rato; que hoy en día los hábitos y las conductas, dentro del tradicional pacifismo costarricense, son pura retórica y que si se intenta ser inocente, mientras se transita por las calles de la ciudad, puede ser que no se llegue vivo a la casa o el trabajo.
Se trata de reconocer que la potencia moral y ética que debe alimentar la cordialidad como ciudadanos, nos fue arrebatada por esa peste moderna que es el miedo - como ha dicho un escritor español - gatillo que dispara la bala oscura y trágica de la violencia. El miedo es la emoción que prohíja la reacción de la violencia y no al revés. De eso nos alimentamos cotidianamente.
Es el miedo el ruido de fondo que se oye, mientras se prepara a los hijos para que vayan a la escuela; el que acompaña las conversaciones familiares y el oficio diario de las tareas domésticas; los diálogos entre los vecinos, las primeras páginas de los periódicos y noticiarios, las fiestas, las celebraciones, los susurros de los padres antes de dormirse. Con el miedo convertido en savia cotidiana, se les pide a los padres de familia que no hagan nada para defenderse frente a los peligros reales pero también amplificados por una cultura de muerte y temor. Se pide a las familias que se comporten beatíficamente, cada vez que sientan incertidumbre por el retorno de sus hijos sanos y salvos a sus hogares.
No se trata de dividir un país entre pacifistas y violentos o de escoger entre la vía de Martin Luther King o de Malcom X como forma de reivindicar el derecho a la vida; se trata de decir que la moralidad estatal, en su cometido de proteger al ciudadano, colapsó hace mucho tiempo para dejarlo indefenso. Hoy solo atina al instinto biológico de proteger la especie como lo hacía mucho tiempo atrás el hombre prehistórico con su progenie, frente a la amenaza de las bestias salvajes en una lucha de todos contra todos.
En eso todavía estamos.
No se trata de loar el uso de la violencia como forma de resolver los conflictos o de negar los mecanismos legales que existen para combatirla civilizadamente. Se trata de decir que ser civilizado, en un país como Costa Rica, se nos escapó de las manos hace rato; que hoy en día los hábitos y las conductas, dentro del tradicional pacifismo costarricense, son pura retórica y que si se intenta ser inocente, mientras se transita por las calles de la ciudad, puede ser que no se llegue vivo a la casa o el trabajo.
Se trata de reconocer que la potencia moral y ética que debe alimentar la cordialidad como ciudadanos, nos fue arrebatada por esa peste moderna que es el miedo - como ha dicho un escritor español - gatillo que dispara la bala oscura y trágica de la violencia. El miedo es la emoción que prohíja la reacción de la violencia y no al revés. De eso nos alimentamos cotidianamente.
Es el miedo el ruido de fondo que se oye, mientras se prepara a los hijos para que vayan a la escuela; el que acompaña las conversaciones familiares y el oficio diario de las tareas domésticas; los diálogos entre los vecinos, las primeras páginas de los periódicos y noticiarios, las fiestas, las celebraciones, los susurros de los padres antes de dormirse. Con el miedo convertido en savia cotidiana, se les pide a los padres de familia que no hagan nada para defenderse frente a los peligros reales pero también amplificados por una cultura de muerte y temor. Se pide a las familias que se comporten beatíficamente, cada vez que sientan incertidumbre por el retorno de sus hijos sanos y salvos a sus hogares.
No se trata de dividir un país entre pacifistas y violentos o de escoger entre la vía de Martin Luther King o de Malcom X como forma de reivindicar el derecho a la vida; se trata de decir que la moralidad estatal, en su cometido de proteger al ciudadano, colapsó hace mucho tiempo para dejarlo indefenso. Hoy solo atina al instinto biológico de proteger la especie como lo hacía mucho tiempo atrás el hombre prehistórico con su progenie, frente a la amenaza de las bestias salvajes en una lucha de todos contra todos.
En eso todavía estamos.
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